Los hombres no son bienvenidos
Cuando subí del garaje y me puse con la cena mi mirada delataba exactamente lo que venía de hacer: una gamberrada a Ashley. Me moría porque saliera del hospital y viera su coche.
No habíamos vuelto a hablar de la discusión de hacía unos diez días, lo habíamos dejado pasar como si no hubiera ocurrido. Todas las noches subíamos después de cenar a la terraza a tomar una copa de vino. Nos habíamos intercambiado los números y habíamos quedado que si uno de los dos no podía subir mandaría un whatsapp al otro; pero después de diez noches no había habido ningún mensaje y sí magníficas conversaciones sobre cosas banales o filosóficas o médicas o ridículas; sobre libros, películas, pacientes… sobre cosas de la ciudad que le hacían pensar que yo habitaba en un Londres distinto, pues ya había acudido a una obra de teatro experimental en una fábrica abandonada a las afueras o a un lipdub[*] en un pequeño centro comercial. Pero por alguna razón, a excepción de la primera noche, el tema de las relaciones sentimentales estaba vedado entre nosotros. Éramos colegas pero no éramos tan amigos.
También un par de mañanas cuando salía a correr me había encontrado con Ashley en el ascensor, y aunque nos habíamos cruzado un rápido «buenos días» me había mirado las piernas apreciativamente. Estaban morenas y depiladas, lo que ya era mucho para un cuerpo inglés. Éste es un mensaje para todas las mujeres que detestamos depilarnos: creedme si os digo que el sufrimiento no es gratuito, que nos da ventaja sobre las piernas poco femeninas y muy peludas de otras mujeres que no saben qué es la cera y que ni la cuchilla conocen, me temo. Porque: mujeres extranjeras, los pelos rubios también se ven, lo creáis o no, sobre todo si son largos.
Saqué del horno mi bandeja, trucha a la plancha con berenjenas en una fuente individual, pusimos a grabar el culebrón de moda, Vengeance, y seguimos hablando del tema que tan absorbidas nos tenía: al fin les había confesado qué ocurrió en realidad entre Luis y yo. Sí, ya sé que pensáis que apenas unos capítulos antes había dicho que no quería hablar de ello, pero ¿qué esperáis que haga una chica en un piso de chicas, eh?, ¿costura? Frases como «pero será desgraciado» o «capémoslo y hagamos un favor a la humanidad no permitiendo que sus genes se reproduzcan» ya habían quedado atrás, y filosofábamos relajadas cual mujeres sabias[12] sobre las relaciones de pareja.
—Un hombre no siente como una mujer, es incapaz, y no sólo porque su corazón sea otro, es que su cerebro es distinto, sus áreas se activan de manera diferente, se estimulan de desigual modo. Sin tener en cuenta que en determinados momentos la misma cantidad de sangre ha de salir de la cabeza para acumularse en ese otro corazón.
Reímos como bobas, no sé si como niñatas que hablaban de un sexo que conocían de oídas o como ochentonas hablando de un sexo que hacía mucho que no practicaban y que apenas recordaban.
—Dado que en ese momento nuestra cabeza tampoco está para logaritmos neperianos, no se lo tendremos en cuenta, pero estoy con Alberta —habréis adivinado que tratar la mente de un hombre como algo lógico era cuestión de la cabeza cuadrada; ahora hablaba la francesa, con más decepción de la debida, además—, un hombre no piensa como una mujer. No mira una relación a futuro, no piensa en el pasado o en por qué ocurren las cosas, o en por qué nos comportamos de un modo u otro. No, qué va, ni siquiera miran el presente, sencillamente no miran, la cabeza no les da para tanto y fin de la historia. Si todo va bien, entonces es que todo está bien, y si preguntamos es que estamos viendo cosas donde no las hay. Son simples, para ellos todo es blanco o negro. Si una discusión termina, termina para siempre y se acabó, y si la sacas a colación después es porque eres rencorosa y no porque pienses que su actitud se repite, que hay un patrón con una causa subyacente, quizá porque algo no funciona como debiera, algo que él no puede ver porque su mente no está preparada para ello.
—No son simples —me aventuré, pensando más para mí que para ellas—, son egoístas. Si ellos están bien, entonces todo está bien. Si el sexo es bueno, si no les molestas con tus cosas, si no les pides que hagan nada que no quieren hacer, todo va bien: te tratan bien, te miman, te hacen sentir querida. Pero si les complicas la vida, entonces es que quieres amargarles, o cambiarles, o estás con la regla, o qué se yo. —Asintieron. Seguramente había ganado el concurso de Amargada del Mes. Seguí—: No quieren que nada cambie, te dicen. Ni que tú intentes cambiarles, te advierten. Pero pregúntales a los cincuenta si te cambiarían ellos por una de veinticinco: Luis lo hubiera hecho aunque nuestra relación hubiera funcionado.
Me puse triste porque sabía que era cierto. Yo a los cincuenta hubiera valorado los baches superados y continuar juntos, los logros, la familia construida, mirar atrás y seguir amándole, seguir queriendo sentir el contacto de su mano al pasear. Aquélla era la vida que había planeado los últimos diez años para el resto de nuestros días. Y no obstante él me hubiera cambiado por una más joven que se la mamara todos los días, y lo hubiera hecho sin dudarlo. Hubiera querido a nuestros hijos, sí, pero no a mí o no como antes, sencillamente porque mi cuerpo ya no le excitaría y necesitaría algo más, otros estímulos.
—No sólo Luis, casi todos lo harían —me consolaron, sabiendo que mis heridas aún no habían cerrado y que en aquel preciso instante sufrían en carne viva. Ellas habían estado bromeando sobre hombres sin saber, hasta ahora, que yo hablaba en serio, que realmente creía lo que decía.
—¿Casi? —contesté resentida—. ¿Cómo que casi? Los hombres que no lo hacen es porque tienen más a perder que a ganar, porque tienen convicciones morales que defender, o porque no se ven capaces de hacerlo. Pero todos lo desean, estoy segura.
Ahora debía parecerles patética, pero me daba igual. Decía lo que sentía aunque se me desgarrara el alma a cada palabra.
—Dejémoslo en casi, Victoria. —Fue Monique quien me acarició la mano mientras me hablaba con suavidad—. Habrá que creer que el príncipe azul puede llamar a nuestra puerta en cualquier momento, ¿no es cierto?
Cuando sonó el timbre dimos un respingo y nos miramos, medio asustadas, medio muertas de risa. Nunca sonaba el timbre. Nadie llamaba, y quien fuera tenía que hacerlo precisamente ahora. Bien podía ser el príncipe Harry, ahora que su hermano se había casado con lady Katherine y era padre, o el mismísimo Jack Torrance, el «prota» de El resplandor. Era extraño, pero allí no recibíamos visitas, era nuestro santuario. Fue Alberta quien se levantó, cómo no, era la generala, y se acercó a la mirilla. Me guiñó el ojo antes de abrir con brusquedad sin decir nada al intruso, quien se quedó en el quicio ocupando todo el espacio que la puerta ofrecía con sus preciosos hombros.
—Buenas noches y buen provecho, señoritas.
—Doctor Greenfield —dijo Monique con voz seductora.
—Ashley —suspiré yo.
¿Cuándo dejaría mi cuerpo de hacer todas esas cosas raras? Podría avisar antes de aparecer, ¿no? Aunque aquélla era, en realidad, la primera vez que llamaba a nuestra casa. ¿Y acaso no había bajado yo al sótano a hacer una de mis trastadas? Así pues era mi culpa: debía haberle esperado después de llenar su coche de papelitos.
Me levanté y fui hacia él mientras las chicas silbaban y daban golpes en la mesa y cuchicheaban sobre príncipes rosas y no azules, y yo no podía parar de reír. Me gustaba estar allí, y Luis se lo perdía si no se había querido venir. Por cierto, no sé si os he dicho que me había vuelto a llamar ayer, que me había llamado como una docena de veces desde que me mudara. ¿Quería hablar conmigo? Ya sabía dónde encontrarme, en Londres, con las chicas misándricas y el vecino tío bueno, que de gay seguro que tenía poco, con quien pasaba las noches qué más quisiera yo y que me ponía cien veces más que él. ¡Ja!
—¿No me vais a invitar a entrar? —Y lo decía en serio. Me detuve en seco. Cuatro pares de ojos, taladrantes, le dieron la respuesta. Los míos en cambio fueron casi de súplica para que cerrara la bocaza tan apetecible que tenía. Alzó los brazos a modo de disculpa, aunque su sonrisa dejaba claro que le divertía no ser bienvenido—. Lo lamento, lo lamento, sólo quería hablar con Victoria.
Las chicas misándricas —me gustaba aquel mote: les haría una camiseta, haría una bien sexy para cada una con ese rótulo rollo superheroínas— le sonrieron, pero sus miradas no rebajaron la censura.
Salí al rellano y cerré tras de mí sin echar la llave, sacándolo conmigo y aprovechando para empujarle por los abdominales, duros y calientes. Ya sabía que tenía un cuerpo sólido y compacto, pero comprobarlo de vez en cuando no venía mal. Eso sí, prometo que no me recree en el contacto, no fuera a hacer algo tonto como acariciarle. Ya deberíais saber que no soy una tarada emocional.
—La próxima vez hablemos en la terraza, no llames al timbre. Nos has dado un susto de muerte, y además no es bueno para mi reputación…
—¿Bromeas? No, no bromeas. —Calló, esperando una explicación. Supongo que de pronto recordó lo que le dije la noche que discutimos, la noche que ya no recordábamos—. ¿Me estás diciendo en serio que no entran tíos en vuestro piso? Creí que estabas de broma, Victoria. Vivís tres mujeres guapas allí, por el amor de Dios. Tú misma eres preciosa. —¿Lo era?—. En fin, no importa… —Pero sí, sí importaba, ¿era hermosa para él? ¿Preciosa, había dicho? ¿Me veía…?
Reí en cuanto sacó el post-it que le había dejado en el parabrisas, olvidando cualquier otra conversación. Y también me mostró el post-it que había pegado en la puerta del conductor. Y el del cristal de la puerta de atrás. Y el del techo. Y el del depósito de gasolina. También él reía.
—¿Entiendes que este parking ocupa toda la manzana y llega hasta el hospital? ¿Y que cerca de mi coche aparcan otros cinco médicos, Victoria? Alguien podría haber visto esto.
—Sólo dice que me han aceptado en Osteopatía. Es un comentario del todo inocente. Y sería de mal gusto que leyeran algo que no está en su coche, dicho sea de paso. —Puse la cara que le ponía a mi madre cuando soltaba un taco delante de ella. Como con ella, no me coló.
—No es el contenido, Victoria, sino el continente. Es el post-it en sí. El post-it en forma de… —su tono se volvió quejumbroso—, no me hagas parecer vulgar.
¿Os he dicho que en el traslado desde Castellón me traje mis post-its con forma de tetas? ¿No? ¡Pues ya lo sabéis!
—¡No seas mojigato, Ashley! Los senos son una parte de la anatomía femenina. Estoy segura de que tus colegas reconocerían una buena glándula mamaria…
—Vic, cállate, ¿quieres? —Me lo dijo con voz divertida, pero el hecho de que me llamara de nuevo Vic, como aquella primera noche, me emocionó. Sólo por eso me callé. Creo que le sorprendió mi obediencia. Pero ya os he dicho que había un lugar en el que siempre le obedecería, ¿no? Bueno, dos, en la escalera del portal también—. Venía a darte la enhorabuena: osteópata por Navidad. Y por tu valentía, también ¡a clase otra vez con un montón de veinteañeros…! Te vas a sentir increíblemente bien, hablando sobre My Mad Fat Diary[13], fiestas de pijama…
—Ashley, cállate, ¿quieres? —Le imité.
Rio, con esa risa que removía mi deseo, y por un momento casi me olvido de que sólo éramos amigos.
—… y a preguntarte si querrías llevar un domicilio de tardes a diario durante semanas o meses, en función de tu aguante y el de la paciente, durante dos horas y media, cuatrocientas cincuenta libras a la semana. En Mayfair. Tiene prácticamente un gimnasio en casa —el corazón se me aceleró ante la idea de un caso interesante, más allá del sueldo—, y no obstante tengo que advertirte que tiene truco: Guillen Barré.
Lesión neurológica y no traumática. Uffff.
—¿Edad?
—Treinta y dos. Mujer.
Lo dijo con voz suave. Bien podía ser yo. Era un reto, uno psicológicamente muy duro. Y aun así no podía dejarlo estar: se había encendido el «modo-fisio».
—¿Viene solo? ¿Alguna cirugía menor, una pequeña infección…?
—Lupus.
—¡La madre que…!
No debía, acababa de llegar, no estaba al cien por cien, ni siquiera al cincuenta: aunque quisiera ignorarlo Luis seguía doliendo, y dejarlo en España no había significado superarlo, por más que aquel médico me pusiera. Un caso como aquél requería de una terapeuta en la mejor condición, y yo no lo estaba. La atracción sexual era caliente, un corazón roto era el infierno. Pero un Guillen Barré con lupus era un caso extraño, de ésos con los que se aprendía más que con cincuenta rodillas. Ashley debió intuir que salivaba ante un buen historial clínico.
—Lo verás en el informe. Lo más complicado del tratamiento ya está hecho, estuvo intubada y se optó por inmuglobulinas, además de antiinflamatorios y narcóticos. Pero falta la parte más dura: recuperar la movilidad perdida.
Que considerara mi trabajo lo más duro me hizo sentir un calor cerca del corazón que se extendió… Alma de cántaro, es su trabajo el que valora, no el tuyo. Es él quien controlará lo que haces, se da importancia a sí mismo, es un dichoso médico. ¿Acaso no recuerdas todo lo que acabas de hablar sobre los hombres hace apenas un par de minutos con las chicas? ¿Es que no aprendiste nada de lo de Luis o qué? ¿Es que ves a un bombón y te vuelves tonta de remate? Victoria, no te líes, y menos con éste. Reconocedlo, por un momento casi me creo que le importo y me monto una paja mental estupenda en la que él me respeta… y luego me valora, me coge cariño y me ve guapa, se enamora y al final incluso cambia su sexualidad por mí. Creo que vi una «peli» de Jennifer Aniston[14] en la que la «prota» se montaba el mismo rollo, y no os imagináis mi enfado porque él seguía siendo homosexual. Ya veis, como si no hubiera sido Jennifer la que no hubiera visto las señales, que sólo le faltaba al tío un luminoso que dijera «soy gay» sobre la cabeza. En fin, volví a Ashley y a su proposición laboral. Se me había ido la pinza porque al estar en «modo-fisio» se me había desconectado el «modo-mujer realista».
Era un desafío profesional. Calidad de vida a una paciente, obviamente no habría curación pero sí una solución a corto plazo. Aprendizaje. Además trabajaría con él, pues entendía que Ashley sería su médico. Una buena oportunidad. Si le gustaba tal vez pensara en mí para un puesto en su hospital si surgía algo, una sustitución o lo que fuera.
Era la leche en bote.
Ilusionada ante la idea, no pensé lo que hacía, sencillamente le abracé, agradecida. Y quería que fuera sólo un abrazo, pero en el momento en que mi cuerpo entró en contacto con el suyo sentí una especie de quemazón, pero no algo explosivo sino cocido a fuego lento pero progresivo y muy rápido. Con Ashley todo era nuevo y parecía superarme. No sé qué pasó, no os lo sé explicar, lo siento, pero no sé cómo deciros que me acerqué a él de un modo inocente, movida por su generosidad, por la extraña amistad que estaba forjándose entre nosotros, pero que en el momento en el que calor de su piel se confundió con el de la mía, aun sin moverme, sin hacer nada, el contacto cambió. Mis manos estaban alrededor de su cuello y por voluntad propia la derecha se enredó un poco en su pelo y la izquierda se movió perezosa hacia el hombro, cuya fuerza y tacto tanteé pulsando con las yemas de los dedos. Y mi cabeza se mantuvo firme, mirándole la barbilla, deseando besarla pero sin atreverme a moverme.
Ashley respiró hondo y su pecho, lleno de aire, acarició el mío, que reaccionó buscándole, y aunque después lo soltó sonoramente como si suspirara contrariado, de algún modo el contacto no se perdió. Y ninguno de los dos dijimos nada.
Ahí estábamos, en el rellano de mi casa, abrazados, rozándonos mientras yo le acariciaba hebras de pelo de la nuca y le presionaba el hombro reteniéndole sin fuerza, y él sentía mis pechos acariciando sus pectorales, sus manos reposando apenas en mis caderas.
Levanté un poco más la cabeza pero no la vista, no me atreví, y deposité un beso suave pero intenso en su mandíbula, de esos que vienen acompañados de un suspiro que te hacen apoyar la mejilla justo donde has regalado el contacto de tus labios, y me quedé completamente quieta, esperando no sabía si un rechazo o un avance.
Sentí que se apartaba ligeramente y que me tomaba las mejillas con las manos, apartándolas de mis caderas, con sus dedos fuertes y ágiles con las uñas cortas y limpias y cuidadas. Susurró obligándome a mirarle.
—¿Es eso un sí?
Le compadecí, parecía incómodo con mi efusividad. Fríos corazones ingleses, que estaban hechos del mismo material que el de los peces.
—Sí —respondí bajito, cohibida y sin querer romper la intimidad del momento. Me encantaba Ashley. Me hechizaba. En momentos como aquél era suya como nunca lo fui de Luis. Desde el momento en que le vi en mi portal supe que aquel hombre haría que mi cuerpo reaccionase como no lo había hecho por nadie.
Y sin moverse se acercó. Se acercó primero con la mirada, cuya intensidad no había visto antes y no supe reconocer: no era deseo pero no era cariño, tampoco. Acercó su boca a la mía sin cerrar los ojos, y mi estómago se encogió y también mis manos en un acto reflejo, manos que presionaron su nuca cerrando sin pretenderlo el poco espacio que nos separaba. Y cerré los ojos y le dejé hacer.
Me besó suavemente en los labios. Muy suavemente. Con la boca entreabierta pero sin usar la lengua. Un hermoso, ligero roce. Fue apenas un intercambio de alientos. No hubo pasión, pero hubo… No sé explicaros qué ocurrió, ya os he dicho que con él todo era nuevo. Después apoyó su frente en la mía y cerró los ojos, los míos ya abiertos, retiró las manos de mis mejillas y su cuerpo del mío. Poco a poco. Y entonces apartó el rostro del todo. Y se marchó sin decir nada.
Y yo me quedé en el descansillo con la cabeza hecha un lío, tocándome los labios sin saber cómo interpretar aquello.
¿Podía un beso, entre dos personas que se deseaban, ser puro?
No lograba quitarme de encima la sensación de que estaba en el instituto. No tenía nada que ver con que los compañeros fueran algo más jóvenes que yo, pues también los había de mi edad e incluso mayores. Únicamente los de los primeros cursos tenían veintiescasos. Era el ambiente, que insisto parecía más de instituto que de facultad, ya fuera porque éramos pocos los matriculados, porque cuando sonaba el timbre recogían como en Salvados por la campana, es decir, como si se acabara el mundo medio segundo después, o porque prefería asociarlo a mis años de instituto cuando aún había estado soltera a los de universidad, cuando ya estaba con Luis.
Luis por cierto me había llamado otras dos veces, así que cuando iba hacia el metro le había enviado un whatsapp diciéndole que no quería hablar con él por teléfono, ni por skype, ni por nada que no fuera cara a cara y en rabiosa realidad, y le pasé la dirección exacta del piso de Holborn por si le fallaba la memoria y le comenté que seguramente bajaría por Navidad, que quizá podríamos hablar entonces si no nos habíamos visto antes y todavía quedaba algo que decir después de tres meses.
Una mujer entendería el mensaje: o venías o para cuando fuera yo ya podías olvidarte de mí. Porque suponía que quería arreglarlo y no preguntarme si sabía dónde estaba su traje de las bodas o alguna chorrada así… Lo mataba, si era eso de veras que volvía a España sólo para cometer un Luisesinato. ¿Habría tratados de extradición cuando el homicidio estaba más que justificado? De todas formas ése era el mensaje que cualquier mujer entendería. Luis, o cualquier otro individuo con pene ya que estábamos, lo leería y sería esto lo que creería leer entre líneas: «Si no te viene bien acercarte a Londres, ¡no te preocupes!, que si eso ya iré yo por Navidades y sea lo que sea lo que hace que me hayas llamado seguro que puede esperar tres meses sin ningún problema, total, ¿qué son tres meses de nada tras una cornada?».
Pensaba en todo esto mientras metía la libreta en mi bolso fucsia de Fendi y salía la última de clase. Me hacía vieja, malditos compañeros nacidos a finales de los ochenta.
¡Lo sabía! Ahí estaba otra vez. El mismo crío con pinta de «paso de todo» con los mismos tatuajes mirándome desde su taquilla, como había estado haciendo las dos semanas que llevábamos de curso. Involuntariamente me erguí y eché los hombros hacia atrás, sacando pecho, poco pecho, lo sé, y él se dio cuenta y sonrió engreído. Pimpollo. Bueno, no era un crío, si había terminado fisioterapia. Tendría al menos veintidós, y vendría de buena familia a tenor de la ropa que vestía, grunge pero cara, ¿¿por qué dicen que les va el rollo informal y luego compran ropa que cuesta mucho más que la ropa que llevo yo??, y tampoco sería un «paso de todo» si estudiaba en aquel centro elitista.
Él estaba en primero —vaaleee, síiii, me había interesado lo suficiente para averiguarlo, pero era mera curiosidad sociológica, saber hasta qué edad por debajo de la mía podía interesar a alguien, eso era todo, nada que ver con los bíceps que se marcaban justo en el dobladillo de las mangas de su camiseta, ni por el culito prieto que los vaqueros… aahhhh, era una salidaaaa—, pero suponía que le irían las maduras. No es que me considerara vieja, pero, por el amor de Dios, tenía diez años más que él, y aun así seguro que podía enseñarme un montón de cosas.
Nunca me habían atraído los grungies ni los malotes ya que estábamos, pero aquel chico con barba mal afeitada que seguro medía con su cuchilla al milímetro y cara de «no le soy fiel ni a mi abuela» tenía un punto que hacía que mis ojos le siguieran, indisciplinados, por más que mi cerebro supiera que era territorio vedado. ¿Veintidós? ¡¡Anda ya!! Ni de cerca me lo montaba con él. Además, no le daría el gusto de hacer otra muesca en su cama con mi nombre, y eso era una cuestión de dignidad femenina. Que mirara si quería, para lo que iba a tocar. Lo hacía por todas las mujeres de este planeta, me dije.
Cerré la taquilla y pasé por su lado ignorándole, asegurándome que le castigaba con mi indiferencia. Pero lo curioso es que él nunca intentaba hablarme, sólo miraba y esperaba, cual ave de presa. Y éste no tenía pinta de carroñero, sino de rapaz.
Como veréis no os he hablado de mi paciente, aunque hacía ya casi tres semanas que iba a tratarla. Mis arcas habían aumentado sustancialmente, al mismo ritmo que mi ánimo decrecía.
Así que os lo contaré en el siguiente capítulo, necesito renovar fuerzas para hablaros de Maria, de sus dolencias, y de lo increíble que puede llegar a ser una persona.