Maria
—¿Qué tal has pasado la noche?
—De maravilla. Me lo he estado montando con Richard Armitage[15] hasta el amanecer. Me ha enseñado diez posturas nuevas del kamasutra.
—El señor Thornton está ocupado levantando un imperio textil en el norte, así que dudo que pueda venir entre semana.
—El señor Thornton está para eso y más.
—Me temo que lo confundes con James Bond, Maria.
—Daniel Craig viene los domingos.
Lamenté tener que forzar la rotación externa de su cadera porque le hice daño y dejó de bromear. Me hacía sentir terriblemente culpable causarle dolor, pero ambas sabíamos que era necesario si queríamos ganar movilidad, aunque después viniera otro ataque y la limitara de nuevo. Eso también lo sabíamos las dos, y que sería en menos de seis meses, además.
El síndrome de Guillen Barré era básicamente un asco, y si le añadías lupus a la coctelera se convertía en una jugarreta del destino. Pero por respeto a Maria y a quienes puedan padecerlo os contaré por encima en qué consiste. Es un trastorno autoinmune, lo que significa que el cuerpo se ataca a sí mismo por error, en este caso la toma con el sistema nervioso. Puede venir desencadenado por una infección menor, tras un cirugía… pero esto es estadístico, la realidad es que no se sabe a ciencia cierta qué lo provoca, y lo peor de la historia es que no tiene cura, sólo se pueden paliar los síntomas. Daña los nervios provocando desde ligeros hormigueos y pequeñas desmielinizaciones o rasgaduras en éstos en el mejor de los casos, haciendo que las señales nerviosas funcionen más lentamente; en el peor de los casos hay debilidad muscular, limitación de la movilidad e incluso parálisis. Tiene además un montón de sintomatologías que nada tienen que ver con lo que yo hago pero que no por ello son menos significativas, como dificultad respiratoria, visión borrosa, babeo, mareos…
No quiero ponerme redicha ni dramática pero como os he dicho tener Guillen Barré es un asco. Y si le sumas el lupus… pues eso. Prefería no pensar en el diagnóstico a largo plazo de Maria. Ella lo conocía, yo lo conocía, así que ¿para qué comentarlo?
—¿Y cuando el señor Thornton se marchó a casa con la señora Thornton…?
—Oh, nunca se casaron, él se quedó la pasta de la señorita Hale y se fugó con otra más joven.
Nuestras risitas se oyeron por toda la habitación, adecuada con diligencia para que Maria se ejercitara. Estábamos solas allí, nosotras y las barras paralelas, espalderas, poleas, pesas, espejos con cuadrícula y cualquier cosa que médicos o fisios hubieran considerado conveniente, además de la camilla hidráulica en la que estaba tendida en aquellos momentos mientras yo le manipulaba la cadera. Su familia tenía mucho dinero; había entendido que su padre era además sir o algo así.
—No leí esa parte del libro, el mío terminaba en el felices para siempre.
—Debiste buscar una novela con epílogo.
—Lo haré al llegar a casa, que no te quepa ninguna duda. Es más, es probable que me enamore más de él si lo que cuentas es cierto. —Detestaba presionar, pero la conocía, en tan poco tiempo había llegado a conocerla muy bien—. Y ahora no me esquives. ¿Qué tal anoche?
—Vomité la cena.
—¿Dolor?
Asintió, porque en aquel momento volvía a hacerle daño y confirmando que era el dolor el que le había provocado los vómitos.
—Maria, no me hagas sacártelo con cuchara. ¿Dolor de qué?
Y me explicó, malhumorada, cómo había pasado la noche, y no había sido tirándose a Richard Armitage, os lo podía garantizar.
Algo había cambiado en ella, algo que apestaba a retroceso.
—Se lo comentaré a Ashley.
—Eyy, se supone que para ti es el doctor Greenfield, mujercita.
—Eyy, se supone que te duele lo suficiente como para no darte cuenta de esas cosas, mujercita.
Nos encantaba la novela de Alcott y habíamos visto casi todas las versiones para cine o televisión. Aún no nos poníamos de acuerdo en quién era Jo y quién era Meg, aunque sí estábamos convencidas de no querer ser Amy por más que fuera la guapa y la que se casó con el mejor partido. Así que de momento nos llamábamos por el título del libro.
—Así que Ashley, ¿no?
—Así que te has fijado, ¿no?
Reímos de nuevo.
—¿Cómo lo conociste? —preguntamos a la vez.
—Vivimos en la misma finca.
—¿Vecinos? Claro, que hace tanta vida en el hospital… De ahí que no viva en la casa de Chelsea. —¡¿Chelsea?! Lo pensé en voz alta—. Viene de una familia de abolengo. —Ya, y ella no, ella era pobre como las ratas—. Padre cirujano plástico, hermanas cirujanas. Las tres. Pero aunque su padre comprara a cada hijo una casa en Chelsea cerca de la residencia familiar, él tiene un piso cerca del St. Susan. Creo que tuvo algo que ver con una relación que no funcionó.
—Veo que le conoces bien. —¿Había resquemor en mi voz? ¿Celos? ¿La habría besado a ella como me había besado a mí aquella noche, aunque en las charlas posteriores en la terraza hubiera hecho como si no hubiera ocurrido?
—Estudió en el instituto con mi primo. Cuando Anthony se lesionó la espalda hace cuatro años fue él quien le atendió siendo aún residente en el St. Benedict. Es un gran médico, y muy respetado a pesar de ser tan joven. Dicen que ha tenido ofertas de varios clubes de fútbol, e incluso de la federación de polo, o natación, o algo así. Su padre se decepcionó mucho cuando no aceptó. Pero él es animal de planta, no de jardines o lagos. —Maria lo conocía, lo conocía mejor que yo, y eso definitivamente me puso celosa. Quería que Ashley me hablara de él, de su vida; quería que fuera él quien me lo contara, y no su paciente—. La cuestión es que Anthony le contó mi caso, una cosa llevó a la otra, y cuando me conoció ya no quiso dejarme jamás. Incluso me llevó con él cuando cambió de hospital hace un par de años.
—Cayó rendido a tus pies, ¿no, presumida? —No pensaba competir con Maria. Tenía además todas las de perder. Yo tenía todas las de perder.
Me miró ufana pero divertida.
—Sí, Ashley es mío, así que ya puedes ir haciéndote a la idea de que para ti es el doctor Greenfield; no vuelvas a tomarte esas libertades, mujercita. Pasarán otras damas por su vida, pero siempre vuelve a mí.
Me extrañó que se refiriera a mujeres, pero o no sabía de su homosexualidad o no era educado referirse a sus tendencias sexuales, así que tampoco yo dije nada. Porque después de flirteos que no llevaban a ninguna parte me había jurado a mí misma que era gay y había vedado a mi cerebro creer lo contrario. Mi corazón y mi tanga pensaban distinto y no admitían disciplina. Pero eso no significaba que no me hubiera autoconvencido de que no lo tendría jamás. ¿Ashley y yo? Eso nunca ocurriría, y punto pelota.
—Por lo que veo eres su chica. —Y aun así dolía decir que era de otra.
—Sip.
Seguí con la rodilla, pero fui menos exigente después de saber de su aventura nocturna. Así que tenía una casa en Chelsea pero prefería su piso cerca del hospital. ¿Cuál sería la relación que no funcionó? ¿Acaso vivía allí para que nadie controlara sus conquistas? Bueno, quizá yo aún no hubiera visto su piso y sí lo hubieran visto muchas otras… otros… bueno, lo que fuera… pero la terraza era sólo nuestra, nuestro rincón en la noche. Ni siquiera las chicas subían allí.
Gay, era gay. ¿Por qué no quería acordarme? Mejor me olvidaba y me centraba en mi paciente. Bajé hacia la pantorrilla: gastrocnemio, perineo, tibial, sóleo… todo el sistema muscular estaba tenso. Por un momento me preocupé, pero vi que también el cuádriceps lo estaba, y el bíceps, y el glúteo. Era su mente quien estaba tensa, en realidad. Algo elucubraba, así que dejé una vez más que decidiera si quería hablar o no de eso que hacía varios días que quería contarme y siempre desistía, que hacía que se tensara pero que dejaba pasar.
Transcurrieron más de cinco minutos antes de que hablara, y lo hizo sin mirarme. Supe que acababa de ganarme el mayor de los privilegios: su confianza.
—¿Cómo es, Victoria?
La pregunta, en voz baja, me contrarió. Temía lo que era, me lo temía y me dolía.
—¿Cómo es… qué?
—Tener un chico para ti. Ser la chica de alguien. —Su voz era suave, inocente, curiosa. No había desesperación, ni rabia, ni nada que no fuera resignación—. ¿Cómo se siente una al ser única para otra persona?
Dios mío. Aquello me superó. Maria había sido diagnosticada de lupus al venirle el período por primera vez, y le atacaba con frecuencia los riñones. Podría haber hecho una vida casi normal durante su juventud si no hubiera tenido unos padres sobreprotectores y muy ricos que habían podido pagarle un tratamiento en casa y los estudios mediante tutores a domicilio, evitando que se relacionara con otras personas de su edad, lo que definitivamente hubiera sido plausible, posible y sano.
Con el Guillen Barré prescrito a los veinticuatro años, temprano para la media de los pacientes, sus padres se habían hundido. Y los muy desgraciados parecían querer arrastrarla con ellos. Sabía que lo hacían por su bien, que la querían con delirio, pero tenerla en una jaula de oro no la sanaría. Nada iba a sanarla, ¡joder!, así que mejor la dejaban vivir. Era cierto que tenía dolor crónico, que se fatigaba enseguida, que sus ataques ocurrían cada vez con más frecuencia, pero no entendía que no pudiera tener una vida más ¿normal? Tenía treinta y dos, prácticamente mi edad, y apostaría el Giulietta rojo que aún no tenía a que no sólo era virgen, sino que no había tenido nunca novio. ¿La habrían besado, acaso?
Me volví a por alcohol y a respirar. Maria era preciosa, incluso con las rojeces en sus mejillas fruto de la enfermedad. O tal vez era la fuerza interior la que la hacía preciosa. Sorteé su mirada en la medida de lo posible para que no viera la humedad en mis pupilas, pero era preciosa y demasiado lista para su propio bien.
—¿Me compadeces?
—Me compadezco a mí misma, más bien. —Y para salvarme el culo y su dignidad le conté mi apoteósico final con Luis, sin guardarme nada—. Así que si quieres saber qué es tener un hombre para ti sola me temo que has preguntado a la tía equivocada, mujercita. Un solo hombre en mi vida y me la pega. Y si no lo veo no lo creo. Y soy tan patética que segundos antes creía que la mala era yo por exigirle demasiado y no entender que estaba pasando un mal momento.
Tuve que dejar de hablar porque la voz se me rompió. Aquello me estaba afectando: Maria, su enfermedad, la vida que llevaba y la que no le dejaban llevar y que hacía que me sintiera mal por la mía, por dejar las cosas a medias y salir corriendo, por no haber entrado en aquella habitación aquella fatídica mañana y haber gritado hasta desgañitarme, por largarme sin decir todo lo que tenía dentro, por no enfrentarme a la vida y dejar que fuera ella la que decidiera por mí. Quizá por eso Luis últimamente estaba presente en muchos de mis pensamientos, porque tenía temas inconclusos con él. Y para colmo estaba Ashley. ¿Acaso huía de cualquier relación escudándome en mi deseo por él, sabiendo que nunca me pondría un dedo encima?
Dejé las piernas, le ayudé a darse la vuelta y le quité la camiseta y el sujetador.
—Los hombres se me dan mal. Muy mal, Maria.
—Y yo me temo que lo lésbico no es mi rollo, Victoria Adams, así que no te emociones por verme sin sujetador.
Reímos, aliviadas de volver a ser las taradas de todos los días.
—Necesito más que un par de buenas tetas, querida. Soy mujer, tengo las mías para tocarlas cuando quiera.
A pesar de haber aligerado algo el ambiente pasé el resto de la sesión masajeándole la espalda, el único modo de asegurarme de que ninguna de las dos habláramos más hasta la hora de largarme, que por primera vez se me hizo eterna. A las siete en punto me despedí, me cambié volando en el cuartito donde dejaba mis cosas y desaparecí como alma que llevaba el diablo.
Siempre que salía de allí volvía en metro, aunque estuviera únicamente a media hora caminando de casa. Pero aquellas tres paradas en un lugar que hervía de actividad frenética contrastaban fuertemente con la calma patógena de la estancia de Maria y necesitaba esa especie de terapia de choque para rehacerme a mí misma y no llegar a mi piso con la moral por los suelos. Y sin embargo aquella tarde quería pasear, quería cruzar Grosvenor y Berkeley y Hannover y todas las plazas que pudiera aunque no caminara en línea recta. Quería empaparme de la belleza de aquella ciudad, quería hablar con ella, quería contarle lo injusta que era a veces la vida y lo absurda y ridícula que me sentía por quejarme de que mi «ex» me hubiera puesto los cuernos obligándome a afrontar una vida que llevaba tiempo deseando empezar, cuando Maria tenía Guillen Barré y lupus y una sonrisa en la boca todos los días. Quería aprender una lección sobre todo aquello más allá de que había que ser fuerte y afrontar mi destino como venía, porque eso ya lo sabía. Quería que aquella mierda tuviera algún sentido, pero no lo encontraba sencillamente porque la vida era injusta y a Maria le había tocado un boleto trucado en la lotería. Y yo tenía ganas de llorar y no lloraba porque no tenía el hombro de Luis para hacerlo y sus brazos para rodearme y ofrecerme consuelo.
Absurda y ridícula. Eso era exactamente lo que era. Y me sentía patética por ello.
Ojalá fuera hombre y todo fuera blanco o negro, así Luis sería un malnacido y ya le habría olvidado. Pero no, yo era mujer, y por tanto me sabía toda la gama de grises, desde el gris ceniza hasta el gris marengo. Ah, y cómo leches combinarlos. Así que aunque jamás volvería con un tío que me había engañado, más por una cuestión de confianza que de rencor —o quizá por ambas cosas, no iré ahora de Madre Teresa de Calcuta—, no podía odiarle de la noche a la mañana, no cuando le había querido tanto tiempo y tan intensamente. Una no dejaba de amar así porque sí, por más razones que tuviera. O más bien el corazón de una no atendía a dichas razones y prefería sufrir y regodearse en el dolor, creyéndose toda una heroína romántica aun sabiendo que no habría un final feliz.
Había tenido buenos momentos con Luis, y la infidelidad final no los borraba. No hacía que no hubiera estado conmigo cuando murieron mis padres, era cierto, pero yo hablaba de cosas más mundanas. Recordaba con ternura la primera vez que fuimos a Ikea, nos emocionamos comprando y después no nos cupo todo en el coche, y claro, cómo no era culpa mía por empeñarme en coger aquella cómoda colonial, y tuvimos que llamar a unos amigos para que vinieran hasta Zaragoza a las tantas. Recordaba la primera vez que fuimos a un restaurante con estrellas Michelin y sólo por fastidiar pedí gaseosa para echársela al vino, un rioja reserva de cincuenta euros, y Luis me juró entre dientes que al llegar a casa se las pagaría, y cuando llegamos muertos de risa por la cara del sumiller hicimos el amor en el suelo del recibidor… tenía docenas de recuerdos como aquel que no se borraban por más que le viera con la guarra del running encima, entre nuestras sábanas. Recuerdos increíbles que Maria no viviría nunca.
Al fin llegué al portal de casa. Entré en el portal, cerré la puerta y sintiéndome segura allí me senté en uno de los escalones, me puse el puño en la boca para que nadie pudiera oírme, y me dejé llevar por la tristeza. Esta vez la voz de mi madre no me advirtió de lo inadecuado de mi comportamiento.