… Sorpresas te da la vida
¡¡Ey, ey, ey!! ¡¡Pero todavía no!! ¡¿Qué hacían?! ¡¿Acaso nos íbamos ya?! Yo no estaba preparada para salir de fiesta, de veras que no lo estaba. Entré en pánico, tenía que confesar, pero me moría de vergüenza, no las conocía de nada. ¿Qué hacer? Confesar o no confesar, era mi pequeño dilema, me dije poniéndome shakespeariana. Se volvieron con los abrigos en la mano y me escrutaron, interrogantes.
—¿No vienes?
Humillarse o no humillarse, más bien. Pero si lo iban a descubrir apenas media hora después mejor contárselo yo. Roja, pero roja comunista, atiné a soltar con regia dignidad.
—No sé ligar.
Me miraron y se miraron, y me miraron y después se echaron a reír. Pero mis pupilas debían reflejar terror o sinceridad o las dos cosas que iban intrínsecamente unidas en aquel asunto, así que colgaron las prendas de nuevo en el perchero y regresaron con pose de psicoanalistas, poniéndome todavía más a la defensiva.
—Hablo en serio: no sé ligar. Hace ya tanto tiempo que ni siquiera me acuerdo de cómo funciona.
—Ligar es como montar en bici.
—Entonces dadme una sin sillín y largaos sin mí.
Las carcajadas relajaron la tensión e hicieron que me sintiera mejor, casi brillante incluso. Siempre tendría mi salida rápida para todo.
—En serio, es algo que no se olvida, lo tenemos en los genes. La madre naturaleza fue sabia y nos dotó a nosotras de esa habilidad para que no se extinguiera la especie, porque si de ellos dependiera lo dejarían siempre «para mañana» salvo que nos paseáramos desnudas delante de ellos y no dieran fútbol por la tele. Así que créeme cuando te digo que no tienes nada por lo que agobiarte. En cuanto te pongas a ello te saldrá de una manera natural, ni siquiera pensarás lo que estás haciendo antes de tener a dos o tres buitres merodeándote, con tu precioso pelo negro y tus ojos oscuros y grandes y tus aires de «nunca sonrío». Les volverás locos. Todas sabemos ligar, ya lo verás. —Sentenció Monique.
Claro, como ella era francesa… Seguro que ahora mismo también Alberta sentía cierta animadversión hacia la gabacha y la sensualidad que emanaba sólo con hablar o mover las manos. Guarrindongas, todas las francesas sin excepción.
De todas formas vosotras sabéis que mi problema iba más allá del cortejo. A vosotras os tengo más confianza y ya os he dicho que nunca me había acostado con otro que no fuera Luis. Y aunque a ellas fuera a decírselo ahora, la verdad que no confesaría era que en realidad lo que me daba un palo tremendo era desnudarme delante de un tío. ¿Y si no le gustaba? A ver, usaba una talla treinta y ocho y medía uno setenta y tres. Y salía a correr. Pero el deporte no evitaba que mi culo estuviera lleno de estrías, o que mis tetas fueran pequeñas, o que tuviera un poco de barriguita porque no hacía abdominales. ¿Y si empezábamos y a la que me quedaba desnuda me decía «gracias pero paso, vuélvete a vestir»? Nunca había oído que ocurriera algo así, pero claro: ¿acaso alguien contaría que le había pasado? ¿Eh?
De todas formas mejor soltaba lo que faltaba por soltar y que sí estaba dispuesta a reconocer y terminábamos con aquello cuanto antes. O al menos con mi parte del guion.
—Sólo he estado con mi ex… lo hicimos por primera vez en mi tercer año de la universidad. —Vi la curiosidad, la incredulidad, el entendimiento, vi más de lo que quería ver y no estaba preparada para ver, así que atajé—. No, por favor, no me digáis nada sobre si con veinte-y-los que sean fue muy tarde, o si es que esperaba el amor verdadero porque voy de princesa en busca de su príncipe, ni hagáis chistecitos al respecto. En serio, esta noche no lo aguantaría. Sólo dadme un curso rápido de cómo se liga y marchémonos. Y que Dios me pille confesada, que mañana salga el sol por donde quiera y todo eso.
—Que salga el sol por donde quiera en una ventana ajena y que Dios te pille con muchos pecados que confesar de camino a casa. —Me guiñó el ojo Alberta.
Lo de la ventana ajena era importante: en nuestro piso no entraban tíos. Ni ligues ni ningún amigo, primo o lo que fuera. Y me lo habían dejado clarito antes de empezar a ver el culebrón; antes incluso de informarme de cuál era el estante de la nevera que me pertenecía. Aquel lugar era nuestro templo y era inviolable por nadie que tuviera pene. Me lo habían hecho jurar con una mano en el pecho y la otra sobre el kamasutra que había en el comedor, en una especie de pacto de sangre pero sin pincharnos con un alfiler en plan peliculero.
Cuando entendieron la enormidad de mi vergüenza[7] se cruzaron una mirada cómplice que no me incluía y que no me gustó ni un pelo y Alberta comenzó a hablar haciéndose la interesante. Pero, en honor a la verdad, yo estaba muy interesada.
—Tienes que partir de la base de que los tíos en una discoteca se vuelven del tipo encefalograma plano aunque de día sean físicos cuánticos, y que tienes que ser muy directa con ellos. No pretendas complicarlo siendo sofisticada o jugando a un juego cuyas reglas desconocen y no están interesados en aprender. ¿No te gusta? No le hagas perder el tiempo, y sobre todo evita tener a un pesado a tu alrededor, pues otros pueden pensar que está contigo y no acercarse cuando…
—Dadme un segundo —me levanté y fui corriendo hacia la cocina.
—Pero ¿se puede saber adónde vas?
Asomé la cabeza por el marco de la puerta.
—Voy a por vino. No estoy lo bastante borracha para tener esta conversación y no queda mojito. ¿Queréis?
—¡¡Hay chardonnay en la nevera!!
Ya os adelanto que durante una hora más cayó el vino blanco y muchas dudas e inseguridades, y concluimos que los hombres sólo buscaban una cosa de las mujeres. ¡Como si aquella noche nosotras buscáramos algo distinto!
Alberta me pasó la botella mientras hablaba y yo acerqué mi copa.
—Venga ya, Victoria Adams, no seas posh[8] y bebe a morro.
La taladré con la mirada, pero me negué a imitarlas.
—No soy pija —pasé de la bromita del nombre; Dios, ella se llamaba Alberta Funks y se reía de mí, vaya humor se gastaba— es que prefiero la copa, eso es todo. Y no os hagáis las rezagadas, que no me habéis contestado todavía: si los idiotas son ellos, ¿por qué somos nosotras las que terminamos llorando como bobas?
Hubo un momento de silencio antes de que Monique respondiera con despecho.
—Creo que nos damos más que ellos, que buscamos darles aquello que necesitan y, optimistas, esperamos recibir lo mismo a cambio; y nos decepcionamos cuando descubrimos que ellos son tan egoístas que no saben ni pretenden saber de nuestras necesidades.
—Y yo creo que es una conversación demasiado seria para la noche que nos espera. —Alberta pretendía hacer un cortafuegos, pero yo olía una buena historia en Monique, como decían los periodistas; se diría que ahora era yo la psicoanalista—. Así que mejor lo dejamos.
—Una última pregunta. ¿En la cama también es igual? ¿Nos damos y no recibimos? Porque a mí…
Hubiera podido caer muerta con sus miradas. Os juro que me asusté y todo. ¡Ni que hubiera blasfemado! Y eso que lo que iba a decir es que yo quería fiesta sobre el colchón, o no jugaba. «Una noche Luis me proporcionó cinco orgasmos» quise gritar para defenderme de sus veladas acusaciones.
—Estás con un tío para pasar un buen rato, así que garantízate tu buen rato, que él se asegurará el suyo. ¿Tienes condones?
—No —dije como si el profesor me hubiera preguntado si había hecho los deberes y se me hubieran olvidado. Porque los del súper, estriados y de sabores, estaban ocultos en el fondo de un cajón del armario y ahí se iban a quedar. No los sacaría ni muerta. Ésos eran para otro tipo de mujeres… yo era, o eso se suponía, una señorita. No hacía falta que mis compañeras de piso supieran qué condones había comprado o cómo me las gastaba en la cama.
Me dieron un par, me aleccionaron sobre enfermedades venéreas —si en el instituto te lo resumieran como me lo resumieron a mí en aquel momento se ahorrarían tiempo, dinero y contagios— y nos largamos.
Ahora sí, allá íbamos.
Como bautismo de fuego en mi ciudad paterna me llevaron al Chinawhite[9], en pleno corazón de Londres y a menos de media hora caminando desde nuestro edificio. Veinte libras entrar y ni os cuento el precio de un cubata.
Mirad, si os he confesado que sólo he estado con Luis, o que suelto un montón de palabrotas o las pienso al menos, o que no sé ligar, no me tomaréis por mentirosa si os digo que bailo de miedo. En serio, me ofrecieron ser gogó un montón de veces. Pero, claro, las señoritas no son gogós. Y mi padre no lo hubiera aprobado, y en la probidad de mi padre confiaba ciegamente.
No es que la música electrónica fuera lo mío, o el nuevo dark electro pop, blablá-folk, o lo que fuera que significara la cultura de la ciudad de un modo u otro y metieran en el Metrowaves[10] para ser reconvertido a made in Chinawhite. Pero allí estaba, botellín en mano, bailando como hacía años, medio pedo o pedo entera, con mis nuevas mejores amigas, rodeadas de «gente guapa».
Y bailando, tomando cervezas, dejándome embotar un poco más por el alcohol, pensé que aquello de ligar realmente era como montar en bici, que nunca se olvidaba. Y así se explicaba que un par de horas después estuviera en la cama de Gary, ¿o era Jamie?, besándonos como adolescentes mientras nos arrancábamos la ropa. Mi ligue —¡¡mi primer ligue después de más de catorce años!!— no dijo nada de lo sexy que estaba con sandalias cuando me las quité. En mis sueños eróticos, esos que una señorita nunca tiene, siempre me pedían que me dejara puestos los zapatos, cualquiera de los de mi colección de zapatos, sandalias o botas, pero no me importó. Estaba demasiado eufórica para pensar.
—Estás buenísima, te voy a partir en dos con mi polla.
Dejé de besarle por un momento, alucinada. ¿Me habría dicho lo que había entendido? A ver, en casa no habíamos hablado nunca precisamente ese inglés, pero eso no significaba que no conociera ese inglés. Sólo tenías que ver un par de capítulos de Misfits para aprender esto, eso, aquello… hasta el infinito y más allá.
—¿Lo llevas bien, nena? —Me miró mientras me quitaba la camisa y me bajaba los tirantes del sujetador, jugueteando con la lengua por el borde de las copas.
¿Que si lo llevaba bien, nena? La cosa empeoraba. Iba a contestar cuando me agarró de la cintura, me volvió a encajar contra su pelvis y me pellizcó los pezones. ¿Os he dicho cuánto me pone que me los pellizquen? Olvidada cualquier reserva me puse al tema. ¿Polla? ¿Nena? Sería así entre desconocidos, supuse, o a lo mejor al tío le ponía, o qué sabía yo. ¡Para lo que me importaba! Estaba allí con un único objetivo: un buen orgasmo con un hombre que se muriera por arrancarme la ropa. —Luis estaba sexualmente hastiado desde hacía años para un aquí te pillo aquí te mato—. Que dijera lo que quisiera mientras no se estuviera quieto.
Me lanzó en la cama y se abalanzó sobre mí. El toque algo brusco me estaba gustando, así que le mordí el cuello juguetona y le arañé la espalda. Cuando me cogió las muñecas con una mano enorme con unos dedos a juego que me moría porque se introdujeran en mí decidí dejarme hacer. Lo bueno del rollito de una noche era que tampoco tenías que estar tanto por él, ¿no? Si me consideraba egoísta, ¡que no volviera a llamar!
O tal vez no fuera el rollito de una noche. Gary, o Jamie, estaba bueno. Y habíamos hablado camino del piso, en el metro, sobre cine y teatro, así que a lo mejor… Ey, ey, ey. ¿Acaso estaba yo intentado justificar un polvo? ¿Acaso tenía yo que disfrazar el sexo de algo más con treinta y tres años? ¿Acaso era yo, sencillamente, tonta de remate? ¡Pero si ni siquiera sabía su nombre, por favor!
Sentí como me soltaba, como su cabeza bajaba por el ombligo y me abría las piernas, colocando su boca entre ellas por encima del tejido sedoso que me cubría. Quizá hubiera notado que estaba algo descentrada. Luis solía…
Pensar en lo que Luis solía hacerme me sacó totalmente de escena. Gary, o Jamie, allí estaba, tras quitarme toda la ropa, lamiendo, chupando, frotando con los dedos también, y mientras cada vez él parecía ponerse más a tenor de los ruidos que iba haciendo y que más que gemidos eran bufidos de elefante africano malherido ¿¿por qué africano y no indio??, pues no lo sé, yo hacía como que estaba interesada moviendo diligentemente las caderas y suspirando de vez en cuando, pero pensaba sin querer en Luis, y que en los buenos tiempos éramos la bomba en la cama, en cuánto nos gustaba ponernos delante del espejo…
No, si aún tendría que simular un orgasmo en mi primera segunda vez, o segunda primera vez, o lo que fuera, que me estaba haciendo un lío además de enfriarme.
El guaperas de cuyo nombre no me acordaba pero que estaba un rato bien me dio la vuelta, colocándome contra la cama, y levantándome desde la cintura. No sé cuántos tratados feministas podrán decir que aquélla es una postura sumisa, pero a mí lo de las cuatro patas, el perrito o como lo llame el kamasutra me gusta mucho, mucho, así que me volví a centrar en el tema. Supe que si me acariciaba mientras él hacía lo suyo todavía llegaría con él. Disfrutaría, vaya que sí.
Plas.
No me lo esperaba. Os juro que no me lo esperaba. Sólo la sentí al llegar, y me quedé helada mientras la piel me escocía. Gary, Jamie, o como su puñetera madre le pusiera al nacer —y no le añadía profesión por respeto a la señora—, me acababa de pegar en el culo como a una niña pequeña. Y no era un toque juguetón, si que te den un guantazo tiene algo de divertido. Nop. Escocía de verdad.
Acto seguido noté como intentaba introducirse en mí. ¿En serio pretendía metérmela después de meterme una leche? Iba a ser que no. Y de nuevo no pensé, en serio que no. Sólo reaccioné.
Plas.
Esta vez fui yo quien golpeó a mano abierta sobre su mejilla. Fue un movimiento rápido, ahora que lo pienso. En un momento estaba de espaldas, rollito sumisa —¡y tan sumisa, como que recibí un azote!—, deseando correrme, y al siguiente estaba arrodillada frente a él devolviéndole el golpe en acto reflejo.
Me niego a hacer una disertación sobre violencia de parejas, violencia en el sexo o violencia en general; no es el momento, y fue algo anecdótico. Sólo diré que era la primera y hasta hoy la última vez que he pegado a nadie.
—Pero ¿qué haces, tía?
Tía. Ya no era nena. Había pasado a ser tía.
—¿Qué narices haces tú? Te informo de que me has pegado, cretino. No sé cuál es tu rollo, pero a mí no me pegaron mis padres y no me va a pegar un degenerado al que acabo de encontrarme en la calle. —Su mirada me decía que no entendía nada. Y tanto que no: idioma equivocado. Suspiré resignada, perdida toda fuerza con el español—. Me has pegado.
—Me pareció que te habías quedado fría.
—Me había quedado fría. —Fue una falta de delicadeza por mi parte, pero él me había pegado en el trasero, así que pasando de la diplomacia. Había empezado él dejando de ser políticamente correcto.
—Creí que a lo mejor te iba un poquito el sado, que te volvía a poner a tono.
Le miré. Le miré largamente. ¿¿Y por qué no has pensado en ponerme cachonda de nuevo?? ¿¿O en que estabas haciendo algo mal y volver a lo que sí me ponía caliente?? ¿¿O en preguntarme qué me apetecía?? Supe la respuesta. Sencillamente vino a mí como por obra del Espíritu Santo, que segurito que no está para estas ocasiones.
—¿Tú has leído las cincuenta malditas sombras, no?
Su sonrojo me valió una respuesta y una carcajada convulsiva. Me vestí mientras él se metía en la ducha. Le oí insultarme entre dientes mientras me marchaba de la habitación.
Ya no era nena. Ni siquiera era tía. Ahora era zorra.
Niñato.