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Un nuevo comienzo

Tampoco quiero comentaros demasiado de aquel día, sólo os diré que fue largo y muy dramático. Luis me juró que había sido la única vez y yo quise creerle, porque eran muchos años juntos y porque lo mismo me costaba creer una cosa que otra, y estaba tan herida y tan decepcionada que me daba completamente igual una que mil. Estaba deshecha. Me pidió una segunda oportunidad, me la pidió por todo lo bueno que nos había unido, me recordó el pasado, los tiempos en que me hundí con lo de mis padres y él estuvo allí sujetándome. Le dije cosas terribles después de eso, me sentí chantajeada, y tras más de una hora de llanto le dije que lo pensaría si empezáramos de cero en Londres. Entonces fue él quien me dijo cosas terribles y quien afirmó sentirse chantajeado, y hubo otro buen rato de lágrimas. Y al final se fue y yo no hice nada para que se quedara.

Qué fácil es resumir una ruptura terrible en un párrafo, ¿verdad?

Y ello me lleva a seguir mi historia donde a mí me interesa. ¿Dónde? En Heathrow, ¿o creíais que al final, y después de todo aquello, me había rajado? Vale que más que decidirme me obligaron a irme, pero ¡qué poca fe que me tenéis, leches! En fin, como todavía nos estamos conociendo, os lo perdono.

—Dos maletas angulosas de piel, blanco hueso, estilo vintage, con el asa negra, sin ruedas y un neceser a juego, todo ello de la marca Prada, no Miu Miu sino Prada.

Mi equipaje se había desintegrado misteriosamente. De todos los pasajeros únicamente yo estaba en Objetos Perdidos, porque al parecer sólo mis cosas faltaban en la bodega del avión. Mi racha de mala suerte parecía ser infinita. Y aun así me negaba a creer que fuera un mal augurio de lo que estaba por venir en mi nueva vida. De eso nada.

—Sigo buscando, señorita Adams[2].

Su voz sonó tan perezosa como la mía. ¿Se aburría? Una idea me asaltó el cerebro, una bien gamberra, y se puso cómoda dentro de mi cabeza. Total, ella se aburría y yo también. Y total, yo pensaba que aquella estirada tenía una escoba metida por el culo y ella debía pensar que yo era la típica española, a pesar de mis apellidos y mi doble nacionalidad, con exceso de verborrea y a rebosar de vulgaridad.

¿Por qué no darle la razón, como ella me la estaba dando a mí? ¿Por qué no imitar a la mejor actriz de telenovela venezolana y hacer el ganso un rato? Lástima tener un inglés casi perfecto y haberlo demostrado ya, o lo pronunciaría como el resto de los españoles para darle el toque patético —lamento ser tan borde, pero lo habláis fatal, todos.

—Señorita Monroe —leí en su chapita el nombre—, necesito esa maleta. Necesito creer que soy bienvenida, que todo va a salir bien, que la pérdida de mi equipaje no significa que mi vida va a seguir siendo miserable. —En serio, chicas, ojalá hubieseis estado allí, a la tal Monroe se le salían los ojos de las órbitas, pero no levantaba la vista por miedo a que me sintiera invitada a hablar. Me golpeé el pecho, rollo «a Dios pongo por testigo»—. Vengo a vivir a Inglaterra exiliada, porque me despidieron y porque encontré a mi novio en la cama con otra y todos mis amigos se pusieron de su parte —eso era cierto y dolía, pero no venía al caso—. Él es el único hombre al que he amado, el único que me ha enamorado, el único con el que me he acostado —jodidamente cierto, también—, y temo que mi vida ha perdido el sentido.

¿Sería capaz de llorar? Me callé y me concentré en ello. Nada. Me llevé la mano a los ojos haciendo un esfuerzo. Tampoco. La tipa mientras tanto tecleaba como una posesa. Debía ser masoquista porque me lo estaba pasando en grande poniéndome en ridículo. Le cogí del brazo y alzó la vista aterrorizada. Me dio tanta pena que la solté.

—Estoy buscando, señorita Adams, estoy buscando —ya no sonaba aburrida, al menos. Tendríamos nuestra anécdota del día, ella y yo.

—Hágalo. Sí, encuéntrela. Deme un resquicio de esperanza, haga que vuelva a creer y que Dios la bendiga por ello con muchos hijos guapos. —En serio, cuando me ponía era la leche en bote—. Esos hijos que yo ya no tendré porque me quedaré soltera para siempre, porque ningún hombre querrá a una mujer que ya ha sido usada por otro, porque a mis treinta y tres años soy vieja para volver a empezar en el amor.

Ahí va, ahora que lo pensaba realmente nunca había estado en el mercado de la carne. Ay, mi madre, que no sabía cómo funcionaba eso de ligar, que ya no me acordaba. Estaba empezando a deprimirme. Realmente necesitaba las maletas para dejar el tema o acabaría creyéndome lo que decía.

—De veras que estoy haciendo todo lo posible…

¿Sería exagerado arrodillarse? ¡¡Abajo la depresión post-Luis!! Rodillas al suelo.

—Encuéntrelas, se lo suplico.

—Levántese, por favor, la gente nos está mirando —me susurró, roja como un tomate, tirando hacia arriba de mí.

Miré a mi alrededor. Sí, nos miraban, y había alguien grabando con su móvil. Oh, oh, quizá me estaba pasando un poco. Pero estaba ya metida en el papel y aunque mi cabeza me decía que me detuviera mi lengua ya no podía parar.

—Si las maletas no aparecen, si nunca vuelvo a saber de ellas, será una señal. El destino me estará diciendo que voy a estar perdida para siempre —inspirada o loca no lo sabía, pero quizá me había equivocado y mi vocación era el teatro—. Si aparecieran, en cambio… Si usted las encontrara para mí, entonces no todo estaría perdido. Entonces quizá tendría un futuro. Tal vez podría volver a empezar, y quién sabe, quizá incluso podría buscarme un amante, ya que estoy mancillada para el matrimonio —eso si encontraba un libro que me explicara paso a paso cómo llevarme a alguien a la cama, porque estaba completamente desentrenada—. Si mis maletas estuvieran en algún lugar…

—¡¡Roma!! —¿¿Roma?? ¿Cómo, Roma? ¿Qué pintaba Roma en mi discurso? ¿Y por qué me interrumpía ahora que estaba en mi mejor momento?—. Sus maletas, señorita Adams, están en Roma.

Roma. Vale. Roma. Mmmmm.

—En Roma, ya veo. Tal vez es una señal de Dios si están en Roma, donde se halla la ciudad del Vaticano y la sede del Papa. Quizá quiere que me entregue a Él y me… —¿haga monja?, eso ni de broma— vaya a las misiones. Tal vez debería pensar en consagrar mi vida a…

—O quizá significa que encontrará usted a un italiano guapísimo que le devolverá la ilusión.

Aquello me dejó sin habla. O la administrativa del aeropuerto creía en el destino, o se moría porque me callara o, empezaba a sospechar con cierta culpabilidad, era una buena persona que pretendía animarme. Y yo me había estado burlando de ella.

—Tal vez —sonreí, tímida de repente—. Tal vez.

—Seguro que sí. Y que le hará tan feliz como merece.

Noooo. Era un buena persona y eso me hacía sentir a mí mala persona.

—Gracias. Muchas gracias.

—No hay de qué. —Cogió el teléfono mientras me guiñaba el ojo. Me-guiñaba-el-ojo. Aquella tía era adoptada y sus padres biológicos eran españoles. ¿Lo sabría? Porque los ingleses no guiñan ojos ni son amables—. Le pediré un taxi para que la lleve hasta su casa, a cargo del seguro de la compañía, desde luego.

¿Sabéis cuánto cuesta un taxi de Heathrow a Holborn? Un riñón. Eso todavía me hacía sentir peor.

—No será necesario, señorita Monroe, de veras que no.

—Insisto, y llámeme Anne. —E hizo la llamada para mi pasmo, dando mi nueva dirección para que me las trajeran a casa al día siguiente—. Y mientras esperamos, déjame que te diga algo, y permíteme que te tutee, Victoria: si tu «ex» te fue infiel es que no estaba hecho para ti. Precisamente a mí me ocurrió lo mismo. Estaba loca por James y aunque todas mis amigas me decían que no me fiara de él…

Definitivamente era adoptada y sus padres biológicos eran españoles.

¡Joder!

Justicia divina. Así que me mantuve calladita escuchando con diligencia hasta que un taxista de origen paquistaní vino a recogerme.

—¿Qué? No, no. Te lo llevas y me lo traes mañana. En el contrato dice que esto tiene que venir el lunes, y hoy es domingo. Do-min-go.

¿Pero es que acaso alguien, como por ejemplo Dios, me estaba gastando una broma, o qué?

Había llegado a casa para encontrarme a un tipo que apenas habría cumplido los veinte, de Europa del Este, que no dejaba de mirarme el escote y eso que aunque las tenía redondas y estaban en su sitio eran pequeñas, y que con un inglés mediocre me decía que mis paquetes de España habían llegado ya.

—Nuestra compañía se enorgullece de su puntualidad. —Repetía el muy cretino una y otra vez, haciendo como que no sabía decir nada más, tratando de escurrir el bulto y no llevárselo todo para traerlo de nuevo al día siguiente.

Aquello no era puntualidad, sino llegar demasiado pronto. Puntualidad hubiera sido llegar a casa a las tres y cuarto cuando me despidieron. Llegar a las nueve y media no fue precisión horaria, fue una faena. Pero eso no se lo pensaba contar a un crío que todavía no podía beber ginebra y que no dejaba de mirarme la delantera. Menos mal que no entendía castellano, pues llevaba la camiseta que me hice aquel fatídico día, sí, la de «si intentas metérmela hoy seguramente tendré un orgasmo». ¿O sí lo entendía? Que no supiera lo que ponía, por favor, por favor. ¿Acaso no había cubierto ya mi cupo de mala suerte, con un equipaje perdido y otro encontrado demasiado pronto? ¡Ya estaba bien! ¿No?

—Me importa un pimiento —no dije lo que me importaba en realidad porque las señoritas no decían palabrotas, pero sabéis que lo berreé en mi cerebro— de lo que se enorgullezca tu empresa. Quedamos mañana, no hoy. Incluso el Señor descansó el domingo, o eso dicen las Escrituras. Mírame bien, ¿acaso tengo pinta de querer hacer un traslado hoy?

Error. Ahora me miraba también el culo. Mi estupendo culo. Ese que me miraban incluso cuando llevaba el uniforme holgado que sólo me quedaba bien a mí. Pero yo no me quería ligar a aquel rumano, montenegrino, búlgaro o lo que fuera, que por cierto era muy mono; quería que me trajera las cosas al día siguiente.

Y no quería dormir en una habitación llena de cajas. Me negaba en redondo.

—Nuestra empresa se enorgullece…

—Márchate y tráelo mañana, te digo. —Respondí con voz igual de monótona. Si era un concurso de desgaste, no pensaba rendirme.

¿Funcionaría con éste el rollo telenovela que tan bien me había ido en el aeropuerto? De eso nada, que si me arrodillaba frente a él… Mejor no pensaba.

—Muéstreme el contrato —me dijo, como si de repente él fuera Einstein y yo una niña de cinco años.

El contrato, claro que sí, excelente idea. Allí diría la fecha de entrega. Eché mano a mi bolso y se me vino el mundo encima. Mi cara debió ser un maldito poema. El contrato, maldita fuera mi suerte. El maldito contrato estaba en la maldita maleta.

—Sube las cosas a mi piso, por favor —dije, rindiéndome después de todo. Dormiría en una habitación llena de cajas, pero ni loca pagaría más por recibir aquel servicio en festivo. Que les dieran.

—En el contrato no dice nada de subirlas, habla de dejarlas en el portal.

¿Sería cierto? Lo que estaba claro es que el tipo sabía que yo no tenía ni idea. ¿Estaría feo darle un pisotón? ¿En qué caja estarían mis botines de Roberto Botella? Morder unos stilettos de alta gama haría maravillas en un ego adolescente.

A ver, había que centrarse: al menos en el ascensor cabían las cajas, pero era un edificio victoriano reformado y había dos tramos de escaleras de tres o cuatro escalones cada uno antes de llegar a éste, y eran así como ocho bultos. No sólo era toda mi ropa, también música, el ordenador, algunos muebles y objetos de decoración… ¡¡¿¿Por qué a míiiiii??!!

—Haga el favor de dejar las cajas en la puerta del piso de la señorita, como sabe que debe hacer, y deje de enrabietarla.

Quien fuera que hablara detrás de mí, con voz grave y dura pero con un punto que me erizó la piel de la nuca, dejó claro que su tono no admitía réplica, y así lo supo el portador, quien le sostuvo la mirada por encima de mi hombro unos segundos antes de poner cara de pocos amigos y asentir. Una voz así podía darme órdenes a mí pero en la cama. Haría lo que me pidiera, que serían ciertas cosas que no había hecho nunca porque Luis era más serio que yo sobre el colchón, algo así como meterme el aparatito violeta mientras él me… Mejor me volvía por si era un viejo gordo y calvo con cara de besugo y su esposa al lado, y se cargaba mi currada fantasía de años sobre manos en la oscuridad y vibradores en un plis plas.

Aliviada al ver que el muchacho comenzaba a cargar el primer bulto en la carretilla quise dar las gracias a mi salvador pensando que los vientos se tornaban y que mi suerte comenzaba a cambiar. Veríamos qué hacía con las cajas una vez arriba, pero al menos había salvado el primer matchball.

Mientras mi cuerpo iba girando mi cabeza intentaba controlar a las mariposas que revoloteaban en mi estómago, esas mariposas listillas que intuyeron antes que yo que la voz que iba a conocer me hablaría de futuro sin necesidad de palabras.