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Un hombre para mis fantasías

Y al hacerlo descubrí que la voz grave y dura pertenecía al tío más sexy que hubiera visto en mi vida. Síiiiii, que me ordenara lo que le viniera en gana en la cama, en el suelo, en el balcón y en el mismo portal también, quise suplicarle.

Mi corazón comenzó a latir de manera desenfrenada, abrí la boca y me llevé la mano al pecho en un acto reflejo, y os prometo que se me encogió el estómago tanto, tanto, que casi sentí dolor de auténtico placer. Fue un ramalazo de excitación puro y duro. El deseo, crudo, se me arremolinó en los intestinos y me punzaron también, y tuve que hacer un esfuerzo por mantenerme erguida. Sentí además que mi clítoris… no, eso mejor no os lo cuento, pero fue algo muy físico, muy real y muy tangible. Somático, absolutamente somático.

Moreno, nariz un pelín desviada, orejas pequeñas, cejas rectas, ojos verdes y una boca… Se estaba tomando uno de esos cafés para llevar de la cafetería del portal de al lado y os juro que me dieron ganas de darle mordisquitos en los labios. Pedazo de boca.

Por lo demás perfecto, cómo no. Treinta y ¿cinco?, alto, musculado, sin grasa: un cuerpazo. Nunca hubiera dicho que podría encontrar uno por el que mis hormonas bailaran claqué, pero por ese desconocido bailaban claqué, tango y hasta la macarena. Y si me pedía un polvo sacaba la mopa y la vaporeta, o mejor el plumero y arrancaba una pluma y le acariciaba la piel desnuda sobre unas sábanas de seda mientras él… Yo, que había esperado a pasados los veinte para acostarme con alguien por primera vez porque me daba vergüenza que me vieran desnuda, estaba tentada de atar a un desconocido a la barandilla de las escaleras. Sí, le ataría las muñecas mientras él me miraba expectante. Entonces me arrodillaría despacio, subiría las manos por los muslos bien marcados hasta su cremallera y la bajaría despacio, sintiendo bajo mis dedos lo duro que estaba, sonriendo mientras él intentaba soltarse, perdida cualquier calma, para dirigir la cabeza hacia su erección y metérmela en la boca con codicia. Sentí cómo se me humedecía la seda de las braguitas sólo de pensarlo. ¡¡Si lo pillaba de noche y a oscuras!! Al final ser soltera no iba a ser tan malo, no si Londres tenía a más de esos escondidos por ahí. O si éste se dejaba ver a menudo.

El transportista me golpeó al pasar con las dos primeras cajas. Seguro que lo hizo a propósito, pero me vino bien porque me estaba comiendo con los ojos a mi salvador y él me sabía caliente y no dejaba de sonreír, engreído. Y no obstante por mucho que intentara aparentar diversión su mirada verde era intensa, penetrante, y sus pupilas, inconfundiblemente dilatadas incluso desde los dos pasos que nos separaban, no sonreían como lo hacían sus labios. Lo mismo ocurría con su cuerpo, que no estaba relajado a diferencia de su voz, que había sonado profunda y modulada, sino tenso, casi forzado a estarse quieto y no abalanzarse sobre mí. Quizá no supiera mucho sobre ligar, pero el ambiente estaba cargado de atracción. A mí él me ponía a cien, y tal vez yo le pusiera a él a ¿cincuenta?, setenta y cinco con suerte.

¿Entraba o salía?, quise saber. Salía, claro, si venía de mi espalda. Aunque llevaba un vaso grande de papel supuse que lleno de café o té o chocolate o lo que fuera con la silueta de la City dibujada donde se leía su lema, DDN[3], que era por cierto el nombre de la cafetería de al lado. Pero lo realmente importante no era qué bebía sino: ¿visitaba a alguien o vivía allí?

Lentamente, sabiendo que me tenía cautivada y que no huiría, me tendió su mano libre sin dejar de mirarme, como si quisiera memorizar cada detalle de mi rostro, hipnotizándome o hipnotizado él, quién sabía.

—Ashley Greenfield. —Su voz fue una caricia; mis pezones reaccionaron estirándose hacia él, pidiendo la atención de sus dedos también.

—Victoria. —Enrojecí ante la inminente confesión, bajando la mirada algo avergonzada. Maldito capricho de nombre el mío—. Victoria Adams.

La química se desvaneció. Rio y se apartó en el gesto; rio con una risa grave, sensual, que destrozó mi bajo vientre o lo que quedaba de él; rio y me importó un bledo si mi nombre le hacía gracia o no. ¿Se podía tener un orgasmo sólo con oír reír a un hombre? Si reía un par de veces más seguramente lo averiguaría.

—¿Victoria Adams? ¿O Victoria Beckham? —me preguntó con aquella voz de barítono una vez recuperó la compostura, algo más relajado ahora.

¿Quería saber si estaba soltera o casada? ¿En serio aquel desconocido estaba interesado? ¿O sencillamente me estaba tomando el pelo? Me puse tan nerviosa que apenas atiné a repetir mi nombre con mote incluido sin nada ingenioso con lo que aderezar el comentario. Yo, la reina de tener siempre la última palabra, había perdido mi locuacidad por primera vez en treinta y tres años.

—Adams, como la Spice Girl.

—Como la Victoria Adams soltera, entonces.

Mis ojos se agrandaron tan rápido como mis expectativas. Si el rumano no estuviera al acecho os juro que buscaba una cuerda para atarlo y me lo comía. Enterito.

Entonces me cogió de la punta de los dedos y me besó como si fuera una dama y él un caballero y aquello fuera Almack’s en plena regencia de Jorge III pero con una pequeña diferencia: no fue una caricia casta. Aquella boca increíble se aplicó sobre mi piel con ardor, los labios se abrieron y succionaron un poco mientras la lengua caliente me rozó casi perezosa el dorso de la mano. Si besaba igual moriría de placer. Mis pechos se hincharon y temí que no me cupieran en el sujetador. Me miró y supo que en aquel momento tenía toda mi atención. O dejaba de mirarme así o estaría metida en un buen lío. O él se metería en un buen lío. Enredado conmigo. Cuerdas, ¿dónde habría unas cueeerdaaaas?

—¿Te mudas? Bienvenida.

Vivía allí. Vivía allí, me repetí incrédula. Vivía allí. A-llí. Ohh. Ooohhh. Aquel bombonazo era mi vecino. Dios existía. Y además Dios me quería mucho. Me estaba compensando por lo de Luis. Y por el despido. Y porque me crecieran las tetas mucho después que al resto de mis compañeras del instituto.

Pero ¿desde cuándo viviría allí? Aquella finca tenía seis plantas y una puerta en cada una. Según la agencia las dos primeras eran del DDN, en el tercero vivía una mujer de unos sesenta años con agorafobia[4], en el cuarto un matrimonio octogenario, en el quinto un médico y al sexto iba yo. Ay, ay, ay… Temía la respuesta, así que le interrogué en tono seco olvidándome de pestañear, coquetear o lo que fuera. Ya os he dicho que había perdido la práctica de tontear.

—¿En qué piso vives? Yo me mudo al sexto.

—¿Al sexto? Mala elección —cuando me miraba os juro que parecía que sólo existiera yo—. Debiste decir que te venías conmigo al quinto.

Mi cerebro estaba atascado y mi lengua temía moverse. Cada vez que eso ocurre mi boca se lanza a una carrera alocada y que mi cabeza le siga como pueda, y siempre, siempre, termina en desastre, o lo que es lo mismo, conmigo diciendo un montón de tonterías. Quería dejar huella en aquel hombre y que me recordara. Yo iba a pensar en él muy a menudo.

No obstante tenía esa insidiosa sensación… ¿Qué se me escapaba? Algo no iba bien, ¿qué era? Si dejara de mirarme así… ¿Había dicho el quinto? Noooo.

—¿Al quinto? —Era el médico. Aquel bombonazo que de repente ya no me parecía tan dulce era el maldito médico. Mé-di-co.

Ajeno a mí continuó regalándome aquella voz que tanto me ponía.

—Creo que pondré una reclamación al Ayuntamiento: pedí que me avisaran si una morena preciosa y de ojos negros pedía alojamiento en esta zona de la ciudad. —Cállate, Victoria. Acaba de decir que eres preciosa; no digas nada o lo estropearás—. Claro, que a lo mejor buscabas una casa más grande. La mía sólo tiene una habitación… —me susurró, exagerando su interés y aun sí indudablemente interesado—. ¿Te mudarías si tuviéramos que compartir un espacio tan pequeño?

—Dudo mucho que tu ego y yo cupiéramos en un solo dormitorio.

Oh, oh: la cagué.

Si es que lo sabía. Ya os lo había dicho, ¿no? Si hablaba ocurriría un desastre: podría haberse iniciado un terremoto, podría haberse desencadenado una epidemia… o podría haberle insultado por ser médico. Mejor dejaba Osteopatía para otro año y ése buscaba un curso sobre sociabilización. Era un desastre: Luis me había arruinado para siempre.

Me miró largamente, evaluándome, tratando de saber si bromeaba o hablaba en serio. Era mi oportunidad de arreglarlo, de decir algo simpático. Y si no estuviera tan bueno lo habría hecho, pero me daba terror volverla a liar. ¿Cómo era eso? Mejor parecer lela que abrir la boca y confirmar que eras lela. Sólo que yo no lo era, yo estaba bloqueada porque por primera vez estaba delante de un tío que hacía que mi clítoris… que no, que no os lo cuento, que una es una señorita.

—Ahora deberías decir algo amable para aliviar el dolor que me has causado.

—Yo alivio el dolor con las manos —respondí sin pensar. Otra vez.

—¿En serio?

No. No, no, no.

—Soy fisioterapeuta.

—Vaya, vaya.

¿Vaya, vaya en plan bien? ¿O vaya, vaya en plan mal?

—Soy médico rehabilitador.

En fin, podría ser traumatólogo y eso sería imperdonable. Mientras no se creyera Dios y sólo un santo…

—Vaya, vaya —imité su tono para que se preguntara lo mismo que yo, si aquello era bueno o malo.

Su carcajada volvió a revolucionarme el útero; parecía una adolescente. Me sentía una adolescente con aparatos y llena de granos frente al chico más guapo del colegio.

—Así que mi nueva vecina sin nombre ha confesado su pecado.

Debiera haberme enfadado, y mucho, porque un médico considerara mi profesión un pecado. Pero había tocado un tema infinitamente peor que ese…

—¿Vecina sin nombre? que te he dicho mi nombre. —Como para olvidarlo.

—Me has dicho un nombre —dejando que viera cómo se burlaba abiertamente de mí tomó un sorbo de café. Se burlaba, el muy cretino; bueno, vale, se burlaba, pero no podía molestarme con alguien con esos labios. Sencillamente no podía, por más engreído que me pudiera resultar—. Pero no puedes llamarte Victoria Adams.

—Pues no pienso decirte otro nombre que no sea ése —me crucé de brazos, infantil. Oohh, qué gran castigo, no decirle mi nombre. Por dentro me felicitaba por mi propio ingenio. ¿Oíais los aplausos?

—No te pega. Lo lamento pero no.

—¿Y cuál se supone que me pega, Ashley Greenfield? —Vale que estuviera bueno, soportaba la gracia de mi nombre porque no me quedaba otra; pero encima me decía que un nombre con glamur no me pegaba. Primero me llamaba preciosa y me invitaba a su casa, después rechazaba mi profesión y me llamaba ordinaria. Victoria Beckham no era santo de mi devoción, pero eso no venía al caso—. ¿Mejor lady Kate Middleton?

Ahí tenía que haberle dado. Nadie se metía con la nueva princesa de los fríos corazones británicos. Otra sonrisa. Leches. ¿Sería republicano, o qué?

—¿Lady Gaga?

Eché la cabeza hacia atrás y me reí a mi pesar. ¿Lady Gaga, en serio? Aquel hombre tenía encanto. Y eso era malo.

—Sólo por eso te quedarás sin saber si es así como me llamo. —Ahora sí me pareció efectivo.

—Lo averiguaré en cuanto lo pongas en tu buzón. Me asomaré al portal sólo para ver tu nombre —señaló las pequeñas taquillas de correo de la entrada. Y tuvo la cara dura de guiñarme el ojo— y saber con quién sueño.

Volví a derretirme. Era débil y me derretía como una pastilla de chocolate en el microondas. Pero tenía la lengua rápida, además de la ropa interior mojada.

—¿Estás loco? Tengo un apartado de correos. No pretenderás que me fíe del servicio postal de aquí —y cabeceé con disimulo hacia el transportista. No había mejor ejemplo. Y eso que no sabía de mis maletas aventureras.

—Lo que definitivamente me confirma que no eres de Londres. ¡Mira que no confiar en el Royal Mail de la capital! Tu acento es bueno, pero no de la ciudad —malditos esnobs londinenses; pero tenía razón, y al menos me creía de cerca. Mi ego se hinchó: sip, yo también era una esnob—. Pensé que quizá fueras del norte, aunque no de Escocia. ¿De los páramos norteños, tal vez?

—Más que del norte de Inglaterra vengo del sur. Muy al sur. Tan al sur que no salgo en vuestros mapas del tiempo. Soy del Mediterráneo. Madre española, padre inglés.

—Interesante mezcla. —Me miró apreciativamente.

—Más de lo que te imaginas. —Molesta quizá sin razón, pero irritada igualmente porque tuviera él el control sobre todo lo que estaba ocurriendo entre nosotros, espeté sin pensar, y ya he perdido la cuenta de cuántas veces había hablado sin deber—: Educación exquisita y sangre caliente en las venas.

¡Toma ya, Ashley Greenfield! Al menos había dejado huella. Por cierto, empezaba a encantarme el nombre; antes de que me lo dijera creía que era de chica pero luego me había acordado del jugador blue[5]. Me miró con fijeza, sinceramente fascinado, y mi clítoris volvió a hacer eso que definitivamente no os pensaba contar.

Iba a pedirme algo. Sabía que iba a pedirme algo. No, si al final novata o no iba a ser la reina del mercado de la carne. Sentí un latigazo de expectación en las tripas.

—Tu transportista está esperando que le firmes la entrega.

Planchazo. Era la súbdita que le lavaba los pies a esa reina, me temía. Cogí el bolígrafo que me daba el crío y firmé donde me señalaba. El desgraciado me miró el escote una vez más antes de irse. ¿¿Por qué siempre te mira las tetas el tío que no te interesa?? Vale, ya lo sé, no había hecho nada para que me las mirara el «batablanca».

—Creo que será mejor que suba y empiece a abrir cajas —suspiré una vez solos, deseando que me dijera que olvidara los paquetes y me lanzara contra la pared y me besara hasta robarme el aliento. Y la decencia.

Pero ya hemos quedado que aquello no era Fantasyland, ¿verdad? Ojalá no tuviera que hacer una mudanza, porque me hubiera encantado invitarle a subir aunque eso hubiera supuesto que me viera desnuda y acostarme con un completo desconocido. ¿Qué? No me miréis como si fuera una guarrindonga, estaba soltera y antes o después tendría que montármelo con alguien, ¿no? Y el tal Ashley Greenfield sería el mejor de los estrenos, creedme.

—¿Subimos, entonces? —Asentí con la cabeza, atónita. ¿Pero acaso él no salía? Señaló los dos tramos de escalera mirando mi camiseta como si pretendiera memorizarla, pero no me dejé llevar por la euforia: era la camiseta y no lo que había debajo lo que parecía escanear—. Las damas primero.

El ascensor era estrecho, para tres personas, pues se había aprovechado el hueco de la escalera, y de algún modo me resultaba claustrofóbico. Ashley estaba apoyado contra el lateral de los botones y con sus anchos hombros ocupaba casi la mitad de la cabina. El muy canalla me ponía a cien y lo sabía, así que no terminaba de recostarse contra la pared del fondo sino que estaba en medio, de tal modo que yo me hallaba no sabía muy bien cómo pero alojada bajo de él.

Creído. Me tenía bien pillada.

Se abrieron las puertas en el sexto y un montón de cajas apiladas me dieron la bienvenida. Me volví rápidamente y le impedí salir, colocando la mano sobre su estómago. Por un momento sentí cierta electricidad y los dos nos quedamos mirando el punto exacto de nuestro contacto, fascinados. Tenía unos abdominales durísimos.

—Si me invitas a una cerveza fría después, te ayudo con la mudanza —su voz era ronca, invitadora; y no había que tener mucha imaginación para saber qué prometía.

Tentación, tentación. Pero aparté la mano de su vientre y me hice atrás. Una cosa era soñar y otra dejarse llevar. Mi vergüenza y mi inseguridad superaban a mi deseo. Él estaba bueno; yo no.

—No tomo cervezas con hombres que dicen no saber mi nombre.

Y en aquel momento la campanilla del ascensor anunció que cerraba las puertas. Le guiñé el ojo.

Era la reina de las grandes salidas. ¡Ja! Que aprendiera a decir Victoria Adams si quería una cerveza fría o a esta mujer caliente. Para entonces ojalá le gustara lo suficiente como para no esperar un cuerpazo que yo no tenía. Le oí reír dentro del ascensor, y que seguía haciéndolo mientras abría su puerta.

—¡Nos veremos pronto, mujer sin nombre! —Me gritó desde su casa.

—Que no te quepa ninguna duda, Ashley Greenfield. Que no te quepa ninguna duda —dije en voz bajita, no fuera que aún pudiera escucharme, y cogí la primera de las cajas.

Y tanto que nos veríamos, que no lo pusiera en tela de juicio. Aunque para coincidir tuviera que pasarme las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, haciendo guardia en el rellano del quinto. Ese tío y yo estábamos destinados al mismo colchón, lo supiera él o no.

En cuanto desempolvara mis artes de seducción y enterrara algunos miedos lo ataba a la barandilla del portal. Prometido.