El principio del fin
Joder.
Lunes y el maldito despertador a toda leche: Your love is a bad medicine, bad medicine is what I need sonaba porque sí y sin esperarlo. Sí, ya sabéis qué canción es, la de Bon Jovi, seguro que la habéis tarareado mientras leíais la letra. La cuestión es que cierto desgraciado había cambiado el tono de su alarma eligiendo esa casualmente. ¿Mala medicina? ¿Yo? Veneno, veneno en esencia como se pusiera provocador.
¡Joder! Repetí a voz en grito en mi mente, metiendo la cabeza bajo la almohada en un vano intento de no oírlo y no enfadarme antes de haber puesto los pies en el suelo.
—Apaga. Ese. Trasto. —Espeté con voz dura, masticando cada palabra.
Desgraciadamente mi tono amenazante fue en balde: Luis no estaba conmigo en la cama, y aun así el muy imbécil había «olvidado» desconectar su despertador, que precedía en quince minutos al mío.
¿Quería bronca? Perfecto, pues el señor tendría bronca. Anoche ya habíamos discutido, podíamos seguir hoy si le apetecía. Y mañana, y pasado, también. Estaba harta de que intentara hacerme sentir mal por tener trabajo, pisos y ninguna deuda, y sobre todo estaba hasta los ovarios, sí, tengo un par y son enormes, ¿quién necesita testículos?, de que siguiera negándose a mi plan de hacer los bártulos y largarnos a Londres al piso donde vivía mi padre en Holborn antes de conocer a mi madre en unas vacaciones e instalarse para siempre cerca del Mediterráneo. Quería marcharme a Inglaterra por encima de todo, sí, pero lo haría también a Marte o adonde fuera, si el destino era un lugar en el que existía responsabilidad política. A esta España la estaban asfixiando sus gobernantes, y usaban como coartada para el paro y la miseria a la economía global.
Me calcé las zapatillas de ir por casa estilo bailarinas y fui directa a la cocina, que al parecer sería el campo de batalla. No habría rehenes, ni banderas blancas, ni corredores humanitarios: hoy era la última discusión.
Bueno, a no ser que la perdiera yo, claro.
—Si querías sorprenderme con algo de Bon Jovi hubiera preferido Bed of Roses, así me hubiera ilusionado por unos segundos con la idea de un polvo. Hasta verte la cara, claro. —Le dije mientras cogía la leche del frigorífico y cerraba la puerta con todas mis fuerzas, aunque las gomas de la nevera amortiguaron el golpe para mi decepción.
—Si lo que quieres es un orgasmo creo que te las apañas bastante bien con tu aparatito violeta a pilas. —Compramos aquel consolador en nuestra primera incursión a un sex shop haría unos seis años, y juntos habíamos disfrutado mucho con él; ahora lo disfrutaba yo solita—. Opino que deberías colocarlo de forma permanente al lado del champú.
—Estoy pensando en dejarte a ti en la ducha y meterlo a él en la cama, en realidad. —Respondí con insolencia mientras metía el tazón de leche con kilos de colacao en el microondas un minuto exacto. Aquél era el tiempo que le daba para que sacara el tema. Si no lo sacaría yo.
—¡¡Que te den, zo…!! —Calló a tiempo. Si me insultaba, si Luis se atrevía a insultarme… no quería pensarlo.
Silencio.
Maldito cobarde.
Piiiip. Mi leche ya estaba caliente. Y mi mala leche hervía.
—¿Qué les digo a los de Recursos Humanos?
Trabajaba de fisio en un hospital público con contratos de seis meses hasta que saliera una plaza y pudiera presentarme a las oposiciones. Era eso, o no firmar la prórroga que me tocaba esa mañana y largarnos a Londres donde había empleo para el personal sanitario y Luis tendría una oportunidad de trabajar como aparejador.
—¿Que qué les digo a los del hospital?
—Diles lo que te dé la gana, como haces siempre.
—Entonces les diré que renuncio y pediré a la agencia de alquiler de Londres que avise a las enfermeras de que en enero tienen que dejar el piso. —Le sonreí con fingida dulzura a pesar de que mi tono rezumaba petulancia—. Eso es lo que me da la real gana.
Y me senté majestuosamente a desayunar.
El café de Luis salió disparado, taza incluida, para estrellarse contra la pared a menos de un metro de mi cabeza. No os engañéis, tenía una puntería excelente, si hubiera querido me habría dado.
Me mantuve impávida, incapaz de mostrar sorpresa o indignación, a pesar de que era la primera vez que él tenía una reacción violenta. Creo que desde que mis padres murieron una parte de mí había quedado insensible e incapaz de alterarse. Pero después hablamos de eso.
—Entiendo que ésa es tu primitiva forma de decir que no, que no quieres que renuncie a mi empleo y que tampoco quieres que eche a la francesa, a la italiana y a la alemana de Holborn, ¿no? Pues con un no bastaba, mi castellano es muy correcto como bien sabes. —Mi voz era contenida, pero asía con rabia el tazón preguntándome estúpidamente si apretándolo con todas mis fuerzas llegaría a romperlo—. Te agradeceré que en el futuro no vuelvas a lanzarme nada, ni a sugerir siquiera un insulto, y que no me levantes la voz. Resumiendo, que me dispenses el mismo trato que yo a ti.
Hablaba mejor que él, probablemente porque me encantaba leer, y Luis odiaba que se lo señalara.
—Desde luego, porque tú eres toda una señorita, ¿no? Tu madre puso mucho empeño en ello.
Si las miradas matasen os juro que habría caído muerto en aquel mismísimo instante. Dio un paso atrás, realmente asustado, antes de que yo hablara.
—No te atrevas, Luis.
Vale, chicas, esto se ha puesto algo tenso y como veréis la discusión había llegado a un punto muerto, así que a lo mejor es tiempo de hacer un alto, a pesar de que en aquel momento estaba muy enfadada y nada hubiera podido detenerme, y explicaros a qué viene el comentario del imbécil de mi novio. Crecí con una madre pegada a mi nuca que no dejaba de decirme cómo se comportaban las señoritas. Es curioso, ahora que miro atrás, que fuera mi madre quien me persiguiera con aquello, pues era mi padre quien era inglés y además el parangón de todo un gentleman. Él no necesitaba decirme cómo comportarme; él se comportaba. No me malinterpretéis, no es que mi madre fuera vulgar ni nada por el estilo, pero se había criado en un pequeño pueblo cercano a Castellón, así que se pasaba el día diciéndome que las señoritas no corrían, que las señoritas no levantaban la voz ni gesticulaban al hablar, que las señoritas no se tocaban el cabello ni desde luego los pies, no, ni aunque estuvieran en la playa… A veces pienso que lo decía más para ella misma que para mí.
Recuerdo como si fuera ayer, con la misma intensidad y el mismo arrebato, que en su entierro quise gritar que las verdaderas damas no dejaban a sus hijas solas con veintidós años. Pero las señoritas no perdían la compostura en ningún momento tampoco. Y además mi padre se había ido con ella, y por muy británico que fuera su humor, y creedme que lo era, mi padre jamás hubiera gritado en un funeral. En una boda tal vez sí, pero no en un funeral, ni aunque fuera el suyo.
En todo caso, ¿sabéis qué era lo que repetía mi madre hasta desgañitarse? Que las señoritas no decían palabrotas. Y ya iréis notando cuánto disfruto soltando tacos, aunque técnicamente sólo los piense. En voz alta los apunto únicamente para provocar.
—No. Te. Atrevas —repetí, iracunda.
—Victoria, lo siento.
Ahora sí respiré hondo, ahora le tenía exactamente donde quería. Ahora lo pasaría por la Thermomix hasta hacerle no papilla, no, sino una sabrosa deconstrucción de Luis.
—¿Qué sientes? ¿Haber lanzado la taza y prácticamente insultarme a voz en grito? ¿Que no peguemos un polvo desde hace ya no sé ni cuántas semanas porque a la séptima perdí la cuenta? ¿Que te pases los días descargando frustraciones sobre los políticos y financieros que te robaron tu trabajo pero esperando que yo lo pague todo?
Se rehízo.
—¡¡Cobro el paro!! ¡¡No eres la única que trae dinero a casa!!
Vale, quizá aún no lo tenía acorralado. Pero casi.
—Te quedan dos meses. —Le puse el índice y el anular en la cara sabiendo que mi insolencia le mosquearía; dos dedos, sus dos meses y la «V» de victoria: la mía y mi nombre—. Y si me vuelves a levantar la voz te juro que me dejo el curro y me largo a Londres, contigo o sin ti, y entenderás lo que significa que el paro se te acaba en noviembre. A mí nadie me grita, Luis. Y tú lo has hecho ya dos veces hoy.
—Disculpe, milady. Y disculpe que me echaran porque los bancos dejaran de prestar dinero a los constructores. Y porque no tenga como tú una casa en la ciudad, un piso de tres habitaciones en el corazón de Londres con plaza de aparcamiento incluida cuyas rentas uso para comprarme ropa pija, y un apartamento en la playa que alquilar a profesores en invierno para mantener los tres pisos y por semanas en julio y agosto para ahorrar una pasta gansa.
No me corté un pelo después de eso.
—Disculpa tú porque yo no tenga padres y sí esos pisos.
El silencio fue sepulcral. Bola, set y partido, y en cambio su derrota me sabía a hiel. Heredé todo aquello a la muerte de mis padres, sin deudas, reformados, más una buena suma de dinero de sus seguros de vida de la que no había tocado ni un céntimo, porque quería gastarlo en algo que me recordara para siempre a ellos y no en caprichos banales.
¿De qué me servía blandir las desdichas de mi pasado? Todo seguiría igual: seguiría trabajando en el hospital, seguiría discutiendo con Luis, seguiría montándomelo con mi trastito violeta en la ducha… y seguiría haciéndolo porque estaba enamorada de él y aunque había perdido mucha ilusión aún creía en nuestra relación y mantenía la esperanza de que volviéramos a ser los de antes: Victoria y Luis los que tanto se querían y respetaban.
—Victoria, yo…
—Olvídalo, llego tarde. —Y al pasar por su lado le apreté cariñosamente el hombro en son de paz, sintiéndome psicológicamente exhausta, aunque creo que vislumbró una lágrima en mis ojos. Sin embargo poco importaba si había logrado o no mantener el tipo hasta la ducha. Llevábamos juntos desde que comencé la facultad: me conocía de sobra y sabía que rompería a llorar en cuanto estuviera sola.
Pero no quiero contaros cosas tristes, así que mejor sigo con lo que ocurrió aquel día y cómo comenzó el declive cuyo desplome fue tan rápido que me cogió de lleno.