7

En un rincón de la noche

Mi mente era un hervidero y ni os imagináis mis conclusiones sobre quién se creía el nuevo Grey después de estar sentada y quietecita en un vagón durante el trayecto en metro. Tal y como entré en casa fui quitándome la ropa camino de la ducha, dejando un reguero de prendas por el pasillo.

Diez minutos después, sintiéndome pura otra vez, cogí una botella de cabernet sauvignon y a punto estuve de olvidar la copa. «Las señoritas no beben a morro», oí la voz de mi madre martilleándome en la cabeza. Como por capricho me vino a la mente la vieja terraza desde la que miraba las estrellas. ¿Os he hablado de ella? Creo que no: mi padre montaba el telescopio y Charlie, el del DDN, me traía chocolate caliente. ¿Se podría subir? ¿Tendría candado la puerta? Bien valía la pena intentarlo… Me encontré cogiendo la intendencia, una chaqueta y las llaves de casa.

La bombilla estaba fundida y coroné cada peldaño con tiento hasta llegar a la vieja puerta, que para mi sorpresa hallé abierta de par en par. Suspiré al salir a espacio abierto, dejándome extasiar por las vistas: aquella ciudad era como mi mejor amiga, mi lugar para perderme y encontrarme. Había estado ausente demasiado tiempo, maldito Luis y maldita yo por no plantarme.

—Bueno, Londres, tú y yo solas. —Suspiré y alcé mi copa, brindando al aire, dando un trago enorme y llenándola de nuevo.

—¿Estoy invitado o sigues enfadada conmigo?

Gay o no, tenía una voz que hacía que mi útero sintiera los cuartos previos a las doce campanadas en la Puerta del Sol, que siempre me pillaban a contrapié y con esa sensación de emoción y urgencia. Pero interrumpía una conversación privada. Y no quería acostarse conmigo. Y no me gustaba que me cogieran por sorpresa.

—¿Se puede saber qué narices haces aquí?

No me volví, pero le oí ocultar una pequeña carcajada conforme se acercaba a mi lado, dejando un metro de distancia.

—Deberías ser más agradable con el vecindario, señorita —me amonestó. Con insolencia me separé otro buen metro—. Venga, no te hagas la interesante, acércate a mí, dame un poco de vino y preséntate como corresponde. —Le taladré con la mirada, pero o debía estar oscuro o era muy valiente, porque no se amedrentó—. Veengaaa, sé que lo estás deseando.

Algo en su voz, ese toque de engreimiento y fingida inocencia, me convenció. Eso y que quería dejarme convencer. Aquella noche estaba falta de compañía. Si no, ¿qué hacía yo allí arriba y completamente sola, eh? Me acerqué, pero no demasiado, y le tendí la copa, que asió y alejó de mi alcance colocándola sobre una mesilla desvencijada, tomando la botella y bebiendo directamente de ella antes de dejarla en precario sobre la barandilla y mirarme como si acabara de atracar un banco.

—Prescindiremos del saber estar durante un rato, si no te importa. —Me coloqué unos mechones de pelo sobre las orejas, tratando de desoír a mi madre, que me volvía a gritar que las damas nunca bebían sin copa y miré la botella, tentada como ya lo estuviera minutos antes en el comedor de casa. Tentada pero no convencida. Su voz pretendía alejarme más aún de mis convicciones. Canalla—. Total, no se lo podré contar a nadie porque aún no sé tu nombre.

Reí ante su insistencia, ligera, traviesa, para con la bebida y para conmigo. A pesar del susto de la noche y a pesar de mi enfado inicial al encontrarlo, estaba de buen humor. Corregía: él me había puesto de buen humor.

—¿Preparado para un nombre terrible?

—Adelante.

Tendí la mano con una sonrisa, sabiendo que me anotaría un punto.

—Victoria Adams.

Me contempló unos segundos antes de creerme. Hubo un destello de culpabilidad en su rostro previo a la hilaridad, que ganó la partida y provocó una carcajada que volvió a mis hormonas completamente locas. Quizá no estaba tan fría como creía después de la ducha.

Definitivamente el tío me ponía. Médico y gay, quisiera o no creérmelo que no quería, me ponía mucho-mucho. Si me confesara que era hetero y cualquier cosa excepto aspirante a Grey, sería mi perdición. Incluso lo de médico estaba dispuesta a olvidar en aquel momento.

—Creo que te debo una disculpa. —Sus ojos seguían mirándome con deleite, al tiempo que cerró su mano sobre la mía.

—Me debes varias, pero no lo estropearemos con rencores. O no esta noche.

—¿No esta noche? ¿Algo que confesar?

Necesitaba hablar de lo ocurrido. Afortunadamente había pasado ya una hora y una ducha, así que estaba tranquila y no me lanzaría en una loca diatriba. Sería todo calma y sofisticación. Y sería interesante.

—Esta noche ha ocurrido algo terrible. Hemos salido de fiesta al Chinawhite aprovechando el turno de las chicas… por cierto, ¿tú no trabajas?

—El sábado hice guardia, empiezo mañana por la tarde. Pero sigue…

—Pues eso, y allí he conocido a alguien y…

—Déjame adivinar: ese alguien se ha reído de tu nombre. ¿No? Vale, vale, no me mires así. ¿Otra oportunidad? De acuerdo… Algo terrible, ¿no? ¿Dramático? Mmmm. ¡Te han confundido con la otra Victoria Adams!

Su carcajada me hizo reír, no lo pude evitar. Era la primera vez que alguien lograba que me divirtiera con mi propio nombre. Pasado el momento de regocijo, componiendo un mohín de disgusto y recordando que quería parecer calmada, sofisticada e interesante, le dije con aplomo:

—No te burles de mí, Ashley: esta noche casi muero.

Su cara de espanto me dijo que había logrado una de tres: nada de calma, nada de sofisticación, mucho de interés. Su mano fue a mi cuello, me tomó el pulso y después me abrió los párpados y comprobó el estado de mis pupilas. Dichosos médicos.

—No estoy enferma —apartó sus manos de golpe, supongo que por lo seco de mi voz. Tenía que aprender a ser dulce con él, me dije, o nunca le atraparía. Gay, era gay, ¿por qué se me olvidaba cada vez que lo tenía cerca? Nunca le atraparía porque era gay.

—Bueno… —¿estaba poniéndose rojo?, qué encanto, ¿no?— deformación profesional, supongo.

Médicos. Tienen complejo de héroes. Con esa idea me burlé de él.

—En vez de tomarme el pulso podrías haber pensado en el boca a boca.

No fue un intento de flirteo, de verdad, que me estaba riendo de él. Pero me había quedado bien, ¿no? No le gustó mi tono. Él sí supo que no coqueteaba, que me burlaba abiertamente de su intento tardío de rescate.

—Da gracias de que no tenga un enchufe cerca o te hubiera electrocutado a falta de un carro de paradas.

Divertida, cogí la botella y, sintiéndome cómoda, bebí un trago de ella, creyendo que acababa de atracar un banco yo también: con él.

—Hay un enchufe justo allí —señalé la otra esquina de la terraza.

—No me tientes, Victoria Adams. —Mis ganas de poder tentarle. Por suerte eso no lo dije en voz alta—. ¿Y bien? ¿Vas a contarme como casi mueres hoy?

—No me crees, ¿verdad?

—Nop.

—Muy bien. —Hice un silencio teatral antes de responderle—: Casi muero asesinada.

Ahora sí, su cara de preocupación me acarició el alma. Y sus dedos, el cabello con suavidad, colocándome un mechón imaginario.

—¿Estás bien? —me susurró.

—Sí, sí —me aparté apenas. Me había atrapado con su contacto, y o lo rompía o lo cerraba y le besaba. Si sintió mi alejamiento no pareció molestarse. Desde luego que no se molestaba, me recordé. Esa mañana hubiera matado porque me alejara de él. Pero no estropearía el momento, no cuando me miraba así.

—¿Has ido a la policía?

—No, no ha sido como crees. Y tampoco sabría ni cómo empezar a explicarles qué ha ocurrido. No sé… ¿qué les digo?, ¿que podrían haberme hecho pedacitos y haberme tirado al Támesis?

Me abrazó con fuerza, me pegó a su cuerpo durante un tiempo precioso en el que me dio calor y me reconfortó y me sentí importante, imprescindible para él. Nos separamos despacio, me colocó el cuello de la chaqueta y me habló con suavidad.

—¿Sabes algo de él? ¿Una descripción?, ¿su nombre?, ¿lo que sea? Quizá pudiera acompañarte hasta la comisaría más próxima y por el camino ayudarte a hacer memoria.

—¿Memoria? No necesito hacer memoria. —¿De qué hablaba?—. Sé que se llamaba Jamie, o Gary, y si no me quedó claro el nombre fue porque la música estaba muy alta. Y sí, claro que podría describírtelo, me he acostado con él…

—¿¿Cómo??

—Bueno, casi; en realidad todo ha terminado de forma abrupta cuando me ha pegado…

—¿Que te ha pegado? ¿Pero qué…?

—Un azote estúpido en el trasero, pero ha sido humillante. Además —a alguien, a alguien que desde luego no era él, comenzaba a írsele la pinza. Y en el capítulo dos ya quedamos en que disocio, ¿no?—, ¿y si llega a ser sado en serio, eh? ¿Y si me ata a la cama y saca un látigo? ¿Y si aquel trozo de cuero se convierte en un cable de acero y después en mortal cuerda asfixiante? Porque ¿y si en lugar de sado llega a ser un violador, eh? ¿Y si lo que le hubiera gustado hubiera sido hacer daño a las mujeres de verdad y no sólo jugando? ¿Y si hubiera sacado un bisturí y me hubiera cortado pedacitos de piel con él como el loco de El silencio de los corderos para hacerse un abrigo? ¿Y si no hubiera sido sado ni violador sino un maldito asesino en serie?

No quiero crear alarma social, pero pensadlo, chicas: ¿cómo sabe una mujer cuando se larga con un desconocido para una noche de desenfreno que no será brutalmente asesinada? Por si acaso no enseñéis esto a vuestras madres u os castigarán hasta el fin de los días para protegeros.

Oh, oh. Alguien estaba enfadado.

Se pasó la mano por el pelo, y creo que hizo un esfuerzo enorme para no gritarme.

—¿Has subido a tu piso a un desconocido…?

—¡Por supuesto que no! —Me puse digna—. En nuestro piso no entran tíos. Nunca. He ido yo al suyo —aquella confesión no fue inteligente, ¿verdad?

Ahora sí gritó.

—¡¿Te has metido en el piso de un desconocido y has dejado que te quitara la ropa y te metiera mano sin saber nada de él?!

—Se llama ligar, ¿sabes?

O eso tenía yo entendido, vaya.

—¡Se llama ser estúpida!

—¡No me insultes, Ashley!

¿Por qué nos gritábamos, de todos modos?

—¿Y si llega a ser un asesino en serie como el de El silencio de los corderos, Victoria?

Me sentí estúpida. Dos lagrimones me resbalaron desde los ojos y me sentí estúpida y derrotada. Creía que lo había logrado, que al fin había superado eso de ligar y que ahora todo sería sencillo, que todo iría cuesta abajo como se solía decir. Pero no, al parecer lo había hecho todo mal.

—Vic…

Intentó acercarse, pero me aparté.

—No me toques. No te atrevas a llamarme Vic y no te atrevas a tocarme.

Se ofendió. Se ofendió muchísimo. Tanto que dio media vuelta y se dirigió a la puerta de salida. Pero yo estaba sola y me sentía culpable por tratarle mal y por largarme con aquel Gary o Jamie y ponerme en peligro. Sí, tal vez exageraba, pero estaba confundida y asustada. Y necesitaba compañía y explicarme. Y Ashley me servía para las dos cosas. Corrí tras él.

—¡Espera! —Se detuvo en mitad de la escalera y se volvió a mirarme, o eso supuse, pues estaba oscuro. Mejor, si iba a hablar sobre mí prefería no verle la cara; y que él no me la viera, tampoco—. Sólo mi padre me llamaba Vic. Y murió hace muchos años. Mis padres, los dos, murieron en un accidente de coche.

—Lo siento.

—Y no me gusta que me consuelen —le interrumpí. No quería recordar a mis padres ni que me compadecieran.

—¿Que no te gusta que te consuelen? —Ni rastro de compasión, bien por él.

—Bueno, digamos que no sé qué se supone que debo hacer mientras me consuelan, así que lloro y lloro.

Me pareció oír una risita.

—Eso es lo que se supone que debes hacer mientras te consuelan, Victoria: llorar.

—Bien, pues no me gusta. Me da dolor de cabeza.

Esta vez, sin duda, le oí reír.

—Ya.

—¿No vas a subir?

—¿Quieres que suba?

Capullo arrogante.

—No, te he seguido para ver si todavía llegaba a patearte el culo —¿pero no iba a ser dulce con él?

—Y como no has llegado, has decidido ser dulce conmigo.

¡Había sido dulce con él! Bien, dulce no era patética, que era como me sentía.

—Sube, anda.

—Sube, por favor.

—Sube, por favor. Pero nada de reírte de mí y del desconocido de las cincuenta sombras —su risa reverberó por la escalera, y sí también dentro de mí—. Ni de abrazos ni de Vic.

—Con la primera parte de acuerdo si me prometes ir con cuidado la próxima vez.

—Prometido —respondí presta, y comenzó a subir a la terraza.

—¡De lo otro ya hablaremos!

Hice como que no le oía. La idea de los abrazos me atraía y cuando me había llamado Vic algo en mí se había conmovido. Algo que prefería no analizar.

Cogí a modo de escudo la botella de vino que seguía aguardándonos, ajena a nuestra pequeña crisis, sobre la barandilla, y di un trago. Se colocó a mi lado, más cerca que antes, y esperamos a que todo volviera a su sitio, el que fuera que todavía estábamos descubriendo. Sonrió y se me encogió el estómago, así que me volví hacia el este, perdiéndome en las vistas.

¿Ashley, gay? Ya, y yo era una experta en ligar.

—¿No es hermosa? La City. Es mi parte favorita de la ciudad. Las luces de los rascacielos parecen iluminarla cual estrellas de colores.

No sé por qué me puse íntima, pero lo hice. Él también, porque me habló bajito.

—¿Has estado en el Jamie’s BBQ? Tiene unas cristaleras increíbles desde las que se ve la cúpula de la catedral, desafiando con su historia a los modernos edificios del fondo —al parecer no era la única enamorada de aquella ciudad—. ¿No? Quizá algún día te lleve a cenar.

No sabía qué decir, así que por una vez no dije nada y nos imaginé en aquel restaurante, vestidos de gala, de noche y solos. Un escalofrío me recorrió la espinal dorsal.

Me pidió la botella obligándome a volverme y por ende a mirarle; bebió apenas un sorbo y señaló mi ropa, acercando su mano peligrosamente a mi pecho. El sujetador que llevaba no tenía relleno, así que ante su mera cercanía mis pezones reaccionaron marcándose contra la tela, visibles. Miró las pequeñas prominencias medio hipnotizado antes de preguntarme con voz rendida:

—¿Qué dice tu camiseta? La del otro día decía: «Si pretendes metérmela hoy, quizá tenga un orgasmo».

Le miré, ojiplática[11], olvidando su mirada, demasiado sorprendida para aprovechar su momento de debilidad.

—¿Hablas español?

—Leí «orgasmo», palabra que conozco en ocho idiomas, memoricé la frase y fui al traductor de Google. Por si acaso.

Sonreí, confirmando que el día que nos conocimos me había escaneado pero no mirado el pecho. No como hacía un momento. Volví a sentir que se endurecían pero no me importó, no cuando me miraba como si se muriera por bajar la cabeza y lamerlos por encima de mi camiseta.

—Nací princesa, porque zorras sobraban.

—¿No será al revés?

—¿Quieres decir que tengo pinta de degenerada y no de señorita?

—¿Lo eres?

¿En serio era gay? No pensaba ponerme en evidencia, no sin estar segura de que le gustaba lo suficiente como para acostarse conmigo. Pero si jugaba con fuego, terminaría quemándose. Como que me llamaba Victoria Adams que ese tío y yo arderíamos juntos.

—Tal vez sí, tal vez no, tal vez no lo averigües nunca, doctor Greenfield.

—Si fueras una depravada no te habrías asustado con la palmadita de tu amiguito.

—Protesto, habíamos quedado que no hablaríamos de eso —puse voz de niña llorona.

—Se acepta. —Y me devolvió el vino, que me acabé.

Íbamos algo achispados, o yo lo iba, es la única razón que aún hoy encuentro para decir lo que dije y que estropeó un momento estupendo.

—¿Puedo hacerte una pregunta incómoda? ¿Sí? —confirmé a pesar de que lo había visto asentir—: ¿Cómo sabes si un hombre es decente o no lo es? ¿Cómo sabes si irte o no con un desconocido a la cama?

La había metido hasta el fondo. Sus ojos eran hielo ahora. Hielo y fuego, pero del que te hacía sentir en el infierno y no con ganas de más.

—¿Qué me estás preguntando exactamente, Victoria?

Enrojecí. Violentamente. Le preguntaba cómo saber si irte con un tío o no. Y sí, había dicho hombre, así que le preguntaba si era gay o no. Tardé demasiado en responder. En realidad nunca llegué a responder.

—Buenas noches, Vic.

Y se largó de nuevo por la puerta, como hacía menos de diez minutos. Esta vez no le seguí. Por lo que fuera, pero no me sentía culpable por haber preguntado.

Sola sin él, sí. Pero ¿culpable? Iba a ser que no.