17

Las chicas son guerreras

Tres semanas después… ¡Las chicas salíamos de fiesta! Por fin, por fin, aquel día había acabado el último examen, ¡¡y salíamos!! Tres semanas de dolor, memorizar terapias, estrés… de no plancharme el pelo, vestir todo el día en pijama y adecentarme sólo para ir a la facultad, de no tocar ni el rímel… Aquella noche, con un vestido de fiesta negro y sexy y peinada y pintada y con unos zapatos más sexys todavía, volvía a sentirme persona, y no estudiante zarrapastrosa demasiado-vaga-para-cuidarse.

Había bajado al quinto a invitar a Ashley a cenar. No nos habíamos vuelto a hablar desde el entierro de Maria y nuestra tremenda discusión, y le echaba de menos tanto como a ella; así que creí que mi aprobado podría propiciar un acercamiento. No quiero contarlo o me echaré a llorar y estaba a punto de salir de fiesta, pero básicamente le dije de ir al Jamie’s BBQ como tantas veces habíamos prometido que haríamos y me dijo que no, que al día siguiente salía hacia Nueva York a una convención y tenía que hacer las maletas. ¡Como si los tíos pasaran una tarde y una noche haciendo maletas! Me quedé destrozada.

Pero nada que no se arreglara saliendo por ahí con las chicas misándricas.

—¡¡Tres minutos!! —grité feliz—. ¡Viajeros al tren!

—¿Viajeros al tren? —Era la voz de Monique desde el baño que compartía con Alberta—. Tienes más de treinta años, Victoria: crece de una vez.

Reí, contenta. Monique había pasado unos días malos. Algo que ver con su novio o lo que fuera que era. Empezaba a sospechar que aquel tío estaba casado y que Monique era la otra, y que ella lo sabía pero estaba demasiado enganchada para dejarle, más o menos como lo que le había pasado a Anthony con Lesley. Pero el tema del novio de Monique, llamado Eric y cuyo nombre era delito pronunciar, era tabú. Ella hacía como que nada ocurría y nosotras también.

—¿Quieres decir que si esta noche me subo a un podio y grito «viajeros al tren» los tíos se reirían de mí?

Todas conocéis la respuesta a eso. Todos los tíos funcionan igual en una discoteca, en Inglaterra, en España, en el Polo Norte o en medio del mismísimo desierto del Sahara.

—Ey, podrías probar.

—¡Y una leche! —volví a gritar, feliz.

—Abre una botella de champán, Victoria.

Era la voz de Alberta, desde su habitación.

—¿Significa que vamos a tardar? Habíamos quedado ya —vi una silueta moverse por el pasillo… ¡¡sin vestir!!—. ¡¡Alberta!! Te faltan aún diez minutos.

—Di mejor veinte… ¡Abre el champán!

—¡Monique, Alberta quiere despistarnos!

—Noooo —gritó desde el baño, que Monique había despejado—, Alberta lo que quiere es beber. Alberta tiene seeeeed.

Monique, vestida y perfumada y preciosa, salió de la cocina con una botella bien fría y dos copas.

—Tú y yo brindaremos ¡¡a la salud de la tardona!! —gritó para que la alemana nos oyera.

El corcho saltó feliz haciendo ese «pop» que tanto nos gusta a todos y que parece presagiar un buen momento y nos servimos, dispuestas a esperar cómodamente.

—¿Cómo llevas lo de Ashley? —¿Iba en serio? Ella tenía una relación patética y me preguntaba a mí. ¡Joder!, lo había dicho en voz alta. Afortunadamente Monique rio, con una carcajada fresca, fruto seguramente de la sorpresa que ambas nos llevamos ante mis palabras—. Bueno, pero yo tengo una relación. Tú no.

No se había desatado la guerra, así que le debía una respuesta. Ains, pues qué asco, no quería hablar de eso.

—Lo llevo bien. En serio, no me mires así. Me pone, y sí, me gusta, pero no sé nada que no supiera ya. Además, gay o hetero, es obvio que no ocurrirá nunca. Pero dejémoslo, ¿quieres? Hablemos de esta noche.

—Candem, de pubs hasta que encontremos a tres tíos que nos hagan felices.

Por una noche, claro. Parecía que la felicidad se nos escapaba más allá de unas horas.

—Déjame adivinar: el plan es de Alberta —asintió—. Es decir, dar vueltas y más vueltas por Candem hasta encontrar «casualmente» a su no-novio con el que se lía cada vez que tiene ocasión y al que le es fiel…

—… y él a ella.

—… y él a ella… qué bonito… y cuando la tengamos encaramada, entonces tú y yo y la noche.

—Exacto. Sabía que eras una chica lista.

—¿Qué se mueve en Candem?

—Críos y tíos de nuestra edad que van de bohemios. —Bebió—. Bueno, y gente agradable y maravillosa que no nos llamará la atención precisamente por eso.

Definitivamente el cinismo de Monique sobre su vida amorosa hacía del mío un parangón del optimismo. Pero aquello me preocupaba más que consolarme.

—Sea.

—Sea.

Y brindamos, esperando a ver lo que nos aportaba la luna, o lo que podíamos nosotras aportarle a ella.

Aquel garito era el mejor de los últimos cinco en los que habíamos entrado y de los que habíamos salido sin tomar nada porque a Alberta «el sitio no le convencía». Empezaba a abusar de nuestra paciencia. La de Monique se había rebasado en el pub anterior y me temía que estallara una nueva contienda entre Francia y Alemania aquella noche y que la guerra fría se batallara en el comedor de casa. Me sentí una mediadora de la ONU.

—Me gusta la música y allí hay unos taburetes —Alberta iba a replicar y Monique tenía cara de asesina en serie a la espera de una víctima— y tengo los pies molidos después de tres semanas sin usar taconazos. Así que nos tomaremos un par de chupitos al fondo y decidiremos qué hacemos después.

Divide y vencerás: Alberta fue a pedir, Monique y yo dejamos las chaquetas en una percha y nos sentamos, y hasta que la rubia llegó dejé que la morena se desahogara un poco.

Y acerté: el garito era el mejor de los que habíamos visitado, el camarero tonteó con Alberta así que quiso tomarse otro par de rondas, la música estaba bien y bailamos un poco entre los taburetes, ayudadas por los dos chupitos y el alcohol que venía con nosotras desde casa y que de nuestro estómago había trepado hasta nuestras cabezas misteriosamente.

Y cuando los dos chupitos fueron cinco sobraban taburetes y el poco espacio que teníamos era una pista de baile vigilada por algunos buitres y transitada por todo el que iba al baño, lo que era bueno porque si aparecía el no-novio de Alberta lo veríamos. Una hora después de entrar ya se creía Rommel[18] y quedarse quieta y esperar a que apareciera le parecía la mejor estrategia. Así que bailábamos, bebíamos chupitos de vodka de colores y hacíamos el idiota, olvidando que buscábamos a un tío en particular y divirtiéndonos sin buscar nada y esperando a que nos encontrara quien fuera. Sonaba Bad Romance de Lady Gaga, definitivamente mi canción para definir el año aunque estuviera algo pasada ya, mi última canción con Ashley, cuando alguien se colocó detrás de mí, muy cerca, e hizo que su cuerpo y el mío se rozaran cada vez que me movía.

En serio, o estaba más salida que los cuernos de una vaca o quien fuera sabía lo que hacía. Monique me guiñó el ojo sonriente, instándome a volverme, así que me volví mientras bailaba y me encontré unos ojos pardos, un pelo desaliñado pero perfectamente alineado, una barba de tres días enmarcando una boca perfecta y unos hombros anchos con un suéter quizá una talla grande por el que se perdía el tatu de un dragón: me encontré al grunge de Osteopatía, mirándome con esa cara de engreimiento aniñada.

No debía, no debía, pero pasando de lo que estaba bien. Recordé el rechazo de Ashley y continué bailando Bad Romance con él, rozando, tocando, sabiendo que le estaba poniendo caliente pero sintiendo que el calor y la humedad me estaban alcanzando a mí también. Dichoso crío, sabía lo que hacía mejor que yo. Cuando las notas de la siguiente canción comenzaron a mezclarse me cogió por la cintura y me pegó a él. Noté que estaba bien duro y mis caderas se movieron hacia él sin mi permiso. ¿Cuándo había dejado de tener el control sobre aquello?

—Me voy al baño. Cuando salga nos largamos.

Un escalofrío de anticipación me recorrió la espina dorsal y otras partes de mi cuerpo que mejor no os explico, que sigo siendo una señorita aunque me comporte como una oveja descarriada.

Le vi desaparecer por la puerta del fondo a la izquierda —todos los váteres están en el mismo sitio, ¿no? Al fondo a la izquierda— y mientras pensaba seriamente si seguirle y montármelo allí las chicas me rodearon.

—Ni se te ocurra —Monique me tenía calada—, a ese hay que tirárselo en un lugar con espacio para que maniobre.

Las miré. ¿En serio me decían que me largara con un crío diez años menor que yo? Les pregunté y me miraron como si fuera boba.

—Tiene más energía que uno tres o cuatro años mayor que tú. Y más entusiasmo. Déjale hacer y limítate a disfrutar. Ya va siendo hora.

Visto así no era tan mala idea, ¿no os parecía? Ahhh, tentación, tentación.

—¿Cuántos condones llevas? —Alberta era práctica y directa.

—Uno —mascullé. No me acostumbraba a hablar tan directamente sobre sexo con nadie. O no cuando se trataba de mí.

—¡¿Uno?! Dios, lo tuyo no tiene nombre. —Abrieron sus bolsos, que por descontado no habíamos dejado en ninguna percha—. Toma —y me dieron un par más cada una.

—¡¡Os pueden ver!! —mascullé por lo bajo. Como si pudieran oírme con la música a todo vatio—. ¿Cinco? ¿Flipáis?

vas a flipar. —Me respondió Monique, divertida—. Y ojalá él lleve más, de hecho. ¡Viene! Lárgate, y no vuelvas a casa hasta que los hayas usado todos.

Y me dieron una palmada en el culo que me lanzó directamente a los brazos de… oh, Señor, ni siquiera sabía su nombre…

Me sacó fuera. Cogí la chaqueta al pasar por las perchas, y al salir me ayudó a ponérmela.

—Espera, espera —necesitaba un minuto para pensar, me dije mientras nos metíamos en una callejuela—. Reglas: en tu casa, la mía está prohibida…

—… perfecto.

—… nada de sado ni cosas fuera de lo normal.

—… espero que cambie tu concepto de lo normal esta noche.

—… y quiero disfrutar. Mucho. —Aquello era un reto para mí, y quería que lo fuera para él. No respondió a eso, y el silencio comenzó a ponerme nerviosa. Respondí sin pensar—. ¿No dices nada? —Me miraba como un depredador, y eso me puso más nerviosa todavía—. Mira, si no te ves capaz da igual, en serio…

Tenía que callarme, pero estaba histérica. Si es que yo no estaba hecha para líos de una noche.

Antes de que siguiera cagándola me empujó sin fuerza pero con determinación contra la pared y se lanzó contra mi boca sin previo aviso. Me cogí a su cuello en cuanto comenzó a besarme. Las piernas no iban a sostenerme, estaba segura. Me chupó los labios, los lamió, los succionó. No era un beso tierno, pero ¿quién quería uno? Era un beso dado para calentarme hasta arder. Y ardía, y tanto que sí. Abrí la boca, gemí contra él, enredé los dedos en su pelo y cuando estancó el beso en un ritmo deliciosamente lento, no sé si por prudencia o para que me pusiera a suplicarle, las bajé a sus hombros y me pegué más su cuerpo.

La leche, el tío estaba caliente. Metió un muslo entre los míos y me deslizó contra sus vaqueros, levantándome la falda, haciendo que gimiera desesperada. Repitió el movimiento e intenté que me tocara los pezones, que me dolían de necesidad. Pero sus manos estaba ocupadas en dirigir cada envite, así que me revolví desesperada.

Soltó un taco cuando vio que perdía el control y nos separó. Le miré, ofuscada todavía por el deseo.

—Si no paramos ahora, nena, haré que te corras aquí mismo, en la calle. Y seguramente yo también, y dentro de mis pantalones como cuando tenía quince años. —Aquello tuvo un efecto rebote en mí; porque si lo que pretendía era calmarme lo que hizo fue ponerme más caliente—. No, Victoria, en serio. Será en mi casa, contra la puerta de la entrada seguramente porque no llegaré más allá, y con mi polla dentro de ti.

Gemí. Y me escuchó. Y me dio igual que supiera que me ponía a cien. Me dio la mano y nos pusimos en camino.

—¿Vives lejos?

Rio ante mi impaciencia. ¿Quién era el crío allí?

—Aquí mismo, al girar.

En el centro. Lo sabía: un pijo. ¿Cuántos años tendría?

—¿Cuántos años tienes?

—¿Importa, acaso? —¿Importaba? No, lo cierto era que no.

—Supongo que tu nombre tampoco importa.

Sonrió y giramos la esquina.

—Es aquí. En el primero.

Subimos en silencio. Recordé que llevaba aquel conjunto de corsé y ligueros que no había conseguido estrenar aún. Aquélla era nuestra noche.

En cuanto llegamos me estrelló como prometiera contra la puerta y volvió a mi boca mientras las manos comenzaba a buscar la cremallera del vestido: era lateral, no la encontraría.

Ziiiiiip. Pues sí que sabía el niño.

Encendí la luz, le aparté a un brazo de distancia y mirándole con todas las ganas que tenía de que me tocara me desvestí poco a poco para él. Pasé los brazos y dejé que fuera cayendo poco a poco, pechos, caderas, y al suelo, descubriendo mi magnífico conjunto de ropa interior, con las braguitas mojadas de desesperación.

Iba a descalzarme también cuando me dijo con voz ronca.

—Déjate los zapatos puestos. Los tacones me ponen.

Y me lanzó de nuevo contra la pared.

Aquella noche moriría, sin duda.

Moriría y resucitaría.