XIII

Villacampa se decide a reflexionar sobre la violencia

Samar y Star han marchado después de comer conmigo en mi casa, y me he quedado solo. Yo no sé a dónde irán a parar Star y el periodista, pero siempre están de acuerdo. Voy a tener que usar la corbata roja y el cosmético para que Star se ponga de acuerdo alguna vez conmigo. En las mujeres influyen mucho la corbata y el peinado, y hay veces en que si Star se pusiera de acuerdo conmigo yo podría llevarle la contraria a Samar, cosa que no es tan fácil viéndolos a los dos contra mí. Ésa es la razón, y no otra, de que a mí me moleste a veces verlos cómo se apoyan el uno al otro. Por lo demás me tiene sin cuidado que vayan juntos. Yo jamás he pensado que Star y yo pudiéramos llegar a más que al trato en la organización o en la actuación.

Star me ha hecho rebuscar en mis escondrijos una bala que le vaya bien a su pistola. Una bala pequeña y fina, porque su pistola más parece que está hecha para llevar dentro una borla de polvos que una verdadera bala capaz de herir y de matar. Pero por fin la he encontrado. Es de calibre 5 y toda empavonada y blindada. Nuevecita. La ha sopesado, la ha hecho girar entre sus dedos. Luego yo he querido ponerla en la recámara y ella me ha quitado la pistola:

—Aún no. Cuando llegue el momento ya la pondré yo.

Hemos bromeado un poco. ¿Cuál es su enemigo? ¿Tiene enemigos? ¿Quién puede tomar a Star en serio hasta ese extremo? Samar se ha reído también de ella. Pero ella nos ha ganado a los dos en eso de reírse. Después ha hecho una cosa que me ha molestado. Con la punta de un cortaplumas intentaba hacer dos hendiduras en cruz sobre la nariz del proyectil. Yo le he dicho que eso no se podía hacer más que en las balas sin blindar. Le he enseñado yo varias. Tiene por objeto que al girar se abra en cruz el proyectil y haga más destrozos en el cuerpo. Se sabe de balas de éstas que han entrado por el vientre y han salido por un hombro después de destrozar el estómago y los dos pulmones. Son buenas operarias. Entonces, con la misma punta del cortaplumas ha escrito en la bala sus iniciales: S. G. Luego le ha dado a Samar la bala y el cortaplumas:

—Toma —le ha dicho—. Pon las tuyas.

Samar escribió debajo: L. S., y me invitaba a poner las mías cuando ella se interpuso protestando:

—No, no. Samar y yo solos.

A mí, la verdad, no me gustó aquello. ¿Por qué esos distingos? Yo quedé mirándola un instante con cierto rencor y ella me hizo un guiño y me sacó la punta de la lengua. Esa chica, de pronto, da a entender algo raro, como si fuera muy lista y su bobería la llevara sólo como disfraz para despistar. La conozco bien. Sé que no hay nada de eso. Allá ella con su misterio y con su pistola. Tanto intríngulis y a lo mejor dispara esa bala sobre un puchero roto, cerrando los ojos. Estas chicas no son revolucionarias ni nada. Son como los cacharros que se ponen encima del piano, delicadas y finas. Y si quieren portarse como personas van a dejarse engatusar por una corbata o unos bigotes John Gilbert.

Me dedico a limpiar y a contar mi pequeño arsenal de guerra, ya que Star ha hecho que metiera en él las manos. Entretanto, mientras desmonto la pistola y le paso una bayeta mojada en aceite, voy pensando cosas raras. Hace tiempo que me he convencido de que para ser eso que llaman un intelectual —así como Samar— basta con pensar cosas extravagantes. Yo, sobre la revolución ya las pienso. Querría que todo saliera a pedir de boca, que los burgueses vinieran a ofrecerse y no hubiera más que ir disparando. Al mismo tiempo cantarían los coros que oí una vez en Barcelona canciones alegres que hay como para la primavera en los jardines. Y después, cuando no quedaran burgueses, cantaríamos todos e inventaríamos la religión del trabajo y entonces todos los hombres se mirarían a la cara sin rencor y sin recelo y las mujeres no tendrían rubor ni nosotros las miraríamos con esa fiebre canibalesca con que a veces las miramos en la calle. Ya estaría todo hecho y los niños crecerían como las plantas, a base de agua y Sol. Todos seríamos dulces y bondadosos sin ir a parar a ese sentimentalismo que hace que a las muchachas no les crezcan los pechos y que las niñas pequeñas se encanijen y que los curas gordos y sin afeitar conmuevan a las viudas.

El trapo sale del cañón de la pistola manchado de humo. ¿Cuál fue el último disparo? Fue esta mañana, cuando lo del tranvía. No le di a ningún guardia, ni siquiera al caballo de un guardia. En el momento de apretar el gatillo se metió por medio un anciano de barba blanca que llevaba dos muletas y una manteleta negra cubriéndole los hombros y botas de charol muy limpias. Tenía una pata encogida y una cara muy miserable y lagrimera. Se metió por medio y se quedó con la bala. Salieron trompicando las muletas y el sombrero, y quedó aplastado en la acera como un pájaro. Se dirá que es lamentable. Más lo es, en la guerra, cuando una granada cae dentro de una casa y mata a los niños y a las mujeres. Y sin embargo, no dimite el Estado mayor. Pues aquí es igual. Con la agravante de que un hombre tullido pocas cosas tiene que hacer en la vida y menos cuando tiene aquella barba y aquellos zapatos lustrosos. Ya está limpio el cañón. Mirándolo a la luz parece de cristal por dentro. No puedo quitarme de la imaginación aquella manteleta negra al aire como un cuervo, que hizo un viraje ridículo al caer. Un compañero chófer me dijo después que al viejo lo habían llevado al equipo quirúrgico. Me guiñó un ojo:

—Le dieron mulé.

Eso creo yo. Los que van allí no vuelven. Es el moridero. Le he dado otro repaso al cañón y ahora miro a la luz y más que de cristal parece como si tuviera dentro tubos eléctricos encendidos. Queda limpio como una patena. Hay muchos pajarracos con manteleta en los hombros. Manteleta de cura. Veo que cuando dejo la pistola en la mesa me olvido del viejo de la barba y cuando la cojo vuelvo a acordarme. ¿Será que las armas éstas tienen conciencia?

Ya limpia y engrasada con aceite de máquina de escribir —venden unos tarros muy elegantes por dos pesetas— completo los cargadores. En uno quedaba un solo proyectil. No sé para qué tanto ruido. Se malgasta mucho plomo. En el cajón tengo una cartera vieja y dentro tres billetes con la cabeza de Felipe II y El Escorial al fondo. Me guardo la cartera y nada. Soy el mismo. Me pongo la pistola en el bolsillo de atrás y crezco y me siento feliz. Si llega la patrona le diré por qué las vacas se comen las cabezas de Felipe II y las piedras de El Escorial. Porque ella tiene cara de vaca y hasta me ha parecido oírla mugir cuando riñe con el marido, un tío badanas que no hace nada. Yo con la pistola soy feliz porque son días en que hay que romper bolsillos, aunque el mío no se rompe porque lo he reforzado con cuero. Huelga general en la calle, dinero para resistir; el comité de la federación todavía completo y en libertad. Esto es vivir avanzando. La violencia —bien lo dice el folleto que asoma la esquina en la mesilla de noche, debajo de la jarra del agua—, la violencia es el móvil natural de toda acción y reacción y sin violencia no hay vida ni podría haberla. Pero las cosas están de tal manera en este cochino mundo que no se puede ser natural, lo que se llama natural, porque resulta uno demasiado violento.

Ahí está la patrona. Antes de que hable, le pregunto:

—¿Quiere usted dinero?

—No.

—¿Está harta de billetes monárquicos?

Se encoge de hombros, sin contestar. Yo me acuerdo de la tía Isabela y señalo el pasillo:

—¡A la mierda!

Se va chillando. Eso que es tan natural, resulta violento. Luego viene el marido y antes de que hable le pregunto:

—¿Viene usted a pegarme?

—No.

—¿Viene a convidarme con café?

—Hombre…

Le señalo también el pasillo:

—Si viene usted a hablar, yo nada tengo que hablar con un macarra ¡Largo!

Y se va también. ¡Sí es lo natural! Pero esto resulta violento, ya lo veo. Es la tonta civilización, más tonta que Star, que ya es decir. Con la pistola en el bolsillo, los compañeros en la calle y la revolución en el alma, somos como Dios. También Él es violento con los terremotos y los volcanes. Todo lo demás es flojo, blandujo, viejo y huele a sudor de enfermo. Ahora vuelven a dar en la puerta con los nudillos:

—Pase.

Es la criada. Una pobre muchacha jovenzuela y guapa. Yo me encuentro hoy, después de estos días de andar a hostias con la policía como borracho. Si me acuerdo del interior del cañón de mi pistola, tan cristalino, esa borrachera se me sube por encima de la cabeza y me saca de mi traje dominguero y me deja en cueros con una estaca de pinchos —lo que llamaban antes un mangual— en la derecha. Ahí está la criada. Por lo visto no se atreven a volver los dueños. Está espantada, y me mira y me habla sin que le salga la voz de la garganta.

—¿A qué vienes? Si fueras honrada serías compañera nuestra. Como estás embaucada por los curas, sólo sirves para barrer los cuartos o para que los huéspedes te muerdan en el culo.

La chica traga saliva con los ojos redondos. Otra vez lo natural resulta violento. Yo estoy impaciente:

—¡Vamos a ver! ¿Vienes a barrer o a que te muerda? Más asustada aún, balbucea:

—Se muere.

—¿Eh?

—Don Fidel.

Avanza poniéndose instintivamente una mano en el trasero. Al ver que me río, disimula y se estira la falda.

—Habla ahora. ¿Qué pasa con ese viejo?

—Que se muere.

—¿Que se muere? ¡Vaya una ocurrencia! ¡Ahora que yo tenía que salir!

La criada se va con unos pasos muy rápidos y muy menudos. En la puerta se vuelve a mirar como si fuera a decir algo y no dice nada. Yo soy incapaz de conducirme así con los míos, pero con los otros algunos días no lo puedo remediar. Ese don Fidel es un viejo empleado de la Tabacalera que lleva cuellos y puños duros y que habla siempre de un tío suyo general carlista que fusilaron los liberales, y cuando yo lo ponía en duda me juraba que en su casa del pueblo tiene metido en una urna de cristal el calzoncillo todavía manchado de sangre. Tiene el mejor cuarto de la casa y odia la civilización. Querría matar a todos los anarquistas y comunistas y coge un berrinche cada vez que lee en los periódicos que una comisión de obreros ha ido a ver al presidente para protestar contra algo.

—¿Por qué los recibe? —dice echando espuma por la boca—. ¡Leña es lo que necesitan esos vagos! Se ha mantenido soltero toda la vida porque así le parece que la familia le tiene por un pillete y también por miedo a los cuernos. De vez en cuando se gasta unos duros con una chica callejeante. A través de la pared de su cuarto, que está al lado del mío, le oí rezar un día en voz alta. Parecía que no estaba muy satisfecho de Dios:

—¡Me dais la tentación y luego hacéis que coja blenorragia! ¡Con todos los respetos, Dios mío, eso no está bien!

Y ahora se muere. ¡Sí que debe ser divertido verlo morir! Cuando salgo al pasillo oigo maullar en la cocina desesperadamente. Parece que va en serio. Entro en su cuarto. Apenas hay luz. Las ventanas están entornadas y de un rincón, entre un burujo de sábanas, salen estertores malolientes, como si hubieran puesto a hervir una olla de coles. Respiro por la nariz y no hablo hasta que tengo los pulmones llenos de aire y me toca echarlo. La patrona y su marido están uno a cada lado. Me miran recelosos y ella me da disculpas como si al abrir minutos antes la puerta de mi cuarto me hubiera ofendido. Yo pienso que la violencia irá contra la cultura, pero como es natural la gente se somete y la acata. Ahí están esos hombres. A los dos les acabo de cantar las verdades y sin embargo… Claro que también entra en esto el respeto a don Fidel. La patrona, al retirarse para dejarme a mí el sitio al lado de la cabecera, ha cerrado sin querer la hoja de la ventana y el patrón le pide que abra más y me explica:

—El aire libre es un gran aliciente para la agonía.

Pero yo no sé qué hacer ni qué decir. Lo natural sería no haber entrado. Una vez dentro, lo natural es taparse las narices y escupir. Me cuentan en qué consiste la enfermedad y quieren convencerme de que pudo salvarse, cuando a mí me parece tan lógico que se muera. El patrón le da agua con una cucharilla. Yo le digo:

—¿Para qué? Déjenlo que se muera de una vez si se ha de morir.

Le parece tan monstruoso a la patrona que se santigua y advierte:

—No grite, que se entera de todo.

—¿Se entera de todo? Y a continuación pienso para mi conciencia: «¡Qué cotilla!».

La patrona lo llama:

—¡Don Fidel! ¡Don Fidelito!

Tengo unas ganas de reír atroces, sobre todo cuando veo a la patrona limpiarse una lágrima. El patrón también lo llama:

—¡Don Fidel!

Y de vez en cuando mira el reloj de oro del muriente que está sobre la mesa y la tabaquera, que asoma en un bolsillo de la chaqueta negra, y piensa que debe ser de plata. Los dos coinciden ahora en llamarlo, y don Fidel entreabre los ojillos cerúleos. Aprovechan esa oportunidad para decirle que estoy yo aquí y entonces veo la mirada mortecina que se posa en mis ojos. Él los cierra sin responder. Le han puesto un Cristo sobre el vientre, un escapulario junto a una oreja. De pronto se oyen voces en el pasillo y la patrona sale presurosa, dejándome en las manos una toalla con la que le espantaba las moscas y le hacía aire. Luego se vuelve a asomar a la puerta y llama al marido muy contenta. Debe ser la visita del cura que tanto les conmueve. Yo me quedo de pie al lado de don Fidel, con la toalla en la mano. De vez en cuando la paso sobre su cabeza, como la patrona, pero sin querer me acuerdo de los toreros y a cada nuevo pase digo en voz alta:

—¡Dobla!

Luego de izquierda a derecha:

—¡Dobla ya!

Tengo prisa por marcharme y él no tiene ninguna al parecer, la muerte le ha afilado el perfil, pero que si quieres. Salgo al pasillo y le doy la toalla a la patrona.

—¿Y don Fidel? —me dicen con la esperanza de que se haya muerto. Respondo marchándome:

—Tan pelma como siempre, señora.

Salgo a la calle. Un viejo carlista no es una persona. Ni un animal. No es nada. ¿Cómo voy a sentir que muera un tipo como ése, yo, que salgo a la calle a matarlos?

Es verdad que ellos también me la tienen jurada a mí, pero así es la vida y nosotros no la hemos hecho. Al menos, yo.