Una cena improvisada
—Tiene pinta de grave. Así que voy a rodearte con mis brazos y vas a apoyarte en mi hombro y a llorar porque así es como se ofrece y se acepta el consuelo.
—Ashley —susurré, levantándome y yendo hacia él, atraída por su voz, por su fuerza, por su mismísima esencia.
Y abrió los brazos y me dejé rodear por ellos y rompí a llorar, fuerte y con hipo. Nada silencioso y sofisticado como en las novelas victorianas que devoraba, yo lloraba desde el corazón porque me dolía y no le di opción a que cambiara de idea, me acomodé en su pecho y se lo empapé. Si me acarició la cabeza o me dijo palabras bonitas no tenía ni idea porque sollozaba y temblaba y no podía oír ni sentir nada. Poco —o mucho— después dejé de llorar y noté cómo él me separaba de su cuerpo poco a poco.
—¿Mejor?
Me derretí.
Sus ojos verdes, cargados de ternura y preocupación, me derritieron. Hubiera preferido el útero al corazón pero no pude elegir qué parte de mi cuerpo se iba a licuar. En aquel momento me tocó en algún lugar muy hondo de mí, uno inexplorado. Asentí y me medio disculpé por el numerito. Me interrumpió posando su dedo sobre mis labios, y rozándome la cintura me dirigió al ascensor. Me llevaba a casa. Para bien o para mal entre sus brazos ya me había sentido en casa.
Pero pulsó el quinto y no el sexto. Me cedió el paso, entró él, cerró, encendió la luz y vi una casa completamente distinta a la mía. Un comedor espacioso con una cocina office ocupaba lo que justo arriba era la cocina, el comedor y una de las habitaciones. Y sólo vi dos puertas, supuse que un aseo y una habitación que tendría vestidor y baño propio.
—Es un espacio grande —intenté sonreír a pesar del disgusto, recordando cuando le conocí, y me dijo que era pequeño y me invitó a compartirlo con él.
—Lo compré cuando estaba en el St. Benedict, en mi último año de residencia. Fue una buena ocasión. Debiste venir a verlo antes de hablar del tamaño de mi… ego —me guiñó el ojo.
—Tienes también una casa en Chelsea; supongo que allí sí cabéis sin problemas tu ego y tú. —Ante su extrañeza, me expliqué—. Maria sabe mucho sobre ti.
—A mi padre le encantaría que viviéramos todos en la misma calle. No, no es cierto, es a mi madre a quien le encantaría, de ahí que mi padre comprara aquellas casas. Haría lo que fuera por ella. Y mis hermanas viven allí. Pero yo…
Mientras hablaba me enseñó una botella de vino y sacó un par de copas. No quise saber cuántas veces habría ofrecido vino a alguien que no era yo. Tan cerca de mí y tan inaccesible.
Nos sentamos, brindamos en silencio y me quiso dar un tiempo para que pusiera mis pensamientos en orden. Tiempo que desde luego, ahora que ya me vais conociendo, sabréis que no aproveché. Nop, me lancé a hablar, como si todo volviera a mí de repente con la misma fuerza y dolor y tristeza, y ya sabéis qué pasa cuando hablo sin estructurarme primero, dejando que mi cabeza vaya dos pasos por delante y que mi lengua se las apañe corriendo, para colmo en un idioma que no es el que uso habitualmente. Me sentía desgarrada y no medí nada de lo que dije. No os compadezcáis de él, so cretinas, compadeceos de mí, que os recuerdo que disocio y digo un montón de tonterías.
—Luis me puso los cuernos con una rubia del gimnasio con un tipazo impresionante que yo no tuve ni a los quince, que tampoco es que ahora esté mal, que no me quejo, mientras yo trabajaba y él se quedaba en casa protestando de todo y sin pegar ni chapa, lo que como mujer independiente e independizada me deja como una imbécil, pero un día, mucho antes de que todo se torciera, pedí vino con gaseosa e hicimos el amor en el suelo del recibidor y fue increíble y una de las anécdotas más divertidas de mi vida cuando hubo un tiempo en que creí que nada volvería a ser divertido, y como sé con qué combina el gris marengo, que por cierto te quedaría de miedo con los ojos que tienes en un traje, no soy capaz de odiarle como corresponde, y no creas que pienso en volver con él, porque antes me dejo depilar otra vez… mejor no te lo digo, pero eso no significa que no lo eche de menos, porque vivimos juntos diez años…
—¡¿Diez años?! —Lo ignoré.
—… y eso es un tercio de mi vida, pero entonces pienso en la vida de Maria y me siento absurda y patética porque yo he vivido aunque haya sufrido decepciones, pero ella no, y hoy me he visto a las siete en la calle con ganas de llorar y no lloraba porque no tenía el hombro de Luis para que me consolara, mira si soy ridícula, y así me he sentido, pensando que en aquel momento el hombro de cualquiera me serviría para consolarme…
—Vaya, gracias, supongo. —Pasé.
—… o quizá no, o quizá sólo Luis me serviría y nadie más sabría consolarme, porque a veces pienso que me voy a quedar sola para siempre y seré vieja y solterona e iré en bata con los rulos en la cabeza y tendré una casa llena de gatos y los niños llamarán al timbre y me insultarán y saldrán corriendo, porque nunca encontraré a otro hombre que me haga sentir como él… pero entonces recuerdo la primera vez que te vi y que mi útero sólo con tu voz dio dos vueltas de campana, ¿porque sabes que cuando estás cerca mi estómago se encoge de deseo, no? —No esperé respuesta, ni siquiera sabía si lo estaba diciendo o sólo pensando, y él tuvo el tino de poner cara de póquer—, y que aquel domingo del traslado me quedé con las ganas de atarte a la barandilla del portal, y arrodillarme y comértela… y eso me alivia porque me hace entender que no estaba estancada con Luis, que otro tío también puede ponerme, y más incluso, pero salí de fiesta y me tropecé con el inepto que se creía Grey que te conté y ahora hay un veinteañero que se lo quiere montar conmigo en Osteopatía…
—¡¿Veinteañero?! —Ahora sí, respondí.
—… sí, un crío grunge que no tendrá los veinticinco, con pinta de niño malo y un tatuaje de un dragón en el cuello que se oculta con el borde de la camiseta y que la verdad hace que se me despierte la curiosidad de saber qué hay bajo la camiseta en cuestión y que se me come con los ojos todos los días y que me mira el culo al pasar, como muchos, porque no es por nada pero tengo un culo estupendo, pero que por dignidad femenina no pienso dejar que me ponga un dedo encima, aunque no obstante me gusta saber que todavía estoy de buen ver porque técnicamente sólo he estado con un tío; o bueno, uno y medio, porque con el que acabó por darme un azote en el trasero, lo siento, pero no encuentro un modo menos indecente de decirlo, estaba desnuda y caliente, así que es como si fuera de nuevo mi primera vez y entender que no es como la otra primera vez y que lo haré bien para mí es importante, saber que puedo poner a un tío a cien, quiero decir, y es que aquel Jamie o Gary me asustó, pero en fin, casi llego a la meta, pero entonces hoy hablo sobre el señor Thornton con Maria y me acuerdo de que es exactamente la clase de hombre que me gustaría que me amara y que le den a Darcy que se cree mejor que Lizzie, no como mi Thornton que se cree que no merece a la señorita Hale y aun así la ama más por eso, no entiendo cómo las tías no lo ven y suspiran por el «prota» equivocado, pero bueno, estamos bromeando y de repente ella me pregunta cómo es tener a un hombre para mí sola y pienso que le doy importancia a chorradas cuando ella tiene una vida complicada y una palabra amable y una sonrisa todos los días, y quiero aprender algo sobre ello pero lo único que puedo ver es que su vida es una mierda y que yo soy una egocéntrica…
Me tuve que callar porque un par de lágrimas me ahogaban, y preferí darle un buen trago a la copa de vino y tranquilizarme.
—Eso —dijo él tratando de asimilar algo de lo que le había dicho, supuse, sin estar segura de qué leches le había dicho en realidad— es una enormidad. ¿Qué tal si asumes que a cada uno le preocupa y le duele más lo propio porque es lo que sufre en sus propias carnes, y que es hermoso que padezcas y desees algo mejor para alguien a quien apenas conoces, y hablamos de ella a nivel terapéutico?
No supe si lo hacía para alejarme sentimentalmente de Maria o porque su corazón británico no podía acercarse a lo que yo sentía, pero que dijera que lo que pasaba por mi cabeza y me hacía llorar como una boba era hermoso me dio cierta tibieza, y que habláramos de ella médicamente me alivió, me hizo sentirme útil de algún modo. Así que me levanté y fui directa a la cocina office, me mojé la cara y me la sequé con un trapo que había doblado pero no colgado en su sitio y señalé la nevera.
—¿Te importa?
Se encogió de hombros.
Perfecto. Abrí y saqué huevos, registré la armariada buscando patatas, todo el mundo tiene patatas, sal, un bol, un tenedor, aceite de oliva —tenía, compraba en una tienda de delicatessen, y menos mal, porque una tortilla de patatas con mantequilla hubiera sido como unos Sanfermines con ovejas—, y le invité a sentarse en el taburete que había delante de mí.
—Siéntete en casa —bromeó.
—Eso hago. —Le guiñé un ojo, que debía estar hinchado por el llanto pero me dio igual. Era Ashley, todo estaba bien con él.
Mientras le demostraba cómo se hacía una señora tortilla española sin cebolla ¡¡¡no, no entraré en polémicas culinarias!!!, hablamos de medicina deportiva, fisioterapia, pero también de tejidos, fibras, fascias… Ya veis, un médico de carrera que no era hermético a tratamientos coadyuvantes que no se estudiaran en la Facultad de Medicina, que era como el Mount Sinai para los galenos pero por lo menos mil metros más alto.
Aquel hombre estimulaba mi útero y mi cerebro, reconocí, y eso era malo. Pero aunque hoy hubiera sido encantador y el otro día me besara estaba fuera de mi mente, mi corazón y mis braguitas. Fuera, fuera. Exiliado. Desterrado. Out. No podía babear por un tío que nunca tendría. Mejor soñaba con Anthony Richardson, al que tampoco tendría pero que al menos era con toda seguridad hetero.
Y hablamos sobre osteopatía, sobre medicina alternativa… y sobre libros, cine, música. Ya sabíamos que teníamos poco en común en lo que a gustos se refería, pero a cambio compartíamos mucha curiosidad por conocer los del otro. Y finalmente hablamos de comida, la perdición de ambos. Nos gustaba comer y cocinar. Y le encantó la cena improvisada, por cierto.
—Te acompaño a casa. —Me dijo casi tres horas después, cuando habíamos hecho la fregada y recogido cualquier indicio de delito de una noche parecida a una cena para dos.
—¿Acaso tu tortilla llevaba setas? Vivo en el piso de arriba.
—Siempre acompaño a las damas a su casa.
Supongo que habló sin pensar. Del mismo modo que sin pensar alcé una ceja preguntándole en silencio a cuántas damas había acompañado a casa en su vida; por la mirada que me sostuvo temía la pregunta. Pero no pensaba volver a estropear lo que teníamos hablando de unos gustos que prefería no saber. Para alivio de ambos volví a su absurda oferta.
—Vivo. Arriba.
—Confiesa, no quieres que Monique y Alberta te vean conmigo. En tu piso los hombres están mal vistos.
—Tú lo has dicho, en el piso, dentro de él, pero créeme que eso no significa que los hombres estén mal vistos. Fuera nos encanta verlos, Ashley, y les prestamos la atención que consideramos que cada uno de ellos merece. Atención individualizada, de hecho.
—Venga. —Me empujó hacia la salida, subimos por las escaleras y ya en mi planta pulsó mi timbre.
Chisté como una idiota, haciendo aspavientos, como si por ello el maldito sonido fuera a cesar. Apareció Alberta en el umbral con cara de pocos amigos antes de que pudiera abrir con mis llaves y evitar lo que seguro ocurriría. Quise entrar sin dar explicaciones, pero el graciosillo tomó mi mano y la besó y esta vez sí lo hizo con deseo —no, no os contaré jamás lo que hace mi clítoris en momentos como ése, pasando, ya podéis suplicarme—, como si aquello hubiera sido una dichosa cita.
—Una noche fascinante —gracias, Ashley, gracias, gracias, te debía una y pensaba cobrármela, ya pensaría en algo—. Con una cocinera fascinante.
—Capullo. —Le solté al tiempo que desaparecía. Le oí reírse y decirle a Alberta «tortilla de patatas». Aquello era la guerra, pero con mi compañera lo sería primero.
—Es gay. —Dijo la alemana con el acento bávaro más marcado que nunca. Lo sabía, no me iba ni a dejar respirar—. Gay, gay, gay.
La imaginé vestida de tirolesa cual reloj de cuco, saliendo por la puerta de madera del relojito a cada hora y diciendo gay-gay en lugar de cu-cú, cu-cú. No, no imaginéis a Alberta de tirolesa, es una imagen que produce insomnio, aquella noche no dormí y quise pensar que fue por eso.
—Es gay, Victoria.
—Lo sé, te he oído, y seguramente él también, no estás siendo especialmente discreta. Y además no es la primera vez que me lo dices.
—Lo hago por tu bien, te estás colgando por un tío con el que no tienes ninguna oportunidad. Trabajé un año en su servicio, Victoria: es gay. Y los gays no cambian por una tía como tú.
—Gracias.
—Ey, no la tomes conmigo, eres una mujer estupenda, en serio, guapa, elegante e inteligente, pero esto no es cosa tuya, sino suya. No le ponen las tías.
La miré largamente. Cuando quiero soy lo peor, yo lo sé y vosotras también, no disimuléis, pero estaba dejando que se confiara antes de atestarle el golpe, uno bien bajo, en toda su demagogia.
—Maria me ha preguntado cómo sería tener un tío para ti sola. No sabe qué es estar con un hombre. Y parece que según tú yo tampoco. —La cara de espanto de Alberta fue un lujo. Ojalá Rajoy dejara así a la Merkel una sola vez en su mandato, sería la leche en bote—. Te informo, aunque no tenga porqué hacerlo, de que me lo he encontrado en el portal mientras trataba de recuperar la compostura para no subir aquí llorosa y poneros en la violenta situación de tener que tratar con mis sentimientos. Hemos subido a su casa y hemos estado hablando de su tratamiento, de cómo va, pues anoche vomitó y tuvo principios de insuficiencia respiratoria, y de si sería conveniente realizar algún cambio en sus rutinas además de reforzar sus visitas a la hematóloga. Nada más, tampoco él ha tenido que soportar mi sensiblería —mentira, pero no venía al caso—. Toda la situación se ha mantenido dentro de unos márgenes estrictamente profesionales.
—Victoria, yo… —sabía cuánto me afectaba cualquier cosa que tuviera que ver con Maria, y se la veía realmente arrepentida. Preocupada pero arrepentida.
—Lo hacías por mi bien, lo sé y te lo agradezco, pero tengo treinta y tres años y aunque te pueda parecer una tarada emocional sé lo que hago, o eso espero, así que deja que me dé una ducha, prepara mientras ese mojito que sólo tú sabes hacer y que lo cura todo y olvidemos esto, ¿de acuerdo?
—¿He oído mojito? ¿Son tus zapatos porque salimos o es que bebemos en casa?
La que faltaba apareció en el comedor atraída por la idea de una juerga.
—Mañana vamos de turno de mañana, degenerada. Nos emborracharemos aquí a la salud de Victoria —respondió Alberta.
Si Monique nos había escuchado o no carecía de importancia, lo esencial es que veinte minutos después todo estaba bien, brindábamos y nos reíamos de los hombres y sus tonterías como si nada, y además yo lo hacía con tanta alegría como ellas, olvidadas mis decepciones por una noche al compararlas con lo que estaba viviendo ahora gracias a ellas. Nunca había tenido amigas así, pero es que nunca había tenido amigas adultas que no me conocieran de niña o ya con pareja.
Al día siguiente fui a clase con resaca, así que una vez más me sentí como en el instituto, y una vez más el chico de los «tatus» me miró de arriba abajo. Serían los restos del alcohol, pero cuando pasé por su lado le guiñé el ojo.
¿Qué? ¡No me riñáis! Ashley tonteaba conmigo y no le tendría. Yo tonteaba con el niño, que tampoco me tendría.
Justicia divina.
Y no, ni se os ocurra pensar eso de mí porque en realidad no lo era. Que, según mi camiseta, yo nací princesa.