La fantástica Maria
Era sábado por la tarde, y acudía al hospital mucho más temprano de lo acostumbrado. Todavía no eran las tres y ya estaba allí. ¿Que por qué tan pronto? Aquella noche iba a la fiesta benéfica con Anthony. Habían pasado tres semanas desde el ingreso de Maria y por tanto desde que él se marchara a Leeds. Nos habíamos estado escribiendo a diario y habíamos hablado cada dos o tres días, conversaciones sobre su prima, sí, pero también sobre su trabajo, pequeñas anécdotas divertidas sobre el rodaje. Lo de aquella foto con aquella actriz había quedado atrás. Qué viniera ahora estaba por verse.
Aquella pequeña transgresión en mi horario era el primer cambio significativo en mi quehacer diario desde entonces. Y cuando decía que no había ningún cambio a mencionar me refería sobre todo a la frustración y al placer: el placer de formar parte de un equipo médico me seguía frustrando, el placer de admirar a Ashley y cualquier cosa que tuviera que ver con el maldito Ashley me seguía frustrando, y la hospitalización sin fin de Maria, que no me producía ningún placer, me seguía frustrando.
Vamos, que a este ritmo tendría que psicoanalizarme seriamente alguien que supiera de exorcismos.
De momento esa noche iba a practicar una terapia de choque: iba acudir a una gala acompañada de Anthony Richardson; iría a una fiesta con celebrities y gente rica y guapa, y aquello subiría mi autoestima tanto que desde allí arriba sería incapaz de ver mi frustración, que estaría allí abaaajooooo.
Que no cunda el pánico: toda la ropa estaba preparada, y puedo ser un desastre en todo, pero en estilo no. Aquella noche nada de camisetas de «Soy virgen. ¡¡¡Pero esta camiseta es muy vieja!!!». Aquella noche Roberto Cavalli me acariciaría el cuerpo exfoliado y depilado para la ocasión. Unas sandalias de tacón alto adornarían un pie de pedicura. Y sí, las manos también habían sido mimadas. Después de trabajar con Maria me ducharía y contaría con dos horas y media para peinarme y maquillarme. Por si algún hombre está leyendo esto, dos horas y media es andar justa de tiempo, pero tenía el tranquillo cogido a mi pelo y el maquillaje sería rápido si la raya de arriba colaboraba un poco. Así que todo estaba controlado.
—Se supone que deberías estar poniéndote guapa, no aquí.
—Se supone que soy guapa, y para tu información he venido porque tus padres me pagan, no por ti.
Me miró haciendo morritos y me eché a reír, más de felicidad que por la estupidez del gesto. Maria llevaba dos días haciendo el bobo, y eso tenía que ser bueno.
—Sabía que eras una mercenaria.
—Soy mujer, ¿qué esperabas?
—¡Ja! Le diré a mi primo que has dicho eso.
—Estoy convencida de que a tu primo le encantaría que fuera una mercenaria.
Ahora fue el turno de ella de reír y mi pecho amenazó con explotar de felicidad. Después de una semana intubada y tres días más sedada había vuelto poco a poco a la vida. Abrió los ojos por primera vez tras la terrorífica escena en su casa mientras yo le movía los tobillos. Estaba estirando los ligamentos del astrágalo cuando alzó los párpados lentamente, obnubilada, y me miró y sonrió. Y fue como si el Dios en el que no creo y al que llevaba rezando días me hubiera bendecido: me sentí una privilegiada. Maria me sonreía. A mí.
Quise decirle que me sentía mal por lo ocurrido justo antes de que se desvaneciera, pero me contuve. Había contado a Ashley lo ocurrido sollozando una noche en la terraza de casa, hacía una semana, en un momento de desesperación, y él me había abrazado fuerte y besado la coronilla con afecto y me había dicho lo que ya sabía, que algo así no provocaba un ataque, pero también que no hablara de ello con Maria, que no la afligiera por algo que me hacía sentir mal a mí y no a ella y que era una bobada sin importancia fruto de un momento tonto. Que yo era mejor persona que todo eso y ella lo sabía perfectamente, estuviera o no consciente.
Reconocedlo, todas vosotras estáis también medio enamoradas de él.
—¿Qué vas a ponerte?
Sonreí con picardía y saqué el móvil, triunfal.
—¡¡Mis ojoooos!!
Gritó ella, medio en broma medio en serio, riéndose como una niña y cubriéndoselos en un gesto teatral. Tenía dos fotos de lo que me pondría esa noche: una era del vestido, la otra del conjuntito de ropa interior que pensaba llevar, un corsé de encaje en nude con brillos dorados, ligas cosidas y tanga a juego. Quizá Anthony se volviera loco y me suplicara que me lo dejara puesto junto con las sandalias de tacón; mi fantasía de que un tío me pidiera que me dejara los tacones puestos y me rompiera el tanga seguía martilleándome la cabeza. Y lo que no era la cabeza también. Definitivamente necesitaba un polvo.
—No seas mojigata, Maria —reí con ella—, y pasa a la otra. —Lo hizo—. ¿Y bien?
Estuvo mirando la foto unos diez segundos antes de contestar. No estaba nerviosa por el vestido, sabía que era perfecto, pero sí por su veredicto. Maria tenía clase, una clase innata que yo nunca tendría por mucho estilo que pudiera haber adquirido a base de Vogue, de fijarme en la gente de abolengo de las revistas y programas, de ojear páginas de internet y de aprender de cualquiera que tuviera algo que valiera la pena para enseñarme. Y de lo que mi madre me hubiera inculcado, no le quitaré méritos.
—Magnífico. —La reverencia en su voz me tranquilizó. Al parecer sí estaba algo nerviosa—. ¿Sandalias?
—De tacón alto, diez centímetros y medio, doradas, lisas.
—Aun así arrastrarás el bajo, ¿verdad? —asentí, sabiendo por su cara que había acertado al no cortarlo y dejar que la tela de cuentas besara el suelo—. El efecto va a ser espectacular. ¿Joyas?
—En las orejas unos pendientes en forma de lágrima con diamantes, el aderezo de boda de mi madre. Y su anillo de pedida a juego.
—No necesitas más —corroboró sin apartar la vista del móvil—. Confío en que tus pies tengan hecha la pedicura tanto como tus manos han recibido una manicura… a pesar de que la francesa no está in y esta temporada es sólo para novias. Pero las fisios os obsesionáis con las manos limpias, como si no pudieras quitarte al día siguiente la laca de uñas. De todas formas, a la francesa o no, vas a dejarlos a todos boquiabiertos. Mañana ya preguntaré qué tal te portaste…
—¿Vendrá Anthony mañana?
—Claro que vendrá. Si tu conjunto de ropa interior no lo esclaviza, claro. —Sonrió, cómplice—. Pero no es a él a quien preguntaré, sino a Ashley.
El estómago me dio un vuelco y me olvidé de cualquier gesto tonto.
—¿Va Ashley? —Esperaba que mi voz hubiera sonado más firme de lo que me había parecido.
—Desde luego —me miró como si fuera tonta—. La gala la organiza el Hospital St. Benedict, donde hizo la especialidad y trabajó antes de cambiarse aquí hace dos años y medio. Fue su servicio el que inició estas galas para las enfermedades de movilidad hace ahora diez años. ¿No te ha dicho que irá? Porque seguro que tú sí se lo has comentado, dado que de lunes a viernes cuando terminas aquí casualmente él está en la puerta esperándote para ir a tomaros un café. —Cierto, nos veíamos un momentito por la mañana para ver qué tal había pasado Maria la noche y pasábamos un buen rato por la tarde, más largo todavía si estaba de guardia—. ¿No te ha avisado de que estaría allí? ¿Ninguno de los dos? ¿Ni Ashley ni Anthony? ¡Qué extraño!
Sí que lo era, pero no quise darle importancia a pesar de que mi cabeza no dejaba de preguntarse si Ashley quedaría impresionado cuando me viera. Así que me pasé hasta las cuatro menos cuarto cotilleando sobre peinados, maquillaje, zapatos y bailes. Cuando me iba me miró soñadora y supe que aquella noche fantasearía con que acudía a la gala cual Cenicienta, pero no con un vestido nuevo sino con unas costuras sanas. Ojalá Coco Channel hubiera sido eterna: hubiera diseñado un cuerpo perfecto para Maria.
Ya en la puerta regresé hasta su lado sin apartar mi mirada de la suya, y al llegar a la cama le besé la mejilla con emoción.
—Soy una mercenaria, que no se te olvide. Pero vengo todos los días aquí únicamente porque te quiero. Porque te quiero muchísimo.
Y me tuve que callar porque sólo si mi amistad hubiera sido alcanzada por las flechas de Cupido se podría explicar mi amor por María.
—Sé cuánto me quieres, mujercita, nunca lo he dudado. —Me dijo con voz sentida, y supe que cualquier error del pasado estaba perdonado—. Y yo también te quiero. Mucho.
Y cuando me volví para mirarla, las dos sonreíamos mientras lágrimas emocionadas nos cubrían los ojos.
A la mierda la fiesta. Lo mejor del día ya me había ocurrido.
Me estaban poniendo nerviosa, aquellas dos. Cuando saqué el vestido de la funda para ponerlo en el baño y que el vapor de la ducha lo acabara de alisar se volvieron locas y cualquier rencilla quedó aparcada. No las llaméis banales, volvían a ser mis amigas y por tanto las volvíamos a querer, ¿de acuerdo?
Y para cuando salí a arreglarme me estaban esperando en el comedor con todo el armamento femenino, y hablo de armamento pesado: plancha, tenacillas, base en crema, pestañas postizas, set de manicura semipermanente —alucinad, ¡era de Alberta, no de Monique!—, una docena de perfumes en pequeñas muestras —de Monique, claro—, cremas, glosses… ¡me sentía una modelo, allí sentada, mientras me ponían divina de la muerte! Pero no me habían permitido ningún espejo, y eso me preocupaba. No dudaba de su buen gusto… bueno, un poco, temía que me convirtieran en una especie de zorrón, y yo quería parecer sexy y sofisticada, no un putón orejero.
—En serio, Alberta, ya llevo hecha la francesa, no es necesario pintarme las uñas de nuevo.
—¿La francesa? La francesa es anodina…
—Ejem, ejem —tosió bromeando Monique, mientras seguía recogiendo algunos de los mechones que había ondulado con una plancha ghd fucsia que debía costar un riñón y que definitivamente se había convertido en imprescindible para mí.
—Quiero decir que ya no se lleva. La francesa es para novias y poco más. Para una fiesta la uña uniforme y de un color vistoso. Además este año se llevan colores con purpurina… no, no te asustes, tu vestido ya brilla lo suficiente… o tornasolados, que es exactamente lo que te pienso poner, ¡así que mete la mano de una vez!
Temerosa de que me golpeara, o peor, que me despeinara, puse la mano en el aparatito de calor y comenzó a contar atrás cuarenta y cinco segundos, tiempo en el que se afanó a pintarme la otra mano con un rosa grisáceo que, según la luz, se volvía dorado oscuro.
—Cabello perfecto. Vayamos al perfume.
—Traed un espejo —supliqué.
—De eso nada —rieron las dos a la vez ante mi pánico mal disimulado.
Monique se aplicaba un poco de líquido oloroso en el dorso de la mano y lo pasaba apenas por mi nariz. A la tercera vez que no me decidía y puso cara de fastidio le repliqué algo estirada que era muy difícil percibir ningún perfume en un nanosegundo. No pretendía ser desagradecida, pero estaba nerviosa: en media hora llegaría Anthony y no sabía si parecía una versión rejuvenecida de la Presley, la Sabrina de los Boys boys boys —sabéis quién digo, ¿no? La que en Nochevieja de hace mil años enseñó las tetas—, o la princesa Letizia, en cambio.
—Mira, Victoria —se envaró, un poco engreída, muy francesa ella—, un perfume no puede elegirse en cinco minutos. Se supone que necesitas una hora hasta que se fije para saber si te sentará bien o no. Va en función de tu tipo de piel, de tus gustos, y de cómo se asiente finalmente. No es el primer olor que te llegue; ése es volátil y se pierde en diez minutos. Es el que queda cuando han desaparecido el resto el que te hace elegir uno u otro. He sacado muestras en función de las colonias que usas: básicamente florales y ambarinas, lo que por cierto es ridículo porque no se parecen en nada… Y además me las estoy echando en una zona sin pulso, lo que es un maldito desperdicio, para que no se establezcan en mi piel y no grabes cómo huelen en mí. Así que deja de lloriquear y dime: sí o no.
Pasó de nuevo rápidamente el dorso de su mano por la nariz. Concentrada esta vez, apenas olí algo dulce y algo anaranjado. Negué con la cabeza.
—Avanzamos, Alberta. Esta pija no es un caso perdido, después de todo: haremos de ella una pija glamurosa.
Picada en mi orgullo, les dejé hacer: sabían lo que hacían. Y cuando faltaban siete minutos exactos apartaron las manos de mí y trajeron el vestido. Al quitarme el albornoz recibí aplausos divertidos por la elección de mi ropa interior. Me pasaron con cuidado el Cavalli por la cabeza, que me abrazó como el más cariñoso de los amantes, me calcé, y entonces sí, con una ridícula reverencia, me señalaron mi habitación y el espejo de cuerpo entero que tanto ansiaba.
Mientras caminaba me sentía sexy. El perfume, el tacto del vestido en mi piel, algunos mechones rozándome la nuca, los largos pendientes acariciándome el cuello, los tacones… Pero cuando me vi en el espejo apenas pude reconocerme. Estaba increíble. In-cre-í-ble. Era y no era yo. Sé que es superficial y frívolo, pero me emocioné. Al momento Monique y Alberta estaban a mi lado y quise abrazarlas, pero no me dejaron para evitar que el efecto se estropeara, lo que era todavía más superficial y frívolo, y para mí más profundo, porque significaba que volvíamos a ser amigas de verdad y que cualquier idiotez que yo comenzara había quedado atrás.
¿Me vería Anthony hermosa? Sin duda. Por un momento pensé también en Ashley, pero lo aparté de mi mente. Era por Anthony por quien me arreglaba, era de su brazo del que iría.
Sonó el timbre, y por una vez no hubo malas caras por la intrusión. Las chicas dieron un saltito y se rieron por lo bajo, histéricas, yendo a abrir. No conocían a Anthony, pero estaban nerviosas por mí, no por ellas, no por ir a conocer a un actor famoso al que veíamos todas las noches. Con un gesto me dijeron que esperara en mi cuarto y oí la puerta y su voz preguntando por mí. Echando un último vistazo al espejo comencé a acercarme al comedor cual novia al altar, resonando fuerte los tacones, pisando segura. Me quedé al principio del comedor, pero no le vi. Una pequeña carcajada se me escapó entre dientes. Ni siquiera el gran Anthony Richardson profanaría el parqué de nuestro piso. El ruidito de felicidad les alertó y se volvieron hacia mí. Anthony iba de smoking, llevaba el pelo engominado, y estaba guapísimo. Y me sonreía con inseguridad. A mí. Me sentí más guapa todavía.
—¿Victoria? Una mujer puntual, estoy impresionado. —Se detuvo y me miró de arriba abajo—. Realmente estoy impresionado. Estás preciosa —repitió, con admiración y sin resquicio alguno de broma esta vez.
—Tú también estás muy guapo —respondí, tímida. Estaba guapísimo. Era guapísimo.
Tomé el echarpe, sonreí a las chicas y salí. Nos acompañaron hasta el rellano, exultantes.
Anthony me esperaba delante del ascensor, manteniéndolo abierto, mientras Alberta y Monique me apartaban un poco y susurraban los últimos consejos, y la palabra preservativo me hacía enrojecer como a una virgen, cuando oímos a Ashley antes de que apareciera por sorpresa por la escalera.
—Quisiera bajar a por mi coche antes de que me vuelva a crecer la barba, así que dejad de bloquear el maldito ascen… —Detuvo la bronca al vernos a todas fuera—. Señoritas, veo que están montando guardia frente a su bastión, pero no se preocupen, no vengo a tomar su casa por la fuerza. Victoria, ¿tienes cómo ir o te acerco?
Llevaba todavía el pelo mojado, e iba también en smoking. Estaba haciéndose el nudo de la pajarita de memoria, sin necesidad de mirarse en ningún sitio. Sonreía por la razón que fuera, pero sonreía y estaba irresistible y sé que las tres pensamos lo mismo. Pero entonces descubrió a quien bloqueaba el ascensor y Anthony le devolvió la mirada y el ambiente se tensó al máximo: aquellos dos se detestaban, todas nos dimos cuenta. Y parecía algo visceral y lleno de testosterona. El recién llegado nos miró con los ojos llenos de rencor.
—No le habréis dejado entrar en vuestro piso, ¿verdad?
—Ni siquiera ha pisado el recibidor… —Alberta se amilanaba frente a Ashley… Alberta. ¡Ja! Y yo me creía débil…
—Aunque hemos estado tentadas —lo que no era del todo falso. ¿Qué? No me digáis que picarle no era divertido.
—No sé por qué, pero creo que serías capaz de hacer algo tan estúpido. Total, ya le has dejado entrar en tu cama, ¿por qué no en tu piso?
Mierda. Dejé que creyera que me acostaba con él la noche en que nos enfadamos y no había vuelto a salir el tema. Ni yo había querido sacarlo de su error, tampoco. No quería ni imaginar qué estaría pensando Anthony. Me sorprendía no haber escuchado todavía una negativa ofendida.
Alberta y Monique, por su parte, se volvieron a mirarme, interrogantes. La francesa reaccionó rápido, mediando paz.
—No te lo tomes así, Ashley, tú no sales con ninguna de nosotras, pero si lo hicieras… —Divertida le sonrió, coqueteando descaradamente. Se me revolvió el estómago. Ashley le devolvió la misma sonrisa divertida y le guiñó el ojo.
—Tal vez también yo caiga en la tentación. Monique, ¿estás soltera, no? —Me dieron ganas de sacar una sartén y darle con ella en la cabeza. ¿Monique? ¿Monique y no yo? Lo mataba. Lo mataba y después lo resucitaba y me lo montaba con él con la luz encendida, pues era de esos tíos a los que había que ver bien mientras te los tirabas para no perderte nada—. Bueno, pero hasta que caiga en la tentation paso muchísimas veladas a solas con Victoria. Eso suena casi a novios, ¿no? —No terminaba de ser pícaro aunque me hizo sentir mejor. En realidad, caí, sonaba más bien retador.
Anthony salió del ascensor disparado, y para mi sorpresa no sólo no reveló mi mentira sino que se aprovechó de ella para golpear, aun metafóricamente, a Ashley.
—No. Suena a ser el desgraciado que recoge las sobras de otro. El novio es más bien el que se la folla, no crees, ¿Ash?
Olé, olé y olé. ¿No tonteaba con Monique? Ahí tenía su recompensa, y además no venía de mi parte. Ashley alternaba su mirada entre él y yo. Creo que dudaba a quién asesinar primero.
Di un paso al frente para acercarme a Anthony y que le dieran al vecino que decía no querer nada conmigo. Y cuando lo hice, cuando aparté los cuerpos de mis compañeras de piso y me descubrí, la mirada de Ashley me detuvo en seco. Me miró como no lo habían hecho las chicas; ni siquiera Anthony me había mirado así, no de arriba abajo, deteniéndose en cada curva, apreciando cada línea. Cuando llegó a las sandalias, juraría que aprobando con morbo el tacón, deshizo el camino con la misma lentitud, deteniéndose algo más de lo debido a la altura de mi pecho, y temí que se notara cómo los pezones se me habían endurecido. Si los demás seguían allí o se habían desvanecido ni lo sabía ni me importaba. Al cruzarse nuestros ojos sus pupilas estaban dilatadas y supe por mi respiración que las mías también lo estarían. Al menos mis ojos eran tan oscuros que apenas se notarían. Pero sus ojos verdes ardían y me miraban como nunca antes lo habían hecho. Con deseo, con un deseo devastador que me arrastraba hacia él.
—Estás increíble. —La postración en su voz acabó de cautivarme—. Vic… yo…
Alzó la mano para tocarme, pero el encanto se rompió cuando sentí un tirón en la cadera y unos labios besarme con posesividad. ¡Y con lengua!
—¿Nos vamos, cariño? —preguntó Anthony después de quedarse todo el gloss que llevaba puesto.
Y me metió en el ascensor sin miramientos.
Mientras las puertas se cerraban sólo pude mirar unos ojos verdes que de nuevo habían pasado de fuego a hielo en apenas un segundo. Pero si el fuego había sido mucho más ardiente esta vez, el hielo de su mirada tenía tintes de decepción que hicieron que se me encogiera el estómago y que rechinara mi pedicura contra el forro de las sandalias.
Debía decirle a Anthony que tenía los labios pintados de color ¿cómo decía la etiqueta? Ah, sí, «atardecer en la bahía». Pero no lo hice. ¿Por qué? Porque de algún modo me pareció justo que su boca estuviera cubierta de algo que, de saberlo, hubiera limpiado rápidamente.
La mía tenía el sabor al hombre equivocado y tenía que conformarme.