18

Rechazos que queman

Desperté cuando un brazo, pesado, cayó sobre mi cintura. Abrí los ojos y miré a mi alrededor. La ventana tenía las cortinas descorridas y la luna se veía aún. Con cuidado le aparté y busqué mi reloj de pulsera en la mesilla. Los músculos de mi cuerpo, de las piernas especialmente, protestaron cansados. Un escalofrío de deseo me irradió en el estómago al recordar la noche anterior. El rato anterior, si teníamos en cuenta que eran… las seis. Había dormido menos de dos horas, pero me sentía nueva, reparada, eufórica, feliz.

Las chicas habían tenido razón.

En todo.

Había flipado. En colores.

Y menos mal que él tenía más preservativos, porque al final habían sido seis. No recordaba lo que era tener veintiii… pocos, los que fueran, y ganas de marcha.

Miré al grunge. Dormía plácidamente y se le veía guapo, tranquilo. Sonriendo como una boba me levanté. Debía ir al baño y darme una ducha, pero tenía en el bolso unas toallitas de bebé —¿qué?, deberíais llevar también, vienen bien para algunas ocasiones, como por ejemplo ésta— y prefería salir de allí pitando.

Recogí el vestido, el corsé, las medias y los zapatos, y me costó un buen rato encontrar el tanga. Recompuesta vi sobre la mesa del comedor unas cartas. Podía mirar el destinatario y saber su nombre, y aun así no lo hice. Salí cual ladrón sin hacer ruido y sin saber nada de mi víctima.

Aquello había sido el rollo de una noche en toda regla. Sexo del bueno con un absoluto desconocido al que no volvería a ver en mi vida.

Y sin sentirme mal por ello.

De camino a casa pensé en que progresaba adecuadamente: Luis el desgraciado me había hecho sentir culpable, Jamie o Gary me había asustado, Anthony me había hecho sentir utilizada y ni siquiera se había acostado conmigo… Pero aquel niñato… aquel niñato me había hecho tocar el cielo. No, mentira, me había llevado de viaje al infierno más caluroso con billete de ida y vuelta, y sin remordimientos.

Sí, progresaba adecuadamente.

Bajé del metro, contenta, y entré en el edificio tarareando Bad Romance como una tonta. Llegué al portal, me miré en el espejo, y tarareé más fuerte sin intentar disimular el desaguisado que era. Pelo revuelto, vestido arrugadísimo, boca hinchada… Se veía claramente que venía de echar un… seis pedazo de polvos.

Me olí —escatológico además de una cochinada, lo sé— y reconocí un deje a sexo y a colonia de tío. ¿Tendría Monique un perfume así dentro de sus frascos?

Cuando llegué al ascensor vi a Ashley de espaldas, con dos maletas en el suelo a su lado. Supuse que habría tomado algo en el DDN y bajaba ahora a por el coche y se largaba a Heathrow. Bad Romance. Era mi noche. Mi madrugada. Mi mañana.

Debió oírme pues se volvió. Miró mis labios, supongo que todo mi aspecto, y por un momento volví a sentir que algo se electrizaba. ¿Todavía me quedaba cuerda para más? ¿Para un séptimo? ¿Y con otro? Era una salida, definitivamente. Y el siete el número de la suerte, ¿no?

—Buenos días, Victoria —su voz sonó desaprobadora.

¡Que le dieran! No tenía remordimientos.

—Y tan buenos días, Ashley.

—¿Anthony, finalmente? —masculló.

¿En serio quería saberlo? Vale. Si no quería liarse conmigo, pues que supiera con quién me liaba. Esperad, ésta era buena: yo misma no sabía con quién me había liado.

—Pues en realidad no lo sé —puse cara de inocente—. ¿Te puedes creer que nos hemos dado seis revolcones estupendos y ni siquiera sé su nombre?

Me miró, estupefacto. Le miré yo. Esperaba una reacción. La que fuera. Que se alegrara por mí, que se enfadara. Lo que fuera. Pero no ocurrió nada.

—Ya. Bueno. En realidad a quién le importa. —Y antes de que me diera cuenta había cerrado la puerta y pulsado el botón de bajar.

Algo escandaloso en mí saltó. Escandaloso o malévolo y que se había hartado de esperar y soportar sus indolencias sin hacer nada. Fuera lo que fuese, la cuestión es que me quité los zapatos de tacón y bajé corriendo los escalones. El ascensor era lento y yo rápida a pesar de que las agujetas por músculos que desconocía que podía usar para lo que los había usado empezaban a molestarme.

Llegué al sótano mano a mano con él, y mientras cogía sus maletas abrí yo. Sus ojos me miraron con sorpresa. Salió sin comprender, olvidado dentro el equipaje. Le hice una ridícula reverencia, levantando la falda hasta asegurarme de que veía los ligueros.

—Buen viaje, Ashley.

Y como seguía allí, serio, sin hacer nada, tiré de las solapas de su camisa con fuerza, le empujé hacia mí y casi literalmente me comí sus labios. Ni siquiera sabía que iba a hacerlo; sólo reaccioné llevando a cabo aquello que hacía tanto tiempo que deseaba hacer.

En el momento que le toqué abrí la boca y succioné la suya, y supongo que fruto de la sorpresa también él la abrió, así que metí la lengua y saqueé cada rincón que encontré, lamí cada diente, la entrelacé con la suya, también húmeda y caliente, y la atraje, la chupé y me aparté para morderle el labio inferior antes de volver a abrirla, más esta vez, e intentar beberme su esencia.

Reaccionó cogiéndome con una mano por fuerza de la nuca, besándome también con desesperación, rodeando sus labios con los míos y abarcando con la otra mi culo para dejarme completamente pegada a su cuerpo. Ladeó la cabeza y profundizó la caricia a un nivel desconocido para mí: era un beso mojado, obsceno, pornográfico. Gemí, suplicante. Levanté la pierna y la enrosqué a la altura de su cadera y le sentí, duro, muy duro: el tejido de sus vaqueros contra el tejido satinado de mis braguitas me hizo revolverme de impaciencia, y fue él quien gimió ahora y quien me dio la vuelta y me colocó con cierta brusquedad, fruto de la urgencia compartida y que me puso a cien, contra la pared de al lado del ascensor, elevándome del suelo, acoplándome a la altura perfecta para embestir contra mi sexo con apenas la seda y el rígido algodón del pantalón interponiéndose entre nuestro atroz deseo. Mis manos fueron hasta su entrepierna, abrieron botón y bajaron cremallera, y sencillamente apartaron la tela y palparon sobre los calzoncillos, presionando, excitando, mientras el beso continuaba tórrido y ambos jadeábamos y nos buscábamos por todas partes. Saqué la mano de su bragueta y cogí la suya para llevarla a mi pecho y presioné con mis dedos sobre los suyos. Me pellizcó el pezón sobre el vestido y me revolví de deseo contra su erección, y él empujó más fuerte varias veces, como si pudiera penetrar en mí a través de mi ropa interior. Cuando su mano dejó mis pechos para volver a mi culo y coserme a su pelvis me pellizqué yo los pezones, tan desesperada estaba.

Me miró tocarme y jadeó, y me embistió con fuerza, apretándome contra él, obligándonos a parar por momentos para poder respirar.

Quería que se bajara los calzoncillos y me la metiera allí mismo. Necesitaba una parte de él dentro de mí, así que le llevé una mano a mis bragas y entendiendo el mensaje acarició mi clítoris con atrevimiento antes de introducir dos dedos en mí con firmeza.

—Estás mojada, estás tan mojada… —su voz ronca y su comentario medio obsceno me extasiaron y me sobrecalentaron.

Asentí y le pedí que me las quitara, que apartara los dedos y usara su polla, pero no podía bajármelas, no si quería seguir besándome y dándome placer con la mano, así que sus dedos salieron por un momento de mí, las aprehendió por un lado y sin dejar de mecerse ni de comerme la boca las rompió. El sonido del tejido al desgarrarse me abrasó.

—Ashley —le supliqué contra sus labios, revolviéndome contra él, bajándome el escote, apartando el corsé con violencia y pellizcándome de nuevo los pezones porque necesitaba sentir contacto en mi piel en todas partes—, Ashley, métemela. Métemela ahora o me correré contra ti, y quiero correrme contigo dentro. Te quiero dentro, por favor…

Me elevó y se metió un pecho en la boca, mordisqueándolo con suavidad. Le cogí por la nuca y tiré de él contra mí, intentando que se lo tragara entero. Tras unos segundos de placer se separó y me volvió a colocar a la altura de sus caderas.

—¿Quieres mi polla dentro de ti, no es cierto? —Su susurro fogoso me estaba matando.

—Sí —me sentía sucia, soez, y mucho más caliente.

—Tú lo que quieres es esto —embistió contra mí con los calzoncillos puestos y grité descontrolada—, y esto. —Volví a gritar y Ashley bajó una mano a mi clítoris y lo presionó circularmente antes de meter un dedo poco a poco, torturándome.

Moví las caderas adelante y le obligué a entrar rápidamente en mí, y movió la mano deprisa, desbocándome.

—Ashley —mi voz salía entrecortada, suplicante—, así no… contigo, córrete conmigo. Te quiero dentro de mí. Córrete conmigo. Ashley, por favor…

—Dímelo. Dime lo que quieres. —Se le oía jadeante, también fuera de control.

—Quiero tu polla enterrada en mí, tan dura y tan profundamente que me deje marcada para siempre. Fóllame, Ashley, fóllame ahora.

No dijimos más, el beso que me dio lo dijo todo por nosotros. Se bajó los calzoncillos, mostrándomela al fin, enorme, me depositó en el suelo y me rozó el monte de venus con ella. Era muy grande, gruesa y curvada, y me moría de ganas por tenerla entera en mí. Otro día me la metería en la boca, me dije con lascivia, pero en aquel momento estaba al límite, un límite que ni siquiera conocía. Intenté hacerme adelante, asirle, pero se apartó un poco, me mordió juguetón los labios, hambriento, y tanteó en el bolsillo de atrás de sus pantalones, en la cartera, buscando un condón, mientras yo me revolvía atormentada, desesperada.

Y aquel momento, el puto «momento preservativo», lo estropeó todo.

Cuando volvió a mis ojos, que debían estar nublados por la pasión que ardía en mí, los suyos estaban fríos. Me miró largamente, o a mí se me hizo eterno. Le quité el envoltorio y lo abrí con manos temblorosas, dispuesta a ponérselo yo, consciente sólo de mi necesidad extrema. Pero cuando me acerqué al glande dio un paso atrás y se colocó de nuevo los calzoncillos en su sitio y se abrochó los pantalones. El sonido de la cremallera al subirse fue un jarro de agua fría para mí. Estaba sudado, ambos lo estábamos. Y a pesar de su alejamiento seguía duro; no pude evitar mirar hacia lo que tanto deseaba e iba a perderme. Sintiéndome una idiota le devolví el paquetito abierto. Y él me devolvió mis bragas rotas.

—Apestan a polla de otro tío.

Y dicho esto cogió sus maletas, me esquivó sin mirarme siquiera y se largó camino de su coche.

Yo me quedé allí como una tonta, con aquella prenda desgarrada en la mano, demasiado caliente para razonar nada.