XXIII

Habla el anarquista de la melena blanca — Asaltamos al alba según acuerdo del Comité

Deshechos los comités, clausurados nuestros locales y nuestros periódicos, quedamos entregados a la libre iniciativa. La «libre iniciativa» representa una aspiración con la cual el hombre liega a alcanzar toda su dignidad soberana. Respetemos la «libre iniciativa».

—¿Cuál? ¿La de ser esclavos? ¿O quizá la de ser obispos?

La «libre iniciativa» permite al hombre redimirse de la esclavitud de los convencionalismos. No sé si seré comprendido al decir que aun lamentando mucho los encarcelamientos de los compañeros y la clausura de los centros contra lo cual protesto aquí con todas mis fuerzas, esos organismos no son indispensables para realizar la revolución, y ésta no será completa y verdadera hasta que la libre iniciativa individual nos lleve a cada uno a coincidir en el mismo plano de la acción revolucionaria. Ha pasado el período de los cuadros sindicales y tras su fracaso por la superioridad de las fuerzas enemigas venimos nosotros con nuestra libre iniciativa y decimos: «¿Qué estímulos nos mueven en estos instantes? Uno solo, único y sacrosanto: la libertad». Queremos nuestra libertad y la de nuestros hermanos. Si es necesario para ello acabar con los esbirros armados que nos bloquean, vayamos a ello sin pensar en el sacrificio. Derribemos las puertas de las cárceles, venganza y oprobio de la humanidad.

Veo al compañero Samar impaciente y le ruego que tenga calma. Mi proposición concreta es la siguiente:

—Vamos a llevar la luz de la esperanza a los pechos de los camaradas encarcelados. Todo el que tenga un arma, a la plaza de la Moncloa, por distintos caminos y sin formar grupos.

No ha sido necesario convencer a los compañeros. ¡Si es lo que yo he dicho! El sentimiento de la libertad se alberga en todos los pechos. «¡Camaradas! Vamos a llevar la luz de…». Samar me interrumpe diciendo que todo lo que digamos ahora será ocioso. Nos diseminamos. Varios compañeros van en direcciones contrarias a avisar a otros. Por diferentes caminos, bajo la sombra, las calles que conducen a la plaza de la Moncloa donde está enclavada la ergástula van poblándose de individuos aislados que coincidirán luego en torno de los jardines. Yo tengo un escrúpulo y le digo a Samar:

—¿Y si no conseguimos nada?

—Algo se consigue siempre —me responde.

Aunque me opongo a Samar muy a menudo porque la toma conmigo, reconozco que a veces tiene razón. Acaba de decir una expresión que habla de la elevación de su espíritu.

—Yo lo que quiero —le digo— es conquistar la luz de la esperanza y si es posible la de la libertad para los pobres vencidos.

—Así hablan los curas.

Eso es una impertinencia, pero Samar es así. Además, el mejor procedimiento para conquistar a los semejantes es la tolerancia. Yo no me ofendo nunca, y comprendo que si todos hicieran lo mismo…

—Así piensan los jesuítas.

Samar y su grupo me han tratado siempre mal. ¡Qué le vamos a hacer! Al ver que no contesto, que no le digo nada, Samar forma mejor concepto de mí. He aquí que si yo hubiera contestado a sus impertinencias ahora estaríamos discutiendo o hubiéramos reñido. En cambio, me gasta bromas. No hay como mi sistema. En buena paz seguimos avanzando. Las sombras son más densas en el centro de la plaza, entre los árboles del jardín. A la derecha se alzan unas barracas de feria con los toldos y las frágiles puertas cerradas. ¿Qué es eso?

—La verbena.

Se advierte que algunos compañeros toman posiciones entre los tiovivos y las tómbolas. Hay también un molino con aspas en estrella, a cuyo remate van colgados barquichuelos con cortinillas. Uno de esos molinos es más alto que los árboles y que la misma cárcel.

Ha pasado ya más de medianoche. ¡Parece mentira lo rápido que pasa el tiempo cuando se actúa! Samar quiere que recorramos el barrio, la zona de las barracas, a ver dónde y cómo están nuestros compañeros. Aunque es peligroso y no comprendo su utilidad, vamos allá… Salen rumores entre las lonas.

—Camaradas… —susurro en voz baja—. En la sombra les oigo responder. Debe haber un par de centenares escondidos por aquí, como las chinches en la madera. Fuera no se ve ninguno. En una barraca que lleva el título: «Al monstruo marino», se oyen grandes resoplidos, como cuando los trenes del Metro sueltan el aire de los frenos. En la de al lado hay una sombra acurrucada en la lona.

—Compañeros…

Una voz desdentada contesta:

—¡Mierda!

Samar se detiene, extrañado:

—¿Quién eres?

Es un viejo malhumorado:

—Ya podíais meteros en lo vuestro y no venir aquí a molestar. Me vais a espantar al mono. Todos vais con pistolas. La verbena, una ruina. Como no hay luz, hay que gastarse diez reales en un candil de gas y ahora venís a espantarme el mono. —Delicado es el mono—. Eso sí. Como una señorita.

Luego, Samar levanta la pistola hacia el cielo y dispara. Es la señal para comenzar.

El viejo se santigua y de su regazo brinca un animalejo peludo que va atado al cinturón del amo por una cadena. El viejo anda tras el mono siguiéndolo en sus brincos, casi arrastrado por él. A veces da vueltas a su alrededor, como si bailara bajo la voluntad del animalejo.

Samar y yo nos vamos hacia los jardines corriendo. Me pregunta:

—Pero ¿crees que se podrá asaltar la cárcel?

Le digo que sí.

Llega Villacampa:

—Yo me voy —dice.

—¿A dónde?

—Tengo ganas de dormir. Llevo tres días sin desnudarme. Me voy al campo.

Saca la pistola y vacía su cargador haciendo nueve disparos contra las sombras de la puerta de la prisión. Luego, como quien ha cumplido su misión, se guarda la pistola y se va. Samar piensa que Villacampa lo ve todo perdido y quiere salvar la piel. Quizás anda Star por medio. Lo ha dicho en voz alta mientras retrocedía y se incrustaba en la lona de una barraca. Se oyen cascos de caballos y yo me oculto por el mismo camino. Encuentro dentro al monstruo marino metido en un cajón forrado de cinc y mediado de agua. Es una especie de foca o de morsa de piel aceitosa y brillante que no puede darse la vuelta en dos palmos de agua sucia. Sale un mozo de aspecto mohíno en calzoncillos. Nos quedamos callados Samar y yo. El mozo, como nos ve a la luz de una cerilla con las pistolas en la mano calla y dice señalando el cajón:

—No hagáis daño a Felipe.

Yo veo al hermoso animal resoplar, ahogándose. No es este cajón su casa. Su casa es el mar Báltico. También habría que librar a este animal de la esclavitud y la prisión. Samar me dice:

—¿Y a ese otro animal?

El mozo mohíno, a quien señala Samar con la pistola, dice queriendo desviarla:

—Llámeme usted lo que quiera, pero eche el humo a otro lado.

Luego asegura que el animal lo pasa bien, y para demostrarlo saca un pez podrido de debajo de un canasto y se le acerca:

—¡Felipe, baila el Charleston!

Se incorpora el animal con movimientos espasmódicos en busca del pez. Luego se lo engulle. Samar ve la grupa negra y brillante del animal y comenta ensimismado:

—Parece un cura.

Fuera suenan los tiros como si la plaza se llenara de domadores de caballos que chascaran sus látigos en un extraño pugilato, Samar piensa otra vez en Villacampa y luego me dice:

—Vamonos fuera.

Luego señala el cajón con la pistola:

—Estamos en la vida como ese animal en el cajón. Para agarrar el pez tenemos que bailar y llenar los bolsillos del patrón. Se oyen entre los disparos mecánicos de las pistolas los trabucazos de los mosquetones de la guardia civil. No se ve a nadie. Ni guardias ni compañeros. Nadie sale de su escondrijo. Las sombras son muy densas y uno cree que va a durar esto toda la vida o que la vida va a durar diez minutos, que es igual. A veces pasa el mono dando brincos y arrastrando al viejo, que se santigua y gime entre las balas. El fuego aumenta. Debe haber heridos. Una barraca próxima descorre su lona apresuradamente y un hombre grita señalando a otros dos:

—¡Aquí están! ¡Aquí están!

Cree que todo se debe a que en su barraca se han escondido dos de los nuestros. La barraca se llama «El desenfreno de la morisma». Dentro hay un grupo de muñecos que representan en tamaño natural varios moros bien barbados. De pronto se ha puesto a funcionar el mecanismo, y los moros resbalan sobre unas correderas circulares y dan vueltas uno tras otro, muy serios. Samar dice que el dueño es visigodo y que la barraca es un atavismo. Pero se ve que no es posible el asalto. No hay quien salga de su refugio porque han llegado más fuerzas y la guardia del cuartel ha cerrado todas las puertas y dispara por las aspilleras. Deben estar sitiando la plaza de la Moncloa. Hay que pensar en la retirada; si no, nos matarán aquí como a ratas. La iniciativa individual ha debido llevar a la gente hacia el camino de Puerta de Hierro y por allá vamos bajando con cautela. El dueño de «la morisma» se ha tumbado en tierra y sobre los moros llegan descargas cerradas.

Dejamos atrás el edificio de la cárcel punteado de ventanas y bajamos con mucho cuidado porque hay destacamentos que toman posiciones para cortarnos la retirada. Tenemos que estar más de una hora escondidos detrás de un arbusto. Arriba sigue el fuego. Deben andar a tiros entre sí, los guardias. El mono, el viejo y Felipe han debido perecer. Los puestos de botijos y alfarería habrán sufrido bajas. Se oye corretear a los caballos. Hemos visto algunos grupos de fugitivos y cuando, al amanecer, vamos a encontrarnos a la otra parte de la Moncloa, veo que estamos por lo menos quince. Samar está desencajado bajo las primeras luces. Se marcha de mal humor diciendo:

—¿No querías llevar la luz a los compañeros presos? Ahí la tienes.

Es verdad. Pero ¿qué quería Samar? Se ve que el descontento lo lleva siempre dentro y le sale, con motivo o sin él, cuando quiere. La verdad es que, a la luz, también nosotros nos damos cuenta de que es muy difícil triunfar. En las sombras todo parece fácil, pero de día se ve que los árboles, las casas, el campo y el aire no están de nuestra parte, aunque lo parezca. Son neutrales, y para vencer la neutralidad del verde de la arboleda y del azul del cielo hace falta más fuerza.

No sé cómo ha ocurrido; uno ha dado una voz y un brinco y ha salido corriendo. Con él se han marchado casi todos. Cuando puedo darme cuenta tenemos enfrente a tres carabinas apuntándonos.

Vienen las preguntas y los cacheos. Un policía dice:

—¿No queríais asaltar la cárcel? Habéis salido con la vuestra porque vais a asaltarla de uno en uno.