XIX

Habla el autor sobre la magia del pasado

Fue Samar a un teléfono público, hizo dos o tres llamadas sacando los números de un papel donde los tenía apuntados (simulando la clásica suma por si acaso la policía los apandaba) y volvió al lado de Emilia:

—No puedo ir a ninguna parte, ni tendré donde dormir esta noche.

—¿A ninguna parte?

—Bueno, a la cárcel.

—¿No te apetece?

Dijo que por el momento prefería quedarse en la Moncloa y a la noche dormir en algún banco próximo, con la cabeza en la falda de Emilia.

Por el momento se quedaron acodados en la gruesa baranda de hierros tubulares. Miraban el mapa de España en relieves orográficos y depresiones fluviales.

El Mediterráneo olía a nitrógeno, como se puede suponer. Nitrógeno renal y samariego.

—¿Qué pasará si estoy preñada?

—Por el momento nada, pero un día parirás. Es lo más probable.

Ella se quedó meditando. Tenía un perfil ambiguo de chico un poco bobalicón.

—Es una responsabilidad traer un ser humano al mundo.

—Lo es.

—Sobre todo en España.

—En todas partes, mira ésta. Siendo hijo tuyo y mío será hermoso y genial. Genial por ti.

—Vaya —dijo ella con una cara de falsa atención.

—La España castrense nació hace más de veintidós siglos. La otra, la colonial se pierde en las nebulosas de la prehistoria.

—Hablas como un maestro de escuela —dijo ella.

—Lo que tú necesitas. Como todos sabemos la península ha sido siempre palenque de guerra. Estacazos por un lado y por otro. Durante la invasión romana se fueron creando campamentos castrenses en todas partes, sobre todo en Castilla. Castrum, castro, castillo, Castilla. Dos siglos de peleas —antes de Cristo— fueron dando a esos castros un aire semicivil y un estado de permanencia contra todas las razones naturales. Aquellos castros tenían interés estratégico, pero no estaban asentados en lugares de riqueza natural. No se fundaron pensando en crear riqueza española sino en destruir riqueza y vidas españolas. En seguir sacudiendo estopa.

—Eso lo creo aunque no me lo jures —dijo ella apartando una mecha de pelo y poniéndola detrás de la oreja—. La humanidad ha sido mala siempre, ¿verdad?

—Psss, de todo ha habido.

Samar seguía, no se sabe si en serio o en broma, sin dejar de mirar el mapa en relieve:

—Se atornillaban los soldados romanos en aquellos recintos cercados durante dos o tres generaciones y entretanto los pelaires, guarnicioneros, tundidores, panaderos, sastres, zapateros, fundidores, herreros de yunque, acudían al reclamo del oro y de la plata romanos y se quedaban también al socaire de las murallas donde se sentían seguros. Más tarde algunos de esos castros desaparecieron, pero otros no. Las guerras visigóticas de sucesión a hostia limpia y luego las de reconquista contra los árabes mantuvieron muchos castros en ejercicio. Durante siglos, también. Cuando la guerra de reconquista terminó, esos castros seguían viviendo por inercia.

—¿Qué es inercia?

—Huevonería.

—Y eso ¿qué es?

—Tener la sangre gorda.

—Vaya.

—Es como los andaluces cuando dicen que hay años en que no tienen ganas de hacer nada.

—Ya veo.

—El castillo en el centro y en lo alto. Los artesanos y los pastores alrededor con algunos secarrales de magros provechos. Riqueza natural no la había, pero el hábito seguía manteniendo a la gente pegada a las altas murallas. Entre ellas se construyeron capillas colegiatas, catedrales, a veces empleando las piedras talladas de las fortalezas. Ya no había generales romanos que ordenaban y pagaban los servicios, sino un cura que hablaba de resignación y recogía los diezmos y primicias.

—Como en Ávila y en Zamora y en Ciudad Rodrigo —dijo ella, pensativa.

—No pocas ciudades de esas siguen malviviendo hoy en España, sobre todo en Castilla, gracias a la asistencia del Estado que envía regimientos, instala cárceles y oficinas de Hacienda y Gobernación y Justicia. La gente pegada a las piedras, como los lagartos, toma el sol, se rasca y espulga y reza. Pero casi siempre reza mecánicamente a un dios de cuya existencia duda. Reza por si acaso.

—Algunos creen, de veras.

—Sí, por ejemplo las putas. Todas viven en el barrio de la catedral y cumplen con parroquia en la Pascua. La permanencia hoy de esa España es tal vez el mayor problema y el que los abarca todos. Es una España colonial (del latín colonia, cultivo de la tierra). Un español colonial de Málaga o de Barcelona no se entiende fácilmente con el hidalgo de Ávila o Sigüenza. El «colonial» vive de su trabajo. El otro quiere vivir del cuento, del gesto o del aire. Y tal vez de la bragueta. Los castros de Castilla siguen hoy a la sombra de los castillos en los que no hay oro ni plata de Roma sino curas que hacen rogativas para que llueva sobre las espigas sedientas o sobre las retorcidas encinas. Como los diezmos no bastan los curitas reciben sueldo del Estado, igual que los policías y los verdugos. La España colonial, esa que se ve en los valles y en las riberas color ocre, hizo todo lo importante en la historia, incluido el descubrimiento y la colonización de América que, la verdad, no fue gran cosa porque los indios eran gente desnutrida y entontecida por el abuso de la coca o de la marihuana. La España castrense no hacía sino mantener el tipo, como dicen los actores. Desde entonces todo es hablar de un imperio que no existe y del «gesto», del «desplante» y de la «petulancia» ibérica. De lo que no hablan es de la ruina económica ni de la esterilidad cultural. Ni del hambre ni del crimen secreto o abierto. Ni tampoco del descrédito exterior. Ni de los monopolios explotados por algunas órdenes religiosas disfrazadas, todavía.

—¡Ya apareció el peine! —dijo ella.

Samar soltó a reír. Luego dijo contemplando el Mediterráneo amarillento:

—No seas borrica. Si quieres el futuro tienes que conocer antes el pasado y el presente. Calla y escucha. Los grandes soldados de nuestra historia fueron gente del pueblo. Los escritores que han dado a España leyenda y realidad, también. Y han sido siempre malquistos por la sociedad castrense. Su tozudez en adaptarse a esa España de los castros anacrónicos resultó inútil y por una razón u otra casi todos conocieron la persecución y la cárcel. Desde el granuja arcipreste de Hita y el santico iluminado San Juan de la Cruz, desde fray Luis de León y Cervantes hasta el cachondo Lope de Vega y el paticojo Quevedo —a pesar de sus pujos de caballero de Santiago—, sin hablar de los favoritos de la inquisición como los hermanos Valdés, Vives, Miguel Servet y tantos otros. Más tarde entre los románticos si no se suicidaron como el ceniciento Larra y en la generación siguiente el curdela Ganivet tuvieron que pasar por la emigración y la cárcel, entre ellos algunos aristócratas liberales como el duque de Rivas y Martínez de la Rosa, tontos los dos, uno en prosa y otro en verso. La república representa, a pesar de todo, la victoria de nuestra España natural. Todos los hombres de creación de nuestro tiempo fueron al principio republicanos. Entre ellos, naturalmente, los escritores. ¿Podía ser de otra manera? Y los que algo representan hoy han conocido igual que sus colegas del siglo XIX y del siglo XVIII o XVII la persecución y la cárcel. En la cárcel o en el exilio o en ambos han estado el tontiloco Unamuno, Baroja, Valle Inclán y estarán Machado, García Lorca, Miguel Hernández si no los pasan un día a cuchillo, siempre lejos de los castros, es decir de los burgos podridos.

—Tienes una verba de hombre de pro. ¿Qué quiere decir hombre de pro?

—¡Calla, coño! Cualquier español conoce a su compatriota como colonial o castrense por la manera de andar, de decir buenos días o de mear contra el mar mediterráneo. Mira el mapa y escucha. El panorama histórico no es, sin embargo, tan deslindado ni sus líneas tan correctamente definidas, ¿me oyes? Comprendo que en Cataluña hay elementos castrenses y que en Salamanca los hay coloniales, aunque también es verdad que a los profesores que se han atrevido a representar el pensamiento colonial en Salamanca (el Brócense, fray Luis de León y otros) les han dado más que a una estera. Los filósofos de acento colonial ya fueran castellanos (Juan de Valdés) o valencianos (Vives) tuvieron que vivir fuera de España por si las moscas. Como digo no todo es colonial en Cataluña. Es verdad que los catalanes han tenido también caballeros andantes, pero el caballero catalán se llamaba Tirant lo Blanc y es la antítesis del caballero Cifar y otros fundadores del género. Eso no quiere decir que las cualidades castellanas no aparezcan a veces en las riberas del Llobregat y las catalanas en las tenerías de Segovia. En todo caso ese contraste (sol y sombra) de lo colonial y lo castrense sólo se da en España, y se comprende si pensamos que de los veintidós siglos de historia documentada que tenemos nos hemos pasado diecinueve peleando dentro de nuestras fronteras. Los períodos de paz superficial relativa (siglos XVI, XVII y XVIII) han estado minados por una sorda lucha de ideas representada por las persecuciones de la inquisición y además tenemos guerras también dentro y fuera de España, en Europa y en América. Y en el siglo pasado guerras napoleónicas y guerras carlistas. Esos siglos de espada y lanza, mangual y trabuco hicieron de la geografía de España un mapa militar en donde las alturas tenían valor estratégico y los valles valor económico. Hay pocos valles en España que no estén dominados por un castillo al que han tenido que servir por deficiencia glandular.

—¿Cómo dices?

—Por falta de testículos. Ahora están enmendando la falta. En todo caso la montaña es castrense, el valle colonial. La montaña sueña y pelea y exige raciones al valle que trabaja y produce y trata en vano de hacer leyes civiles. En Aragón, donde tenemos el bajo y el alto y donde los ejemplos coloniales y castrense son de una elocuencia especial, la gente ha formado dichos y proverbios. En el aspecto psicológico no está de más recordar que el montañés típico es inseguro de carácter, aventurero, pendenciero, embustero y quimerista. Le gusta el contrabando, la caza, la guerra, la iglesia y el puterío. La aventura en el mar o en ultramar. El castrense montañés era el que encontraba sólo tres salidas en la vida española, iglesia, mar o casa real. El ribereño es hacendoso y de espíritu más ordenado, es decir, un poco huevón, pero está despertando con nosotros. El montañés tiene tendencias autocráticas y el de la tierra baja democráticas. Por ley natural, claro. La mujer en cada caso suele inclinarse a lo contrario que el hombre. Los sexos bien diferenciados son una parte del buen orden natural. Y los campesinos del Alto Aragón dicen: Muller d’abaixo con home d’arriba, casa abaixo. Quieren decir que el montañés arbitrario y déspota y la mujer del valle acostumbrada a vivir del cuento y a hablar sin ton ni son con la obsesión de la comodidad y la fachenda arruinan el hogar. En cambio lo contrario resulta muy bien: Muller d’arriba con home abaixo, casa arriba. La mujer montañesa tiranizada por el hombre a través de las generaciones, cuando marida con el hombre de abajo laborioso, comprensivo y de buena pasta levantan la hacienda y se enriquecen. La montaña y el valle están muy bien diferenciados. Y la montaña es castrense en España, país de castillos.

—¡Ya te atrapé! —dijo Emilia.

—¿A mí?

—Va a resultar que te gusta que el labrador de abajo se haga rico.

—La propiedad de consumo me parece bien. No la de explotación o especulación. En eso yo disiento de Proudhon.

—¿Quién es ese tío?

—El obispo de Alcalá.

—Ah —dijo ella con un respeto reverencial.

Samar continuaba hablando casi mecánicamente:

—El único campo de la vida española donde la síntesis de lo colonial y la castrense se ha hecho es el de la literatura. Los buenos libros, que no son muchos. Nuestros libros representan una síntesis en la que predomina lo colonial, es decir, lo substancial y radical español. Por eso —por esa síntesis— nuestra literatura vale la pena y por no haber sabido hacerla en su campo los políticos, nuestra política es puro estiércol. No es extraño, pues, que la literatura dé gloria y luz a España y la política desgracia, sombra y hediondez. El ejemplo mejor de esa síntesis de lo colonial y lo castrense es La celestina, que roza el prodigo. El Quijote repite el milagro aunque de un modo más corriente, por decirlo así, quiero decir más lógico y accesible, ya que Cervantes es un santo obligado a pecar, un héroe obligado a mendigar y un genio obligado a hacer morisquetas, a veces, en el mercadillo de los pequeños logros. Lo más triste es que él lo sabe. Sabe la miseria implícita en esas cosas mejor que nosotros. Casi toda la novela picaresca es también una síntesis.

—¿Qué es una síntesis?

—El tercer término dialéctico: tesis, antítesis y síntesis.

—Vaya —dijo ella, impresionada.

—Hay en la picaresca mucha sátira venenosa contra la iglesia y contra la justicia legal, pero los demás aspectos de la vida española están tratados con una tendencia al entendimiento. El hidalgo hambriento del Lazarillo de Tormes no es un matamoros arrogante sino un hombre pobre que espera su oportunidad. Sonreímos leyendo esas páginas, pero sabemos que si a ese hidalgo que no tiene más que su espada lo ponen en condiciones adecuadas harán de él un Roger de Flor o un Paredes o un Gonzalo de Cordova. Un hijo de puta con estrella. El lazarillo lo presiente por instinto. La España colonial sabe también de heroísmos y de santidades. Sin ella no se hubiera conquistado América ni llevado alrededor del globo nuestro idioma. Lástima que la síntesis que hemos sabido hacer en la literatura desde el Arcipreste hasta Lorca no sepamos hacerla en la política. Aunque en eso estamos. Por un hecho curioso en las letras hasta los autores de naturaleza más castrense, como Calderón, daban su obra definitiva en el plano populista: El alcalde de Zalamea. En cambio, en la política moderna hasta los jefes de partido más coloniales (Azaña, por ejemplo) a la hora de la verdad se inclinan a lo castrense —Casas Viejas—, tal vez por el peso de una tradición de diecisiete siglos. Entre los políticos españoles había muchos escritores frustrados: Cánovas del Castillo, Maura y el mismo Azaña. Todos tienen una novela inédita y un drama sin estrenar. Pero si hicieran ellos en el campo de la acción política y de la organización y administración las síntesis que hicieron los escritores españoles, otro gallo nos cantaría. El pueblo español no tendría hambre ni padecería esclavitud. Hasta los místicos castellanos y más tarde el jesuita Gracián lograron esa síntesis a su manera y por haberla logrado recibieron las coces de la España castrense o de la parte más castrense, más encastillada, de sus órdenes religiosas. El secreto es muy simple, como suele pasar con las cosas de apariencia complicada. Los escritores han sabido comprender la cosa (sobre todo los escritores de entendimiento más que de intelecto). Los políticos parece que se afanan y empecinan en todo lo contrario, en confundir el laberinto. Por otra parte, mientras el escritor se explaya el político deslinda, cerca y excluye. Cada político español que forma partido parece seguir una tradición castrense y construirse un fortín, donde se encierra poniendo el rifle en la aspillera. Yo creo que el día que bajen todos al valle, a la ribera, y sepan entender y hacerse entender de la España radical —de raíz— muchos de nuestros males estarán resueltos. Seremos felices o desgraciados, pero lo seremos todos juntos y trabajando en una misma dirección, si eso es posible aún. Ad majorem Dei gloriam. Y tú que lo veas, fémina dilecta. He dicho.

Emilia se puso a aplaudir y dijo con la mayor seriedad:

—¡Qué culturón y qué pico de oro! Júrame que no les has hablado así a tus otras novias. A Star García ni a la burguesita hija del coronel.

—Star no es mi novia.

—Pero la otra sí que lo es.

—¡Cállate!

—¿Qué pasará si no me callo?

—¡Que te daré en la boca! —dijo Samar, achulado y brutal.

—¿Tú? —preguntó ella, escandalizada—. ¿Que me darás?

Arrepentido y avergonzado Samar dijo:

—Un beso, tonta catequista.

—Pues dámelo.

—¿Todavía quieres más?

—Eso, tú sabes. Nunca la deja a una saciada del todo.

—Bueno.

Pero Samar no se lo dio, porque era de los que decían que a las mujeres hay que dejarlas siempre con un poco de hambre insatisfecha. El hartazgo es malo en todas las cosas.

Allí se quedaron la mayor parte del día y por la noche se instalaron en un banco próximo, bajo los árboles. Samar se desató el cinturón y los zapatos, se acostó y puso la cabeza en la falda de Emilia.

No tardó en dormirse porque ella le acariciaba la cabeza suavemente con las puntas de los dedos.

—Este ha sido un verdadero domingo —decía él.

—¿Rojo?

—Rojiblanco, más bien. Pero muy dominical, es decir, especialmente soleado. Porque dóminus quiere decir el sol. El domingo es el día del sol. Y también del Señor. Tu religión es heliosistica, como todas, y adora el sol. Dóminus es el sol.

Hablando así se durmió y siguió dormido cuatro horas justas, durante las cuales Emilia se dedicó a mirar el cielo estrellado y a desentrañar los rumores sospechosos a su alrededor. Luego despertó Samar y se acostó ella poniendo su cabeza rizada en los muslos de él, quien, además, se quitó la chaqueta y con ella le cubrió las piernas.

También ella durmió tres o cuatro horas. Como Samar solía dormir más que ella y no había tenido bastante se le caía a veces la cabeza sobre el pecho o sobre un hombro. Cuando era sobre el pecho no respiraba bien y roncaba un poco.

La Vía Láctea seguía desplegando sus galas encima de ellos.