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Tal vez los médicos no sean idiotas

Abrí el bolso, saqué el móvil con manos temblorosas y llamé al directo de Ashley. Cuando dio tono e intuí su voz me serené. Con él todo iría bien. Ashley sabría qué hacer, qué decir. Ashley era…

—¿Ya has visto la prensa y quieres consuelo?

Bueno, pero además era médico y por tanto un maldito imbécil engreído. Le expliqué la situación intentando aparentar tranquilidad, nerviosa de repente porque su risa había desaparecido y ya no hablaba. No me interrumpió, sólo escuchó hasta que terminé todo lo que tenía que decir.

—Victoria, os estaré esperando en la entrada de Urgencias. Me alegro de que la hayas traído directamente sin esperar a ver si reaccionaba o empeoraba —sentí las lágrimas escocerme en los ojos; Dios, necesitaba escuchar que había hecho lo correcto tanto como necesitaba respirar. Llamarle había sido lo mejor, y no sólo para Maria—. Piensa qué habéis hecho durante la semana, qué cambios han ocurrido: comida, ejercicios, estado de ánimo, problemas de sueño, alteraciones cutáneas… cualquier cosa que pueda ser un detonante de esto. Voy a ponerme en contacto con el equipo móvil para saber cómo y cuándo llega y a avisar en la sala de urgencias, así que te voy a tener que colgar, ¿de acuerdo? Está en buenas manos, contigo antes, en la ambulancia ahora, en el hospital en apenas nada —gracias, Ashley, gracias—. Si llegáis justo tras ellos sígueme donde yo vaya, te quiero a su lado, y al mío. Y si llegas más tarde no te preocupes, pregunta por mí al celador de admisión: daré órdenes de que te acompañen donde sea que estemos y de que te den un pijama del hospital y un pase para que nadie te pregunte. ¿Victoria? —No podía hablar, lloraría si lo hacía. Me conocía bien y lo supo—. Vale… tengo que hablar con la ambulancia. Os estaré esperando, a Maria y también a ti. Vic, has hecho exactamente lo necesario y en el mejor orden, avisando al equipo médico de urgencias primero y a mí después. Eres maravillosa. Nos veremos en apenas unos minutos.

El sonido de la línea hueca al colgar me llenó de ausencia. Ashley. El corazón se me encogió y por un momento los pulmones se me vaciaron; creo que me olvidé de respirar mientras lo imaginaba acariciándome sólo con su voz.

—Lamento lo de Anthony —me dijo sir Alfred en cuanto colgué.

Le miré sin comprender mientras él mantenía los ojos en la carretera. ¿Qué…? Maria había dicho lo mismo poco antes de desmayarse. Justo después de que yo la tratara de la manera más despreciable. Sentí el sabor de la bilis en la garganta y temí una arcada. Su padre debió malinterpretar mi silencio creyendo que estaba preocupada por la maldita foto que ya vería y calló; o no, o tal vez le importaba un comino mi vida personal y calló porque su hija estaba siendo trasladada al hospital intubada en una ambulancia.

Pero recordarme a Anthony me hizo volver a coger el móvil y marcar su número. No sabía qué pasaba entre él y yo, pero sí sabía que adoraba a su prima y que tenía que saber lo que estaba ocurriendo.

—¿Sí? ¿Victoria? —contestó antes de que terminara el segundo tono—. Iba a llamarte. Victoria, tienes que creerme, aquellas fotos no son lo que parecen —supongo que debí cortarle, pero aquella situación de repente me recordó a Luis con la monitora de running encima, y quedé transida escuchándole—. Aquella actriz y yo estuvimos juntos hace dos años, es cierto —suspiró sonoramente—, pero ahora… Ahora está casada, Victoria. De veras, Lesley está casada. ¿Victoria? —Seguía hipnotizada, viviendo aquel momento de nuevo, sin saber qué creer y sin estar segura de que me importara—. Escucha, voy camino de Leeds, pero cuando regrese acudiré a la gala del St. Benedict por las enfermedades similares a las de Maria. Quizá podríamos ir juntos.

Leeds. No recordaba que se iba a rodar. Y quería que fuéramos juntos a una gala donde habría prensa. Eso debía significar algo, algo más que lo que fuera que había en el The Heaven de aquel día.

Pero no fue eso lo que me hizo reaccionar, sino el nombre de Maria.

—Anthony, escucha…

Y le conté todo lo ocurrido. Sentí su dolor y me reforcé en la idea de que Anthony Richardson era un buen tipo. Le prometí que todos los días le enviaría un mensaje con lo que pasara y él me prometió llamarme cuando pudiera.

Y colgamos, y justo en aquel momento llegamos al hospital. Ya en recepción, pregunté por el celador y me acompañaron hasta ellos.

Cinco horas después estaba agotada, exhausta en realidad, pero satisfecha a pesar de las circunstancias. Maria estaba en cuidados intensivos con respiración asistida, y el equipo médico hablaba de un tratamiento a base de anticoagulantes. Ashley había tenido poco que decir como rehabilitador sobre ella ya que su movilidad era una cuestión secundaria en su estado, pero era quien mejor conocía su historial clínico pues la había seguido en otros ingresos en el St. Benedict y conocía cada paso de su enfermedad por informes anteriores. Así que si bien no fue él quien dirigió la sesión, había sido la neuróloga quien lo hiciera, sí fue quien en cierto modo la supervisó: internista, anestesista, neumólogo, hematóloga, cardiólogo, la propia neuróloga… todos ellos le miraban asegurándose de que sus prescripciones eran adecuadas. Ni siquiera habían cuestionado qué hacía en una sesión clínica una fisioterapeuta que ni era médico ni trabajaba en el hospital.

Tengo que confesar que me sentí orgullosa de él, de su forma de trabajar, de la gravedad y profesionalidad con la que se condujo, mezclada no con humildad —los médicos no son humildes—, pero sí sin aires de superioridad que pretendieran hacer ver al resto que Maria Richardson era ante todo su paciente. Y era esa falta de prepotencia, de exigencia en sus modos, la que hacía que fuera tratado con un respeto que rayaba la reverencia. Para ser joven —un especialista en rehabilitación con un máster en medicina del deporte de treinta y cinco años, según supe, acababa de salir del parvulario en su especialidad para comenzar el colegio— era ya un muy buen médico que apuntaba a ser uno de los grandes.

Fue más que orgullo: fue admiración lo que me llenó el pecho. Nunca había sido una mitómana. Sí, me gustaba Anthony, pero no tenía pósters ni lo creía perfecto, al margen de las bromas que haya gastado —ahora trato de ser seria—, ni había fantaseado con él ni pretendido ir a ver rodar la serie cuando lo hicieran en exteriores para encontrármelo, con la cabeza llena de pájaros; no era de las que se había forrado las carpetas en el instituto con los Backstreet Boys o con Tom Cruise. Mi padre decía que tras la imagen que proyectamos existe una persona de la que nada sabemos y que cuanto más pública es la imagen proyectada más oculta se mantiene la persona a la que queremos conocer.

Pues aquel día Ashley había dejado de ser el tío bueno del quinto, el colega pero no del todo amigo con el que tomar una copa y hablar de cualquier cosa excepto de sus relaciones de pareja, a ser alguien a quien admirar, no tanto por su profesionalidad como por la manera en la que hacía su trabajo.

—Un día duro, ¿no? —afirmó más que preguntar, sacándome de mis reflexiones, lo que si lo pensáis fue lo mejor que me pudo pasar, pues comenzaban a ser peligrosas. Gemí en respuesta, moviendo la nuca de un lado a otro intentando relajar la tensión del cuello—. Dúchate con agua bien caliente y cámbiate. Te darán ropa interior de emergencia. Hablaré mientras con los padres de Maria y después podemos tomar algo. Charlie, del DDN, está acostumbrado a nuestros turnos intempestivos.

No me apetecía hablar con los Richardson, así que accedí. Pregunté por las duchas y me dieron unas braguitas de tejido de papel, tan feas como limpias, y dejé que el chorro de agua con muy buena presión y casi ardiendo me ayudara a despejarme y a que mi cuerpo agarrotado se soltara paulatinamente.

Antes de volver llamé a Anthony y le dejé un mensaje de voz diciéndole que Maria estaba grave pero estable. Y fue entonces cuando lo vi, en un banco. Alguien habría comprado el The Heaven mientras esperaba noticias de algún ser querido y lo había dejado abierto al azar en las páginas de sociedad. Lo contemplé, incrédula: estaba abrazado a una actriz espectacular en una postura indudablemente más que cariñosa. No era una mujer celosa, pero aquello traspasaba cualquier límite de inocencia. Estaba demasiado agotada para pensar, pero tomé la página, la arranqué y la guardé en el bolso. Mañana sería otro día. Como dijera Escarlata O’Hara y también yo hacía un montón de páginas.

Ashley me esperaba en el enorme hall del hospital con cara de cansado pero una sonrisa que le iluminaba sus preciosos ojos verdes. Me di cuenta de que varias mujeres le miraban con avidez y cuando estiró la mano para tomar la mía y me abrazó de la cintura llevándome a la salida todas ellas me detestaron, envidiosas. Ashley no se percató de nada, parecía tener ojos sólo para mí. Ojalá. Anthony, Anthony, Anthony. Tenía que pensar en Anthony, porque a pesar de la foto teníamos algo, ¿no?

—¿Estás bien? ¿Prefieres comer o te llevo directamente a la cama?

Esta vez no flirteaba para divertirnos, y aun así el deseo me sacudió por un momento; esta vez estaba realmente preocupado por mí. Me sentí importante para él y me emocioné de un modo estúpido que me cerró la garganta y me impidió hablar. Conociéndome como me conocía me llevó al DDN tirando de mí afectuosamente. Primero comer, después dormir: cada cosa a su tiempo.

Llamó al camarero por su nombre y le preguntó por el dueño, pero Charlie no estaba. El joven me miró con curiosidad mal disimulada cuando nos sentamos. Sin leer la carta pidió por los dos, lo que no me molestó porque sabía que adoraba el roast beef con mucha salsa de carne. Después me pasó con toda naturalidad la carta de vinos para que eligiera yo, como si saliéramos a cenar juntos a menudo y no fuera la primera vez. Esperamos en silencio a que los platos se llenaran de comida y las copas del Rioja Alavesa que me di el capricho de pedir, el único vino español de la carta, cada uno perdido en sus propios pensamientos.

—Por ti —brindó una vez estuvo todo—, por tu profesionalidad, porque a pesar de que no tengo derecho a ello me he sentido orgulloso de estar contigo hoy y de verte y escucharte en el comité médico. —Ante mi desconcierto, me invitó a tomar un sorbo antes de explicarse—. Conocías a Maria a nivel médico tanto como yo, y aunque no conocieras las enfermedades o los tratamientos tan a fondo como ellos, no lo has pretendido sino que has sabido cuándo callar y cuándo hablar, aportando datos específicos y decisivos de la paciente sobre la última semana que ni sus padres conocen, como que se quedara hasta tarde tres noches leyendo Mujercitas, además de otros que nunca aparecerían en su historial: su preferencia personal por unos medicamentos u otros, sus rutinas… Pequeños detalles que logran que se sienta cómoda. Los médicos, sí, nosotros que creemos únicamente en la ciencia empírica —había sorna, pero no me sonrojé dado que estaba convencida del engreimiento pragmático de sus colegas y del hecho de que la medicina no fuera una ciencia—, hemos concluido que un paciente animado mejora antes. Así que insisto en brindar por ti, y en lo orgulloso que me he sentido de que supieran que era de mi mano de la que venías.

Ahora sí me sonrojé y me mantuve en silencio, jugando con el tenedor sin saber qué decir.

—Ahora dirías que tú también te has sorprendido gratamente con mi trabajo. —Me dijo con voz monótona, simulando aburrimiento pero esperando, deseando una opinión sincera sobre él como profesional. Sabía de mi aversión hacia los médicos en general, y de mi exigencia para con su colectivo fruto de ella.

Le miré a los ojos, fijamente, a aquellos pozos verdes tan directos y llenos de honestidad, y hablé con el corazón.

—Decir que estoy orgullosa de ti, sin ánimo de restar mérito a tu brindis, es ridículo. Te agradezco tus palabras y las valoro, más aún viniendo de un médico —quise bromear, pues sabía que terminaría poniéndome solemne—, pero esta noche he sentido mucho más que orgullo: he sentido admiración. Tal vez para ti no signifique una gran diferencia, pero si bien es cierto que en momentos puntuales me he sentido orgullosa de algunas personas, y sabes bien que son escasos esos momentos porque soy poco impresionable, tal vez no sepas que a la única persona a la que realmente he admirado de verdad ha sido a mi padre. Hasta hoy.

Vi cómo le calaban mis palabras. Vi cómo se le dilataban las aletas de la nariz, cómo sus pupilas cubrían sus iris y sentí, intuí, su suspiro.

No hablamos más durante la cena y ni siquiera pedimos postre, tan cómodos estábamos el uno con el otro, y tan agotados. Le permití pagar, y cuando llegamos al sexto me propuso una última copa de vino en la terraza. Pero estaba exhausta.

—No importa. Cuanto más lo pienso menos me apetece compartir una copa de vino en una noche templada como ésta, no con una mujer que sé que lleva bragas de papel.

Reí. Contra todo pronóstico. Había pasado un día terrible y aun así me hacía reír. Ashley era mi refugio, a quien acudir cuando estuviera perdida, o dolorida, o muerta de miedo, o todas las cosas a la vez. Le seguí la broma.

—Haría que adoraras la ropa interior de papel, créeme. Y sin proponérmelo siquiera. Ya te comenté el día en que nos conocimos que soy hija de padre inglés, sí, pero también de madre española —y me decidí a decirle lo que aquel día hubiera sido una ordinariez—. Así que ya sabes: dama en la calle y puta en la cama.

Ahora fue su turno de reír, mientras me miraba exagerando interés. Pero había interés, os aseguro que de entrada le sorprendí con la guardia baja y por unos segundos sus ojos reflejaron lo que su mente imaginó; y lo que fuera debió ser caliente, tanto que me hizo arder por esos mismos segundos.

—Eres una mujer maravillosa, Victoria Adams. —¿Lo era? No. Tal y como lo dijo recordé mi conversación con Maria minutos antes de que cayera inconsciente y se me nubló la vista—. ¿Vic? Cariño, ¿qué tienes?

Me abracé a él sin previo aviso y me quedé entre sus brazos, que me rodearon durante ni sé cuánto tiempo. No quería contárselo. Lo haría, antes o después lo haría porque necesitaba que me dijera que mi actitud reprobable no podía provocar un ataque, aunque ya lo sabía necesitaba que él me lo confirmara, pero no sería ahora. Ahora sólo con su presencia me bastaba para recobrarme.

Cuando me sentí fuerte de nuevo me separé. Sin preguntar nada depositó en mi frente y en mi sien un beso que no fue casto ni apasionado, ni dulce ni sexy, y que dijo tantas cosas y tan pocas y me creó tantas preguntas que me debió dejar desconcertada.

Sin embargo me llenó de seguridad, de cariño, de amor incluso, y me hizo dormir plácidamente, como hacía semanas que no lo hacía.

No pensé en la página arrancada del diario que me aguardaba paciente en el bolso, no pensé en Maria y en su destino, no pensé en el conflicto aún no solucionado con mis compañeras.

Soñé únicamente con la sensación de Ashley cerca de mí, con su esencia, y lo que eso significaba: seguridad, calor… todo.