Y el fin, carente de principios
—¿Despedida? Tienes que estar de broma. —Qué cachonda, la de Recursos Humanos. Por si acaso le hablé como si fuera dura de mollera—. Vengo a firmar un nuevo contrato, no a que me echen.
¿Por qué me miraba así? ¿Acaso iba en serio? ¿De verdad? No podía ser. Pero por la cara que me ponía no parecía que fuera a aflojar y a decirme que sí, que era broma, que enseguida sacaba de su cajón un contrato eventual por aumento de trabajo y me daba un bolígrafo para que le pintarrajeara mi autógrafo. Aquello olía mal.
—No, no es un despido.
¡Lo sabía! ¡Qué graciosa, la colega! Por favor, pero si llevaba ya diez años trabajando para la Administración —¿quién puso la «A» mayúscula para darle una importancia que no tenía?—, firmando un contrato eventual de esos tras otro. ¡Como para creerme que de pronto no tenía trabajo, ya veis!
—Eso suponía. Tengo una capsulitis adhesiva a las ocho y media, así que mejor nos dejamos de inocentadas, firmo y…
—En realidad es una no renovación, Victoria.
¡¡¿¿Cómo??!!
Lo dije en voz alta; peor, creo que lo grité, no como ella, que había hablado con suavidad.
—Significa que no te renovamos el contrato.
Ya sabía qué narices era una no renovación. Oh, oh, eso también lo dije en voz alta.
—Victoria, lo lamento. —Me miraba con lástima. Ay, Dios, realmente la cosa estaba poniéndose fea—. Ha habido tantos recortes en los últimos seis meses que ya no se cubren sustituciones, ni listas de espera, ni nada. No podemos hacerte ningún contrato, a pesar del esfuerzo que ha hecho el jefe de servicio para que te quedes. Pidió una reunión con el gerente, incluso, pero las cosas están como están.
Al paro.
Madre de Dios, que me iba derechita a la cola del paro.
—¿Y ahora qué hago con el Giulietta rojo?
Había estado ahorrando para comprarme ese coche durante un año y medio, tenía ya la entrada, ¿y ahora tendría que renunciar a él? Sí, en los momentos de tensión disocio, capítulo dos, y ya habéis descubierto uno de mis mayores pecados.
—Tienes un buen currículo, y en otras circunstancias seguramente en una clínica… no obstante sabes que la cosa en España está muy complicada, Victoria, ya que los rehabilitadores[1] están cada vez más limitados, y vuestro trabajo depende de ellos.
—No seré yo quien les culpe de sus limitaciones laborales, por no decir de la falta de medios para trabajar como realmente querrían —les defendí sin querer; y cuando digo que defendí al colectivo médico sin querer lo digo en serio. No me gustan los médicos.
—De todas formas, Victoria, eres medio inglesa y tu chico está en el paro —maldito hospital, era demasiado pequeño, todo el mundo sabíamos de todo el mundo. ¿Acaso le había dicho yo que su novio la había plantado en el altar hacía ahora dos años? Entonces ¿a qué venía aquello, eh? ¿Le gustaba hacer leña del árbol caído? Bruja—. Quizá podríais probar suerte en Londres.
¿¿Qué había dicho?? ¿Quería… pretendía que dejara toda mi vida en Castellón… no, en España, para largarme a un lugar carísimo en el que no conocía a nadie? Sí, lo sé, yo se lo había propuesto a Luis hacía más o menos una hora y me había parecido buena idea, pero ahora hablábamos de mi despido, no de mi bronca matutina; chicas, centraos y no me presionéis. Odiaba a esa tía. Seguro que tenía mi contrato eventual guardado y no me lo quería dar. Seguro que no era culpa suya, y que quedarse a las puertas de la iglesia, de blanco, esperando a un novio que nunca llegó la había trastornado, pobrecita. ¿Dónde lo tendría escondido?
—Victoria, ¿puedo saber qué estás haciendo?
Afortunadamente no había que ser muy lista —aunque os cueste creerlo normalmente yo lo soy— para darse cuenta de que estaba enojándose. ¿Que qué estaba haciendo?, ¿cómo que qué estaba haciendo? Pues… un momentito… Me detuve a pensar: ¿qué se suponía que estaba haciendo?
Ahí va la leche: estaba abriendo los cajones en busca de mi contrato, y le había revuelto ya todo lo que había en la mesa. ¿Pero es que me había vuelto loca, o qué?
—Yo…
Me cogió de los hombros y me obligó a mirarla.
—Un día duro, ¿no?
Aquello me puso en mi sitio, en el mío pero no en su lugar. Sí, había discutido con Luis, y sí, me acababa de quedar sin trabajo. Pero duro era que te llamara la Guardia Civil a decirte que el coche de tus padres… Tenía a mi chico, no tenía deudas y con el paro, los alquileres, los ahorros y cuidando los gastos todo iría bien.
—Sí, lo siento. Por un momento he dejado de pensar: ¡creo que he perdido el norte! —Logré sonreír y despistarla, incluso, haciéndole creer que ya estaba bien, y que lo que fuera había pasado.
Era una maestra del engaño.
—Sé a qué te refieres. —Me miró y vi comprensión en sus ojos. Comprensión y algo peor: ganas de hablar. Ah, no, yo en eso era tan inglesa como mi padre: sentimientos cada uno los propios. No es que sintiera «p’adentro» como hacían ellos, que parecía que padecieran de estreñimiento sentimental crónico, pero no predicaba a los cuatro vientos lo que sentía como me temía que ella iba a…—. Cuando llegué a la Basílica del Lledó y me dijeron que Diego no vendría me arranqué el velo, rasgué el traje hasta quitármelo, y…
Pues qué bien, una kumbayá que creía que había que compartir penas.
¡Joder!
¿Qué más se podía pedir? ¿Una fiesta de despedida con confeti y todo?
—Digamos —la interrumpí— que no se puede pedir que demos lo mejor de nosotros mismos en nuestro peor momento.
Aquella frase era mi karma: porque creía en ella y porque hacía que quien fuera que me estuviera contando su vida se callara a pensar.
—Supongo —efectivamente calló.
Era buena, era muy, muy buena. La frase y yo, no me restéis mérito.
Así que aproveché la coyuntura para darle las gracias —educación maternal de las que imprimen carácter— y largarme de allí, sin saber si tenía derecho a paro, a vacaciones, a finiquito, o a nada. Ya preguntaría otro día, cuando me sintiera mejor. Hoy quería reptar hasta casa y esconderme debajo de la cama.
Recogí una camiseta de la taquilla, la que tenía de repuesto «por si acaso» junto a una mochila Nike también para emergencias. Estaba vieja, fue la primera que me hice, y las letras apenas se veían. Era rosa y en un lila que en tiempos mejores fue brillante se leía: «¡A currar! Que Dios me hizo guapa pero se le olvidó hacerme rica». Me apetecía ponérmela y quitarme la de hoy: «No soy virgen pero hago milagros». Pero ni me sentía sexy ni me sentía guapa: me sentía derrotada. Quizá me hiciera una camiseta recordando el día de hoy, algo así como: «Dicen que se aprende más con la derrota que con la victoria: viva la Victoria ignorante». Mejor no, mejor dejaba mi humor incisivo para otro día.
—No te dejes esto. Esto que tanto voy a echar de menos.
Me volví para ver a Roberto, mi compañero de más de seis años, con un montón de blocs de notas autoadhesivas en la mano, lo que constituía mi magnífica colección de post-its. Los había de una docena de colores; los había en forma de flores, de dedos haciendo cuernos, de…
—¿Quieres que te regale los de las tetas?
Reímos. Un verano llené los informes con anotaciones en ellos y fue la leche en bote. Negó con la cabeza y se acercó a mí. Di instintivamente un paso atrás.
—Supongo que no quieres un abrazo.
—No hoy.
No se lo tomó a mal. Sabía que no quería derrumbarme, y que en cuanto me dejara llevar no hallaría consuelo.
—¿Qué tal de aquí un par de días, cenando?
—Tal vez.
Le llamaría, pero no sería en un par de días; y los dos éramos conscientes de ello.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—El jefe nos lo ha dicho esta mañana a las ocho, mientras subías a los despachos.
—No me jo… —Por poco, pero ya os he dicho que no digo palabrotas en voz alta, o no sin querer—. ¿Me están esperando?
Le vi asentir.
—Por eso he venido.
Era un bendito. ¿Todos mis compañeros diciéndome adiós? Prefería una gastroenteritis, gracias.
—Te debo una.
Volvió a asentir. La tristeza en sus ojos me estaba matando.
—Sal por la sala de las pozas. Te esperan en las cabinas.
Cogí la pequeña mochila que contenía lo poco que había en mi taquilla, el resumen de casi diez años cabía en una maldita mochila enana, y me marché sin mirar atrás.
Me pasé el camino pensando en cómo explicárselo. Tal vez Luis estuviera deprimido y yo no me hubiera dado cuenta, me iba diciendo. Tal vez era demasiado dura, exigiéndole que se buscara la vida cuando a lo peor estaba hundido y no me había percatado y después de todo él tenía razón y yo era una egoísta, pensaba. Prácticamente ya no nos acostábamos juntos y decían que no practicar sexo era signo de depresión, concluía.
Sí: ir a Londres no sería buena idea si él estaba así. Quizá podríamos centrarnos en nosotros un tiempo antes de tomar ninguna decisión precipitada. Sí: definitivamente mi chico necesitaba estabilidad y Londres debía esperar, quisiera ir yo o no, lo que ahora era absolutamente secundario. Me sacrificaría por él. Sería una buena esposa, aunque no estuviéramos casados.
Aparqué el coche en el descampado de detrás de casa y quise permitirme unos segundos de paz antes de subir y que comenzara la guerra de nuevo, por lo que dejé caer la cabeza en el volante casi rezando para que no me venciera el llanto, pero el maldito claxon estaba justo allí y en cuanto apoyé la frente pitó, asustándome y haciéndome estallar en una carcajada histérica. Ni a un minuto de autocompasión parecía tener derecho, así que, resignada, apagué el motor.
Con la resolución de mantener la calma en mente recogí el correo y me metí en el ascensor. Había una carta del despacho de Londres. Estupendo, una de las enfermeras alquiladas en mi piso, la italiana, lo dejaba el mes siguiente. Más le valía al gestor de turno encontrarle sustituta, no me podía permitir perder una inquilina, y el piso era para tres. Claro que otra opción era esperar a que venciera el contrato en diciembre, echar a las otras dos enfermeras, a la francesa y a la alemana, e irme con Luis.
¿Quería o no quería empezar una nueva vida? Porque las circunstancias me lo estaban poniendo en bandeja, la verdad. ¿Sí o no? ¿Era una cobarde o era prudente? Hoy no era un día para tomar decisiones. Como dijera la gran Escarlata O’Hara, mañana sería otro día.
Las lágrimas amenazaban con sublevarse y conquistar mis mejillas, tal era mi confusión.
—Todavía no, Vic, todavía no, espera a estar en casa. Las damas no lloran en público. —Sólo mi padre me llamaba Vic, lo que me hizo ponerme más triste. Me apreté los párpados con fuerza cortando el pequeño riachuelo que quería desbordarse.
Al fin el ascensor se detuvo frente a mi rellano. Abrí la puerta de casa suspirando y entré pensando en mis cosas, suponiendo que Luis estaría en la ducha después del running. Otra cosa de la que prescindir, de su gimnasio. Le iba a dar algo. No iba a ser fácil decirle que también yo estaba en el paro. Volveríamos a discutir sobre los ahorros, mis ahorros, que yo no quería tocar, y no por el coche, mi precioso Giulietta, que estaba fatalmente descartado, sino porque era mejor apretarse más el cinturón a pagarse un gimnasio o cualquier otro capricho. Adiós a todas mis páginas de internet de ropa megasofisticada al setenta por ciento.
Total, me percaté mientras entraba en el dormitorio para ponerme las zapatillas de ir por casa, tampoco tendría dinero para salir a cenar y lucir ningún trapito.
¡Joder!
Luis no necesitaba consuelo y desde luego no estaba deprimido: el muy desgraciado se estaba tirando a su monitora de running.
Tuve que ladear la cabeza casi noventa grados y arriesgarme seriamente a una tortícolis para entender la postura en la que estaban montándoselo aquellos dos. Absurdamente resentida por el detalle pensé que conmigo no le metía tanta imaginación.
Iba a hacerme una camiseta nueva con la fecha de ese día en que se leyera en purpurina: «Si intentas metérmela hoy seguramente tendré un orgasmo». Prometido que me la hacía.
Pero eso sería mañana: el mañana de la señorita Escarlata, me dije, súbitamente sin aliento. Parecía que las costillas estaban constriñendo mis pulmones y vaciándolos. Apenas podía respirar. Sólo quería esconderme en algún rincón y llorar: llorar por el trabajo perdido, por el novio perdido, porque los diez últimos años de mi vida se me escurrían de las manos sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Salí de nuevo al rellano sin hacer ruido, que ya lo hacían ellos y ni se habían enterado de que les había pillado in fraganti, a esperar hasta que la rubia se largara. Una señorita no montaba un pollo en semejante situación. Y a esta señorita, más que el saber estar, lo que la frenaba era básicamente que no le quedaban fuerzas: no después de la bronca a las siete y el despido a las ocho y cuarto. Y un señora cornada a las… miré mi reloj de muñeca: nueve y media.
Dios.
Me senté en un escalón, me puse el puño en la boca para que mis sollozos no alarmaran a ningún vecino y lloré como hacía años que no lo hacía, como cuando murieron mis padres y me quedé sola.
Tan sola como volvía a sentirme.