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Casa de Nicanor — Sabotaje — La virtuosa Emilia
(Tiene la palabra Urbano Fernández, de Gas y Electricidad).

Estuve en la cárcel, prometí que aquel oficial me las pagaría y me las pagó después cuando salí. Yo volví a la ergástula. Pero me trataron de manera diferente. Los oficiales ya no me molestaban. Estuve como en un hotel. Algunos quisieron hacerse amigos, me daban con la mano en el hombro, «Bah —decía yo dejándome querer—. Saben que mato gente», y no les hacía caso. La cárcel fue una universidad para mí, como les ocurre a muchos. Aprendí a distinguir las escuelas sociales y las distintas ideologías. Y luego, lo que aprende uno con su propio caletre, sin hablar con nadie. Yo supe entonces que para mí no había manera de ser alguien más que llevando la pistola y manejándola de vez en cuando con provecho. Y aquí estoy. ¿No nos matan ellos a nosotros con la pobreza y el agotamiento físico? Pues es lo que yo me digo. No hay más que hablar.

Entro en la calle de los Tres Peces. Está obscura y tiene esquinas mojadas desde donde salen meadas para todas partes. Los portales están cerrados y en uno duermen dos obreros. A su lado hay un individuo alto y fuerte dándoles con el pie:

—¡Arriba, coño! Os convido.

Está borracho. En la voz conozco que es Fau:

—Salud, Fau.

—¿Eres tú, Urbano? Míralos. Duermen como cerdos.

—¿Qué quieres?

—Convidarlos. Esta noche convido a Dios y a su madre. Allá tengo a cinco amigos más.

Hay un pequeño corro cerca de la taberna de Nicanor. Salen de allí voces:

—Déjalos, Fau.

Uno de los dormidos se incorpora:

—¿Qué quiere usted?

Fau se pone las manos en las ancas y mueve la cabeza de arriba abajo:

—¡Hace falta ser hijo de cerda! ¿No ves que te convido? Cuando alguno convida, no se pregunta más.

Tienen hambre porque se levantan los dos y siguen a Fau. Yo le doy un golpe en la espalda y cuando se revuelve echando mano al cinto le digo:

—¿Y a mí? ¿No me convidas?

Se queda mirándome. Yo lo aparto de un empujón y entro en la taberna. Está borracho y no le hago caso.

Hay poca gente. La gente no hace falta más que en los entierros y en las procesiones. En una mesa están Sallent y Escuder, que han llegado hoy de Barcelona. En otra está Samar. No se conocen. Nicanor, el tabernero, fue hace años un buen militante, pero se casó con la hija de un capataz y lo echó todo a rodar. No se ha olvidado de nosotros y siempre que puede nos ayuda de una manera u otra. Tiene una idea especial de lo nuestro. Dice que estamos ahora como los cristianos en la época de las catacumbas. En todas partes nos encontramos, pero en todas partes nos sacude la autoridad. Cree que es cuestión de dos o tres siglos y que empezaremos muy mal, pero que cinco siglos después de empezar ya las cosas irán marchando. Pasado mañana, como quien dice. El caso es que nos ayuda y que no es mala persona. Un poco chiflado, como se habrá visto.

Con los dos compañeros catalanes voy a la mesa de Samar:

—Estos que no conoces son Sallent, de la comarcal de Lérida, y Escuder, de Barcelona. Van a Andalucía a hacer un informe para la regional de acuerdo con la organización de Sevilla.

Escuder es pequeño y lleva gafas. Sallent es más buen mozo. Hablamos. Los dos quieren unirse a nuestra brigada para el sabotaje, pero hago ver a Escuder que no reúne condiciones físicas, por las gafas. Samar dice que si tienen una misión en Andalucía nada deben hacer en Madrid. Yo también lo veo así.

Escuder está extrañado de que la organización de Madrid haya sido capaz de armar todo este tinglado y dice que en Cataluña no lo acaban de creer. Sallent está frito porque no lo dejamos venir con nosotros. Tiene razón. No es tan fácil encontrarse así, de pronto y por carambola, una ocasión de actuar. Llegan tres más. Somos siete, contando a los catalanes. Ninguno toma bebidas alcohólicas más que Samar, que tiene una copa de coñac delante. Esa copa es como una opinión de las que él saca a veces en contra. Los catalanes están asombrados ante la potencialidad del Centro. Los tres compañeros que llegan y que son Juan Segovia, Felipe Ricart y Graco traen noticias. Dicen que están respondiendo con huelgas generales todas las organizaciones de las dos Castillas y cuando decimos que vamos por todo y que Cataluña y Andalucía no tendrán más remedio que seguir, los catalanes se quedan pensativos pero no pueden disimular la emoción. Vamos a acordar los puntos del sabotaje. A nosotros nos toca la línea Sudeste sobre el gráfico que hizo Samar. A las doce estarán allí dos compañeros más, que pertenecen a nuestra brigada, y hay que ir a buscar a Gómez dentro de media hora, a ver si ha conseguido el cable de cobre que nos falta. Veo que los compañeros de Barcelona no están en interioridades y me reservo. Tampoco lo están del todo los demás camaradas de este grupo. ¿Para qué? Basta con saber lo que de momento hay que hacer. Se trata de obligar al gobierno a declarar el estado de guerra. Esta será la señal para que se lance a fondo toda la organización. Samar me ha hecho algunas preguntas y le he contestado.

—Si hubieras ido a la reunión de esta tarde, lo sabrías.

Pero se lo figura, a juzgar por las observaciones que hace. También por una pregunta inesperada de los catalanes sospecho si estarán al cabo de la calle y si se reservan pensando que no lo estoy yo, pero, en fin, lo mismo da si cada cual cumple con su deber. Samar está pensando en las Batuecas. Tarda en responder y lo hace como si despertara. De pronto pregunta:

—¿Quiénes han matado al agente? ¿Dónde?

—¡Qué más da! Cómo se conoce que eres periodista. Todo lo quieres saber. Aquí está el croquis, que es lo principal.

Voy señalando los hilos que entran en el transformador y los que salen. Samar piensa —la cara es el espejo del alma— que han matado al agente por su culpa y que el agente era un hombre como nosotros. Hay diferencias en la manera de ver. Para mí no era un hombre, sino un instrumento mecánico al servicio de la injusticia. A estas alturas estaría bueno que nos pusiéramos sentimentales como las beatas. Seguimos estudiando el croquis. El tabernero va y viene. Samar atiende al sobre y cuando lo doy vuelta y aparece el lado donde está escrita la dirección me lo quita, corta esa parte y se la guarda. Dice que el nombre podría ser una pista para la policía. Pero se pone pálido y para disimular fuma.

En este momento entra Fau seguido de una caterva de mendigos. Parecen los harapos de un vertedero que se han levantado detrás de él. Miseria y muerte en las ropas y en las miradas de perro. Nicanor se queda mirándolos, y Fau con un gesto de segador dice:

—Yo pago. Yo convido.

Luego se queda mirando la bombilla y de pronto pide chorizo, pan y vino. Y habla entretanto sin cesar. Ese Fau es un bicho raro.

—¿Trabajas? —le pregunto.

—¡Hostias, trabajo! ¿Me habéis dao trabajo vosotros?

Nicanor le sirve con una cortesía rara, como a un señor. Aunque Fau lo trata con confianza, Nicanor no le contesta más que sí o no. Los otros se adormecen o esperan la comida. Fau da un puñetazo en la mesa:

—A ver, carajo, si os ponéis alegres. Esto parece un velatorio. ¡Eh, tú! Quita la mano del bolsillo de tu compañero. ¿Crees que no te he visto? Aquí somos todos honraos.

—Lo de él es mío y lo mío es de él —replica el otro.

—Bueno; yo no te he dicho eso; al que se propase le voy a sacudir en los morros.

Ya acordado todo, yo pido dos cápsulas del 9 para completar el cargador, advirtiendo que las que faltan las he gastado. El periodista se acuerda de que el agente ha muerto de dos tiros y se mete la mano en el bolsillo y estruja un papel. Fau se acaba de marchar (después de pagar con un billete de cinco duros todo lo consumido y algunas provisiones que ha repartido entre sus invitados) repitiendo que «él es honrao». Antes de abrir la puerta ha vacilado —lleva sus tres litros de tinto— y ha alzado la mano:

—¡Salud!

No le contestamos. Los mendigos se han ido y quedan algunos durmiendo de bruces sobre una mesa. Nicanor coge el billete de Fau, enciende una cerilla y lo quema sobre un plato, en el mostrador. Luego me llama con un gesto y me dice en voz baja:

—Es confidente.

Me quedo mirándolo. Eso no se puede decir, así como así, de un hombre. Nicanor mueve la ceniza del billete en el plato:

—Ese dinero es de la policía. Vigiladlo y os convenceréis.

Luego, con la misma tranquilidad, tira la ceniza, se sienta y se pone a leer El Vigía. Yo vuelvo a mi mesa. Los compañeros de Barcelona y Ricart van a vigilar esta noche a Fau. Los demás nos vamos precipitadamente. Yo me desvío para ir a casa de Gómez y los demás marchan hacia la Moncloa. Nos encontraremos a las doce en punto junto al río, cerca del lavadero número seis.

Tengo llave y abro la puerta de la calle. Es una casa de vecindad con los cuartos alrededor de un patio. Hay Luna y la sombra es en los corredores tan negra que no me veo los dedos de la mano. No se oye sino algún ronquido y un perdigón de jaula que canta no sé dónde. ¡Vaya unas horas de cantar! Debe estar loco. También los animales se vuelven locos y si no, haber visto el caballo que esta tarde bailaba en la plaza de Neptuno. Aunque eso de cantar a estas horas, estando preso también lo hacía yo porque de noche la voz llega más lejos, como si uno estuviera en libertad.

El cuarto es el número 37. El cordel está puesto y no hay más que tirar. Ya dentro, me encuentro a Gómez en mangas de camisa engrasando la pistola. Me dice que hable en voz baja porque su compañera y los chicos duermen.

—¿Conseguiste el cable?

Me lo enseña arrollado al cuerpo entre la camisa y la camiseta.

—Tiene casi un centímetro de sección. Con esto se podrían hasta fundir las dinamos.

Una vez dijo Samar que el anarquismo era una religión y yo me figuré a Gómez de sacerdote. Claro que todo es un decir. No hay religión ni hay sacerdote. Son ocurrencias.

Salimos, y al poner la mano en la puerta aparece el chico mayor de Gómez, vestido, lavado, peinado.

El padre pregunta:

—¿De dónde sales?

Tiene once años y le brilla la punta de la nariz.

—Déjame ir con vosotros.

Gómez se guarda la pistola, de la que el chico no quitaba la vista. Me mira sin poder reprimir la satisfacción. Luego vuelve la cabeza. El chico insiste:

—Anda, padre; os puedo ayudar. Yo conozco desde lejos a los agentes de la brigada social.

Gómez ve en los ojos del pequeño la ansiedad. Yo lo que veo es que lo mira a su padre como a un Dios. Para esto vale la pena tener hijos. Gómez lo agarra del pescuezo y lo empuja adelante:

—¡Hala, muchacho, y aprende de tu padre!

Sale el pequeño retozando como el perrillo con los cazadores. Entra y sale en la zona de la Luna, y ahora el sabotaje es una broma de chicos. Ya en la calle, nos encaminamos al lugar de la acción. El pequeño corretea siempre delante, explorando el terreno. Antes de volver una esquina es él quien se asoma a ver si hay vía libre. Gómez, aunque no lo dice, está muy satisfecho de su hijo. Con esas inclinaciones a sus años, nadie sabe dónde puede llegar.

En el camino hasta los lavaderos, más abajo de la Moncloa, no hay novedad aunque hemos cambiado la ruta dos veces para no encontrarnos con grupos sospechosos contra los cuales nos avisaba el pequeño. Hay buena Luna y con ello nos resguardamos en el campo, porque las zonas de sombra nos ocultan mejor que si no la hubiera y las de luz nos dejan ver lo que pasa a nuestro alrededor. Cuando llegamos están allí todos. Son siete. Gómez y Samar llevan la parte más delicada del trabajo; nosotros cinco les guardaremos las espaldas. Graco parece que está borracho y no de vino porque no lo cata; Juan Segovia, fuerte y rojo, de diecinueve años, aparenta treinta y cinco; Santiago, un buen organizador; y Buenaventura, uno pequeño y cetrino que vende periódicos antirreligiosos a las puertas de las iglesias y cada dos o tres días tiene que liarse a trompadas con algún señorito. Gómez y Samar repasan el material. El chico se ha sentado en un altozano y vigila. Ha sido un acierto el citarse aquí porque en los lavaderos hay ropa y a distancia nos podemos confundir con ella. Gómez pide los otros dos cables y los trajes aisladores. Hay dos pares de guantes pero sólo un traje. Samar dice que con sólo los guantes no se atreve a manipular en unos cables que llevan ciento veinte mil voltios. Los demás lamentan no haber conseguido más material y se acuerda que Gómez se ponga los dos pares de guantes y el traje y manipule solo, aunque Samar irá de ayudante. Los tres cables se los ha arrollado Gómez en bandolera. Se ha puesto el traje y los guantes. En la punta de cada cable ha hecho un doble gancho. Da a Samar su pistola y se separan de nosotros después de haber comprobado una vez más la posición del transformador, del poste metálico, y los alrededores. Cuando han avanzado unos doscientos metros, los seguimos pistola en mano. Gómez, con ese gusto suyo por las cosas solemnes, nos ha dicho:

—No olvidéis que allá hay dos hombres cuya vida es necesario defender a toda costa.

Luego, sin esperar respuesta, han marchado. Llegan al pie del transformador y sin vacilar trepa Gómez por los largueros de hierro. Samar espera abajo con una pistola en cada mano, mirando a su alrededor. Nosotros estamos cien metros detrás. Va a salir todo a pedir de boca. Pero ahora habla Samar con Gómez y éste vacila. Por fin sigue subiendo. Por un lado entran tres cables en el transformador y por otro salen otros tres. Más de cien mil voltios sufren ahí dentro la transformación necesaria para adaptarse a las necesidades industriales de la ciudad, al alumbrado, a las faenas caseras. Ya arriba, Gómez comprueba el estado del casco, del traje. Un contacto de medio milímetro por una rotura del guante bastaría para quedar carbonizado. Pero Gómez hace todas sus cosas con prudencia. Ya ha enganchado en un cable de baja tensión el extremo de uno de los que llevaba dispuestos. El otro extremo queda en el aire. Lanzamos la vista hacia el río, hacia las luminarias de La Bombilla, hacia Rosales. Santiago se impacienta viendo que hasta ahora no hay sobre quién disparar. Al pie de Rosales, la Estación del Norte ofrece sus pabellones de ventanas iluminadas como colmenas. Graco murmura, embriagado:

—¡Electrocutar al Madrid que ahora anda por los casinos deseando que nos aniquilen! Fundir los motores del esquirolaje. Quemar los plomos, enviar latigazos invisibles a los calentadores eléctricos y a las tenacillas eléctricas de las putas burguesas.

Yo le doy con el codo:

—Calla, Graco.

Gómez ha enlazado uno de los cables de alta con otro de baja tensión. La mitad de Rosales y La Bombilla se apagan. Creo oír chirriar algo, como fritura de sesos o de angulas al otro lado del río. También pienso que sale humo. Lo único que puedo asegurar es que sobre medio Madrid ha caído una cortina negra. Graco tiembla y habla:

—Dentro de tinco años celebraremos esta fecha, y en lugar de apagar las luces encenderemos muchas más y Madrid será una ascua de oro. ¿Qué dices, Urbano?

—Calla, coño.

El segundo y el tercer cable han quedado enganchados y el resto de Madrid —de lo que vemos desde aquí— se hunde en las sombras. La voluntad de un hombre ha bastado. Las ventanas de la Compañía del Norte han desaparecido y la estación, las vías, Rosales, La Moncloa, todo se ha hundido en silencio. Santiago dice a mi lado:

—La civilización, el progreso mecánico, tienen doble filo, ¿eh?

Gómez baja apresuradamente. Se deja caer de tres metros de altura y viene corriendo con Samar. Está nervioso:

—Los esquiroles que quieran entrar a arreglar averías en casas o talleres quedarán electrocutados. Los transformadores menores de las fábricas deben estar echando llamas. Ciento veinte mil voltios sobre una parte de Madrid son como una lluvia de fuego.

El pequeño ve que está hecho todo y se nos incorpora. ¿Adónde vamos? Hay que disgregarse y volver a reunimos al amanecer. Graco mira a su alrededor. Madrid en sombras; toda la ciudad industrial de Carabanchel y la de Cuatro Caminos han desaparecido en un charco negro. Graco dice que quiere cantar y yo lo amenazo en broma con pegarle un tiro. De pronto Graco mira al cielo y por su boca sale un surtidor de insultos, de blasfemias burguesas, de palabras de cloaca malolientes y ásperas.

—¿Qué te pasa?

Gómez hace observar que la parte baja de Arguelles no se surte de la misma línea y sin embargo está también apagada. Deducimos que las otras brigadas de acción se han portado bien. Samar insiste en que hay que disgregarse. «El que esté fichado, que no vaya a dormir a su casa». Le devuelve a Gómez su pistola. Todos la llevamos en la mano. Graco se ha quedado detrás. Sigue blasfemando y mirando a la Luna. En la obscuridad total nos separamos. Media hora después yo me encuentro con Graco y con Samar en el puente de Toledo. ¿Y los otros? Cada cual se habrá salvado si ha podido. El efecto ha sido grandioso; la alarma formidable. Hay que transitar por aquí como por un campo de batalla enemigo lleno de trincheras y alambradas. Todas las fuerzas se han debido echar a la calle. Cuando vamos a salir del puente oímos una voz amiga:

—¡Samar, Samar!

Es una muchacha del Sindicato de Oficios varios que iba con una brigada encargada de incomunicar los centros oficiales. Veinte años. Su sueldo de ciento cincuenta pesetas va a parar íntegro a su casa y con él viven el padre, católico y vago, y dos hermanas que le reprochan constantemente sus ideas. Emilia se alegra mucho de encontrarnos. Mira con recelo:

—¿Se puede hablar?

Graco protesta:

—¿No nos conoces, carajo?

Es una chica templada y valiente. Lleva una gabardina azul. Nos cuenta que a pesar de estar vigilados los registros de teléfonos de la Presidencia y de Guerra ha conseguido aprovechar un instante de distracción de la pareja de servicio para colocar allí un explosivo.

—¿Tú?

—Claro que sí.

Los demás se han quedado esperando, a la defensiva. Nos hemos largado y cinco minutos después hemos oído la explosión.

Emilia afirmaba:

—Ocho mil pares de hilos menos.

Era peligroso detenerse más tiempo. Graco, entusiasmado, le dio un abrazo y le preguntó cuánto tiempo llevaba en la organización. Emilia dijo que tres meses.

—¿Adónde vas ahora? —pregunté yo.

—A casa. Vivo ahí cerca, en una casucha indecente con mi indecente familia. Me voy a dormir porque mañana tengo que madrugar.

—¿Tenéis reunión?

—No; pero quiero confesar y oír misa.

Nos quedamos bastante decepcionados:

—¿Confesar?

—Sí. Lo de la bomba. Supongo que Dios no protege especialmente a la compañía de Teléfonos.

Graco se indigna con la misma facilidad con que antes se entusiasmó:

—Eres una fanática, y si has hecho eso ha sido por histerismo.

Este Graco siempre igual. No tiene razón. Yo la defiendo. Pero se ve que ella no le hace caso.

—¿Y vosotros? —nos pregunta.

—A dormir. No sabemos dónde todavía.

Nos callamos lo de nuestro sabotaje, no vaya a contárselo también al cura. Ella está entusiasmada, dice que se va a declarar el estado de guerra de un momento a otro y que el sabotaje del Sudeste ha dado resultados soberbios. La gente está aterrada. Ha habido víctimas y lo lamenta, pero en el entierro también las ha habido. Pregunta si tenemos dónde dormir y al decirle que no, nos indica el número nueve de la calle General San Martín adonde pueden ir los que quieran con sólo el carnet. Es un anarquista que se redimió y tiene unos talleres propios y una pequeña casa. No estuvo nunca fichado y ayuda con dinero o prestándoles cobijo a los compañeros necesitados. Yo la he dejado hablar, aunque conozco a ese compañero que verdaderamente merece todo lo que de él se diga.

—¿Has dado esa dirección a algunos más? —le pregunto.

—No.

—Entonces vamos allá.

Nos despedimos. Graco está despechado ante esa compañera que pone una bomba por la noche y al día siguiente confiesa y comulga. «Una mujer así —dice— lo mismo pone la bomba mañana en nuestros sindicatos». Samar se ríe a carcajadas.

—¡Qué cara pondrá el cura!

Yo también tengo una alegría especial desde que hemos hablado con la virtuosa Emilia. Eso de que hasta los esclavizados por la superstición no tengan más remedio que coincidir con nosotros me pone de buen humor. Samar se ríe, pero de otra manera. Ve la excentricidad y nada más.

La calle General San Martín no está cerca. Ni lejos, es verdad. Emilia nos ha advertido que tengamos cuidado, porque en esa calle debe haber vigilancia puesto que hay dos registros de barrio de la Telefónica y no es fácil que estén desamparados. Pero a Graco se le ha desatado el buen humor. La noche es más negra a medida que avanza y la Luna se ha ocultado por completo Graco hace unos chistes truculentos y por poca gracia que tengan los acompaña con cambios de voz que son para tumbarse de risa. Hacia el viaducto se oyen tiros. Samar advierte: Son de mosquetón. La han debido armar, por ahí arriba. Graco se extraña. Algo ha debido ir mal. Estamos a la entrada de la calle General San Martín. Graco jura que no sabía que ese santo fuera general. Por donde hemos venido se oyen cascos de caballos. En la calle de al lado alguien da el alto. Lo dicho: esas fuerzas han debido salir a la calle con órdenes severas. En dos brincos nos metemos calle adentro y de pronto paramos. Como no se ven los números de las casas tiene que volver Samar pegado a la pared y contarlas. Hay dos puertas muy juntas y no sabemos si pertenecerán a una casa o a dos. Así no hay manera de averiguar dónde está el nueve. Yo sospecho que es la casa de al lado y Samar dice que la siguiente. Graco propone una solución. Yo me arrimaré a la puerta y él se subirá a mis hombros y encenderá una cerilla. Por si él no ve el número deslumbrado por la luz que mire desde abajo Samar. No hay otra posibilidad. Si no es el nueve, por este número sacamos dónde está. De acuerdo los tres, entre risas ahogadas y donaires se me sube Graco encima. Tiene unas rodillas puntiagudas que se hunden en mi espalda. Luego, con los pies en los hombros y animados a la puerta saca las cerillas, coge una y apenas acaba de encenderla suena una descarga y cae sobre nosotros cal y revoque de la pared. La cerilla se ha apagado y el batacazo de Graco ha sido considerable. Graco parecía quejarse, pero eran los estertores de la risa. Samar repite con voz ahogada:

—Es el nueve.

—¿Estás seguro? —pregunta Graco.

—Sí. Pero por si acaso sube otra vez y convéncete.

Graco no lo cree indispensable y seguimos riendo en silencio cuando se abre la puerta y alguien pregunta qué ocurre. Ya dados a conocer, entramos. Queremos explicar, pero no hace falta y somos conducidos a un cuarto donde hay tres colchones. Nos traen una vela y Samar, cuando estamos solos, nos increpa por hacer el sabotaje de manera que ahora no se ve dónde deja uno los zapatos. Seguimos riendo. Todo esto puede que sea poco natural porque estamos nerviosos. Después de apagar la luz, ya en serio, cada cual se plantea una sencilla cuestión:

—¿Por qué lucho? ¿Cuál es la meta?

Graco dice:

—La meta es la destrucción del régimen.

Samar dice:

—El aniquilamiento de la lógica de los que se aprovechan.

Y yo:

—El comunismo libertario.

Como se ve, lo mío es lo más concreto. A Graco no le preocupa el régimen del porvenir mientras el capitalismo sea derrotado. A Samar no le interesa tanto el sistema como la moral y la dialéctica. Alrededor de uno, todo es reformismo.