XI

La Destrozona y el sol de mayo — Certidumbre y Estado de Guerra

Anocheció Fau en Cuatro Caminos y fue a amanecer en el sector Norte después de recorrer la ciudad con los pasos inciertos del que está en entredicho. Llevaba su herida en la pata del firme sugerir. Plomo en el ala. Sallent, Ricart y Escuder han dedicado la noche a seguirle y han comprobado extraños sucesos. En primer lugar, no estaba Fau tan borracho como aparentaba. Fue al número 72 de la Gran Vía, observó si le seguían, entró en la casa y poco después salía. Creyéndose solo contó unos billetes y se los puso en el bolsillo del pantalón reservando otra suma al parecer más crecida en el de la americana. Ricart apuntó el número de la casa. Siguieron de nuevo a Fau que descendió por la Gran Vía, entró por Infantas y se quedó un rato merodeando en torno de la dirección de Seguridad. Se volvió a mirar varias veces y fue verdaderamente milagroso que no descubriera a sus perseguidores. Luego entró en la Dirección, muy decidido.

Pasó a la sección informes, donde lo recibió fríamente un viejo de mirada gris y sienes hundidas.

—¿Algo nuevo? —le preguntó.

Fau se sentía fuerte y seguro. No porque estuviera identificado con las carpetas atadas con balduque ni porque simpatizara con los policías. Instintivamente los despreciaba y los temía. Pero ha trabajado pocas veces en su vida y siempre en empresas en las que jamás pudo considerar segura la comida de la semana siguiente. Vivir era para él un azar sombrío y no recordaba desde pequeño haber tenido en el bolsillo cinco pesetas confiado y feliz. Los sábados veía que el cajero pasaba apuros a veces para reunir el dinero de los jornales. Eso lo desmoralizaba, porque no podía asumir nunca la iniciativa consigo mismo. Necesitaba que le dijeran: «Vas a llevar estas piedras allá, o estas tablas para levantar un andamio». Y tener en las empresas una fe ciega, la que no tenía en sí mismo. En la Dirección veía que había dinero siempre al alcance de la mano. Detrás no estaba ningún pelanas, sino algo tan sólido e impersonal como el presupuesto del Estado. Fau se sentía seguro allí dentro. Temía a los guardias y a los agentes, pero él se entendía con ese oficinista y con dos que escribían a máquina y ninguno de ellos tenía aspecto policíaco. La gente de las brigadas estaba en la otra parte del edificio, en el sector que daba a la calle del Marqués de Valdeiglesias, donde había un retén de cascos y pistolas y unos calabozos oscuros. Antes de contestar al viejo se rascó detrás de la oreja:

—Nada. Una reunión clandestina. Siete u ocho.

—Entonces no es una reunión clandestina. ¿Cuántas veces te lo voy a decir? Tienen que ser diecinueve por lo menos. ¿Qué gente?

—De los sindicatos.

El oficinista dejó la pluma y enlazó las manos sobre la carpeta:

—¿Sabes si hay grupos de activistas?

—Eso creía yo —respondió muy decidido Fau—, pero me he convencido de que esta noche no hacen nada por lo menos allá arriba.

Señalaba a Cuatro Caminos. El viejo tocó un timbre. Apareció un ordenanza:

—Acompañe a este señor a la subdirección —y luego dirigiéndose a Fau—. Ve allá y di lo que sepas.

Lo llevaron a través de unos pasillos muy largos y fuertemente iluminados, y lo dejaron en un despacho donde no había nadie. Cuando apareció el subdirector se sintió cohibido. Aquél sí que era un policía. Se sentaba en el brazo del sillón y lo miraba de una manera rara.

—¿Cómo has averiguado eso?

Entonces Fau ensartó una serie de embustes. El subdirector quedó ya convencido y el confidente añadió:

—Usted hágame caso a mí y verá que no pasa nada.

—¿Y los que mataron al agente ayer? ¿Sabes algo?

—Tengo una pista. Apunte.

Cogió un lápiz el policía y Fau dio cinco nombres. El subdirector conocía a algunos y entre los dos hacían sobre ellos observaciones complementarias.

—El caso es que fueron al parecer dos individuos.

Fau le interrumpió:

—Yo no digo que los cinco sean. Pero pondría el cuello a que entre los cinco están esos dos.

Los nombres eran: Liberto García Ruiz, Elenio Margraf, José Crousell, Helios Pérez y Miguel Palacios. De ellos, los dos primeros y el último muy significados como organizadores y propagandistas. Fau sabía que el subdirector les tenía odio personal, y por su parte él tampoco los tragaba porque su cultura en cuestiones de organización, la seguridad de sus juicios y la claridad de sus palabras lo humillaron siempre como militante y él podía aceptar todas esas cosas en un ser socialmente superior, pero no en uno que se llamaba su camarada y que le ponía la mano en la espalda. Quedaban escritos esos nombres en una cuartilla. El subdirector llamó y dio la nota para que le llevaran las fichas si las había.

Fau repetía:

—Seguro que las hay.

En ese momento entraron el director, el jefe superior de policía y dos inspectores. Hablaban aceleradamente. El director general hablaba de alta tensión, de obscuridad y de accidentes diversos —cortocircuitos, incendios y hasta electrocuciones— y luego salió para el ministerio de Gobernación manoteando, dando voces y amenazando a sus subordinados. Con él se fue el subdirector después de poner en evidencia a Fau ante los inspectores.

—¿Es que los de los sindicatos no se fían de ti?

—No mucho; pero uno hace lo que puede.

Los pasos, sobre la tarima, eran huecos y sonoros. El inspector le ordenó de pronto que se detuviera frente a una puerta, por la que él entró. Cuando Fau esperaba que volviera a salir apareció un tipo rechoncho, de sombrero hongo, que se quedó mirándolo con el dedo en la sisa del chaleco, mientras mascaba medio cigarro puro.

—Por aquí.

Le indicó un nuevo pasillo. En dirección contraria traían a un empleado con quemaduras en el brazo, por una descarga recibida al intentar cambiar los plomos. Fau pensaba sintiendo en el pescuezo la mirada del agente: «Éste. Éste es el más policía de todos».

Fueron a salir a una especie de vestíbulo donde había hasta quince o veinte detenidos. En la primera ojeada Fau vio tres o cuatro caras conocidas e instintivamente se detuvo y quiso retroceder. Eran obreros sindicalistas. Había con ellos un comunista muy significado. Estaba también Miguel Palacios, uno de los que había señalado al subdirector como posible asesino del agente. Vio su cara escuálida, colgantes las manos atadas en la entrepierna. Fau retrocedía y tropezaba con el agente. Había una luz pálida y cruda como si al final de cada una de las seis velas hubieran clavado un limón. Los detenidos tenían el desconcierto cansino de los animales en las jaulas de las vías muertas. El agente levantó la cabeza para mirar a Fau. Luego le dio un pequeño empujón y atravesaron el vestíbulo. A la otra parte Fau protestó:

—¿Por qué me ha traído aquí? Esos me conocen y ahora ya no será posible hacer nada. Desconfiarán.

—¿Por qué?

—Me han visto con usted.

El agente reía y mascaba tabaco.

—¡Imbécil! ¿Qué saben si eres confidente o si eres un preso más?

Seguía riendo y mascando. Dejaba salir pequeños borbotones de risa. Llamó a unos guardias y al mismo tiempo le dijo a Fau:

—Vamos a renovarte el crédito.

Los guardias cogieron unas vergas y el agente registró a Fau, le quitó la pistola y le puso las esposas en las muñecas. Al primer golpe siguió aclarando:

—No chilles mucho, que es por tu bien. Te estamos haciendo hombre de provecho. Por un lado purgas tu descuido y tu cinismo con el subdirector. Por otro recuperas la confianza de los sindicalistas porque no habrá uno que te oiga que no te tenga por un mártir de la causa.

Los guardias le sacudieron dos o tres culebrazos para entrar en materia. Fau los asimiló sin chistar. Como no gritaba, un cabo malencarado le aplicó a las narices la hebilla de su cinturón. Entonces Fau dio un respingo y ahogó un grito. El policía del hongo lo consolaba:

—Te estamos haciendo hombre, Fau. No te alteres.

El aire sacudido por las vergas y las correas hacía temblar la llama de las velas y las sombras bailaban sobre los muros cubiertos de mapas y estadísticas. El policía sonreía con media boca y preguntaba:

—¿No te enteraste del sabotaje, Fau? ¿Qué dices ahora, cabroncete?

Fau se retorcía de pie. Los guardias seguían golpeando de buena gana. Retiraron a uno que se había cebado y sudaba y rugía de ira —ocurre a menudo ese caso y si los dejaran matarían a la víctima— y siguieron los demás golpeando serenamente. Fau chillaba y pedía piedad. No salió de sus labios una sola palabra desconsiderada contra sus verdugos. Cumplían con su deber y aquellos palos entraban en el capítulo de imprevistos de su oficio. Rugía con la garganta, con la nariz. Las correas soñaban en su cuello, en sus espaldas, como tiros de pistola, y las vergas gruñían en el aire. La paliza duró todavía un cuarto de hora, hasta que un vergajazo en los ojos le hizo tambalearse y caer. Paseaba sobre la cara su mano amoratada con los artejos increíblemente inflamados. El policía le quitó las esposas, hizo que lo llevaran a un sótano y allí le arrojaron por la cabeza un par de cubos de agua. Luego el agente lo condujo a una de las puertas y lo soltó:

—¡A ver cómo se trabaja ahora!

Fau afirmó:

—Sí, señor.

Echó a andar. El agente lo hizo detenerse aún:

Supongo que no volverás con la música de que no se fían de ti.

—No, señor.

En cuanto dobló la esquina comenzó a reconocerse las contusiones. En el rostro tenía cuatro o cinco cardenales —uno tan fuerte que le salía sangre por los poros— y por un lado la frente se levantaba en comba como si le naciera un cuerno. Se detuvo a alzarse el pantalón hasta encima de la rodilla derecha. La paliza había sido brutal. Fau registró sus bolsillos. Tenía otra vez la pistola, Y el dinero intacto. Sonrió como pudo y gruñó echando a andar, muy satisfecho:

—Menos mal.

Ya en la Cibeles se acercó a la fuente y como el cielo clareaba se miró en el agua. Movía la cabeza e iba viendo en silueta las deformidades de su cara. Se levantó, soltó a reír tan fuerte que algunas palomas madrugadoras salieron volando y luego descendió hacia el Prado afirmando en las ancas los pantalones con las muñecas porque las manos estaban inflamadas y amenazaban estallar.

—Esto no es nada —rió sabiéndose en libertad y con dinero bajo el cielo fresco y el aire húmedo—. Con un buen filete se me pasa.

Se dirigió a comer el filete a Atocha. A medida que iba bajando aumentaba la inflamación y la cara se le llenaba de manchas. Fau se repasó los dientes, probó a masticar y vio que los tenía intactos. Bajó hacia la glorieta canturreando, feliz. Pero la luz primera, tan limpia —azul mercurio— llegaba despacio y se detenía alrededor de Fau para no tocarlo. Fau entraba en los caminos de cristal del día, rezagado. En mayo venía con el disfraz de destrozona de febrero, la cara embadurnada de minio y azul, los andares inciertos, la almohada recalcando el culo y unos testículos acusándose en cada prenda femenina. Alma de mujer con pelos en barba y pecho. El amanecer cantaba sobre un pentagrama de platino las glorias florales del retiro y del Botánico, y Fau viendo el cielo se acordaba del mar azul que había en los mapas de la escuela. Cojeaba un poco, pero tenía mucha fe en las virtudes curativas del filete.

Se llevó una gran decepción al ver que la taberna estaba todavía cerrada y se puso a esperar dando vueltas a la plaza. Era más que antes la destrozona barroca en la geometría lineal de mayo. Los policías le habían dado esa paliza ritual que suelen dedicar a los que no cantan. «Hábilmente interrogado», declaró… Fau no tenía nada que declarar, pero había sido también interrogado «hábilmente». Lejos de los huelguistas, de los revolucionarios, lejos de los trabajadores. Pero enfrente también de los vagos poderosos. Enemigo de los unos y vapuleado por los otros. Las sombras le huían —no pudo presentir el sabotaje— y la luz se quedaba a distancia para no mancharse. No era hombre, aunque hablaba recio y blasfemaba. Los hombres no se venden ni traicionan. Tampoco era mujer, aunque mentía para crearse una situación. No le pegaban por revolucionario. Ni lo respetaban y estimaban como aliado. Le pegaban como confidente, le hubieran pegado —ya lo sacudieron otras veces— como revolucionario. No era hombre ni mujer. La destrozona que hablaba en falsete y corre con las tetas postizas bajo la chambra blanca, una escoba en la mano y el pañuelo en la cabeza sobre la joroba de esparto. Seguía dando vueltas a la plaza. Cuando vio que abrían la taberna se detuvo y cruzó la glorieta en diagonal. Se esperaba que preguntara al tabernero: «¿Me conoces?». Y que se alzara las faldas, con escándalo. Pero se limitó a golpear la mesa con el antebrazo y a reclamar el filete. El mozo le advirtió que no los había porque el día anterior, con la huelga, no habían distribuido carne. Tampoco hoy los esperaban.

Se levantó y se fue hacia Vallecas. Por el camino palpaba la pistola y gruñía contra los huelguistas. ¿Desde cuándo unos obreros agrupados en sindicatos iban a poder más que los limpios billetes burgueses? ¿No podía ser dueño del universo con los bolsillos repletos? Por el camino fue observando que en la estación del Mediodía había más movimiento que otras veces. Los trenes entraban fatigados y las locomotoras navegaban entre la urdimbre de vías y agujas. Grupos de obreros leían manifiestos y discutían. Fau echó un vistazo con el ojo que le quedaba abierto y ladeó la cabeza. Aquello anunciaba huelga. Las cosas tienen su lenguaje, y en aquel momento las techumbres de pizarra negra, los tubos de las máquinas, el ténder luctuoso y las bielas grises presagiaban el paro. Más que todas esas cosas juntas, lo que a Fau le dio la impresión de la huelga fue el fogonero que andaba indeciso entre las máquinas con el mono ferroviario colgando de la mano.

Siguió por el Pacífico. Sentía palidecer su violencia y su fuerza natural en la violencia y el poder de lo que la rodeaba: las casas, los árboles, la torre de la basílica. Sin saber qué ocurría notaba perfectamente su identificación con el paisaje urbano o su desintegración, lo que es lógico si pensamos que Fau pesaba 99 kilos y medía 1,89 metro. La paliza le había quitado autoridad con los árboles y los postes del tranvía. Se detuvo. Limpió sus narices contra el aire. Se disponía a seguir cuando a su espalda oyó redoble de tambores. Se detuvo y volvió hasta convencerse de que era un piquete que marchaba proclamando el estado de guerra.

Entonces la destrozona se impuso. Alzó la escoba, sacudió la almohada de atrás, se colgó de la cintura unos cencerros de mansedumbre y echó a correr hacia Vallecas en busca de «un buen filete». Iba Fau seguro y firme. Con cada pie partía una losa. Se identificaba otra vez con las cosas. «Detrás de un filete está el ejército y detrás la policía, la guardia civil, los de asalto, los del casco, los del quepis y todavía la Marina de guerra. ¡No es nada la Marina de guerra!». No sólo se identificaba con las cosas sino que las superaba, y ahora eran el árbol y la farola los que parecían haber sido apaleados en la Dirección. Lejos se oían los redobles y alguna trompeta epiléptica.

Llegó al puente. Allí se desparramaba el Pacífico en una extensa barriada obrera. Entró en una taberna y pidió su filete. El tabernero lo miraba extrañado. Fau explicó:

—Voy hecho un cristo; ¿verdad? La policía las gasta así.

Pero tampoco tenían carne. Tuvo que marcharse después de tomar una copa. Le había hecho muy buena impresión la piedad del tabernero que no le permitió pagar la copa, y ese detalle y el dolor de las lesiones lo hicieron sentirse, de momento, un revolucionario activo. El barrio estaba desanimado. Los obreros dormían. No querían sino seguir durmiendo en la ilusión y despertar en un mundo ya sin esclavitud. Fau veía las casas cerradas, las mujeres madrugadoras que comenzaban sus faenas.

Entró en otra taberna en busca de la carne y tampoco la tenían. Parecía mentira que la voluntad de los jornaleros del matadero, de los transportes, le pusieran a uno en el trance de no poder tomar un filete ni siquiera como medicina. Otra taberna en la que entró, se llenó de burlas ante su petición.

—¡Cómo no lo quieras de banquero! —le dijo alguien.

Fau tuvo la avilantez de comentar:

—¡Cállate, hostia! Se me hace la boca agua.

Chascó la lengua contra el paladar y se fue. Ya eran las seis y el filete no aparecía. Salió por las últimas callejuelas al campo. Junto a la carretera había un Shell. Más abajo sonaba la diana del cuartel de Artillería ligera n.º 75. Estado de guerra. Todo el ejército detrás de él. Se acercó al surtidor de gasolina y se puso a orinar al lado. Oyendo la diana comentaba inconscientemente: «El ejército, a mi servicio. Yo meo y me rinden honores». Pero el filete no llegaba. Se palpó los ojos. El derecho no lo podía abrir. Bajó hacia un arroyuelo y se arrodilló al lado. Se mojó la cara, la cabeza. Al doblar las rodillas e inclinarse sintió un agudo dolor en la corva. Luego se incorporó y sacó un pañuelo sucio. Una avispa zumbaba a su alrededor, revolcándose en el primer rayo de sol. Se secó, guardó el pañuelo y quedó sentado. Enfrente una vaca mordisqueaba la hierba. Del lomo le salía humo bajo el Sol. Arrastraba con el hocico un largo ronzal. Fau echó un vistazo por los alrededores. No había nadie. «Y además —pensaba— el ejército y la guardia civil me guardan la espalda». Saltó el arroyo y buscó el ronzal. La vaca lo siguió dócilmente. La ató muy corta al muñón de un árbol talado recordando sus tiempos de gañán de alquería y después de ayudante del matarife. Sacó su cuchillo, le quitó la vaina, pasó con fruición los dedos sobre la hoja. La vaca era color ladrillo y tenía lunares blancos. Le acarició el testuz y de pronto con un rápido movimiento trazó una curva con el cuchillo encima del brazuelo. Cerró la curva por abajo y dio un tirón. El mugido largo y profundo, parecía salir de las entrañas de la tierra. El animal dobló el brazuelo y quedó con la cabeza en alto, los ojos muy abiertos, sin comprender. Fau huía con su tesoro sangrante. Limpió el cuchillo en el suelo, se lo guardó. Aún se detuvo a arrancar la piel, para lo cual tuvo que sacar otra vez el cuchillo y luego se fue a un figón un poco apartado. Allí lo conocían porque vivía en el segundo piso de la misma casa.

—¿Tenéis filetes? —preguntó ya mecánicamente.

Le dijeron que sí porque les habían quedado tres del día anterior. Fau se quedó un poco desconcertado. Se rehízo y dijo:

—Estarán pasados.

Arrojó la carne sobre el mostrador.

—Asadme eso en seguida.

Le preguntaron mientras una vieja cocinaba y dijo que se había caído por un terraplén y que de milagro no le había atropellado el expreso de Valencia. Pero con el filete le pasaría todo. En seguida tuvo una servilleta extendida sobre la mesa, vino y pan y el plato rebosante de carne asada. Comía a dos carrillos y dejaba el tenedor para tocar el pan y el vaso de vino, y las aceitunas, convenciéndose de que todo aquello era suyo. A veces se rascaba con el tenedor en la cabeza. Lejos se oía el mugido de la vaca, y Fau percibía con él una sensación de triunfo. Cuando terminó subió a acostarse. La escalera tenía ventanas abiertas que daban al campo húmedo de la primavera. Fau reía y se sopesaba con las manos el vientre. Probó a abrir el ojo y lo hizo sin gran dificultad. La medicina comenzaba a surtir efecto. El mugido llenaba de dolor la mañana y Fau reía seguro de sí mismo. «Es buena cosa estar harto» —pensaba.

Cuando llegó al cuarto salía Eladio, el guardia, que iba de servicio. Era una casa de huéspedes muy modesta, pero limpia y abundante, regentada por una de esas viudas que bregan día y noche para sacar a flote a la prole. Fau le preguntó si había habido novedades.

—¿De qué clase? —se extrañó el guardia.

—¿No ha estado aquí la policía?

—No.

Se despidieron y Fau entró, sin explicarse que estuvieran aún en libertad José Crousell y Helios Pérez, dos obreros jóvenes que vivían en la misma casa y cuyos nombres había dado entre los posibles asesinos del agente. Se detuvo junto al cuarto que ocupaban: una alcoba que daba al comedor y que a través de las puertas de cristales se veía en sombras. «No se han levantado», pensó. Sentado a la mesa había un agente de vigilancia desayunando, vivía también allí. Fau, preparando acontecimientos le dijo:

—Puede que estos chicos vayan a la cárcel. Se han significado bastante en los sindicatos.

Luego se metió en su cuarto y se quedó recordando la sensación molesta de superioridad que aquellos dos tipos daban cuando opinaban sobre cualquier cuestión. Además, uno tenía un traje de señorito y el otro se lavaba los dientes a la vista de él. Bien estaban sus nombres en aquella relación de cinco. El agente sorbía el café pensando que en la vida privada no tenía por qué preocuparse de nadie y que él era un funcionario que obedecía órdenes y nada más. Fau tosía y carraspeaba. Abrió la ventana para que entrara el aire y con el aire llegó otra vez el mugido. Soltó a reír. Sentíase mucho mejor ahora. Se desnudó y se acostó. En la alcoba obscura estaban José y Helios —dos obreros de Artes Gráficas— arrodillados al pie de un baúl abierto en un rincón. Dentro del baúl había una caja con tipos de imprenta. Eran delegados de barriada y estaban componiendo a obscuras y sin borrador un manifiesto que había de ser distribuido a las siete. Lo habría escrito Samar. José tenía un pañuelo dentro de la boca para evitar la tos que el polvillo del plomo le producía y componía en silencio las líneas que después daba a Helios y éste agrupaba. Faltaba ya poco. Un cuarto de hora más y los dos saldrían con el aspecto de haber dormido bien, Saludarían quizá al agente y llevarían el molde a una imprenta próxima donde, sin saberlo el dueño, en hora y media haría ocho mil ejemplares. ¿Y después? Ah, después volarían ocho mil palomas rojas —de guerra— sobre los muelles y los andenes, sobre las vías y las grúas y mientras la destrozona roncaba los trenes serían abandonados y el asma de las locomotoras viejas tendría una tregua. Claro está que la destrozona soñaba que Helios se había comprado unas botas nuevas de anca de potro y que cuando iba a ponérselas lo llevaban a la cárcel. Pero luego se comprobó que ni Helios ni José habían intervenido en la muerte del policía, y entonces a Fau lo breaban de nuevo en la Dirección de Seguridad y Fau aguantaba los palos mugiendo como una vaca.