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De galas benéficas, revelaciones y desastres

El ambiente me estaba ahogando, así que me levanté, tomé mi bolsito y disculpándome me dirigí al baño. Estaba al final de la sala, demasiado cerca para no escuchar a todos los pretenciosos que allí se aglomeraban y que presumían de su fama, así que crucé las puertas que amablemente abrió uno de los mozos de sala —estábamos en un hotel de cinco estrellas— y me dirigí a recepción.

A mitad del pasillo vi un pequeño recinto con la puerta entornada, quizá para pequeñas reuniones de trabajo y no para grandes reuniones de presuntuosos como la de aquella noche. Mientras Anthony estuvo en la mesa ningún otro actor habló, pero en cuanto había desaparecido, hacía más de diez minutos y no me había dicho dónde, el resto había comenzado a cacarear a la carrera en qué estaban trabajando y, especialmente, con quién. Y aquello me había superado.

Sin dudarlo entré, pero al momento me di cuenta de que no estaba sola: una pareja hablaba al fondo, y tan concentrados estaban el uno en el otro, que no necesité esconderme para escuchar todo lo que quise sin ser vista. ¿Que quiénes eran? Anthony y Lesley, la tipa de la foto de hacía tres semanas. La Lesley casada.

—Deja de jugar conmigo, Lesley. No me lo merezco. Divórciate de una vez y reconoce que estás loca por mí.

¿Por qué los tíos no dicen «divórciate de una vez porque te amo»? ¿O «y cásate conmigo»? ¿Por qué tenemos que ser nosotras las que lo hagamos todo? Claro que si estaba casada desde luego que tenía que hacer algo. ¿Y por qué no me sentía fatal sabiendo que Anthony estaba enamorado de otra y, o mucho me equivocaba, además acostándose con esa otra?

—¿Y qué hay del bombón que te has traído tú, eh?

Ey, el bombón era yo, y lo decía una actriz despampanante. Pero sí, magnífica pregunta: ¿qué había de mí, eh?

—¿Qué pretendías, que viniera solo? Tenía que venir con alguien, y Victoria es una mujer fantástica. —No me lo tragaba; le estaba dando celos.

—¿Pretendes ponerme celosa? —La tal Lesley tampoco se lo tragaba. Al final no iba a ser tan buen actor.

—Lesley, déjale a él o déjame a mí.

Aquello sonó desesperado. El corazón se me encogió de dolor ajeno.

—Sólo tienes que decirme que no. —La desgraciada sabía que él nunca le diría que no.

—Sabes que no puedo —con aquel susurro roto se ganó mi respeto eterno: un hombre que confesaba su debilidad.

No sabía hasta qué punto había sido yo un peón en su juego, pero un hombre que no temía confesar que estaba perdidamente enamorado… no se lo podía tener en cuenta.

Salí de allí sin hacer ruido, lo que fuera ya no me incumbía. Lástima que estuviera casada, Anthony parecía estar loco por ella, me dije camino de recepción. Y aquel pensamiento me detuvo en seco. ¿Habría sido igual para la monitora de running de Luis? ¿Estaría aquella rubia loca por mi Luis y por eso habría aceptado ser la otra? ¿Seguirían juntos? Sentí que me faltaba el aire ante la idea.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—Sí, sí —respondí al amable botones, y fui a esconderme al baño del fondo, al lado de un pequeño vergel de plantas selváticas que cubría una pared desnuda por la que caía agua suavemente. Necesitaba pensar.

Las puertas se abrían mediante célula fotoeléctrica[16], así que no hicieron ruido y por tanto no molestaron a la pareja que se ocultaba tras el follaje y que tuve la sensación de que discutía algo importante. Aquélla parecía una noche hecha para confidencias furtivas. Porque el tono en el que se hablaban era el tono de una discusión acalorada sobre algo personal: ese tono que empleamos las mujeres, medio irritado medio insinuante, y ese que usan los hombres de «no te escucho, cucurucho; pero tengo razón y siempre la he tenido y la cagaste tú». Al ser recepción sólo había dos aseos, ambos ocupados, así que me retiré, lo justo para —vaaaleeee, lo admitoooo— abrir la puerta y cotillear un poco lo que ocurría fuera. Quería saber de qué discutían. A fin de cuentas necesitaba saber que no era lo única que se sentía estafada en el baile de Cenicienta. Aunque se entendía más bien poco, como veréis…

Voz de mujer.—… rumor… regresar… intentarlo de nuevo.

Voz de hombre.—… escándalo… nunca.

Mujer.—… rencoroso… fue una estupidez… poder perdonarme…

Vaya, alguien había hecho algo que no debía…

Hombre.—… acoso sexual… demanda… serio… trabajo… homosexual.

Algo que definitivamente no debería haber hecho.

Mujer.—… porque quisiste… diferente… piénsalo.

Silencio. Quizá ella le había convencido. O a lo peor él la estaba estrangulando.

Hombre.—… te atrevas… aléjate de mí… arruinado…

Mujer.—… suplico… éramos buenos …

Hombre.—… sólo lárgate… ¡lárgate!

Oí que las hojas se movían y me pegué contra la pared del baño, haciendo que los cristales se cerraran. Vi a una mujer vestida de rojo correr hacia la puerta giratoria del hotel y desaparecer por la acera. Aquella tipa me sonaba: estaba en la mesa que presidía el evento, justo al lado de Ashley.

Escuché la cadena e iba a entrar al excusado cuando una imagen a mi izquierda me detuvo: Ashley, mi Ashley, salía de detrás de las plantas, taciturno, pasándose la mano por el pelo.

¿Ashley? ¿Qué hacía Ashley en una discusión con una mujer? Hasta ese momento hubiera dicho que era una discusión de pareja. Pero Ashley no cuadraba en la ecuación. ¿Qué me estaba perdiendo? ¿Y por qué tenía que ser aquella noche, en la que había decidido después de cómo me había mirado que a Ashley le gustaban las mujeres y que yo era la primera de su lista?

Me senté en la taza del váter sin siquiera levantar la tapa. A fin de cuentas había ido allí huyendo de una mesa llena de esnobs, y no por necesidad.

—Piensa, Victoria, piensa. Regresar, volver. Rumor, escándalo —me susurraba, intentando unir palabras con significados similares—. Perdonar, rencoroso. Demanda, acoso sexual, homosexual.

No se me ocurría nada. Nada. Bueno, nada coherente, claro. En mi cabeza Ashley no era homosexual y se había inventado el cuento al propasarse con alguna enfermera que estuviera ciega y no viera lo bueno que estaba y le hubiera dicho que no y se hubiera sentido acosada, y el rumor se había extendido hasta armar un escándalo que le había impedido regresar a aquel hospital, y ahora le pedían que volviera, que perdonara, que no fuera rencoroso. Ya os he dicho mil veces que tengo una imaginación que da vértigo.

Me venía de miedo para justificar sus miradas, mis deseos, nuestras charlas nocturnas, por qué nunca hablaba de su vida sexual: estaba loco por mí y no podía reconocer que era hetero o iría a la cárcel. Me lo confesaría una noche en la que ya no pudiera resistirse más a no tenerme y me tomara como decían en las novelas, y viviríamos nuestra historia de amor en secreto eterno, tendríamos hijos que inscribiría en el registro como bastardos y que le llamarían tío Ashley; desalojaría a mis compañeras para que nunca sospecharan la verdad porque nuestro amor estaría siempre en peligro…

—Victoria, ¡¡cállate!! —me grité.

Las hormonas esas que bailaban La Macarena por Ashley comenzaban a descontrolarse. Ashley era gay. Y Anthony estaba loco por Lesley.

Y no tenía que perder de vista ninguna de las dos cosas.

Me levanté, resignada a pasar una velada aburrida, tiré de la cadena por disimular, abrí la puerta y… Nooooo, como siete mujeres estaban allí mirándome y mal disimulando risitas. ¡Joder! Mi imaginación comenzaba a ganarme la partida. Necesitaba un borrón y cuenta nueva. Volver a casa por Navidades sería tan bueno para mi corazón como para mi cabeza.

Regresé a mi sitio y pasé la cena lo mejor que pude. Es decir, espiando la mesa presidencial, a Ashley, que un par de veces me miró y sonrió, e incluso alzó disimuladamente la copa para brindar conmigo, y vigilando más todavía a la doctora —según me comentó una de mis compañeras de cena— del vestido de rojo que había regresado de la calle y volvía a estar sentada con él. Apenas se hablaron. Bien por Ashley. Al parecer se manejaba mejor que yo en las relaciones humanas.

Venga, Victoria, vengaaaa. A ver: vale, esto tenía más sentido. Ashley era homosexual, se enteraron en el hospital, le acosaron al respecto porque el gerente era un homófobo, amenazó con demandarlos, debieron llegar a un acuerdo, y se largó. Y aquella doctora le pedía que volviera porque era bueno y el hospital le necesitaba… No, aquello no encajaba. Sonaba a súplica de amante. De eso estaba segura.

Ya: aquella doctora estaba tan loca por Ashley como yo… no, retiraba eso…, y por eso le rogaba que regresara. Y él se negaba por dignidad.

Aquello era mucho más seguro; y mucho más coherente también.

—¿Victoria? —Era Anthony—. ¿Estás bien? Te noto distraída.

—Estoy algo cansada —improvisé—. No me importaría marcharme.

—Yo ruedo pronto mañana. ¿Estás segura? —Asentí. Quería llegar a casa, ducharme y dejarme llevar por mi imaginación y no por la realidad de la noche. Y permitirme creer un ratito—. Eres increíble. Creí que querrías… no sé, el glamur, el lujo, esto.

—No te niego que estoy impresionada —sonreí a mi pesar—, pero estoy cansada y mañana quiero ir pronto al hospital.

Anthony se puso serio al mencionarse a Maria. Tomó mi chal, me retiró la silla y me lo pasó por los hombros.

Justo en ese momento quien presidía la mesa que estaba sobre una tarima se puso en pie y golpeó con suavidad una cucharilla contra el fino cristal de su copa, así que nos miramos, y sin mediar palabra acordamos esperar al final del discurso. Decidí entretenerme hasta entonces lo mejor que pudiera. La cucharilla volvió a tintinear alegre contra el cristal.

«Ahora es cuando la rompe y se tira el champán encima y hace de esta noche de mierda una noche memorable», me dije. Pero no, la suerte no estaba conmigo ni para eso. Después de cinco minutos de brindis, entre los que mencionó específicamente a Ashley y yo me lo perdí, castigo divino, por estar pensando en si se vería amarillento el champán en sus pantalones, como si se hubiera orinado encima, todo el mundo alzó las copas y brindamos.

¡Libre! ¡Era libre! Ni ver a Ashley de smoking me compensaba.

La música por el primer baile comenzaba a sonar mientras nos despedíamos del resto de comensales, excusándose Anthony cuando preguntaban dónde estaba la prisa.

—Victoria no se encuentra bien.

—¿Victoria? —La voz de Ashley hizo eco en todas y cada una de mis vértebras. Me volví y tenía la mano extendida hacia mí. Le miré sin comprender—. ¿Me concederías el honor? —Y rodeó mi cintura con su brazo, dirigiéndome hacia donde otros esperaban ya que comenzara a sonar la música.

Por un momento mis pies no tocaban el suelo, prácticamente levitaba a su lado aunque apenas hubiéramos dado dos pasos. No pude evitar un ligero temblor, y supe que él lo había notado también por la mirada que me dedicó, cómplice, como si él sintiera lo mismo. En un segundo me permití creer mi absurda fantasía del baño. Aquella noche Ashley y yo éramos un hombre y una mujer que nos deseábamos y que íbamos a tener una oportunidad. Mi temblor se acentuó y me detuve a mirarlo. Sus ojos hablaban de… sus ojos me contaban…

Alguien tiró de mí y no llegué a ver qué decían sus ojos.

—Me temo, Ash, que Victoria está cansada y nos vamos ya.

—Me temo, Tony, que la dama ha accedido a un baile.

—Me temo que tendrá que cambiar de idea.

Y antes de que pudiera hablar o decir nada estaba siendo arrastrada hacia la puerta de salida, mirando hacia atrás como una boba.

No fue hasta que subimos al coche que reaccioné, y para colmo fue él quien estalló antes que yo.

—¿Qué pasa entre Ashley y tú? ¿Acaso me estás utilizando para ponerle celoso?

¿Bromeaba? ¿O acaso no sabía lo que al parecer era un secreto a voces? ¿En serio podía haber algo entre Ashley y yo? ¿Acaso en el instituto salía con chicas? Mi cabeza era un hervidero de optimismo, y mi cara debió reflejar cierto placer, porque Anthony me gritó. A mí. Luis sólo lo había hecho el mismo día en que rompimos.

—¡¡Te he preguntado qué narices hay entre el capullo de Ash y tú!!

—¿Qué tal si me cuentas qué es lo que hay entre Lesley y tú, Tony?

Lo dije en voz baja, haciéndole saber que alguien había perdido los nervios y que ese alguien no era yo.

—Victoria, ya te dije… —calló. No quería mentirme, pero no iba a contármelo. La otra vez, me di cuenta, tampoco me mintió: sólo me dijo que estaba casada.

No sé por qué, quizá porque me dolió cómo le suplicaba que le dejara, quizá porque podría haber hecho mucho más que besarme y llevarme a un baile y, si me había engañado, al menos había sido de la manera menos deshonrosa posible, o quizá porque no era él quien me importaba y tampoco yo había sido trigo limpio en lo que fuera que habíamos tenido, pero le ahorré el discurso.

—Os he oído. Y lo lamento por ti. Estar enamorado de alguien que no te deja estar con otro pero no está contigo es doloroso.

Alzó la vista.

—Yo no quise…

—¡No hablo de ti, Anthony!

¡Hombres!

Pasamos el resto del camino de vuelta en tenso silencio, cada uno rememorando su propia noche. Al llegar me ayudó a bajar y me abrió la puerta de la entrada.

—Gracias, Victoria —me besó suavemente la mejilla y se marchó.

Salí del ascensor sintiéndome medio fracasada, supongo que porque una vez más un hombre, Anthony esta vez, me hubiera hecho creer que estaba interesado en mí cuando no lo estaba. Luis me había hecho creer que me quería cuando la realidad era que el muy desgraciado me estaba poniendo los cuernos. Y Ashley… mejor no pensaba en lo mucho que Ashley me confundía.

Metí la llave en la cerradura deseando darme una ducha, quitarme el vestido y meterme en la cama. No quería pensar en Anthony ni en Luis ni en que al parecer seguía sin saber nada de los hombres y sus señales, y que así me iba.

Ya pensaría al día siguiente en la velada y en todo lo que había ocurrido: en Ashley y su bronca con la del vestido rojo, en Ashley y cómo me había mirado en el rellano y tocado cuando casi bailamos, en Anthony al hablar de Ashley. Quería centrarme durante una mañana en él, aunque únicamente fuera para que la realidad me abofeteara. Preguntaría a las chicas qué sabían del doctor Greenfield, por qué se daba por sentado que era homosexual, de dónde venía el rumor.

Había días en los que sólo éramos dos amigos hablando, reflexioné mientras el agua me caía cual cascada, relajándome. Sí, siempre había ese pequeño deseo, por mi parte al menos. Siempre que me miraba o me tocaba, o que me susurraba, me entraban ganas de besarle. Y el beso sería sólo el principio. Y él lo sabía. No era tonto y era consciente de ese deseo. Y lo fomentaba. No mantenía las distancias, me tocaba, me miraba de un modo… no era normal el modo en que me miraba, y desde luego no hablábamos de sus relaciones y se ponía a la defensiva cuando hablábamos de las mías.

¿Sería bisexual? Tenía que haber alguna manera de averiguarlo sin preguntárselo directamente. Eso, desde luego, estaba descartado. No volvería a discutir con él, o le perdería, si es que le tenía de algún modo.

Aquella noche me había mirado como un hombre mira a una mujer, y había discutido con una mujer como un hombre discute con una amante.

Había gato encerrado, pero no sabía si estaba preparada para liberar al gato en cuestión. ¿Y si no era gato sino un tigre y me comía?

Tenía que medir mis pasos, y mientras no tuviera claro qué hacer mejor no le mandaba ningún mensajito, así que apagué el móvil y me metí en la cama.

Recién duchada, sábanas limpias y camisón de satén: dulces sueños garantizados.