Diálogo sobre el Amor y la Muerte — Al estilo burgués— Fin de La Destrozona
(Habla Samar).
Al entrar aquí llevaba una sensación ambigua, de cínico que ha perdido la moral y anda por la calle a cuatro manos. Luego, la ansiedad y la emoción de hallarme en casa de Amparo, y ya ante ella la reflexión de otras veces: «Puedo ir yo a la raíz del arco iris o el arco iris venir a mí». Pero de todas formas estaba en medio del puerto nevado —con nieve ardiente— y quería engañarme en vano. Yo había ido a las altas cimas, y cuando veía el Sol en los cristales del hielo iba hacia ellos deslumbrado por el iris de millares de pequeños prismas. «Viene el Sol aquí y se descompone y muere». Luego escuchaba al viento y el viento sólo hablaba de soledad en la muerte lanzando quejas largas de un dolor cósmico. Me sentaba y soñaba con los prismas de hielo y sus alcázares. El frío me quemaba la piel. Sentía el viento en mis cabellos y en mi barba de tres días y encontraba un placer en las agujas que me traspasaban las manos amoratadas. Solo, arriba; solo y lejos, y alto con las nieves y los vientos. Entrar en el prisma helado y calentarlo con mi calor limpio, más fuerte que el frío de todas las cumbres, y soñar: «En el frío y en la blancura de este alcázar tiene que extinguirse la impureza de abajo, deben morir todos los miasmas, toda la podredumbre. Ella es limpia y diáfana como el hielo, y el sol de mi corazón lo asimila, lo descompone. Con él levanta sus alcázares. Pero el viento ruge abajo. El viento gime arriba. El viento habla de soledad en las alturas y de la angustia de tener que abandonarse a las fuerzas desconocidas». Eso que llaman la angustia cósmica.
Abandonarse… Cuando todo nos invita a levantarnos y rechazar el misterio, a negar la fatalidad doricojónica o la miseria ebionita de Palestina. A negar los alcázares de luz descompuesta y a sublevarnos contra el viento de las soledades, y a ser sus enemigos y a levantar bandera contra él. Si el viento llora, reiremos nosotros y apagaremos su gemido con nuestras canciones más o menos procaces. La ciudad está allá abajo, detrás de nuestro cenador florido. Las calles escalofriadas. Grupos negros sobre el asfalto blanco y máuseres en las esquinas, Calles blancas abandonadas. Arena en las aceras y de vez en cuando boñigas de los caballos del orden público. El arco está tenso y la flecha de Espartaco, encendida. ¿Y así, en estas circunstancias vamos a abandonarnos?
Estoy a su lado. En mis oídos se adormeció la voz de Star que me decía hace poco:
—Tienes unos amores de tarjeta postal.
Como Amparo sabe que la revolución me aleja de ella, se me incorpora con la esperanza:
—Si ahora triunfáis —dice con alegría infantil— después estaremos ya siempre en paz.
Yo afirmo pensando en otra cosa. Luego la miro. En sus ojos no hay más allá. Todo aparece cuajado en la retina. También los alcázares y sus palenques de nieve. Como ve que no hablo, insiste en su entusiasmo revolucionario. Yo le pregunto:
—¿Eres anarquista?
—Sí.
—Tienes una ocasión para ayudarnos; para demostrarlo. Sus ojos resplandecen:
—Aunque soy cobarde con algunas cosas, no vayas a creer que no soy capaz de todo.
Me acuerdo de Star y de la tarjeta postal. Voy dejando caer las palabras taimadas:
—Quería pedirte una cosa. Pero lo que quiero de ti puede perjudicar a tu padre. Se trata de que me proporciones tres volantes impresos de los que hay para el caso, con el sello del Regimiento al pie. Son permisos para entrar en el cuartel. Los volantes estarán a mano y con ellos sobre la mesa de trabajo del coronel, el sello. Es muy fácil.
Amparo me dice con tristeza después de un largo silencio:
—Tú no me quieres.
Yo insisto como si no la oyera:
—Elige. Son tiempos de conductas netas y claras. A la hora del combate, la familia no representa nada. Hasta ese pobre hombre de Jesús a quien tanto dices que amas en tus rezos os dijo: «Dejaréis al padre y a la madre por seguirme. No habrá paz en las familias». Él os ofrecía un ideal. Nosotros te ofrecemos el nuestro. Elige entre Dios y yo. Entre tu padre y nosotros.
Casi llorando repite:
—¡No me quieres!
Con la misma sequedad —el pulso acelerado de la ciudad late en mis palabras— voy dejando caer palabras que parecen nuevas:
—Si no te quisiera, me casaría contigo. Sería una buena boda. Habría gran ceremonia, iglesia iluminada y orquesta. Todo eso decora muy bien la posesión de una mujer tan bonita como tú. Ya ves si sería fácil. Pero te quiero de la única manera que puedo quererte, como nadie será capaz de quererte nunca. Te quiero desesperadamente. ¿Oyes bien?
Le atravieso los ojos con mi angustia.
—¡Desesperadamente! Porque siendo tú mi vida tengo que renunciar a ti.
En el fondo del alma una voz clama desesperada: «¡No ser un imbécil! ¡Qué tragedia, no ser un idiota! ¡Ella me querría igual! Un imbécil, un idiota y un revolucionario dicen ante una mujer como ésta las mismas palabras. Y esas palabras bastan como la varita de las hadas, para encontrar ese tesoro único». Me ve retraído. Me mira a la boca porque el punto final a partir del cual ya no cabe el diálogo lo ve en las comisuras de mis labios. Insiste:
—Yo iré contigo. Yo no quiero nada en el mundo fuera de nuestro cariño. Yo…
La atajo con voz apremiante:
—Ayúdanos facilitando a los compañeros esos volantes.
Sigue dudando:
—¿Triunfará así la revolución?
—Por lo menos —declaro— la agitación será más profunda y más extensa.
—Antes has dicho, Lucas mío, que tenías que renunciar a mí. Si os doy esos volantes, ¿seguirás pensando lo mismo?
—Es probable.
Ella, que parecía tan serena y tranquila, comienza a contraer los labios. Pasa de la felicidad radiante a la desesperación en un segundo:
—No te basta —dice con voz insegura— que os sacrifique a papá.
—¿Que lo sacrifiques?
—Sí. La primera víctima de una sublevación es el jefe.
Yo callo. Ella comienza a llorar y pregunto:
—¿Piensas que soy un criminal?
—No sé. Te querría lo mismo aunque lo fueras.
Sin saber lo que hago, enciendo un cigarrillo. Ella ha sacado su pañolito, y al oírme decir que no hay nada «irremediable» lo mordisquea y lo desgarra. La tía, que se da cuenta de que no estamos en paz, nos echa unas miradas tímidas y vivaces. Amparo balbucea:
—¡Ah, si me muriera! Eso lo arreglaría todo.
La razón no me duele hoy como el otro día en el cine. Quiero hechos, quiero lógica. Si estoy enamorado, peor para mí. Si no se puede salir de este laberinto, me pegaré un tiro. Yo no puedo ir. Ella no puede venir. Triunfaré, si puedo, o sucumbiré de un pistoletazo bajo la lógica nueva que puede cada día más: que puede más que ella y que yo. ¿Cómo va a dejar ella sus sedas, tu tocador, su jardín, su familia dulce, para venir al solar miserable, ella que tiene macizos de claveles, de rosas? ¿Qué haré yo con la pistola en la diestra y su inocencia y su hermosa infantilidad desvalida —des-va-li-da— al lado? No. ¿Hay que renunciar? No puedo, no quiero, no sé ni he de aprender. Yo, que me imagino a mí mismo con la frente abierta en la losa, como Germinal, sin sobresalto, no puedo imaginarla a ella en otros brazos sin sentir temblar la tierra a mis pies. Y ella ha dicho:
—¡Ah, si me muriera! Eso lo arreglaría todo.
La he oído sin alarma. Ante una reflexión que me turba un instante, me consuelo en seguida pensando: «Ha dicho que me querría aunque fuera un criminal». Y los cuerpos se entienden y la intuición trabaja entre sus mejillas de manzana y las mías sin afeitar. La intuición nos acerca y nos repele fijando luminosos atisbos como los relámpagos en una tormenta. Ella completa la insinuación anterior.
—Si yo muriera tú serías feliz.
La razón va a protestar, pero algo surge de improviso y la arrolla. Me callo. Ella me mira a los ojos y yo los oculto con una nube de humo. Espera que la nube se desvanezca y entonces, antes de que ella los vea, le contesto mecánicamente:
—¡No, eso no!
Luego la miro de frente. Sus ojos, sus labios, la actitud de sus manos y hasta el ángulo que describe el torso con los muslos dependen de lo que yo diga, de lo que yo mire, de lo que pueda ella suponer que yo pienso. Antes lo dijo hablando consigo misma. Ahora me lo pregunta mirándome a los ojos. Como el cigarrillo se ha terminado, lo tiro y le devuelvo la mirada en silencio. Quizá piense que no la quiero. O que soy un malvado. Lo terrible es que no me preocupa lo que piense. Y que la quiero a pesar de todo con toda la ausencia mortal de mi alma.
—Si no me contestas —dice ella— es que acierto.
Yo no quiero entrar en diálogo, recordando que José Crousell y Helios Pérez no han llegado a comer a casa de Villacampa y que probablemente esto se debe a que los han detenido. Luego pienso en Fau y en mi proyecto que el comité revolucionario debe aprobar. No sé, entretanto, lo que ella dice o piensa. Sé que habla, que me hace extrañas preguntas y que cuando de pronto yo me incorporo, la miro y digo: «Escúchame», ella se sobresalta y se estremece.
—Escúchame. Ahora vas a ser tú quien conteste de una manera inequívoca. Nosotros necesitamos; yo —añado subrayándolo— necesito esos volantes con el sello del regimiento. ¿Me los vas a dar?
Se levanta y sale decidida. Entra en la casa. Me quedo solo, lejos, flotando en el vacío y comienzo a sentir otra vez la razón como una neuralgia. Miro al suelo de arena. Ahí están los huellas de sus zapatos. Pero ella se ha perdido ya en el tiempo. No existen sino sus raíces en mi corazón, soterradas. Siempre creciendo, siempre avanzando. La tía cree que cumple un deber de sociabilidad habiéndome desde su discreta distancia.
—Es terrible lo que ocurre por ahí, Lucas. ¿Se enteró de lo de anoche?
Vuelvo del letargo precipitadamente:
—No, señora. ¿De qué?
—Apagaron todas las luces de Madrid.
—¡Ah, sí!
—¿Qué le parece? Eso no está bien. Porque en muchas casas hay enfermos.
—Claro.
—Y además ha habido desgracias.
Yo callo. ¿Me dejará en paz esa buena vieja? Pero todavía pregunta desde su banco entre el cenador y el porche:
—¿Qué es lo que quieren ahora? Por contestar algo, digo:
—¡Vaya usted a saber!
He dicho la verdad. Hay bastantes fuerzas para intentar algo, pero seguimos obstinados en no saber lo que queremos. Es decir, yo tengo la conciencia tranquila. Yo lo sé. ¿Qué significa, sin embargo, la seguridad de mi orientación donde nadie quiere sujetar ni encauzar su heroísmo? La tía sigue hablando hasta que ve aparecer otra vez a Amparo. Ésta viene, decidida, despreocupada. Sobre la arena tibia del jardín su paso es armonioso. Recuerdo no sé por qué los frisos de las remotas olimpíadas. Se sienta a mi lado y saca del pecho un pequeño rollo de papel.
—Ahí los tienes, Lucas.
Le cojo una mano y la llevo a mis labios. Ella me mira con una serenidad nueva, desconocida.
—¿Sigues pensando que no es posible? —me dice.
Yo advierto, condicionando la respuesta:
—¡Aún no basta! Tienes que prometerme no poner sobre aviso a tu padre.
—Te lo prometo.
Beso su brazo y después su boca. Ella me acaricia el pelo y calla.
—¿Verdad que sí? —dice después—. ¿Verdad que seremos felices?
Ha cambiado esta muchacha. Parece que sobre sus ojos han pasado diez años en un segundo. Me pregunta en silencio. Se recoge su expresión en la mirada, y en los ojos: «¿Piensas ahora si es posible nuestra felicidad?». Yo contesto con otra mirada y otra pregunta: «¿Y tú? ¿Lo crees tú?». Recoge mi pregunta y contesta de una manera que es toda una revelación. Tiene ahora una placidez y una dulzura con orígenes en el misterio. El dolor da la sabiduría. Me mira como nunca había mirado a nadie y sus miradas parten de un equilibrio muy por encima de los equilibrios humanos posibles. Su respuesta silenciosa y dulce, suave y honda, llega a los más oscuros cimientos de mi pasión y me produce escalofríos. «Y tú —sigo yo preguntando—. ¿Qué crees tú? ¿Es posible nuestra felicidad?». Toda ella se hace luz en los ojos. Leo en ellos con toda firmeza una negación:
—¡No!
Vuelvo a cogerle las manos. Después de esa negación necesito hacerle, precipitadamente, una pregunta:
—¿Me quieres?
Ella me mira en silencio. Su manita sube por la solapa y se apoya en mi nuca:
—¡Cuántas ilusiones, Lucas mío!
Habla de ellas como si las viera huir por el aire en una bandada de esos ángeles en los que ella cree. Insiste:
—¡Cuántos sueños!
Sí. Me quiere, pero ya no llorará. Me acerco más a ella con la sensación de que se va a perder, de que se me va a marchar. La serenidad no dura mucho. En seguida se lleva las dos manos a la cara y se cubre las mejillas. Los labios se le abren bajo la presión y los ojos miran desesperadamente al techo. Con voz de llanto —llanto fresco, de bebé— pero sin lágrimas gime. Yo le rodeo el talle y atraigo su rostro. Se siente protegida y quiere sonreír. Pero la última ilusión se va. La veo pasar por sus ojos en una sombra azul cuando gime.
No llorará. Estoy seguro. Pero se acurruca en mi pecho y gime, con el puño derecho cerrado junto a la boca. Yo temo el instante, sintiéndola trémula y convulsa, no sé qué peligros. Se separa.
Todas las ciencias del mundo viejo y amargo le han dado el secreto. Sabe que lo nuestro no es posible. Yo quiero decirlo todo y no digo nada.
En lo alto del pabellón aparece el último rayo de Sol de la tarde. Sigo viendo en sus ojos la negación cuando se levanta y con sus manos en mis hombros me mira. Yo me he impuesto un hermetismo artificial que consigo fácilmente pensando en mis camaradas. Veo la negación en sus ojos. En los míos ella debe advertir sólo una cierta frialdad. Nos despedimos sin palabras. Hay una entre los dos, que ni ella ni yo nos atrevemos a repetir. Ya no hay preguntas. Ella se va adentro sollozando e invocando a su madre. Es el animalillo extraviado de otras veces. Pero extraviado para siempre. Yo me quedo con los tacones clavados en la arena. «Nunca más» —dice el aire del jardín—. «¡Siempre más!», gritan mis compañeros en la avalancha del atardecer. «Nunca más» —dice una cortina de tul blanco en una ventana—. «¡Siempre más!», gritan las primeras sombras del anochecer. Y salgo sin despedirme de la tía, que tiene un ceño muy pronunciado.
Ya en la calle oigo voces, tumulto. Un monstruo llega sobre mí corriendo, soplando. Apenas tengo tiempo para ladearme. Se acerca al muro del jardín, lo quiere saltar y no puede. Corre al pie de la tapia. En seguida aparecen a mi lado el pequeño Buenaventura, Graco y Santiago. Ahora distingo bien al monstruo. Buenaventura da órdenes:
—¡Vivo! Buscadle la vuelta. No correrá mucho, porque lleva un chinazo en la pierna.
Corren, me adelantan. Buenaventura dispara dos veces y se oye gruñir a Fau, arrastrándose. Vuelve a levantarse y va a dar en la parte del pabellón, que no tiene jardín. Aplasta con su espalda las trepadoras del muro, rompe las campánulas azules. Está sobre el fondo verde mirando, desorbitados los ojos, a sus perseguidores, abiertos los brazos en cruz contra la pared. Una lagartija ha quedado aprisionada bajo su bota y asoma el hocico asfixiándose. Los tres compañeros se acercan más. Disparan cuatro, seis, diez veces. Hasta que el monstruo da con la nariz en el suelo y sus ojos miran sin mirar. Entonces se marchan escondiendo las armas. Del cuartel salen unos soldados y disparan los tiros perdidos del reglamento. Luego llaman al oficial de guardia. La lagartija, con el rabo partido, anda trabajosamente por el pantalón de Fau. Todavía hay un poco de Sol en la chimenea del pabellón, encima del balcón de mi novia festoneado de trepadoras blancas y campánulas: un verdadero balcón de tarjeta postal.