16

Despedidas

Los golpes en la puerta nos despertaron a la vez a todas. Quien fuera podría despertar a todo el vecindario. Miré la hora. Diossss, las tres de la madrugada. Quien quiera que fuera era hombre muerto, Alberta lo mataría.

Salí al pasillo para encontrarme con mis compañeras en pijama. Miraron con curiosidad mi camisón, pero me encogí de hombros: era sólo un capricho.

—¡¡Victoria, abre de una vez, maldita sea!!

¡Era Ashley! Preocupadas, corrimos a la entrada y nos abalanzamos sobre la puerta. Gané, era rápida, así que fui yo quien se lo encontró con bata blanca y pijama verde de quirófano. Le miré despacio, sin comprender. También él me miró por un momento, señalando el cortísimo camisón.

—Llevo horas llamándote. Si Tony está aquí después de lo de antes, si te lo has estado tirando mientras yo intentaba llamarte para avisarte de que… Victoria, te juro que si… —estaba iracundo, fuera de sí. Me apartó de malos modos y se detuvo en el comedor mirando hacia las puertas, suponía que tratando de adivinar cuál era mi habitación, buscando a quien fuera sobre el que descargar su rabia.

—No has venido por Anthony —mi voz, suave, le detuvo. Lo supe, no sé cómo pero lo supe. Serían sus ojos justo cuando abrí, o cuando se volvió a mirarme al escucharme. Sería su rabia sin ningún sentido, pero lo supe—. ¿Ha muerto?

—Debes venir al hospital, Victoria. Vístete y acompáñame. —Y aunque se suponía que debía vestirme como había dicho tiró de mí hacia el ascensor, quitándose la bata y cubriéndome con ella.

Intentaba sacarme de mi casa, llevarme a un lugar donde me viera obligada a mantener la calma, pero no iría a ningún sitio mientras no me respondiera.

—Ashley, mírame —su mirada, vacía, me observó como los médicos lo hacen cuando tienen que hablar con los familiares sobre algo muy grave—. ¿Maria… ha muerto?

Fijó largamente sus ojos verdes en los míos antes de intentar tocarme. Me aparté. Si me tocaba me derrumbaría.

—Parada cardíaca —deduje. No podía ser de otro modo, no con su cuadro médico. Y entonces lo creí. Y asumí que Maria ya no estaba.

Ashley sólo pudo asentir.

—¿Estabas allí? Ashley, ¿estabas cuando…? —Y tuve que callar porque el dolor se quedó atascado en mi garganta.

Silencio. Silencio blanco. Silencio atormentado. Silencio roto por mis sollozos.

—Vic, lo siento. Cariño, lo siento tanto.

Y me abrazó mientras toda mi alegría, y una parte de mi alma, se deshacía en lágrimas.

No supe que me dejó resbalar por la pared del rellano hasta el frío suelo y se sentó conmigo allí. No supe que mis compañeras cerraron la puerta respetando nuestro duelo. No supe que al cabo de más de una hora de llanto me quedé dormida sobre su hombro toda yo rodeada por él, y que me tomó en brazos y me metió en mi casa, con el beneplácito de mis compañeras que por primera vez dejaron entrar a un hombre, e incluso quedarse a dormir. No supe nada.

Sólo que Maria ya no estaba.

Desperté desorientada cuando el sol entró por la ventana.

—Victoria. —Sentí una voz que me acariciaba el oído—. Victoria. —Me dejé seducir por su precioso timbre.

Me volví despacio y vi a Ashley a mi lado, apoyado sobre un codo, mirándome con ternura. Alcé la mano, todavía dormida, para acariciar la barba incipiente de su mandíbula. Exigía a Luis que se afeitara a diario, pero adoraba la sombra oscura que le cubría la cara a él. Me pareció tan natural verlo en mi cama que sin pensar había estirado la mano y le tomaba de la nuca para besarle. Me incorporé un poco, anhelante, y abrí la boca para unirme a la suya. Pero no pude acariciarle con la otra mano porque toda yo estaba dentro de las sábanas y todo él estaba fuera, sobre la colcha. Extrañada detuve mi avance e intenté comprender. Llevaba puesto un camisón corto, pero él vestía un pijama de quirófano. Y recordé.

—Victoria —me susurró, besándome la mejilla. Las lágrimas me anegaron los ojos—. Victoria —repitió.

Otra lágrima. Y otra. Y otra. Y a cada caricia, a cada mirada de comprensión, a cada beso que me daba, más gotitas saladas fluían sobre mi piel, tristes.

—Maria —atiné a decir.

Por un momento me había despertado al lado del hombre al que amaba, sí, por qué no decirlo cuando tienes el cerebro dormido, el corazón destrozado y el alma rota. Y casi le había besado como había querido besarle desde que le conociera; y le tenía donde quería tenerle desde que le conociera, además. Sin embargo al siguiente instante la realidad me había golpeado donde más me dolía. El contraste era demasiado duro para soportarlo. Me cubrí con las sábanas y lloré de nuevo hasta que el sueño me alejó de los recuerdos. Ashley no intentó descubrirme, mas no se movió. Estuvo acariciándome la espalda por encima del edredón y susurrándome frases ininteligibles mientras me vencía el agotamiento.

Un par de horas después me despertó con una taza de chocolate —entendí que las chicas, benditas fueran, habían aceptado al intruso e incluso le habían dejado hacerme el desayuno— y con la bañera a rebosar de agua bien caliente. Le sonreí triste y me lo tomé en su íntima compañía, en silencio. El espejo me devolvió una cara hinchada. Me la lavé con agua helada con brío, como si pudiera borrar el dolor de mi alma junto con el rastro del llanto. Fracasé en ambas cosas. Al menos un baño me sentaría bien.

—Hola —le dije tímida cuando salí y lo encontré en el comedor, haciendo como que leía el diario pero clarísimamente esperándome. No había rastro de Monique o Alberta.

—Hola —y sin decir más se acercó y me besó la frente—. Se te ve fatal.

Sonreí a tientas.

—Gracias.

—Cuando quieras.

Su sonrisa era tan sombría como la mía.

Me había puesto unos vaqueros oscuros, uggs grises de media caña con pelo por fuera y un suéter de lana con el cuello de cisne verde oliva, pero no me había maquillado, debía de ser la primera vez que él me veía con la cara lavada. Si alguna vez soñé con despertar a su lado, no pensé que sería en una pesadilla como aquélla.

—¿Has dormido aquí?

Asintió.

—La enfermera Funks me dio permiso, entiendo que consensuado con la enfermera Delorme.

—Alberta y Monique. Pensé que dormirías abajo.

Negó con la cabeza, triste pero firme.

—Quería dormir aquí, contigo.

De nuevo, sintiéndome como una idiota, dejé que las lágrimas volvieran. Hizo ademán de abrazarme, pero me aparté. Vi dolor en sus ojos ante mi rechazo.

—Si me abrazas nunca dejaré de llorar. Soy una mujer fuerte, ¿sabes? —Lo soy—, y eres de las pocas personas con las que siento consuelo.

—Yo… —le vi emocionado.

—Así que no me abraces o no dejaré de llorar. Me basta con saber que si necesito un abrazo puedo contar contigo. ¿Nos vamos?

Y nos fuimos al hospital cogidos de la mano.

Cuando llegamos a la salita donde esperaban los padres de Maria todo había sido confusión: me preguntaron cómo era posible que ocurriera algo así, me preguntaron por Anthony, me preguntaron si quería quedarme algo de ella, me preguntaron cómo quería cobrar los días de aquella semana… Me sentí tan abrumada como ellos y Ashley tuvo que sacarme de allí porque temí vomitar de angustia.

Pasé la semana transida de dolor. Esa costumbre que tan ajena se me hacía de despedir a los seres queridos tras una semana del fallecimiento me pareció inasumible. Sin embargo el domingo dio paso la lunes, éste al martes, éste al miércoles, y para cuando llegó el sábado parecía haberlo aceptado en cierto modo y acudí al funeral si no tranquila, sí serena.

Pero no quiero contaros nada de aquello. Es triste y no me gustan las cosas tristes. Las cosas estúpidas sí, especialmente si soy yo la que hace el idiota aunque después me avergüence. Pero las cosas tristes, no. Sólo os diré que dos días antes del sepelio fui a ver a sus padres para desmontar el gimnasio, que sería donado a una ONG de un barrio desfavorecido y alejado de Mayfair, y les pedí el ejemplar de Mujercitas que tantas veces había leído Maria. Estaba en mi mesita de noche; y de momento ahí se quedaría, hasta que fuera capaz de leerlo.

En fin, Ashley y yo íbamos en su coche a la misa, que se celebraría en una pequeña iglesia en la finca familiar en un pueblecito cercano a Kent. Era una hora de viaje en coche más salir de Londres, que un sábado por la mañana era como el primer día de rebajas. En la radio sonaba una conocida cadena de jazz cuya melodía, a base de vocalistas, acompañaba a la fina llovizna. Dentro hacía algo de calor.

No cruzamos palabra hasta alcanzar la A2. Fue Ashley quien rompió el silencio, sobresaltándome.

—Viene Tony. —Sabía de nuestra ruptura sin más. Le miré: estaba concentrado en la carretera—. No es una pregunta, es una afirmación. Hoy he hablado con sir Alfred. —Me fijé cómo apretaba el volante, cómo su mandíbula se mantenía tensa. Supongo que mi silencio se prolongó demasiado, porque me echó una ojeada rápida y rebajó el tono—. Bueno, es obvio que viene, era su prima. Sólo pensé que te gustaría saberlo; eso es todo.

No podía apartar la vista, era incapaz. Terminó la canción y comenzó otra y ahí seguía yo, mirándole.

—Victoria, me estás poniendo nervioso.

—¿Por qué le aborreces? —Tenía curiosidad, siempre la había tenido, ahora que recordaba. Y Anthony no me había explicado nada. Ni Ashley tampoco.

—¿No irás a decirme que de veras te gustaba? No te creería, tienes mejor gusto. —No bromeaba, apretaba de nuevo el volante de cuero con furia.

—No —sus nudillos relajaron algo la presión—. Pero no me has contestado.

Se pasó la mano por el pelo, queriendo ganar más tiempo.

—No me cae bien, eso es todo.

—Lo vuestro es más que antipatía. Os detestáis. —De nuevo me echó una ojeada rápida antes de cambiar de carril y adelantar a un camión.

—Estás exagerando, Victoria. No es más que eso, que no nos caemos bien. Supongo que debimos discutir por alguna tontería en el instituto que ya ni siquiera recordamos y el rencor quedó ahí.

—No me mientas, Ashley —me volví a mirarle, a pesar de que él miraba ahora la carretera como si fuera la primera vez que conducía fuera de la ciudad—. Eres un experto en callar cuando no me quieres contar la verdad y en desviar el tema cuando no te gusta de qué hablo; pero no me mientas.

Ni siquiera se volvió, pero sus falanges se tornaron blanquecinas y temí que el volante se partiera.

—Digamos, entonces, que de crío me caía mal y cuando apareció en mi consulta me pareció un capullo y la antipatía se multiplicó. Cosas de tíos, supongo.

Me apreté las sienes. El dolor de cabeza del primer día apenas se había calmado.

—Si tú lo dices, de acuerdo.

Seguimos en silencio durante unos cuantos kilómetros. Louis Amstrong y su trompeta y su maravilloso mundo nos hacían compañía.

—En todo caso, Vic, respecto a lo de desviar las conversaciones… —sonaba a disculpa— eres la persona en quien más confío.

No. No le iba a colar. Estaba cansada, triste, y me dolía la cabeza.

—Por primera vez tengo la impresión de que no conozco bien el significado de una palabra en inglés. En España confiar significa otra cosa, significa mucho más que compartir risas y copas y un momento de dolor. —La miradita rápida que me dedicó fue de órdago, pero me encogí de hombros. Esa mañana estaba poco impresionable, dado adónde nos dirigíamos—. O tal vez sea una cuestión multicultural, eso de la confianza.

Otros dos kilómetros antes de que alguien hablara. A este paso llegaríamos a Kent y no habríamos cruzado ni veinte frases, pero aquel día lo cierto es que me daba completamente igual: estaba triste, insolente, y nada más me importaba.

—Hay cosas que prefiero no compartir.

—¿No compartir con nadie? ¿O no compartir conmigo?

En un segundo puso el intermitente, giró el volante y se metió en el ancho arcén. El corazón casi se me sale por la boca del susto. Si buscaba una reacción acababa de encontrarla. Me giré para encararle y le encontré mirándome, los ojos verdes ardiendo con algo apasionado que no sabía definir y que siempre me dedicaba, y que parecía indescifrable. Abrí la boca para hablar pero la cerré de nuevo sin articular sonido. Ashley me miró los labios y os juro que por un momento sentí que se aproximaba a mí apenas un milímetro. Contuve el aliento y nuestras miradas se dijeron tantas cosas… Ladeé levemente la cabeza, ofreciéndome, y entorné los ojos, y Ashley tensó la mandíbula, indeciso. Queriendo ayudarle alcé la barbilla para acercar su boca a la mía. Volvió a bajar la vista a mis labios y pareció quedar hechizado con ellos, susurró algo que no entendí y alzó la mano con delicadeza hasta mi nuca. Enredó los dedos en mi pelo… Y entonces la melodía cambió y sonó aquella alegre canción que tanto me gustaba y que venía al pelo: Something stupid[17].

Pues eso. Me aparté y volví a mirar por la ventana.

—Mierda —masculló él entre dientes mientras metía la marcha y volvía a entrar el coche a la autovía.

—Mierda —le di yo la razón por el placer de soltar una palabrota, y volví a mirar sus manos.

Partiría el volante en una de éstas, de verdad que lo partiría.

El funeral fue sentido y bastante íntimo. Apenas veinte personas nos reunimos allí. Al parecer la familia había recibido durante la semana las visitas de sus amigos y allegados, pero a la finca familiar iríamos sólo los imprescindibles. Me sentí una impostora, a pesar de que había sido invitada apenas conocía a Maria de diez semanas. La quería, la quería mucho, y por las palabras que crucé con su madre, mucho más serena ahora, antes de oficiarse la despedida, supe que también ella me había querido mucho. Cuando había recordado nuestra última conversación, mientras el sacerdote hablaba, había temido llorar. Una mano fuerte, que después de todo no había roto el volante, apretó la mía y me infundió la fuerza que parecía fallarme.

Cuando todo terminó nos despedimos y volvimos al coche. Ya en el aparcamiento una voz me detuvo al tiempo que me tiraban del hombro.

—Victoria, significa mucho para mí que hayas venido. —Anthony se alegraba de verme a pesar de lo espantoso de las circunstancias.

Miré a Ashley. Largamente. Muuuuy largamente.

—Te espero en el coche. —Y caminó otros quince metros, entró y dio un señor portazo para dejar patente su rabia.

Ignorándole de momento, un hombre cada vez, le miré triste.

—¿Cómo estás?

—Destrozado.

—Era una mujer muy especial. Y te adoraba.

—Me alegré tanto de que te encontrara, Victoria. La hiciste tan feliz.

Sus ojos se nublaron así que me acerqué y le besé la mejilla. Me aprisionó en su cuerpo y apretó fuerte. Le sentía temblar y me dejé abrazar, tratando de no llorar yo, susurrándole que todo iría bien. Finalmente se separó algo avergonzado. Le tendí un pañuelo mientras seguía contándome recuerdos.

—Fui a conocerte, te invité a cenar, porque me dijo que había conocido a una persona maravillosa. Sabía de lo mío con Lesley, sólo ella lo sabía. Creo que quiso enredarnos.

Sonreímos, tristes.

—Se pasó horas hablándome de ti y sin decirme que eras el protagonista de Vengeance.

La sonrisa se volvió más melancólica.

—Ojalá me hubiera enamorado de ti, Victoria. Ojalá mi corazón hubiera estado preparado.

Pensé en Ashley y en cuánto dolía tenerle y no tenerle.

—Y yo de ti.

Y con un último beso, una casta caricia labio sobre labio, nos dijimos adiós para siempre.

Ashley arrancó sin preguntar nada. Apoyé la mejilla en la ventanilla a pesar de lo incómodo de la postura para que el frío me mantuviera serena.

No fue hasta que entramos en la autopista que habló, tal y como hiciera a la ida.

—Lo siento. Si te duele haber roto con él, entonces lo siento de veras.

Ashley no era mi pareja y en cambio sabía darme aliento tanto como robármelo. Decidí sincerarme. Y en qué mala hora.

—Nunca estuvimos juntos. —Seguía con la cabeza apoyada en la ventanilla. Sentía su mirada taladrarme, pero no quería girarme.

—¿Qué. Has. Dicho?

Uffff. Aquello iba a ser peor de lo que pensaba.

—Que no fueron más que un par de besos castos. Lo más apasionado que hicimos fue en el ascensor, el beso que me dio antes de la gala benéfica. Y me temo que fue una actuación para tus ojos y no para mi boca.

—Victoria, mírame —pasando—. ¡¡Mirame, Vic!!

Me volví y vi tanta furia en aquellos ojos verdes que literalmente me encogí.

—¿Y hablabas tú de confianza?

Me encendí.

—¿Cómo te atreves a acusarme de nada? ¡Tú! ¡Tú que cada vez que hablamos de tu vida personal pierdes el norte y desapareces! ¿Cómo te atreves a juzgarme?

—Yo nunca te mentiría —su tono era gélido. Ni aquella noche en la terraza en la que le dije en la cara que sus parejas nunca tendrían la regla lo vi así de iracundo.

—Desde luego, porque no lo necesitas, porque cuando el tema no te gusta das media vuelta y te largas. Pero claro, yo estoy encerrada en un coche y tengo que aguantarte, ¿no? ¡Ahí va!, mira, la radio.

Y apreté el on.

—Esto va más allá de mis…

Subí el volumen para no escucharle. Apagó de un manotazo la música.

—Si no hablamos ahora no lo hablaremos más.

¿Ultimátums? ¿A mí?

Le di al botón y puse el volumen a tope. Bad romance, estupendo.

El resto del camino nos mantuvimos en tenso silencio. En serio que el volante debía ser de hierro forjado.

Aparcamos, cogimos el ascensor y por primera vez pulsó antes el quinto que el sexto. Al llegar a su piso se volvió.

—Por última vez.

¿Última vez? No me gustaba eso. Y a pesar de mi mentira con Anthony era yo quien tenía razón. Pero no quería perderle.

—No exageres, Ashley. Ha sido una mañana dura, estamos cansados y tristes. ¿Por qué no comemos juntos mañana y…?

—Adiós, Victoria.

Y se largó sin mirar atrás.

Aquella noche me costó mucho dormir. Repasé una y otra vez mi conversación con Ashley, intentando dilucidar si debía disculparme o no. Pasé horas repitiendo la escena, justificándome por haberle mentido, intentando entender su enfado y sus mentiras… Hasta que la imagen de Maria cruzó mi corazón y rechacé seguir frustrándome.

Maria no había tenido la oportunidad de vivir todo aquello; que yo me amargara por ello en lugar de sentirme una privilegiada me parecía un insulto, mayor aún el día en que me había despedido de ella.

Olvidé las mentiras a medias y las verdades a medias y decidí que dejaría pasar el tiempo. Mi vida no tenía que resolverse mañana.