III

Autopsia de los camaradas Espartaco, Germinal y Progreso

Los obreros que quedaron muertos en la calle eran Espartaco Alvarez, Germinal García y Progreso González. Tres nombres en fila son bien poca cosa. Tres obreros jóvenes y fuertes muertos sobre el adoquín municipal en la mañana del domingo ya son algo. Esos mismos hombres, media hora antes del mitin eran nada menos que signos de una nueva ley física en marcha. Espartaco pertenecía al Sindicato de Trabajadores de la Tierra. Germinal, al de Gas y Electricidad. Progreso, al de la Construcción. Cuando los recogieron estaban en posiciones distintas. Espartaco había caído de bruces y se rompió los dientes contra el empedrado. Allí quedó besando su propia sangre. Germinal, boca arriba junto a un árbol, colgada la cabeza sobre la cava del riego. Progreso no murió instantáneamente. Se fue arrastrando con el pecho en tierra, firmando con el corazón sobre el asfalto de la acera. Murió camino del Equipo Quirúrgico. Luego fue llevado al depósito, junto a sus compañeros, y el forense emitió dictamen: «Espartaco Alvarez, de cuarenta y dos años, presenta dos heridas de arma de fuego en la región temporal derecha, con salida de masa encefálica y fractura, mortales de necesidad». «Germinal García, de cincuenta años, herida de bala en el vientre, sin orificio de salida, otra mortal en la ingle con sección de la femoral y contusiones en diferentes partes del cuerpo». «Progreso González, de treinta y cinco años, tres heridas de arma de fuego que le interesan el cuarto espacio intercostal derecho, el hígado y el frontal respectivamente. Todas con orificio de salida. La de la cabeza, mortal de necesidad».

Era necesario que el médico forense dijera que habían muerto, y ahí está. La diligencia de autopsia no decía el calibre de las balas ni si los disparos habían sido hechos con arma corta o larga. Quedaba en el aire ese dato para que los periódicos pudieran sentar la duda de que las víctimas cayeron bajo las balas de las pistolas proletarias en la confusión del momento. En los instantes de duda, ellos afirman e imponen su verdad. En los momentos de evidencia enturbian el aire y crean la duda.

Pero es poco una autopsia. Nada dice de los camaradas Espartaco, Germinal y Progreso, de su verdadera personalidad. ¿Quiénes eran? ¿No interesa a ustedes, señores lectores, la personalidad de tres cadáveres? De todas formas se puede revelar con pocas palabras. Los hombres que mueren por una idea suelen tener poco que contar. Si fueran de esos que de vez en cuando gritan en la tertulia «se me ocurre una idea», para proponer luego ir al cine o a merendar, y se subordinan a esa «idea» y llegan a morir de reuma por ella si es preciso, si se tratara de estos «mártires», entonces se podrían contar muchas cosas divertidas. Pero de Progreso, Espartaco y Germinal ¿qué vamos a decir?

¿Cómo van ustedes a comprender lo que podamos decir de tres obreros sin ortografía, que durante el tiempo que les dejaba libre el trabajo soñaban con una sociedad más justa, edificada sobre realidades vivas y no sobre mentiras moralizantes?

Espartaco era campesino y vivía en Tetuán de las Victorias, hacia los desmontes de Fuencarral.

¿Campesino? Es decir, «más bien —como él aclaraba— cazador furtivo». Vivía de la caza en las posesiones del ex rey, que seguían siendo coto cerrado con la república. Entre los vagabundos y los basureros, sus convecinos, la casa de Espartaco era casi un palacio y constituía desde luego para los demás una aspiración de bienestar. A la una de la madrugada se levantaba todo el año, daba un beso a su compañera y a su hijo, cogía el «bicho» —el hurón— y unas cuerdas, y se iba al Pardo. Cazaba tres o cuatro conejos y dos faisanes, los vendía a las seis de la mañana en un mercado, y a las ocho ya estaba de regreso en su casa con diez o doce pesetas. Cubría el presupuesto familiar con holgura y aún le quedaba algo para sus gastos de militante. Sellos del comité pro presos, cotización en el sindicato, solidaridad con los perseguidos, cuota de la federación de grupos. A veces cazó también un jabalí o un venado.

Su compañera lo admiraba. Nunca se oían en el hogar voces destempladas ni disputas. El secreto de Espartaco para mantener la paz familiar era lo que él llamaba —lo había leído en un folleto— la influencia moral. Se portaba bien, y al lado de su conducta una discrepancia resultaba monstruosa y criminal. Eran felices sin sentimentalismo. Ella le preguntaba a veces si la quería, y Espartaco la dejaba helada con la mirada mientras decía lentamente:

—¿No me ves que vivo contigo?

Al principio, en los primeros meses de vida en común. Espartaco no era «campesino» sino jugador de naipes. Salía todas las noches a jugar. Espartaco «no tenía seguras las ideas». En cuanto advertía malicia en algún jugador, se daba a hacer trampas. Ya en ese camino era sabido que todo el dinero iría a parar a su bolsillo. Pero aquello era peligroso, y su compañera sufría y se desvelaba en casa. «Un día estaba jugando como siempre —explicaba Espartaco a los amigos— y me representé a mi compañera sentada en la cama y llorando. Lo dejé todo y me fui a casa». Ya no volvió a jugar más. Dejó aquel fácil y lucrativo oficio por el de «campesino». ¡Lo que tuvo que argumentar para relacionar sus tareas de cazador furtivo con las del labriego y tener cabida en el Sindicato! Pero era un gran militante y nadie dudó de su aptitud para el trabajo del campo, ya que socavaba el yermo para dar con las madrigueras.

Había aprendido a leer a los treinta años, por su cuenta. No había llegado a comprender los problemas de la producción capitalista, la racionalización, ni la superproducción y el paro forzoso. No quería complicar la limpieza y sencillez de sus conceptos sobre la revolución con una doctrina que se le hacía sospechosa de intelectualidad. Tenía un odio en su vida: los «comunistas del partido». Su cientificismo le resultaba inaguantable y solía decir de ellos que entre todos no eran capaces de resistir media hora de controversia con él. Tenía razón, porque lo que más lo soliviantaba era ver en el adversario sus mismos argumentos explotados con mala fe o egoísmo o vanidad personal de «líder» y eso creía verlo enseguida en los comunistas. Cuando las cosas llegaban a esta situación Espartaco callaba, cerraba el ojo izquierdo y advertía lentamente:

—El camarada Espartaco dice que le está bailando el «cacharro» en el bolsillo.

El cacharro era de calibre 6,35. El «camarada Espartaco» no era sin embargo un energúmeno. Jamás hubiera llegado al homicidio por arrebato o ceguera. Odiaba a los comunistas «del partido» hacía mucho tiempo, pero su odio se afianzó un día que vio a un señorito con la hoz y el martillo bordados en seda sobre la camisa. Con la burguesía disfrazada de radicalismos hubiera sido implacable. En la lucha, durante las huelgas revolucionarias o las de carácter económico de difícil solución actuaba en el sabotaje con seguridad y decisión. Allí donde hacía falta una mano audaz aparecía él. Realizaba lo que se le pedía sin comentarios, sin vana jactancia y sin preguntas inútiles. En su casa era el mismo. Nunca faltaba una oportunidad para trabajar por la causa. Del tiempo que le quedaba libre sabía disponer leyendo y completando la educación del chico que volvía de la escuela con demasiadas tonterías en la cabeza. Ya el muchacho ejercitaba su sentido crítico bastante bien:

—Me han dicho —le explicaba al padre— que el ejército es para defender la patria.

Y soltaba a reír. Espartaco reía también y le preguntaba:

—¿Tú qué hubieras contestado?

—Que el ejército y la idea de patria son para tenernos más esclavizados.

Ahora Espartaco no reía tan fuerte. Sonreía apenas sobre la losa del depósito judicial y era sólo un poco de calcio, de fósforo, de humores en libertad.

Progreso González era otro carácter muy distinto. Ya lo hemos entrevisto con motivo de su incidente en el vestíbulo del «Paraninph». Locuaz, risueño y optimista. Tan seguro de sí mismo —de poseer la lógica infalible— que su odio contra el capitalismo se convertía a veces en desdén altivo y en compasión. Esto no era obstáculo para que militara con ardor y fe. Miraba y reía, andaba y dormía en comunista libertario. Estaba saturado de ideología hasta convertirla no sólo en conducta personal sino en física y química orgánica. Era natural que en la actuación dentro de los sindicatos no chocara con nadie. Siempre se les dejaba paso a sus argumentos. Se daba en su caso el hecho de la revolución ya triunfante, después del proceso que comenzó con los odios de la adolescencia y siguió con la educación sindical. A través de la cultura social constructiva y de la fe confirmada y acrisolada al mismo tiempo en la doctrina y en la práctica, se encontraba con la sensibilidad formada en hombre del mañana, de un tiempo sin injusticia. Así resultaba que no podía odiar al burgués con aquel odio reconcentrado y agresivo de sus compañeros. Cuando se encontraba, en la lucha, con que la sociedad seguía mal organizada se quedaba muy sorprendido: «¿Pero es posible que no lo comprendan? ¡Ah, si yo pudiera hablarles un día a los ministros!».

Las pocas veces que fue a la Dirección de Seguridad a pedir en comisión la reapertura de los sindicatos o la revocación de la orden de suspensión contra un periódico, intentó convencer al jefe de policía. Ya no lo incluían en esas comisiones por tal razón. «¡Oh! —solía decir desesperado—, ¡si las ideas son tan hermosas y tan fáciles de comprender!». Pero el gobierno en pleno, que mandaba que lo mataran en la calle, ignoraba el espíritu protector con que Progreso González hablaba. «Al mismo gobierno le conviene. Así los ministros vivirán tranquilos, se evitarán esto de que un día tengamos que matarlos». Porque eso sí. Actos aislados de terror no los realizaría nunca, pero en un vasto plan revolucionario se hubiera reservado —y se reservaba ya— la parte más difícil y cruenta. Esto lo preocupaba. Cavilaba sobre esos impulsos, y hablando con Leoncio un día, resolvió la incógnita y se quedó tranquilo: “Yo sería sanguinario hasta que se viera que la burguesía iba de vencida. Entonces, toda mi furia se convertiría en propaganda y labor constructiva. No había saña en él y era incomprensible, porque había pasado dos años en una celda con una cadena al pie que le impedía andar más de dos pasos y había visto a compañeros sentenciados sin pruebas a cadena perpetua y encerrados en calabozos oscuros, con una cadena también al tobillo, pero empotrada en la pared a la altura del pecho y sin llegar al suelo, por lo que el recluso tenía que estar día y noche con la pierna doblada en el aire y dormir de pie. No sentía la necesidad de vengarse, porque al día siguiente de la revolución consideraría innecesaria la crueldad con los vencidos, y para él era ya día siguiente, desde el momento que la revolución estaba hecha en su conciencia. Progreso, también en la vía de lo inerte, había tropezado con el monstruo sin tiempo para hablarle las palabras persuasorias. El monstruo, al que no odiaba porque lo veía lejos y fuera de sus afanes, lo destruyó.

En cuanto a Germinal, era un buen operario fumista. Arreglaba tuberías y ponía cristales. Cobraba un regular jornal y vivía con su madre y su hija. La compañera se le murió hacía años y no la había sustituido porque para lo sexual nunca le faltaba el calor de unas faldas, y en lo sentimental y afectivo tenía a su madre y a su hija Star. Su casa era de las últimas de una barriada obrera situada al Norte, por donde la brigada social tenía siempre quehacer atrasado. Era una casa de ladrillos, de un solo piso, con las ventanas verdes. La puerta estaba abierta, día y noche. Germinal no creía en los ladrones ni en los duendes. Si llegaba a las tres de la mañana un compañero, buscaba donde acostarse, se tumbaba y al día siguiente se iba después de compartir el suculento desayuno de Germinal. Era lo mismo que se conocieran o que no se hubieran visto nunca. Germinal nada preguntaba. Su madre servía recelosa al desconocido hasta que veía en la mirada de Germinal alguna simpatía por él. Cuando esto sucedía ya iba y venía más desenvuelta y al hablarle le llamaba también «hijo». Después, si iba la policía a preguntar, ya se las arreglaba la abuela para contarle un cuento rociado de juicios propios sobre la vileza de las funciones policíacas. Había agentes que temían más a sus iras que a las de sus superiores, porque de aquella cabeza pacífica y encanecida salían los insultos más soeces, las palabras más duras. Aun después de acabada la gresca, cuando los agentes se batían en retirada, salía a la puerta y chascaba la lengua haciendo ademán de coger una piedra. Esto tiene su explicación. En la barriada nunca se decía «un agente», sino un «perro». Ellos lo sabían, y si por casualidad la actitud de la vieja trascendía a las casas vecinas no faltaba coro. Por balcones y ventanas asomaban rostros femeninos que se unían al escándalo. Unas ladraban, otras chascaban también la lengua y gritaban: «¡Tuso!». La viejecita, la tía Isabela, se envalentonaba mucho entonces y gritaba poniéndose en jarras:

—¡A hacer puñetas! ¡Que os den morcilla a todos!

En esa casa de ladrillo rosáceo vivían Germinal, la tía Isabela y su hija Star. Había alguien más. Un gato y un gallo. El gato se llamaba Makno y era de la abuela. El gallo no tenía nombre y era de Star. El gallo y el gato reñían a menudo porque el primero se aburría y buscaba con quién jugar. El gato, que era voluptuoso y regalón, creía que iba en serio y sacaba las uñas. Luego tenía que intervenir la familia. La tía Isabela se llevaba en brazos al felino y la pequeña al gallo, cuya defensa hacía contestando a las reprimendas de la abuela:

—Lo hace por jugar.

Star castigaba al gallo y éste, sintiéndose humillado, cacareaba a cada golpe y le buscaba la mano con el pico. Era un gallo provocador, al que temían los perros y los niños de la calle, porque cuando dejaba caer un ala y andaba de costado ya había perdido el control y se lanzaba lo mismo sobre las piernas desnudas de los chicos que sobre los hocicos de los perros, mientras éstos no fueran verdaderos y auténticos perros-lobos, que eran los únicos a quienes respetaba. El gallo dormía en un pequeño cobertizo junto a la casa. No había gallinas. En realidad eran suyas todas las del barrio sin necesidad de reñir expresamente con los otros gallos, porque ya se cuidaban ellas de acercársele sin comprometer a nadie.

Star, Germinal, la tía Isabela, la casa rojiza, el gato y el gallo. De ese núcleo se desprendía Germinal con el cuerpo abierto a balazos. ¿Dónde estaría? Un grupo de vecinos invadiría la casa y la tía Isabela se aguantaría las palabras malsonantes porque habiendo un cadáver por medio y siendo éste el de su hijo la ira se resolvería en desesperación. Leoncio iría allá arriba, pero ¿para qué? Después de cada batalla no era caso de ir a dar el pésame a la familia de las víctimas. A Leoncio le preocupaban, más que la muerte de Germinal, su mirada y sus palabras últimas. Salían atropelladamente del teatro. Fuera disparaba la guardia civil. Casi tropezaron con el cuerpo sangrante de Germinal. Star quería acercársele y las masas la empujaban y se la llevaban en vilo. Germinal gritaba a los que intentaban recogerlo:

«¡Dejadme a mí, que esto es cosa perdida! Buscad a la pequeña». Cuando vio que Lucas Samar se arrodillaba y llamaba a otros para llevárselo se incorporó, los rechazó y volvió a gritar: «¡La pequeña! ¡La pequeña!». Lucas creyó que la habían herido también; buscó a su alrededor. Las descargas seguían. Star apareció por fin y Lucas la cogió en volandas y se la llevó. Germinal sonrió al verlos y descansó la cabeza sobre el brazo. Cuando minutos después lo recogieron, había muerto.

Leoncio Villacampa se acordaba más de ese detalle de Star que de la misma muerte de Germinal. Ya se sabe que en las batallas hay muertos. Pero de todas formas quería ir a ver a Germinal, indagar lo que quiso decir con la última mirada (ver si ésta había quedado cuajada sobre la piedra del depósito judicial) respecto del porvenir de la pequeña Star. Quería también averiguar si eran más las víctimas aparte de las tres conocidas, porque los rumores señalaban la ausencia de dos compañeros de Gas y Electricidad. El ir y venir de los obreros por las secretarías de los sindicatos en aquella colmena rumorosa y alarmada y las palabras sueltas que se oían señalaban la seguridad de la huelga general. Leoncio se levantó y comenzó a andar hacia la calle. Saludó a los compañeros, leyó algunas convocatorias de las que cubrían las paredes del vestíbulo, y fue bajando. La luz comenzaba a ser la luz grisácea del cemento de la ciudad sin Sol. Cogió un tranvía en marcha. Progreso, Espartaco, Germinal. Un viejo de barba blanca agitaba en la plataforma el bastón y en vano quería discutir con el conductor. Éste compartía su misma opinión y el viejo se irritaba. El tranvía subió forcejeando en las esquinas, asomó a una amplia avenida y se perdió sonando la campana. Huía por detrás de las casas un nimbo dorado de estío. Leoncio iba al depósito judicial. Cuando llegó a las tapias del hospital civil, ya lucían las primeras lámparas sobre el cristal opaco del anochecer. El barrio, solitario y triste, se animaba de pronto alrededor de aquel caserón, y estaban el bar «Puerto Príncipe», la taberna del «Mico», dos pastelerías, y una parada de taxis junto a un café que hacía esquina. La ciudad se volcaba en las tabernas y los bares. Dentro de una hora saldría el público de los cines y teatros y se produciría el reflujo de la población hacia las afueras. Leoncio veía aquello y sonreía: «Estúpidos. Mañana os vais a divertir». No podía tolerar aquella indiferencia mientras Espartaco, Progreso y Germinal yacían asomados al vacío sin nombre. «Estúpidos. ¿Qué diréis mañana?». Al día siguiente la huelga general los sorprendería a todos. «¿Por qué nos dejan sin periódicos, sin tranvías, sin pan, sin espectáculos? ¿Qué ha sucedido?». Cada ciudadano reaccionaría a su manera. ¿Es delito ver una sesión de cine? ¿Está mal emborracharse con whisky? ¿Llevarse la novia al campo es causa bastante para que lo dejen a uno al día siguiente sin los elementos indispensables de vida? Nadie había hecho nada. Nadie tenía la culpa. Leoncio sonreía, subiendo las escaleras de un pabellón: «Estúpidos». Ya arriba se detuvo. Respiró hondo y miró hacia atrás. En el patizuelo desierto había un árbol enano mal acomodado entre las losas de piedra. El muro quedaba a la altura de sus pies. Detrás, la ciudad señalaba con halos rojizos los lugares más iluminados. El hortera Leoncio Villacampa, con la corbata roja de los domingos, hinchó su pecho y gritó: «¿No sabéis que esta mañana matasteis a tres compañeros nuestros? ¡Has sido tú, el comerciante, y tú, el cura, y usted, señor juez, y usted, damisela de mierda! Pero eso se paga. ¡Lo vais a pagar mañana!». Había que atravesar un vestíbulo, recorrer un pasillo haciendo caso omiso de las puertas y las escaleras. Después de discutir con unos guardias y convencer a dos agentes de que era familiar de las víctimas volvió a salir del pabellón por el lado opuesto y comenzó a bajar unas escaleras análogas a las anteriores. Otro patizuelo. El depósito estaba en el pabellón de enfrente, en unos sótanos. El patio enlosado tenía color plomizo oscuro. Por encima de la silueta negra de las tapias y la pizarra del tejado el cielo era azul claro y había dos estrellas sobre un grupo de chimeneas. Junto a una tapia, recostados de espaldas en el muro, estaban, Samar y Star García. Leoncio no pudo evitar la primera impresión de disgusto. Star se condolería como hija del mártir y él tendría que buscar palabras y decirle quizás aquello de «te acompaño en el sentimiento», frase difícil, que no había dicho nunca. Pero no dijo nada. Enseguida vio que Star seguía como siempre, como si nada fuera con ella. Al llegar él, Samar pasó un brazo por la espalda de Star y la atrajo paternalmente. Leoncio vio que aquel gesto tenía mucha elocuencia y se quedó un rato callado. Lucas Samar preguntaba con la mirada y Villacampa no tuvo más remedio que contestar, aunque dirigiéndose a Star:

—Mañana hay huelga general.

La pequeña se alegraba. Habiendo muerto su padre era necesario que todo el mundo se alzara contra los culpables. Lucas la soltó, frunció el ceño.

—¿Huelga general?

Leoncio miraba por una ventana el interior del depósito. Star aclaraba con indiferencia:

—Les han hecho la autopsia.

El periodista repetía:

—¿Huelga general?

Una huelga general en aquellos momentos podía serlo todo. Precipitaría otros hechos, sacudiría la rebeldía latente en todo el país. Era la sublevación. Podía serlo todo. Pero podía ser también un fracaso funesto. Acudió a la ventana y se acodó en ella de espaldas, mirando hacia adentro. Star también. Quedaban los tres en silencio. Tres mesas alineadas con los cuerpos de Progreso, Espartaco y Germinal, cubiertos con sábanas. Dos empleadas entraban y salían con cubos. Leoncio pensaba: «¿Es posible que todo acabe en eso, en nada?». Pero no lo dijo porque suponía que a Lucas se le ocurrirían al mismo tiempo cosas más hondas. Efectivamente, éste no tardó en decir:

—La muerte no existe. Germinal, Espartaco y Progreso siguen en la rebeldía de los demás.

—¿Que no existe la muerte? —dudaba Leoncio.

El periodista lió un cigarrillo para contrarrestar el fuerte olor a fenol. Añadió:

—No. Si pudieran hablar estos camaradas, verías cómo se pondrían a discutir sobre la conveniencia de la huelga general, sin acordarse del incidente de su muerte, que tendría mucha menos importancia que cualquiera otro de su vida. La muerte que viene de fuera —un tiro, dos voces, sangre y pérdida de la conciencia— no es más que un pequeño incidente al margen de nuestra voluntad. Lo malo es la muerte elaborada dentro de nosotros: el fracaso.

A Star se le iluminaron los ojos:

—Es verdad. Mi padre no podía morir. Mi padre no ha muerto.

Luego añadió de pronto con expresión impertinente:

—Vamos. Huele mal.

Se retiraron y pasearon por el patizuelo.

Los médicos habían hecho la autopsia, abriendo el cráneo a Progreso y a Espartaco que tenían heridas en la cabeza. Encontraron sangre roja y venas azules. En el cerebro no había ninguna de las toxinas frecuentes en los enamorados, en los suicidas, en los perturbados. Eran cerebros limpios. Como única anormalidad, una borrachera de porvenir. Un médico con alguna dote de observación pudo haber hecho una relación curiosa porque no era frecuente encontrar cabezas sin temor ni esperanza metafísicos. Vísceras, y vísceras saturadas de fe fisiológica, de audacia y de generosidad.

¿Ambición? ¿Ansias de lo que ha de llegar? ¿Impaciencias? ¡Bah! Fe visceral. Fe que se basta a sí misma. La audacia y la generosidad sólo se producen francamente en esos casos de fe en sí mismo, en su propia fe. Y cuando hay la seguridad de la fe en la propia fe, ¿qué vale la ambición material y la esperanza, el recuerdo y la ilusión, esas cosas merced a las cuales la sugestión de la muerte es negra y turbadora y produce en los débiles la conciencia de morir? Fe, pero no metafísica ni intelectual, sino visceral. Fe de la roca y del árbol.

Paseaban en silencio. Star García se volvió de pronto a Leoncio:

—A pesar de todo, mi padre ha muerto.

—Sí. Ha muerto por la causa —respondió Villacampa.

Star increpó al periodista:

—Tú me engañabas. Mi padre ha muerto.

Lucas insistía:

—La muerte no existe. Yo no te engañaba.

Villacampa intervenía con obstinación:

—Di que sí, Star.

—¿Qué sabes tú? ¿Qué sabes tú de la muerte? —preguntaba Samar.

El «hortera» replicaba con energía. Star miraba al uno y al otro. Samar añadía:

—La muerte no existe, pequeña.

—¿Y eso? ¿Y eso? —gritaba Villacampa señalando la ventana del depósito.

Star temblaba. Se llevaba el puño cerrado a la cara y lo paseaba por la barbilla, mordiéndose a veces un dedo. Ahora afirmaba dudando:

—Mi padre ha muerto, Samar. Es inútil que digas que no.

Samar renunció a nuevas explicaciones. Vio que Star pugnaba por reprimir las lágrimas, y dijo secamente:

—Bueno. Vamonos.

La pequeña cogió a Villacampa del brazo.

—No. Yo me quedo aquí.

Temblaba. Lucas, de mal talante, la cogió del otro brazo:

—A casa. Aquí no tienes nada que hacer. Vamonos. Ahí está tu padre. Ha muerto. Tienes razón. Lo han asesinado. Ya no lo oirás hablar nunca, ya no te besará al acostarse ni te comprará dulces los domingos. —Star se deshacía en llanto—. Tiene el cuerpo destrozado por las balas y el cráneo abierto. Te has quedado sola en el mundo. Eres la más desgraciada de las mujeres. Llora, llora —Star amenazaba diluirse en lágrimas y Lucas seguía—; pero con tus lágrimas lo que haces es matarlo dos veces, porque al sentirte fracasada, matas lo que en ti hay de él, de tu padre.

Star reaccionó con gran dificultad. Quiso hablar. Los ojos le brillaban y miraban muy fijos y muy lejos. Aquella estatuilla fría e inexpresiva adquiría de pronto una furia salvaje y una expresión de odio concentrado.

—Vamos adentro.

Entró en el depósito, se acercó a una mesa y destapó el rostro de una de las víctimas. Los dos la seguían, extrañados. Ella miraba la bombilla polvorienta del techo, con un aire alucinado: «¡Padre, padre! —balbuceaba—. No has muerto, no». El periodista siguió:

—No has muerto. Duermes en la armonía de mañana.

Star repetía: «Duermes en la armonía de mañana». Iba a besarlo, pero el periodista lo impidió retirándola suavemente. Ella necesitaba acercarse al calor vital de alguien y fundirlo con su propia desesperación. Abrazó al periodista y mojó con sus lágrimas también el rostro de Leoncio. Lucas había perdido la serenidad, pero se sobrepuso y salieron de allí los tres. Ya fuera detuvo un taxi y subieron. Iban en silencio. Star no lloraba ya, pero de vez en cuando respiraba muy hondo. Cerca de su casa se alarmó de pronto y pidió al conductor que parara. No se explicaban el motivo. Ella declaró:

—Antes podríamos ir un momento ahí al lado —señaló una callejuela— a comprar maíz para el gallo. Como va a haber huelga general necesito alimentos de reserva.