Los altavoces sabotean un mitin
El teatro de barrio donde va a celebrarse el mitin está en una calle amplia por donde corren los tranvías. Los cerveceros sacan a la acera su espuma en vidrio tallado. Junto a la esquina que se desdobla en una plazuela hay tres vendedores. Una vieja ofrece pastillas de jabón sobre una pequeña tabla colgada del cuello. El teatro se ha quedado más arriba, con la primera planta confundida entre los árboles. En la construcción de ese teatro trabajó solamente personal nuestro. «Ese crucero del primero piso —dice uno del Sindicato de la Construcción— lleva una viga de 32 que aguanta ocho mil hombres sin enterarse». Una buena viga, hija de los altos hornos de Vizcaya, templada bajo los martinetes ágiles, educada en las manipulaciones de los compañeros de la metalurgia. Robusta de músculo, no se «enterará» de que se instalan sobre ella unos millares de trabajadores. El eco de los discursos y de las ovaciones llegará a su entraña y la hará vibrar de contento. Ya en los altos hornos oía hablar a los obreros este lenguaje, que es el suyo. No sabe la viga de intereses generales ni de democracia ni parlamentarismo. Todo su universo lo forman los comités de fábrica, los delegados de sección, las cotizaciones; sabe de escisionismo y de expansión de la base, de huelga de brazos caídos, de sabotaje y de boicot. La ayudan en el centro de la sala dos columnas ágiles y redondas que también hablan ese lenguaje. Y las altas vigas de la bóveda, las lámparas ocultas bajo la moldura, en cada repalmar, las puertas y el telón de acero, las butacas de madera, el foso hueco, la pauta de viguerío del segundo piso y los ventanales apaisados, más de barco que de catedral. Todos hablan lo mismo; el tornillo, la tuerca, la luz artificial y el vidrio: máquina, taller, jornal, reivindicación, huelga, motín, ¿qué importa que los domingos por la tarde vaya el juez de instrucción a admirar las piernas de las muchachas del coro? Para el burgués aquello siempre será el teatro. Revista —rodillas y muslos—. Drama —tragedia hogareña a base del Código civil—. Comedia —amable adulterio entre holandas y palabras de hojaldre—. Para las vigas y las maderas, las columnas y los fustes, aquello es una coordinación de fuerzas que forman una bonita combinación parecida a la popa de un barco. ¿Que las lindas muchachas enseñan los muslos? ¿Y qué sería de esos pobres escenarios condenados a la estupidez teatral si de vez en cuando las lindas muchachas no se quitaran la falda para bailar? Madera, hierro y cristal hallan hoy en la mañana soleada su espíritu: el mitin. «¡Contra la represión! ¡Por la libertad de nuestros presos!». El teatro es feliz. Así ríe desde el balconaje combado en vidrios azules.
Entre los grupos que pueblan la acera junto a las puertas abiertas, Progreso González dice que hoy va a ver a su gusto el teatro, cosa que no le había sido posible todavía. Lo dice recostado contra el quicio, rascando con una uña del pulgar una gota de cal seca que lleva en el pantalón. Luego se mete dos dedos en la boca y silba para decir adiós a un amigo que pasa en la plataforma de un tranvía. Los vendedores de periódicos obreros lanzan sus pregones como banderas desplegadas:
¡Solidaridad, Libertad y Tierra!
Progreso trabajaba en las obras de ese teatro y la policía fue un día a buscarlo a la alta techumbre donde hacía remaches. Estuvo tres meses en la cárcel.
—¡Ah, sí! —interrumpe uno—. ¿Cuando se fugó el Cojo?
—No, después. Fue la última vez.
Al recobrar la libertad se dijo: «Voy a ver cómo quedó aquello y a recoger la herramienta». Muchos ladrillos había puesto. Conocía el frío de los altos remates del andamiaje. «Vamos a ver aquella primera planta de la viga 32 y la rotonda, tan fantástica, del segundo piso». Era un buen oficial y no poca parte de la obra había pasado por sus manos. Desde la cárcel se fue allá.
—¡Hola, paredes amigas, líneas valientes, curvas de hierro y vidrio! ¡Cómo canta la luz en el ojo redondo de un costado! ¡Con qué gracia cae esa flecha de cristal encendido desde la retejera!
Miraba y sonreía. A su lado, dos viejos parados ante los carteles comentaban con ojillos salaces la alineación de grupas y piernas. Rumiaban la rijosidad de los viejos días del internado religioso. Progreso les pidió una cerilla, se quedó con la mitad de la caja, les echó una bocanada de humo a las narices —¡es nada salir de la cárcel!—, levantó los ojos y avanzó. «Royal Paraninph». No sabía que el empresario conociera tantos idiomas. Aquella tarde no había reunión. Tanto mejor. Entraría a dar un vistazo y a ver si por casualidad hallaba las herramientas.
El empresario merendaba en la cantina. Había que hablarle. Progreso no se quitaba la gorra y el otro no le quitaba de ella los ojos. La situación no era muy cómoda. ¿Cómo se le habla a un empresario en la cubierta de un barco anclado en plena calle de una ciudad castellana? Le expuso su deseo. El otro negaba con la cabeza entre trago y trago.
—Aquí no hay herramientas de nadie ni tiene usted nada que hacer.
—Es que yo trabajé en esta obra más de seis meses.
—Si trabajó le pagaron, y en paz.
El empresario señalaba la puerta. Progreso indicaba a su vez la escalera interior.
—Me voy por ahí. Cuando lo haya visto todo vendré a despedirme de usted. O me quedaré, si quiero. Esto —y señalaba las paredes, el techo, la tapicería— es más mío que suyo.
Comenzó a subir. El empresario quiso hablar. Tragó cerveza por mal camino y se puso a toser y a patalear. Luego corrió al teléfono. ¿Cómo no habían puesto el de la Comisaría del distrito entre la lista de los urgentes? 92741. Es decir, 92417. Entre tanto, Progreso desaparecía en el recodo de la segunda planta.
Visitó despacio todo aquello. Comprobaba los ajustes de las vigas, la calidad de la madera; le gustó la tapicería, y aunque no pudo advertir la distribución de luz eléctrica, lo que se veía no estaba mal. Palpó la viga transversal, otra de 6,5 y acarició una columna y otra. Subió repartiendo vivaces ojeadas hasta la última fila de butacas del tercer piso. Después había una galería de cristales de más de quince metros, en curva. La luz de la flecha —luz malva, medular— tiznaba los vidrios. Miraba y sonreía desde su atalaya. Sentóse en un peldaño y acabó de fumar. Con la colilla sobre la alfombra quedó rubricada su obra. «Royal Paraninph». ¿Qué significarían esas dos palabras?
Cuando se disponía a bajar aparecieron por el comienzo de la gradería dos agentes de la brigada social. Al verlo se detuvieron con la mano en el bolsillo del gabán. También Progreso se detuvo. Conocía aquella actitud de los policías y su trascendencia.
—Baje usted —ordenaron. Progreso se hizo el tonto:
—¿Para qué? ¿Es que quieren ustedes hacer una película?
—Baje inmediatamente.
Progreso se llevó la mano al bolsillo donde no llevaba nada e insistió:
—Si quieren ustedes película, la hacemos. Por mí no hay inconveniente.
Por fin lo detuvieron. El comisario le recriminó. Acababa de salir de la cárcel y en lugar de ir a ver a su mujer, a sus hijos, como todo ciudadano honrado, volvía a ponerse en trance de perder la libertad. Progreso le argumentaba: «Mujer e hijos los tiene cualquiera. O los hace usted o se los regala el vecino». El trabajo vale más. Las obras de nuestro esfuerzo son nuestros auténticos hijos y los sentimientos hay que enfocarlos hacia la eficacia de la obra, no hacia la mujer y el hijo y los cinco reales. Esto es limitado. Y además, es mentira. Progreso no decía todas estas cosas, pero las sentía bullir en la sangre.
Ahora reía entre los compañeros recordando el incidente. El Sol daba a la mañana su paz ritual. Los grupos se hacían mayores. Más de la mitad del teatro estaba ya ocupado. Samar llegaba con prisa, a grandes zancadas. Era de regular estatura, fuerte, desgarbado. Salieron voces de un corro llamándolo, los saludó y se puso a mirar los balcones de enfrente donde el Sol blanco de mayo prendía sus randas de encaje. Faltaba aún más de media hora para el comienzo del mitin. El mitin no era más que una pequeña diligencia —casi una cuestión de trámite— en la lucha incesante que los sindicatos sostenían contra lo humano y divino. Contra socialistas, republicanos, frailes y generales. Contra los tenores y los barítonos de la burguesía que actuaban «de temporada» en el Parlamento, contra las vedettes de la intelectualidad «de cámara». Contra todo. Contra sí mismos también, de vez en cuando. Samar veía aquello, un poco deslumbrado. ¿Qué buscaban aquellos hombres? ¿Qué querían? Se lo preguntaba todos los días y sin embargo estaba a su lado e iba con ellos lleno de fe ¿Adónde?
Llegaba Star García con mercancía nueva. Vendía rosetas de trapo rojo para los presos sociales. La piedad se hacía en ella estatua, se consagraba en mármol. Se acercó a Samar y le puso en la solapa un clavel natural. Seria, grave. Cuidaba mucho su seriedad, porque si una vez sonreía ya lo había dicho todo. Samar le dio dos pesetas. Antes le había preguntado, reticente, por Villacampa. Star encogió los hombros redondos, levantó las cejas y advirtió:
—¿Sabes lo que te digo? No me preguntes más por Villacampa.
Luego se fue hacia adentro. Sus piernas desnudas sobre el tosco calcetín de su padre eran las piernas bucólicas que aparecen en las tapas de laca de las tabaqueras. Entraba ella en el teatro y quedaba la ausencia hecha sombra bajo la marquesina. También el grupo fue deshaciéndose en murmullos hacia el interior. En las calles próximas se alineaban los guardias de asalto. Dos compañeros trepaban, por la fachada instalando altavoces. Ya estaba la sala llena y los alrededores seguían poblándose de obreros. Un viejo casi ciego, con bigotes blancos de foca paseaba cantando a media voz la Internacional y llevando el ritmo con el bastón sobre las losas. Su fe en la revolución le sostenía la espina dorsal sobre los setenta años. Otros iban y venían ofreciendo folletos y revistas.
La fachada estaba cubierta en su tercio inferior de proclamas, carteles y convocatorias: CNT y FAI La CNT embanderaba el barco «Paraninph» y sus iniciales virilizaban el título intelectual que había perdido el «Royal» al proclamarse la República. Un poco más allá un templo lanzaba sus campanas sobre la indiferencia del barrio obrero. Pequeños industriales y comerciantes asomaban sobre las tiendas cerradas con el chaleco del domingo desabrochado. Aunque había paz y sosiego, el Sol tenía de pronto sobre la capota del automóvil, la muestra del dentista, la placa dorada de la comadrona, destellos azulencos y violáceos muy sospechosos. En todos los labios, palabras y rictus de protesta. Las iniciales volaban de un lado a otro: CNT y CN —que no es lo mismo— y FAI La revolución se alzaba sobre negaciones. ¡Apoliticismo! ¡No colaborar! ¡No votar! ¡No transigir!
¡Acción directa! Después de veinte minutos de cambiar apreciaciones y juicios, voces, periódicos, folletos, de exhibir insignias, gritos, saludos y carcajadas siempre acompañados de iniciales, resultaba ya no la CNT sino más bien la CFANIT. A las diez menos cinco el salón estaba atestado. En los vestíbulos y en la calle había tres mil o cuatro mil hombres sin poder entrar. Miraban esperanzados a los altavoces mientras cuadriculaban mentalmente el domingo en monedas de cobre. Las bocinas asomaban por la fachada y carraspeaban preparando sus gargantas para los discursos. La calle se ensanchaba a medida que subía el Sol. ¿Y la justicia? ¿La de Dios? ¿La de la Constitución? ¿La de Progreso que hizo el «Paraninph»? La justicia no es un fin. Es una bandera.
Caía el Sol por la fachada y rebotaba en la acera, sobre el asfalto. Una mozuela de dieciséis años se asomaba al balcón y decía a dos mozalbetes que iban con otra muchacha en dirección a la iglesia:
—Es la primera vez que voy a un baile. Me bañaré a media tarde y a las nueve podéis venir a buscarme.
La calle se convertía en alcoba nupcial. Se veía en la voz de la chiquilla el temblor de una subconsciencia que aguarda y desea la violación. Ante los obreros, la chica lanzaba la alusión a su desnudez y la mañana se coronaba con sus pechos erectos, sus brazos levantados y desnudos. Star, que había vuelto a salir, lanzó sus pregones desde la puerta, y era sobre el fondo en sombras tan vivo el rojo de su jersey y tan frutal su garganta que sintió de rechazo la fuerza de su presencia y casi corriendo se metió dentro.
—¡Folletos del comité pro presos! ¡La traición de los social-fascistas por veinte céntimos! ¡Insignias para el diario confederal!
Llevaba su mercancía sobre el pecho izquierdo, apenas acusado.
A veces descansaba sobre un pie u otro como si meciera a una muñeca. De pronto descubrió a Villacampa en una butaca. Con la mano unió al casco de su pelo un mechón suelto, se mordió el labio y miró a otro lado. Toda la sala estaba ocupada y ofrecía una marea de rostros y voces reposadas después de los días de labor. Ni impaciencia ni tedio. Star veía miradas amigas y rostros familiares. De pronto oyó voces airadas junto a una puerta. Un joven encañonaba a alguien con una pistola y le señalaba con la mano la salida. El otro, con los brazos en alto retrocedía espantado. Progreso llegó a grandes zancadas y obligó a su compañero a guardar la pistola. «Es un policía», advertían aquí y allá. Progreso rogó al agente que se marchara. Éste protestaba:
—¡Me ha amenazado de muerte!
—¡Qué cosas tiene usted! No es posible, hombre —decía Progreso.
—Todos éstos lo pueden atestiguar.
Progreso preguntaba a su alrededor y todos negaban. Nadie había visto pistola alguna.
—¿Ve usted? Está excitado y cree ver armas y amenazas por todas partes. Váyase. Y diga a sus jefes que no toleramos a la policía en nuestras asambleas.
El incidente quedaba resuelto. La gente reía y se ponía a hablar de otra cosa. Star volvió a mirar a Villacampa. Estaba cerca de su padre. Tenía rasgos impertinentes, como ahora, al sacar un cuproníquel y llamarla con un gesto autoritario. Star se le acercó. Ante su traje nuevo, los ojos de Star se admiraron un instante. Los de Villacampa respondieron diciendo: «No creas que me visto así para enamorar a las chicas bobas». Ella le vendió un folleto y después le puso en la solapa un clavel natural. «Tenía dos —le advirtió— y el otro se lo he puesto a Samar». Villacampa lo sabía ya porque lo había visto. Algo le halagaba y le dolía a un tiempo. Se levantó y buscó a Samar con la mirada. La sala, pautada en apretadas filas de gorras, sombreros y camisas blancas ocultaba a Samar nadie sabe dónde. Se sentó y volvió a mirar a Star que se alejaba por el pasillo central. Sus pregones se sucedían y la revolución se hacía tan infantil en ellos que a Leoncio le daba vergüenza llamarse anarquista. Caían de lo alto algunas voces llamando a un compañero o trozos de discusión doctrinal. Un tipo escuálido, muy amanerado, iba y venía con un fajo de revistas financieras bajo el brazo. Informaba a tres judíos de Amsterdam que jugaban contra la peseta y andaban siempre por los medios políticos o los proletarios husmeando el porvenir. Era más mezquino y menos gallardo que el espía de las guerras, pero con la misma inconsistencia de línea y gesto, con igual indecisión en la mirada y en el paso. Aquel otro de la tercera fila de butacas, americano misterioso que se dice escritor y que tiene una linda traza de capataz de indios, lleno de dijes y sortijas, se acerca a nosotros con un terrible proyecto de doscientas cuartillas para destruir científicamente en una sola noche a la guardia civil. Lo llaman Al Capone y le va muy bien. Va buscando algo así como un consejo de administración capaz de realizar su proyecto. Ahora le compra a Star un ejemplar de cada impreso, la roseta roja de trapo y la insignia para el diario. De los pisos superiores comienzan a arrojar octavillas impresas. El manifiesto de la federación local. Star coge un fajo y los distribuye indiferente, ajena a todo. Brazos y manos se alzan y se agitan. El aire se caldea y la prosa del manifiesto lo satura del polen fecundo.
El escenario en penumbra se va poblando. Ya está el presidente en su puesto. Y periodistas —¿a qué vendrán?— que fingen en su mesa de trabajo del escenario una curiosidad de parque zoológico. De pronto alguien avanza y recomienda desde el proscenio que avisen a los camaradas que están en la calle para que ocupen los vestíbulos de los tres pisos y los pasillos laterales donde se están instalando amplificadores, porque los de la calle los prohíbe la autoridad. Rumores, protestas. Se congestiona el público en el local, arracimado en pasillos y puertas. Un camarada desconecta unos hilos y el mitin comienza con unas frases del presidente que cede enseguida la palabra al primer orador. Los altavoces de la calle han vuelto a carraspear y han dejado pasar frases sueltas: «El gobierno esclavo del capitalismo asesina a nuestros compañeros en la calle»… «El ministro de Gobernación, abusando de la autoridad que nosotros hemos puesto en su mano…». Alguien protesta. «No se puede afirmar eso. Damos armas a la oposición. La organización no pactó con los partidos burgueses». Una ola de protestas hace callar al de la interrupción. Éste insiste: «¡Eso es oportunismo!». Otro contesta: «Bien ¿y qué?». Sigue el altavoz: «Las vilezas de la reacción, siempre dispuesta a mantener sus privilegios, se acumulan sobre la vida del proletariado; llenan las cárceles, convierten los barcos en presidios flotantes, ametrallan a nuestros hermanos…». El altavoz sigue soltando frases como trallazos. Tres mil obreros que no han podido entrar se apiñan en la calle. El teniente que manda los guardias de asalto se atusa el bigote y echa miradas fulminantes sobre las altas bocinas. Envía emisarios: «He dicho que quiten los altavoces». Confusión. El electricista jura que los ha desconectado. Pero los altavoces siguen: «¡Toda esa podredumbre que representáis e imponéis, la barreremos nosotros! ¡Caerá por su propio peso la cabeza de la burguesía, como cayó la de la aristocracia feudal!». «¡A ver, que arranquen esos hilos!». Alguien los arranca. El altavoz de encima de la marquesina, los de la segunda planta, continúan impávidos. Es la voz del segundo orador que habla de la ley de fugas. Fue el primero que la sufrió en el año 1919. No pudieron rematarlo y ahí está erguido para acusar. Salen las palabras a borbotones, y algunas fulgen y brillan o se disparan al azul como cohetes. Traición, cobardía, miseria, crimen, pólvora, fusiles, revolución, FAI, CNT, FAI, CNT El altavoz ruge. El grupo de la calle se hace más denso y corta la circulación. Los tranvías suenan sus campanas impacientes y se alinean en largas colas. Un ¡Viva la Anarquía! es contestado por mil quinientas gargantas en la calle, por cinco mil hombres dentro abandonados a la embriaguez de las palabras. Toques de corneta. La masa humana sigue quieta y en silencio afronta a los guardias de asalto. El altavoz sigue: «¡Viva la CNT! ¡Muera la república!». Un cabo llega con órdenes. Acaba de hablar por teléfono con la Dirección y han dispuesto que sea suspendido el acto por desobedecer la orden que prohibía los altavoces en la calle. Siguen estáticos los guardias. Otro toque agudo del cornetín y el ataque comienza acompañado de gritos, cierres que caen, puertas que se cierran. Los tranvías se despueblan y sus ocupantes huyen aterrados. Una señora tropieza y cae chillando: «¡Canallas! ¡Canallas!». Un obrero la levanta y pregunta:
—¿Quiénes son los canallas?
—Ustedes, los obreros.
El obrero ríe y advierte:
—No se apure, señora. Hasta las doce no comienzan las violaciones. El altavoz recoge la advertencia de un orador:
—¡La policía dispara en la calle!
Los altavoces sabotean el mitin. No hay instalación, no hay contacto eléctrico. Han ido arrancando los hilos en un trecho de más de tres metros. En buena ley no deberían hablar. Han nacido del amor al trabajo. Salieron de los obreros, de sus manos, como los vidrios y las vigas de la fachada, pero sabotean el mitin hablando por su cuenta. Recogen las palabras de los oradores y el fragor de la muchedumbre que sale por las tres puertas aullando. El primer avance de los guardias ha hecho retroceder a los grupos, pero ahora, al salir la multitud, se rehacen y avanzan. Los altavoces, con la sala vacía, siguen cumpliendo su misión provocadora. ¿No hay una bala para ese traidor? ¡Pim! ¡Pam! Salta hecho añicos el altavoz de la marquesina. Pero ahora gritan los otros y además la alarma de los disparos agrava la situación. Suena entre las voces, confusa y vacilante, la Internacional. Los grupos se parapetan tras los tranvías. Uno de éstos ha sido volcado con estrépito de cristales. La mitad de la multitud se ha replegado dentro del teatro. Desde una de sus ventanas se hacen disparos. La mañana madrileña se descompone en livideces. Un altavoz solitario allá arriba grita:
—¡Bárbaros! ¿Qué hacéis? ¿Y el espíritu? ¡Acordaos de los valores espirituales!
Habrá recogido una inducción del teléfono del Ateneo. Más guardias. Ahora, civiles. De los grupos salen más disparos contra los altavoces. La calle se puebla de gritos, rumores espasmódicos, detonaciones. ¿La revolución? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué más quisieran! La revolución no la provocarán los altavoces a su placer. Los guardias civiles a caballo invaden la calle. Se apean, y disparan. Media hora de lucha. En la plaza próxima, las bocas del metro son reductos para los obreros que asoman y disparan. El altavoz carraspea un poco y grita:
—¡Los altos intereses del país radican en el orden social, en la paz!
Tiros a las ventanas, de las ventanas. Los altavoces saltan hechos añicos y callan ya. Corretean los caballos, uno resbala y cae arrancando chispas del suelo. Y tiros otra vez. Otro camión de fuerzas. Media hora más de lucha y las calles quedan despejadas y en silencio. Han quedado aplastados contra el pavimento tres obreros. Más de cincuenta van maniatados entre los caballos de los guardias. El cervecero de la esquina levanta a medias el cierre metálico y sigue taladrando el barril, moviendo la cabeza de arriba abajo.
—Esto es el caos. ¿De qué me sirve votar a los socialistas?