La Virgen de la Ira Propicia — Frente Único en la oración— Antifonario
(Tiene la palabra la tía Isabela).
La señora Cleta no me ha querido tener más tiempo en su casa. ¡Valiente casa! En las doce horas que he estado allí me he llenado de pulgas. Y luego ella no hacía más que hablarme de que cuando vivía su marido no la dejaba a sol ni a sombra con los celos. El marido debía ser un badanas. Y por lo que ella presume de sus celos, más que una mujer guapa se me representa una mujer bastante puta. Para que me marchara me ha refregado por las narices que la comprometía como viuda de militar. Con eso le parecía que me demostraba ser más que yo. Cuando ella se haya lavado cuatro canastos de ropa estando el marido enfermo y sin jornal, lo creeré. ¡Y duro con que su hombre era oficial de Seguridad! Repetía:
—Mi hombre mandaba a cincuenta guardias. Aguardaba un poco y seguía metiendo cizaña:
—Claro que en los tiempos de revuelta mandaba más. Yo le dije:
—El mío los hacía correr a todos como conejos.
A ese paso yo sabía que llegaríamos a agarrarnos del moño y allí era donde yo la aguardaba, pero me ha tenido miedo y ella misma me ha buscado alojamiento para esta noche en casa de Lucrecia, la mujer del cabo. A la que le hace muchos amores la señora Cleta es a Star. Yo, para que no le resultara tanta gorronería a Lucrecia, no he dicho nada a mi nieta. Allí se ha quedado con el gallo. El gallo es para ella antes que yo y antes que todo. No tiene corazón. Ahora vienen los chicos al mundo dejándoselo en el vientre de la madre. Cuando se ha enterado de la muerte de Fau no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor fue el que metió en la cárcel más de una vez a su padre, sino que dio un suspiro de satisfacción y le dijo al gallo:
—Ya estarás tranquilo. Fau te había echado la vista, no ahora sino desde antes de la República. A veces te encontraba en el portal. Yo salía y te metía en casa, y entonces él escupía, chascaba la lengua y se marchaba con un palmo de narices.
En casa de la Lucrecia da gusto estar. Hay más claror aquí de noche que allí a las doce del día. Y eso lo hace la limpieza. Luego ella, como tiene marido, ya no siente ganas de ser más que otra. De joven la mujer necesita tener cerca el recuesto. La señora Cleta aún no es vieja, y como no lo tiene está desazonada. Cada vez que va a la iglesia y agarra un cirio se pone a morir. ¡Yo me río mucho cuando las veo así, tan finas y sin calzones que planchar!
La casa de la Lucrecia se la hizo el cabo antes de casarse. Compró a plazos el terreno allá en las quimbambas, y como es albañil en menos de un año estaba levantada. Tiene un piso, falsilla y sótano. Desde entonces han ido haciendo más casas entre la suya y nuestro barrio, y ahora ya está junta con las demás. El cabo no es que sea cabo sino que lo dice la gente, porque cuando cortejaba a su novia estaba en el servicio militar, era de caballería y venía por el barrio con un sable muy grande. Es buen mozo y era muy amigo de mi pobre Germinal. Yo hago buenas raigas con los dos y en cuanto he venido me he puesto un mandil y he comenzado a faenar por la casa. No había nada que hacer, sino la cena, pero he ido por agua, he pelado patatas, y hasta me he llegado a mi casa a buscar unas cebolletas enanas que son gloria pura. Los agentes fumaban en el patio:
—¿Qué hay, abuela?
—Y se reía el de las gafas. Luego, para que no me hablaran, he estado espantando perros o llamándolos con el chuflo hasta que he vuelto a salir. Pero son gente sin conciencia y todo les da igual. La noche está fresca y el cielo bien cuajado de estrellas. Cuando volví a casa de la Lucrecia estaban dentro Gómez, Graco, Santiago y Buenaventura. Luego han llegado Bienio Margraf y Liberto. En las dos esquinas más cerca de la casa había dos hombres de los nuestros que estaban a la centinela. Han hablado todos con prisa. Liberto abre y cierra los ojos mucho cuando está callado y luego no pestañea mientras habla. Elenio es muy marchoso y no escucha lo que le dicen porque parece que lo tiene todo pensado y sabe lo que tiene que decir en toda su vida. Ellos dos y el cabo hablan de que hay que «trasladarla» con los mayores cuidados y celarla religiosamente. Ya hay sitio dispuesto. Entonces el cabo dice: —¡No hay manera! ¡Esto es un jubileo! Se marchan dejándole dicho el lugar de la reunión para más tarde.
Ahora veo que Graco y Santiago tienen la pistola al lado, encima de un banco y que no se separan del costado de la puerta. Me asomo intrigada y no veo nada. El cuarto no tiene, más que una cama, un lavabo, dos estampas de la libertad y la revolución como las que tengo yo en casa. Miro debajo de la cama y no hay más que un orinal y las zapatillas viejas de Lucrecia. Como veo que nada me dicen nada pregunto, pero no es por falta de ganas. Yo siempre había tenido muy buena idea de estos compañeros. Formales, poco habladores y con buena fama. Yo me lo represento al cabo como a mi Germinal. Siempre en lo suyo. Pero no podía pensar todo esto. Por lo visto el cabo es alguien. Lo cuidan —a él y a su compañera— como cuidaban antes a los reyes, y no parece sino que en lugar de la cama de matrimonio está la divina custodia. Las dos centinelas que hay afuera no dejarán pasar a ningún sospechoso. ¡Que vengan los perros, que vengan! Al gafitas ése querría yo ver aquí.
Han entrado dos que no conozco y se han sentado donde los otros. Los de antes se han marchado mirando el reloj y guardándose las pistolas. Al salir me han dicho:
—Animo, abuela. Ya las pagarán.
—¡Dios os escuche!
La Lucrecia pone en la mesa un jarro, pan, cinco platos. Los dos de las pistolas se acercan con el cabo y se sientan. Me dejan a mí el mejor sitio y yo protesto:
—Nosotras, después. Ahora coméis vosotros; Lucrecia y yo cuando hayáis acabado.
El cabo dice que no. La Lucrecia trae la cena de una vez, se sienta también y por lo que veo comemos todos a un tiempo. En casa no lo hacíamos así. Primero son los hombres y una ha venido al mundo para servirlos. Me han dejado el puesto más principal, aunque sé que no lo hacen por mí, sino porque soy la madre de Germinal. La cena es corta, de casa pobre, pero sabrosa, y como Lucrecia y el cabo se llevan bien es una gloria mirarlos a la cara y verlos tan contentos. Los dos que estaban en el banco, guardando la puerta del dormitorio, han comido bien. Luego encienden un cigarro y vuelven a su puesto. Hablan ahora los tres y el cabo dice con mal talante:
—¡Lástima que no haya más remedio que liarse a tiros!
—Tontería. Sólo se convencerán cuando les pongamos el pie en el cuello.
Después de cenar me entra soñera. Pero temo que si me duermo me van a despertar en seguida a tiros. Parece que no ocurre nada, pero lo cierto es que entre los gestos y las palabras se ve que esta noche tiene aquí su misterio. El cabo pasea, nervioso:
—¡Esto es la rehostia!
Para darle la razón entran dos individuos. Uno es cojo y me parece que lo he visto alguna vez pidiendo limosna. Lleva barba canosa y representa unos cincuenta años. El otro no es viejo pero tiene una cara que da espanto. Hablan con el cabo y pasan al dormitorio. Yo me asomo poco después y en el dormitorio no hay nadie ni tiene puerta ninguna de salida:
—Rediós; esto es cosa de brujas.
Pero ni Lucrecia ni el cabo se preocupan. Entra la gente, desaparece, y aquí no ha pasado nada. Vuelvo a sentarme y me adormezco. La mesa se pone de medio lado, se inclina y cuando va a ponerse patas arriba yo doy un respingo. Lucrecia recoge los platos y yo le digo que espere un momento y fregaremos las dos. En cuanto doy tres cabezadas ya estoy despabilada y puedo faenar como si tal cosa. Pero esta vez me parece que me voy a quedar roque.
El cabo me dice:
—Aquí nadie ha perdido tanto como usted.
Pero mientras los veo a todos afanados en vengar a mi Germinal, parece como si mi hijo no hubiera muerto. Lo malo será cuando todo esto se acabe y vuelva a hacer la vida de siempre. El cabo dice que eso ya no será nunca.
—¿Por qué? Yo he visto muchas cosas en este mundo y no tengo tanta confianza. Hay que matar a mucha gente y para eso hay que llevar uniforme. Con chaqueta y gorra no podréis matar más que a algún guardia.
Les cuento que salí dispuesta a volar la ciudad y luego tuve que ir dando las bombas a los compañeros de mi hijo. El cabo suelta a reír. Se me ríe en las barbas, y yo, por no contestarle, me voy a la cocina. Lucrecia no quiere que la ayude y me envía a la cama; como si fuera un vejestorio inútil. Yo me quedo ayudándola. ¡Estaría bueno! Irme a dormir ahora cuando desde hace cuarenta años soy la última que se acuesta en casa y la primera que se levanta. La cama es para los viejos y yo aunque lo parezca no lo soy.
—Entonces no se acostará usted, tía Isabela.
—¿Por qué?
—Toda la noche habrá gente en casa.
Como ven que no pueden conmigo me dejan que ayude en las últimas faenas. En el cuarto de al lado se oyen voces. Yo me siento y vuelvo a cabecear. De vez en cuando oigo pasos y me despierto. Entran más obreros. Algunos, viejos que más les valdría estar en la cama. Uno, sobre todo, que arrastra los pies y tiene los ojos llorosos y le tiembla la mano. Todos pasan al dormitorio del cabo. Yo rezo para no dormirme del todo. Saco el rosario y voy pasando cuentas: «Por el hijo, que gloria tenga». Cuando me acuerdo que están los agentes en mi casa, no puedo seguir rezando. «¡Hostia bendita!». «¡Si los cogiera donde cantan las perdices!». Dios dijo: «perdonad a vuestros enemigos», pero nada habló de los agentes de policía y de los guardias. Mi hijo cayó en la calle con la cabeza llena de ideas buenas. Yo no puedo rezar para que Dios lo perdone. Estoy segura de que no necesita que lo perdone nadie. Tampoco él tenía nada contra Dios y no lo acusaba ni lo perdonaba. De igual a igual, ninguno iba contra el otro. Yo rezo porque tenga paz y gloria en el otro mundo como las tenía en éste. Aunque luchaba y aunque lo mataron, él siempre tuvo paz porque no le vi que pensara una cosa hoy y otra mañana ni que dijera una cosa e hiciera otra. Y la gloria yo me la figuro como un lugar donde todo el mundo tiene que comer, hablan bien de uno y lo estiman y lo respetan. Por eso mi Germinal tuvo paz y gloria aquí y voy a rezar este otro «misterio» para que no le falten allá.
Pero no termino. Doy una patada en el suelo y el cabo me pregunta:
—¿Qué le pasa, abuela?
—¡Coño, que me duermo!
Y como veo que hago mal papel me voy a dormir. Bueno, eso de dormir… Me paso las noches soñando. La noche antepasada soñé que todos los señoritos y las burguesas se habían retirado de la calle y nosotros éramos los amos. No había guardias ni «perros» y guisábamos con una hornilla en la Puerta del Sol y en la Cibeles. Luego organizábamos baile y la señora Cleta se levantaba las faldas en el centro de un corro y movía los brazos diciendo que era viuda de militar.
Eso fue anteayer. Ahora… Bueno, ya veremos. Estoy en la cama y voy a ver si duerno. Porque a veces me duermo sentada en una silla y luego en la cama no lo consigo. Cosas de este cuerpo que es un reloj descompuesto. Oigo voces nuevas ahí fuera. Lucrecia va a la cocina y hace ruido de vasos. Discuten a voces. Alguien pide silencio y ahora se oye hablar a Samar. ¡Cristo, no hay quien aguante en la cama! Me visto y salgo a ver qué pasa. La puerta está abierta y entran unos hombres como gusanos que se arrastran por la pared sin hacer ruido. Van al dormitorio del cabo y cuando yo me asomo allí ya no hay nadie. Al poco rato sale del cuarto un viejo lisiado santiguándose. Yo no lo había visto entrar. Samar le pregunta:
—¿Por qué hace eso?
El viejo lo mira y saca una voz de los tobillos:
—¡Ah, muchacho!
Luego señala el dormitorio:
—¡Igual que una Virgen pa los pobres! Cuando lo veas también tú te santiguarás.
Yo vuelvo al dormitorio. No hay nadie. Me restregó los ojos y voy a la puerta de la casa. Alrededor duermen en el suelo cuatro o cinco desarrapados. Más allá vigilan dos de los nuestros. Esta es la parte más miserable del barrio. No hay más que ladrones y muertos de hambre. La casa de Lucrecia es como el palacio del obispo, al lado de tanta miseria. Madrid está oscuro. Dicen que han roto con unas tijeras todos los hilos que llevan la luz a las casas. Bien hecho. En este barrio y entre estos pobres hijos abandonados de Dios la luz no hace puñetera falta. ¿Para qué? ¿Para ver piojos y podredumbre? Pero Madrid está allá abajo. Y mi hijo…
—¡Eh! ¿Qué piensas tú de Germinal?
—¿Yo? —responde un bulto negro que suspira ahí al lado—. ¿Qué quiere usted que piense?
—Pero no había otro como él, ¿eh?
—Hombre. Cada cual tiene su alma en el cuerpo.
Pasa un minuto sin hablar y le pregunto bajando la voz:
—¿A qué venís aquí? Me mira extrañado:
—Si no lo sabe, no se lo puedo decir.
¡Carajo con los misterios! Al entrar dice el cabo con una mezcla de miedo y de satisfacción:
—Lo sabe todo el barrio y no se ha enterado la policía. Pero ahora la vamos a trasladar a sitio seguro.
Por fin veo que entran otros dos al dormitorio y me voy con ellos. Al lado de la cama hay una trampa en el suelo. La levantan y aparece una escalera abierta a pico. Bajan ellos y detrás yo. Si no es para mujer, ya lo dirán. Abajo hay hasta tres docenas de personas. Como el techo es muy bajo hay que estar con la cabeza inclinada y algunos andan encorvados. Otros, para estar más cómodos se han arrodillado. Yo no veo sino que al fondo hay luz. Una vela o dos. Todos están quietos y callados y como no se puede estar con la cabeza levantada, parece que rezan. Uno dice a mi lado:
—El día se acerca.
—¿Cuál? —pregunto yo.
Este venía por casa alguna vez. También conozco casi todas las caras de aquí. Pregunto qué es aquello y me dicen una palabra que no entiendo. Yo por no hacerme la tonta no pregunto roas, pero voy avanzando, disimulando codazos y empujones. La gente habla en voz baja. Cuando llego a la primera fila veo a Graco arrimarse a una vela y despabilarla. Enfrente hay una máquina alta y fina como un galgo, con tres patas. No me extraña que esté tan limpia conociendo a la Lucrecia. Vuelvo a preguntar qué es aquello y me dicen lo mismo que antes, pero ahora ya recuerdo el nombre:
—Ametralladora.
Creo que dispara quinientos tiros por minuto. Yo no he visto esto nunca. Los hombres la miran y callan pensando cada cual lo suyo. Yo pienso que el día del entierro esta máquina pudo acabar con todos los guardias de España y que con dos como ésta quedaría vengado mi pobre Germinal. A mi lado suspira un hombre muy flaco, que lleva el sombrero en la mano. La ametralladora está quieta y firme, y tiene al lado una fila de cajas de metal y dos cubos que deben ser para las curaciones. Me he arrodillado. Parece que todos rezan, y yo por no ser menos y porque no sé estar arrodillada sin rezar, me invento una oración:
—Gracias Dios mío, voy a rezar un padrenuestro para que los que la manejen no sufran perjuicio y para que sus tiros vayan a los corazones de los que han matado a mi hijo.
Detrás se oye subir y bajar a los anarquistas. Graco advierte que va a enfundarla y que conviene que todos sigan como hasta ahora guardando el secreto entre los incondicionales.
—¿De quién es esta máquina? —pregunta uno. Y contestan cuatro o cinco:
—Nuestra.
Graco se me acerca:
—Mírela usted, abuela. ¡Qué limpia y qué garbo de juventud! Es de las primeras que se han venido a nuestro campo. Pero hay otras que son las prostitutas, las putas máquinas que manejan los banqueros. ¡Compañeros! —añade dirigiéndose a todos—. ¡Aquí la tenéis! Ametralladora Joquis, modelo americano. Es el arma más eficaz…
Un viejo mete baza:
—Perdone el compañero Graco. Existe otra arma: la cultura.
—¡Bah!
El viejo de las melenas, dice:
—¿Y Grecia? ¿Y Roma? ¿Representa algo Demóstenes? ¿Y Platón? Lo hacen callar aquí y allá los más jóvenes.
Como el viejo se dispone a hacer un discurso, Graco agarra las velas y sale delante. Yo me he cogido a su chaqueta y salgo la primera, no vayan a liarse a golpes. Desde la escalera Graco dice:
—Afuera.
Salen alumbrándose con cerillas. El viejo quiere discutir con obreros jóvenes y éstos le toman el pelo. Ahora ya me voy a dormir tranquila.
Me acuesto y rezo. Me represento la máquina en lugar de San José. No sé, pero puede que si nos hubiéramos encomendado a esa Virgen antes, no me hubieran matado a Germinal ni yo tendría reuma ni sería lo mal hablada que dicen que soy. Porque no habría «perros» en el mundo…
Pero para eso están esos jóvenes colorados, blancos, amarillos, delante de la máquina, callados y rumiando. Digo amarillos porque había un socialista. Pero con esa Virgen todo Cristo reza. Ahí se acaban los discursos. Llegan como gusanos medio aplastados los hombres y al llegar a la Virgen Joquis levantan la cabeza, dicen su palabra y vuelven a bregar contra el hambre, pero ya más satisfechos, como cuando una vuelve de misa. Yo no sé lo que hubiera dado porque Germinal hubiera tenido esa máquina. Cuando se ve que viene al campo de Germinal una cosa tan fuerte, tan aguda y sabia, tan limpia y tan valiente ya se ve que es importante cosa esto de pegar tiros en la calle.
Pero no sé lo que digo porque me duermo. Veo un mar oscuro de cabezas sin afeitar. Graco sobresale por un lado y el viejo de las melenas por otro.
Graco grita:
—Todas las máquinas nos esclavizan, menos la Virgen Joquis.
El mar como en tormenta grita:
—La Virgen Joquis es nuestra madre.
El viejo de las melenas grita:
—La ametralladora ha salido de nuestras manos.
—La Virgen Joquis —contestan todos— es nuestra hija.
Graco se levanta en el aire, con la pistola en la mano. Entonces se pone a rezar una cosa rara, como una letanía:
—¡Los ministros, los directores generales, los obispos, las putas duquesas…!
—Acabaréis un día.
—¡Los intelectuales, los periodistas serviles, los maricuelas de las carreras de lujo!
—Acabaréis un día.
—¡Los diputados, los gobernantes, los sacerdotes!
—¡Labraréis la tierra uncidos a nuestro arado!
—¡Las monjas!
—¡Sonreirán por primera vez sacando leche de sus pechos tiernos!
—¡Los santos de las iglesias!
—¡Les pegaremos fuego y nuestros chicos se socarrarán las botas brincando por encima!
—¡La Virgen!
—¡Parirá con dolor! Como nuestras hembras. Sólo adoramos ahora una Virgen. Una Virgen propicia y milagrosa: la Virgen Joquis.