La vida te da sorpresas…
Después de lo del vecino no hubo forma de dormir y me entretuve vaciando cajas y más cajas mientras imaginaba nuestro próximo encuentro, palabra a palabra. Para cuando me di cuenta todo estaba en su sitio y eran las tres de la madrugada. Así que aquella mañana me había despertado después de lo habitual y con el estómago rugiendo. Me duché, me calcé unos tenis, unos vaqueros y una de mis camisetas —cotillas: «Si un hombre te dice que necesita espacio, déjalo fuera»—, y bajé a desayunar al DDN, preguntándome si aquella cafetería habría cambiado de dueño desde la última vez que estuve, hacía ya mucho tiempo. Charlie me había invitado a tazones de chocolate enormes desde que fui capaz de acercarme a la barra y pedirlos yo sola. Pero quizá se hubiera jubilado ya. Tenía recuerdos fantásticos con él…
Ya saciada miré el reloj: las once. Una hora tonta. Mis compañeras habían ido de noche, ¿estarían despiertas? Definitivamente una hora tonta. Mejor me iba a una tienda de delicatessen cercana y hacía tiempo llenando mi parte de la nevera.
En la puerta me sonrió un asiático, indio diría yo si tuviera que apostar, aunque las señoritas nunca apostaban, de unos sesenta años, con cara de buena persona y tan sólo media dentadura. Le devolví la sonrisa, tomé un carrito y me dejé imbuir por sus olores: cardamomo, curry, clavo, cayena, paprika… la especias me atraían cual flautista de Hamelín a las ratitas presumidas, así que llené varios botecitos de plástico. Deambulé errante por otros pasillos: aceite de oliva, arroz basmati, pasta integral, algas wakane y kombú y algunas conservas y confituras iban aumentando mi compra. Síii, y vino, que todo lo queréis saber. Cuando llegué a la fruta me maravillé por su colorido y calibre. Parecía de buena calidad y tenía un precio razonable. ¡¡Y todavía no había visto los fiambres y quesos!! ¿Os he dicho cuánto me gusta comer? ¿O creíais que corro a diario por amor al arte, y no para mantenerme en mi peso?
Estaba eligiendo unos melocotones cuando le vi. Aunque más que verlo en realidad lo presentí: sólo él podía hacer que el estómago se me encogiera de anhelo y las manos me cosquillearan de impaciencia. Afortunadamente esta vez tenía ventaja: él no me había visto. Podía planear la conversación antes de saludarle, en lugar de improvisar y limitarme a pronunciar monosílabos y quedar como una idiota mientras él llevaba la conversación por donde le venía en gana y esta que lo es le suplicaba sin palabras que se metiera dentro de mis bragas.
«¡Qué casualidad!», típico. «¿Tú por aquí?», estúpido. «¿Qué tal te va?», soso. «¿Has visto el puesto de la fruta?», de marujona. Pero ¿qué había planeado yo anoche mientras desempacaba? Pasando, podría quedarme plantada allí tres horas si quería y no encontraría nada inteligente que decir, suponiendo que cuando estuviera frente a su cuerpazo y atrapada por aquella mirada verde fuera capaz de acordarme de lo ensayado. Así que me mentalicé en no caer rendida a sus pies y rogarle que cogiera el bote de miel que había comprado, me untara con él y me pasara después la lengua, y me dirigí deprisa hacia el pasillo en el que le había visto desaparecer. Iba a girar cuando la rueda izquierda de atrás se bloqueó —todos los carros tiene una rueda rota, ¿os habéis fijado?— y forcé la curva cual Fernando Alonso por encima de los pianos; pero entonces apareció otro carro por aquel lado precisamente y el choque fue inevitable. El ruido de un armazón metálico contra el otro fue considerable. Miré el contenido de mi carrito, asegurándome de que los botecitos no se hubieran abierto, y alcé la vista para encontrarme con unos ojos verdes extraordinarios, a falta de una palabra mejor para describirlos. Una pequeña carcajada brotó de mi garganta, contenta con la absurda situación, mientras mi corazón martilleaba con fuerza en el pecho, feliz con el encuentro.
—Supongo que entiendes, Ashley Greenfield, que circulabas por mi carril, y asumirás por tanto los daños de mi compra. Tienes el seguro de tu carrito en regla ¿no?
—¿Sabes que si llamara a la policía —su voz cómplice supuso que las mariposas de mi estómago hicieran acrobacias aéreas— seguramente cargarías tú con las culpas? Los europeos no sabéis conducir por Inglaterra, señorita desconocida.
—Obviando mi nombre, digamos que a: vosotros también sois europeos; y b: yo también soy inglesa. Así que si llamas a la policía tendrás que dar muchas explicaciones. Aunque quizá podríamos llegar a un acuerdo amistoso.
Eyyy, ¿habéis visto eso? Al parecer cuando no pretendía impresionarle y era yo misma la cosa fluía. Con la idea de «dejarlo fluir» me acerqué a él, pero cuando estuve frente a su pecho y sentí su calor me olvidé de lo que iba a hacer o decir y sencillamente me quedé callada. También él se mantuvo en silencio. Sin atreverme a mirarle, temiendo romper el embrujo que parecía envolvernos, quise acercarme y cogerle de la mano, pero cuando la estiré sentí que temblaba ante la idea de un contacto, de un roce piel con piel, y él también lo vio. Bajé el brazo, abandonada cualquier idea de tocarle, sintiéndome ridícula. Me tomó de los dedos, los entrelazó con los suyos y acercó mi palma a su pecho; su corazón palpitaba veloz. Alcé la vista y lo que vi me dejó sin aliento: deseo. Uno tan intenso como el que me corroía a mí.
Y entonces no sé qué ocurrió.
Supongo que intenté acercarme, no lo sé, aquello escapaba a mi experiencia o a cualquier cosa que hubiera sentido antes. Pero debió ser algo así porque dio un paso atrás con brusquedad, alejándose de mí y rompiendo cualquier contacto. Si no hubiera sentido cómo se le aceleraban los latidos con mi cercanía, si no hubiera oído cómo por un momento le fallaba la respiración y se tensaba, si no hubiera sentido su exaltación, habría dicho que le había molestado mi tacto. Pero estaba segura de que no había sido así, estaba convencida —y no soy creída— de que había sentido tanta expectación, tanto… tanto lo que fuera como yo.
Su cambio de actitud me hizo sentir insegura; me hizo sentir poca cosa, y estúpida, y débil de carácter. Y una furia estalló dentro de mí. Pero, claro, enfadarme conmigo por sentirme inferior era más difícil que culparle a él, ¿no os parece? Así que focalicé en Ashley mi frustración.
Pero ¿qué narices le pasaba a este tío? ¿Es que tenía un interruptor de ahora me pones-ahora me das yuyu? ¿O acaso creía que tras un inocente roce de manos le pediría matrimonio? Aquello me hizo arder de vergüenza, de indignación.
Me crucé de brazos y arqueé una ceja con insolencia, esperando una explicación a su retirada después del descarado coqueteo de la noche anterior y del buen recibimiento de la broma de los carritos. El juego de la seducción no sería mi fuerte, eso lo sabía, pero ¿ser insolente, provocadora y quedarme con la última palabra? ¡Ja!, eso se me daba de miedo, y alguien estaba a punto de sufrir mi mejor arma. Ante su silencio volví a estirar la mano, sabedora de otro rechazo pero queriendo confirmar que efectivamente se apartaría, y no me equivoqué: dio un paso atrás, pegándose al estante de los patés. Si quería aumentar mi interés había que concederle el éxito: me estaba matando.
—Quizá después de todo sí debieras llamar a la policía —mi tono, bajo, sonó rudo— y denunciarme por acoso sexual.
Cogí mi compra y volví a dar la vuelta sin saber dónde ir, tratando de mantener la dignidad. Escocía, su rechazo escocía y contrariaba. Vi que se quedaba allí, contra los estantes, pasándose la mano por el pelo.
Desaparecí por el pasillo de higiene íntima. Vi un aceite de jojoba para el pelo e intenté cogerlo pero estaba en el último estante y, cómo no, no alcanzaba. No sé para qué se molestan en poner cosas en el último estante, a fin de cuentas nadie las coge porque no llegan.
—Permíteme.
Me volví para recibir la botellita de una mano que la asía desde el tapón verde y que procuró en todo momento no ser rozada. Lo cogí de un tirón y respondí malhumorada:
—Gracias.
Y seguí sin mirarle siquiera. O lo intenté. Me detuvo cogiéndome del hombro. Al parecer él podía tocarme pero yo a él no. Pues ese jueguecito no me gustaba. No me gustaba nada de nada.
—No te enfades.
—No estoy enfadada —mentí manteniéndome en mis trece de no girarme, interesada de pronto en los ingredientes de un champú de coco. Imbécil arrogante… Además, no tenía motivos para estar enfadada.
—No te he dado motivos para que lo estés.
Eso ya lo sabía yo.
—Eso ya lo sé —repliqué, enfurruñada.
—Entonces por qué no dejas —intentó quitarme lo que llevaba en las manos— de ignorarme.
Bote al carro y ya lo dejaría en la caja cuando fuera a pagar. A mí no me decía nadie qué coger y qué no, y menos él. Además necesitaba tener las manos ocupadas o era capaz de estrangularle. ¿Que yo le ignoraba? ¿Yo?
—¿Que yo te ignoro? ¿Yo? Eres tú quien se ha apartado de mí como si tuviera la peste. ¿Acaso creías que te iba… que te iba…?
No podía decir que si creía que le iba a pedir matrimonio. No podía y punto. Sentía arder la cara, orejas incluidas. Si lo decía tendría que golpearle después para provocarle amnesia, y nunca en toda mi vida había pegado a nadie.
Volvió a pasarse la mano por el pelo. Quién pudiera ser esa mano. Mataría por poder acariciarle el pelo, lo tenía fuerte, denso, grueso y voluminoso, y ahora que le daba la luz tenía reflejos castaño oscuro. No era todo negro. Incluso su pelo era sexy, maldito fuera. No quería que me gustara aquel tío, pero al parecer mi cuerpo tenía ideas propias.
—Lo lamento, estoy algo malhumorado.
—Ya; a: por cómo me estás mirando es obvio que en realidad no lamentas nada; b: la excusa del malhumor sólo sirve para cuando a nosotras nos baja la regla. Y dame las gracias de que te ahorre la c.
Y volví a los estantes a coger lo que fuera, toda digna. Al menos el enfado había hecho regresar a mi ingenio, que falta me hacía.
—Ilústrame con la c, por favor —ahora él parecía enfadado. Bien, pues tampoco él tenía razones. Así que estábamos empatados.
—De acuerdo, c: nadie diría que anoche te encontrabas malhumorado, dado que fuiste tú quien estuvo tonteando…
—¿Tonteando, yo?
—Sí, tonteando, tú. Y mira por dónde ahora te añado una d. D: no puedes insinuarte descaradamente ayer y esperar hoy que no lo haga yo. Creo en la igualdad de oportunidades, ¿sabes?
Sonrió, no quería, pero sonrió. Y eso me relajó un poco, me volvió a hacer sentir bien conmigo misma. Era graciosa. Lo soy: la leche en bote.
—¿Ayer? —Pareció sulfurarse de pronto—. Ayer sólo te di la bienvenida. Me temo que confundiste las señales y quisiste ver más de lo que había: amabilidad.
Y una mierda. Y una mierda pinchada en un palo. Palabrotas, ya veis, así que medid vosotras cuánto me molestó su flagrante mentira. ¿Acaso me había tomado por tonta, o qué? De veras que no sabía con quién hablaba, ¿o esperaba que le dijera que lo sentía, me pusiera como un tomate y me callara todo lo que pensaba?, ¿pero no le había dicho ya que yo era española? ¿Es-pa-ño-la? Y abrumada por su sexualidad sería tímida, pero sobrepasada por su estupidez no.
—¿Quieres decir que imaginé que me guiñabas el ojo? ¿Que me rozabas la mano con la lengua primero y con el pulgar después a modo de caricia? ¿Que no te acercaste a mí más de lo que la buena educación considera suficiente? ¿Que no dijiste que leerías el buzón para saber mi nombre? ¿Que no prometiste que soñarías conmigo? ¿Que no preguntaste si estaba soltera o casada? ¿Y que no me gritaste desde tu piso que nos volveríamos a ver pronto pensando «desde luego que lo haremos y será épico»? Y te diré algo más, Ashley Greenfield: me importa bien poco que ahora te hagas el estrecho. Te gustó que te tocara, como te ha gustado hace un momento que sintiera latirte el corazón por encima de la camisa. Estaré desentrenada, pero no soy tonta.
Su mirada reflejaba estupefacción mientras le aniquilaba a cada palabra, él sin habla, imaginé que poco acostumbrado a que le hablaran sin ambages sobre un flirteo.
Anoche había tenido sueños muy calientes con él, y me refiero a sueños calientes antes de quedarme dormida, sueños que no iba a cargarse por ponerse británico. Quería al bombón que coqueteó conmigo descaradamente la tarde anterior y no al «no-sé-qué-me-estás-contando» que tenía delante ahora. Pero al parecer no estaba de suerte. Aunque confesaré que ese aire decoroso y distante que tienen los ingleses me pone; me hace preguntarme siempre si en la cama serán igual o serán todo lo contrario: pervertidos y degenerados, y me descarriarán a mí también. E imaginarnos desnudos en la misma cama, convencida como estaba de que éste era de los depravados, hizo que mi pulso se acelerara.
Al ver que seguía sin decir nada me acerqué a él con la sonrisa fogosa que mi imaginación había provocado. Dio un paso atrás y yo uno adelante envalentonada, y él uno más atrás hasta que quedó pegado a las estanterías y yo a apenas dos centímetros de su cuerpo. Ambos sentíamos el calor del otro y nos medíamos en silencio, y vi algo en él que me dijo que comenzaba a dudar. Al fin, al fin, parecía rendirse. ¡Ya era mío!, ¿no?
Le miré fijamente y cuando su mirada se posó en la mía ya no pudo bajarla, tan enganchados estábamos. Podía desplomarse el techo, nosotros estábamos en otro mundo, en uno donde sólo cabíamos él y yo.
—Victoria —por su voz contenida se filtraba una ligera advertencia que desde luego ignoré. Pero no se movió. Tenía el cuerpo tenso, expectante, y las aletas de la nariz abriéndose intentando coger aire a un ritmo acelerado. Esperaba que fuera el aire que yo le robaba, pues él parecía robarme la cordura.
Cogí un paquete cuadrado de no sé ni qué situado justo al lado de su cabeza, rozando con la palma su pelo y su oreja al pasar. Oí su gemido susurrado.
—Ashley —respondí de vuelta sin dejar de mirarle, metiendo lo que fuera en el carro y devolviendo la mano al estante. Ya miraría después qué era y se lo dejaría a la cajera junto con el champú de coco. Ahora sólo tenía ojos para él.
¡Pero se me escapó! Literalmente. No sé cómo un tipo de uno ochenta y cinco se me pudo escurrir así teniéndolo cautivo, pero al parecer era ágil. ¿Qué leches le pasaba? Nunca pensé que los tíos irían de castos. Había que fastidiarse.
—Así que vives en el sexto, con la enfermera Delorme y la enfermera Funks, ¿no?
Oh, Dios mío. Por favor, no. ¿Sería el novio de alguna de ellas? Se me hizo un nudo en el estómago y sentí una bofetada de celos que fue más efectiva que un jarro de agua fría. El muy desgraciado me había hecho creer que le gustaba cuando en realidad salía con otra. Hijo de… ¿O estaba imaginando cosas que no eran y todo aquello no tenía ningún sentido? A lo peor en realidad no le gustaba. A fin de cuentas qué sabía yo, si pensaba que Luis estaba loco por mí y me había puesto los cuernos y si no lo veo, me lo cuentan y no me lo creo. Y ese pensamiento me puso triste, tanto que me así a la barra de mi carrito dispuesta a marcharme sin ponerme más en ridículo. Ashley y yo habíamos terminado irrevocablemente. Me buscaría otro que estuviera igual de bueno, ¡o más todavía!, y que estuviera interesado en mí dos minutos seguidos. Y que no tuviera novia, además.
—Parece que hoy no encontraré lo que busco, o no aquí. —Me resigné encogiéndome de hombros, intentando hacerme la indiferente—. En fin, otra vez será.
Sin mirar atrás desaparecí por otro pasillo, volando hacia la caja para pagar y largarme, sin estar segura de si quería que me alcanzara o no. No lo hizo.
¿Tendrían los tíos la regla?
Ah, y con las prisas me llevé el champú de coco y el otro paquete, a saber, condones estriados de sabores. No, por favor, no os riais, que le puede pasar a cualquiera.
Decidí que iba a odiar a la que fuera que se lo estaba montando con mi Ashley y que les dieran si en mi piso se liaba aquel día la tercera guerra mundial.
Pero aquél era un sitio de chicas y yo una señorita, y mi reluctancia inicial desapareció en cuanto empezamos a enseñarnos los armarios. Para cuando descubrimos que todas seguíamos la misma serie, Vengeance, y que a las tres nos perdía su actor, el guapo guapísimo Anthony Richardson, ya éramos íntimas.
En el comedor de mi nueva casa, con la inestimable ayuda de un bol a rebosar de mojito casero, celebrábamos mis sandalias de Julian Hakes negras brillantes por fuera y verdes lima por dentro, sus célebres Mojitos[6], y nos preparábamos para salir.
Indagué sobre sus vidas, de todas formas, para asegurarme de que Ashley era intocable. Hasta donde había entendido Alberta tenía pareja, un enfermero, desde hacía algo más de un año: una especie de relación abierta en la que cada uno podía hacer lo que quisiera cuando quisiera, pero que según me dijo Monique cuando la otra fue al baño se habían sido fieles desde el principio aunque se hacían los duros frente al otro por no reconocer lo que sentían; y Monique, según me dijo la alemana cuando ésta fue a por más alcohol, llevaba bastante tiempo en una relación algo viciada con un tal Eric al que nadie había visto nunca y que no tenía mucho tiempo para ella, pero no sabía decirme si estaba casado, si era un adicto al trabajo, o si se lo hacía creer para tenerla bien pillada. Yo apenas conté nada de lo mío con Luis, sin dar su nombre ni detalles dolorosos. No me sentía preparada para hablar de ello todavía. Finalmente, después de cuatro o cinco copas, me atreví a preguntar, como quien no quiere la cosa, por el vecino del quinto.
Y en qué mala hora lo hice.
—¿Gay? ¿Ashley Greenfield, gay? —Las dos cabezas asintieron medio sonrientes, medio comprensivas—. ¿En serio? ¿Estáis seguras? ¿Gay de verdad de la buena? ¿Ni siquiera bisexual? Me cuesta creerlo, la verdad.
—Es terminantemente gay. Sólo puedes no darte cuenta si quieres ver otra cosa —decidí que Alberta era una mala persona con la misma sensibilidad que Angela Merkel; y que debía llevar seis meses haciendo la dieta de la alcachofa, si no de qué esa mala leche—, pero consuélate, es médico: lleva bata.
Era jefe de Rehabilitación en el St. Susan, donde trabajaban ellas. Había llegado hacía dos años desde el St. Benedict y ya entonces todo el mundo sabía que no le gustaban las mujeres.
Que fuera un «batablanca»… creo firmemente que en la facultad de medicina tienen una asignatura llamada «Ego Astronómico» de unos mil créditos, y cada alumno la aprueba sin esfuerzo y con matrícula de honor. Pero ser médico era un obstáculo salvable. Eran cosas que pasaban. Hubiera sido mejor que fuera bombero… mmmm, manguera, casco, fuegooooo… pero médico no era el fin del mundo. En lugar de doctor tu chico podía ser un quejica malnacido que vivía de tu sueldo y encima te ponía los cuernos con la monitora de running, y siempre era peor que ser un maldito matasanos. No mucho peor, pero sí más doloroso.
Pero ¿gay? Eso era una faena… Ey, reconoced que la ocasión merecía un taco al menos. Que fuera gay era más que eso: era una cabronada. Así, sin paliativos, sin paños calientes.
¿Cómo podía ser homosexual y ponerse conmigo? Porque conmigo se había puesto, ¿nooooo? Tal vez… tal vez… ¡¡Pasando!! Iba pedo para teorizar nada. Si eso ya lo dilucidaría por la mañana, con resaca. Pero había algo que tenía claro: Ashley era más hetero que todo el vestuario del Real Madrid junto.
—Te garantizo que hay tíos a patadas como Ashley en Londres. Se te pasará.
No, no como mi Ashley, me dejé llevar por el drama… y por el alcohol. No encontraría otro que me pusiera así de caliente tan rápido, que hiciera que mi… que no, que no os cuento lo que ocurría dentro de mis braguitas. Nunca me había pasado con nadie y nunca me pasaría de nuevo. Me iba a quedar para siempre sola en aquel piso, criando gatos, sería vieja y estaría rodeada de gatas preñadas que…
Tosí cuando Monique empinó mi vaso sin ninguna delicadeza, obligándome a beber un trago enorme que casi me ahoga.
—Tenías cara de necesitar emborracharte. —Se medio disculpó con una sonrisa pícara. La muy… bueno, sabía perfectamente en qué pensaba ella, y no era en gatos. Francesas.
«Céntrate —me dije—, perspectiva». El vecino era el primer tío bueno que me había encontrado. Nada más. Había más como él. A patadas, según mis compañeras que vivían en Londres más tiempo que yo, es decir, más de veinticuatro horas. Saldría con la alemana y la francesa a por ingleses, en una especie de revancha histórica nunca consumada. Las miré. Íbamos vestidas y pintadas de guerra. Aquella noche habría víctimas. E iban a ser heterosexuales.
Victoria Adams pasaba página e iba a por todas. O todos, más bien.