Placidez de las multitudes violentas
Las grandes avenidas estaban desiertas, pero en seguida podían llenarse de multitudes y las autoridades lo tenían previsto con agentes y guardias en los lugares estratégicos, rondas volantes con motocicletas, y los mismos jefes que recorrían los puestos en automóvil. Había un silencio campesino, cierta paz virgiliana en las avenidas con grandes árboles.
Las comarcales, las regionales, las locales, los grupos, las células tendían sus redes dando noticias y recogiéndolas, enlazando con los enlaces que se les tendían y atemperando las iniciativas a las de los demás. En Madrid, de momento, no se preocupaban las multitudes sino de despertar de su embriaguez para impedir el esquirolaje o hacer el sabotaje más eficaz. Si para ello había que herir o matar, pues… ¿qué remedio? El hambre no era como para ser tomada en consideración aún. Había casos aislados de miseria de los que hay en todo tiempo. Los parados seguían consumiendo los víveres de los almacenes saqueados, que estaban ocultos en lugares diferentes y de los cuales se hizo un inventario a grandes rasgos. Lo cierto es que todavía quedaban víveres para dos o tres días, sin regatearlos, y entretanto Villacampa ya le había echado la mirada a un almacén que tenía grandes pilastras de bacalao, cerdo en salazón y harinas finas. Ya se vería. Pero al mismo tiempo había que procurar armas y pertrechos. Porque eso de comer y tumbarse al Sol ya lo hacen los demás, y por otra parte si toda España había respondido no era menos cierto que el Estado había callado y se había concentrado en su fuerza lúgubre de hule negro y bayonetas para dominar la situación. Parecía haberse replegado, habernos dejado las calles, las plazas, el Sol de mayo. Pero no asaltemos ministerios, no vayamos sobre los bancos y los cuarteles. «Si queréis —parecían decirnos— podéis quemar una iglesia y retiraros». Las iglesias no nos interesan. Vamos a la calle con una ancha sonrisa y navegamos en un triunfo imaginario. Todo es nuestro. Todo es de todos. La embriaguez de una multitud no es un vicio, como en los individuos. Es algo que se llama un «estado de opinión», con el cual negocian gobiernos y fuerzas políticas. La embriaguez de nuestras multitudes es negativa. No se puede negociar con ella. Pero muchas negaciones hacen una afirmación, como en matemáticas «menos por menos da más».
En la embriaguez bajo la tarde tibia hay ya tres tendencias señaladas, que corresponden a otros tantos sectores de la ciudad. En Vallecas, por ejemplo, quieren ir a jugarse la carta militar de las sediciones y llegar hasta donde se pueda. Tienen el criterio de que en el camino revolucionario no se pierde ningún esfuerzo. Todo se transforma y se asimila. Si eso falla hay que seguir, y cuando no haya más recursos hay que seguir aún, a la desesperada. En Cuatro Caminos son partidarios de organizar un frente acumulando todo el material que tenemos para ir en serio a la guerra civil. Si no se aprueba eso, prefieren volver al trabajo por ahora. Luego están los moderados de barrios bajos que, influidos por el espíritu socialista, quieren que se vuelva al trabajo, ya que la protesta por la muerte de Germinal, Progreso y Espartaco está sobradamente realizada y conseguida. En las reuniones clandestinas que se celebran —reuniones con delegados sin credencial, faltas a veces de representantes de organizaciones fuertes— se marcan esas tendencias. Pero entretanto es dulce adormecerse en la tarde de primavera y dejarse embriagar por el vino fluido de los presentimientos. Parecen próximas y seguras muchas hermosas cosas. Los comités están bastante firmes, siguen con pocas bajas. Quedan en la calle muchos compañeros capaces de intensificar el movimiento y darle más fondo. Más extensión no es posible ya. En la calle se encuentran obreros desconocidos y se paran a hablar:
—¿No entráis aún?
—Sí, pero en cuanto suenan dos tiros en la calle dejamos la obra y entonces vienen guardias a protegernos para que sigamos trabajando; pero con guardias al lado no nos da la gana trabajar.
Donde ha habido algún movimiento es en la ronda de Atocha y Paseo de las Delicias. Parece que han querido reanudar el tránsito en las estaciones. Al saberlo, los compañeros de Vallecas han llegado a primera hora de la tarde y ha bastado su presencia y los rumores alarmantes que han hecho circular para que el tránsito se interrumpiera. Se han quedado vigilando algunos pequeños grupos que iban y venían. Algo después de las cuatro apareció el pobre Casanova con aire de sonámbulo. Lleva cinco días sin acostarse. Se acercó a un grupo del sindicato de camareros y quiso hablarles, pero no le hacían caso. Sacó el carnet y entonces uno dijo:
—Casanova, ¿qué quieres?
Casanova hizo un gesto dislocado con el brazo:
—No quiero solidaridad. Lo que quiero es una pistola.
Había en el corro quien tenía dos, pero callaron. Se disculpaban, y Casanova, convencido de que era inútil insistir, los dejó temeroso de perder un tiempo precioso. Iba inseguro de pies, con el gesto aplomado y al mismo tiempo ingrávido del que no duerme; iba nadie sabe a dónde, pero con verdadera prisa.
Como lo vieron andar tan a la deriva, lo siguieron un instante. Al volver una esquina se abalanzó sobre un guardia y consiguió derribarlo y quitarle el revólver. Salió con él a la avenida y disparó al aire. Los disparos rodaban por las avenidas del atardecer y llamaban en las puertas estúpidas del limbo. Era el disparo al aire de los jueces deportivos que señalan el arranque de las carreras. Huyó, perseguido por el guardia desarmado y por otros dos que le salieron al paso.
El incidente rompió la armonía de la tarde. Hacia la noche comenzaban a animarse las trastiendas y los sótanos de la clandestinidad. Con las primeras sombras, la primera reunión. Todas con el mismo fin primordial: mantener enlaces, contactos. Se hacían prodigios de memoria para retener direcciones, números de teléfonos. Era muy peligroso llevarlos escritos, aun con clave. Pero todavía no era de noche. Serían las seis. En cuanto el Sol caía quedaban sin embargo las calles con su peculiar fisonomía. Ya no era extraño oír rumores de multitud en las barriadas obreras o tiros bajo la sirena de una fábrica esquirola que daba la hora de salida. Al caer, el Sol tenía en las alturas color de sangre y la ciudad quedaba sombría y cenicienta. La embriaguez tenía un momento culminante que coincidía con el sonar de las sirenas y después venía la neuralgia creciente de la noche que cada cual sentía en el cerebelo.
Se ocultaba la Luna con una nube gris que tenía forma de oso. La luz ponía alrededor un halo grisáceo. ¿Era la nube que en los bordes se hacía transparente o la pelambre del oso que filtraba la luz? El caso es que sobre la barriada del Norte la nube proyectaba su corto cuello y su pecho peludo y el oso crecía y se ensanchaba sin perder la forma. Graco, uno de los que habían disparado contra la destrozona, levantó la cabeza, vio navegar el oso en las alturas y advirtió a Urbano:
—¡Vaya una ocurrencia! Mira por dónde aparece Fau.
Urbano se sumó al regocijo de Graco y luego advirtió en la sombra:
—¿Sabes que lo de Fau ha caído como una bomba en la Dirección? ¿Has leído esta noche los periódicos?
Habían salido tres diarios y en los tres se destacaba el atentado contra Fau, a quien atribuían virtudes sin cuento. Era un obrero «laborioso», de «buenas costumbres», de «moral intachable». Graco reía:
—No saben lo del Banco del Sur ni lo del ganadero de Valladolid.
—Aunque lo supieran sería igual.
Fau tenía algunos crímenes sobre su espalda. Graco hacía una advertencia muy sutil.
—¿Sabes lo que te digo? Bien mirado, yo he visto que en los comentarios que hacen, y hasta en «El Vigía» el mismo director, se ve como si dijéramos la satisfacción de poder hacerle a Fau ese buen papel que sólo le pueden hacer después de muerto. ¿Entiendes? Se alegran de que les demos la ocasión. Les gusta que lo hayan matado porque la traición y la soplonería son la mayor bajeza entre los hombres.
En el barrio no había luz. Las reparaciones se habían interrumpido en vista de que cada vez corría más peligro la brigada de los esquiroles. Fau en el cielo era una torpe figura bizantina, mal dibujada, iluminada solamente en los perfiles. El barrio soñaba con las comunas libres, y Graco y Urbano salían cautelosamente hacia el campo.
Cuando salieron de la calle de los Tres Peces, la nube había comenzado a navegar hacia poniente. Mantenía la misma forma, y la Luna asomaba por la entrepierna de Fau. Era amarilla. Estaba pálida y sobresaltada. Tenía otras nubes a mano. Graco inspeccionó los alrededores con la costumbre de un revolucionario hecho a la clandestinidad. Echaron a andar muy decididos. La noche se presentaba bien, y si la reunión se celebraba sin novedad al amanecer podrían iniciarse el asalto y la sublevación de los cuatro regimientos de acuerdo con los sargentos complicados. De éstos había dos dispuestos a todo; eran de los que caen en él primer choque o triunfan. No tenían tanta confianza en otro reposado y sereno. Para estas cosas no sirven los hombres reflexivos. Hacen falta locos de locura contagiosa.
La Luna asomaba ya completa entre las piernas del bizantino Fau.
Habían recorrido dos terceras partes de la planicie, cuando de pronto oyeron los chasquidos de unas pistolas. Graco oyó la avispa del proyectil cerca de la oreja y Urbano vio saltar la tierra a su izquierda. Doblados hasta dar con la barba en la rodilla avanzaron a grandes zancadas. Los disparos habían salido del ribazo que bajaba a la derecha, a unos cincuenta metros. Antes de que pudieran cubrirse con el desnivel del terreno sonaron tres o cuatro más. Ya en la rampa de descenso hacia la casa, Urbano preguntó a Graco si lo habían herido.
—No hay novedad —contestó.
Entraron en la casa tomando precauciones. El silencio hacía más honda la soledad. La casa estaba vacía. Encendieron una cerilla y buscaron a través de sus propias sombras. Sobre una mesa de pino había un papel escrito:
«La casa está sitiada. Retroceder por la derecha hacia el canalillo.»
Debajo había un signo al parecer arbitrario, pero Graco se fijó en él y advirtió:
—Quiere decir que no vayamos por ese camino. Hay que huir por la izquierda hacia el depósito de aguas.
Salieron y se dispersaron. Sálvese el que pueda. No sabiendo qué hacer, Samar se dirigió al pabellón del cuartel de artillería y vio que salía un automóvil con escolta. «Ahí va el coronel», se dijo. A alguna reunión en el ministerio de la Guerra.
Entró en el cuartel y el sargento de guardia, que era uno de los conjurados, lo recibió al oírle el santo y seña.
Samar le dijo que lo esperara y se dirigió al pabellón del coronel. El sargento le había dicho: «El coronel y los oficiales son también enemigos del régimen. Son monárquicos».
—Ya lo sé. Por eso ha sido posible todo esto.
Entró Samar en el pabellón y le salió Amparo al encuentro. Era ya al caer la noche y Samar comprendía que había un gran riesgo inútil en todo aquello. Pero ¿no eran también inútiles los demás peligros?
Allí estaba ella. No podía menos que estar, y lo esperaba. Lo esperaba siempre —dijo—. Pero, además, estaba vestida de novia.
Soltó a reír Samar pensando: «Ella también está loquita a su manera, como cada cual en estos domingos rojos». Sólo que su locura era un poco más poética. Velos, cendales, incluso las consabidas flores de azahar, tan estimulantes y prometedoras.
La risa de Samar extrañó a Amparo, pero todo se arregló cuando comenzaron a hablar. Él preguntó gravemente:
—¿Para qué te has puesto este vestido?
Ella repitió que se lo estaba probando y pensaba en lo bonita que hubiera estado para él. Aquellas palabras se las había dicho muchas veces.
Samar sentía sus brazos alrededor del cuello. Brazos fríos, redondos, firmes. Comenzaba a sazonar en ellos la primavera. Se escapaban de las manos y la carne crujía como las manzanas. «Lucas, sol». Él la abrazaba, pero sin alzarse sobre la tormenta de sus encontradas reflexiones. Le preguntó:
—¿Te enteraste de lo que ocurrió ayer al marcharme?
Ella se separó y se la vio concentrarse en una repentina angustia. Balbuceaba:
—Cuando oí los tiros creí que podías ser tú la víctima. Te vi huir. Un hombre se moría debajo de mi balcón. Samar se encogió de hombros:
—Había puesto a la policía en antecedentes de lo que hacíamos. Era un traidor y los traidores deben morir.
Entonces vio Samar que Amparo iba a hablar y no sabía con qué palabra comenzar. ¡Ella, que nunca meditaba las palabras! Amparo consiguió, sin embargo, serenarse. Samar leía en el fondo de sus ojos cuando los podía escudriñar y cuando, como ahora, los hurtaba leía todavía mejor.
La angustia de Amparo era, con el traje de novia, una angustia cinematográfica. Pero ¡qué graciosa en su armonía!
Amparo se mantenía serena y firme otra vez.
—Yo —decía— veo el mundo así. Primero nosotros y después todo lo demás.
Fuera del recinto de aquel pabellón, en la calle, en el ambiente de Samar, lo imposible no existía. Todo era posible, todo era superable. ¿Y ella? ¿Y ella? Una voz que hubiera gritado «¡imposible!» se hubiera visto ahogada por las olas de una embriaguez siempre creciente.
Samar echó atrás la cabeza para mirarla. Tenía en sus brazos una gavilla de flores silvestres y su cabeza estaba ebria de una alegría virgen que no había tenido nunca. Ella repetía, con un rumor desesperado en su garganta: «Imposible», y buscaba los labios de él y se ceñía a su torso y a sus piernas. No era la mujer. Ni siquiera una mujer. Lo mismo que «siempre» vencía al tiempo y «más» vencía al espacio, ella en sus brazos era un infinito negativo, un infinito hacia atrás: un «menos infinito». El cuerpo se vengaba de los sueños realizándolos todos en un instante y Samar sentía que algo estallaba dentro de su conciencia y se hacía luz y lo incendiaba todo.
De pronto ella se desprendió de sus brazos:
—Ven.
Él siguió los pasos de Amparo por la alfombra que trepaba zigzagueando en las escaleras y luego creyó diluirse y desaparecer otra vez entre la triple blancura del traje de novia, de la carne de novia, y de la noche de mayo. Pero esta vez sin volver a salir a la luz de las ambiciones, los sacrificios a la luz de las cosas que son y pasan y morirán. Negándose y negándolo todo. Samar pensaba al entrar en el cuarto de ella.
—Aún podríamos salvarnos los dos.
El veneno todavía era una delicia. Después celebraron sus fiestas de primavera sin sorpresa, sencillamente, sin lágrimas, con una pasiva embriaguez en ella y activa en él. Samar no recordó, nunca nada relacionado con aquella noche. Ni si fue una noche o uno de tantos sueños de una noche o la sombra de un atavismo de sus bisabuelos, o el día de su propio nacimiento, o del triunfo de la revolución que todavía no habían hecho. Sabía que en los últimos instantes del recuerdo de ella aparecía un hombre asesinado al pie del muro y unos ojos femeninos espantados que decían:
—Como no lo recogieron hasta la madrugada, aquella noche tuve miedo.
Fau estaba en el fondo, mugiendo. Pero concretamente no recordaba ya nada más, como no fueran aquellas palabras cuando se disponía a huir del pabellón y probaba a huir de sí mismo llevándosela a ella en los labios. Samar no hablaba. Se la quería llevar, hecha perfume, en los pulmones y sorbía en sus labios. Amparo dijo lanzándole el aliento al paladar y a la garganta:
—Es la última vez que nos vemos.
Seguía Samar devorando sus labios. Luego se desprendió y huyó. Desde el balcón, ella agitó la mano en el aire. Con el camisón de novia era el fantasma floral de mayo. Vio a Samar junto al muro atisbando la vigilancia. Ella volvió a decir:
—Es la última vez.
Samar no podía comprender. Si hubiera comprendido, aquello le habría parecido de un romanticismo idiota.