I

Sobre la «hora del crítico»

«… Se me ocurrió preguntarme si después de aquella etapa definida como “hora del lector” no se habría llegado a otra, en la que parece que seguimos, a la que se debería llamar la “hora del crítico”. Y esto, no sólo por la frondosa floración casi repentina que hubo de ellos, sino también porque, como el lector teorizado por Castellet, el “nuevo crítico” (que en ocasiones no era más que un “crítico renovado”) comenzó a tener un papel, en general, mucho más activo, llegando a influir de manera excesiva sobre el mismo acto de la creación literaria… En efecto, la “hora del crítico” es una época en la que el crítico pasó a ser, de experto en lectura, “experto en escritura”, y el escritor, en vez de escribir para los lectores, pasó a escribir, principal y a veces casi exclusivamente, para los críticos, para los “nuevos críticos”. El paso, en realidad, no es más que la exageración de algo que siempre ha existido: es evidente que todo escritor piensa, en algún momento de su trabajo, en el crítico; lo anómalo es que piense en su reacción de una manera excesiva, y que este pensamiento le coarte en el mismo acto de escribir. Porque muchos de los “nuevos críticos”, en lugar de limitarse a analizarlo escrito desde sus mismos presupuestos y en relación con el contexto literario, cultural e histórico, lo que hacían era superponer a su lectura juicios previos, es decir, prejuicios y falsillas sobre cómo había que escribir y de qué se debía escribir, pero también —lo que es más importante— sobre cómo no había que escribir y de qué no se debía escribir. La “hora del crítico” llegó aproximadamente cuando le estaba llegando la hora —en sentido contrario, claro— al franquismo, y el Opus Dei —esa contracontrarreforma supertardía del catolicismo— comenzaba a propiciar con extrañas complicidades la salida tranquila de la dictadura hacia las aperturas y las normalidades de la democracia y las multinacionales. Relajada y, más tarde, eliminada la censura, la labor de algunos de esos críticos, consciente o inconscientemente, vino a cumplir una función en parte semejante a la del lápiz rojo; y en cierto sentido, incluso con más eficacia. Pues, de la misma manera que la censura había logrado que en la mente de muchos escritores surgiera, de modo inevitable, una especie de censura preconceptiva y hasta anticonceptiva, así algunos de los “nuevos críticos” llegaron a conseguir que el autor se pre criticara antes del parto y aun antes de la concepción. Remedando un concepto del hispanista Robert C. Spires, en muchas novelas habría que considerar, no sólo al “lector implícito”, como hace él, sino también el “crítico implícito”».

Podría parecer que me estoy quejando de lo contrario que hace años: de la escasez de críticos entonces, de la abundancia de críticos ahora. No hay tal contradicción o cambio. Lo que pasa es que, pocos o muchos, siempre hay diversas clases de críticos, como ocurre con los escritores. En otra parte he tratado de clasificar a éstos según la mayor o menor proximidad y dependencia ideológicas en que están respecto al establishment o, mejor dicho, respecto a la clase dominante. De acuerdo con este criterio, y prescindiendo de su calidad formal y técnica, me parece que no sólo hay escritores, sino también escribas, escribanos, escribientes y escribidores. De igual modo, y aplicando este criterio a los críticos —pues el parentesco etimológico no tiene por qué ser impedimento para ello—, creo que hay que completar las clasificaciones tradicionales añadiendo a las categorías de críticos, criticastros y criticones, otras menos cargadas de moralismo y más realistas, para las que no tengo más remedio que recurrir a neologismos: si es verdad que entre los escritores hay escribas, escribanos, etc., entre los críticos tiene que haber, y creo que hay, critibas, criticanos, criticantes y criticadores. No creo necesario, ahora, intentar la caracterización de todas estas categorías. Baste insistir en que todas ellas implican un cierto grado de proximidad y dependencia, consciente o inconsciente, respecto a la ideología dominante. Hace falta aún precisar que, como suele ocurrir con las clasificaciones, esta que propongo no es en modo alguno tajante, pues en muchos críticos, y hasta buenos críticos, se dan, mezcladas en diversas proporciones, las características de dos o más categorías.

Mis nuevas quejas, por lo tanto, no son de la abundancia de críticos, sino de la creciente dependencia que en muchos de ellos se podía apreciar respecto a esquemas ideológicos que parecían nuevos, y en algunos aspectos lo eran, pero que, en el fondo, respondían a constantes viejas y hasta viejísimas. Dicho de otra forma, y para usar mi propia clasificación: si en la época de escasez de críticos, los más de ellos eran criticadores periodísticos, criticanos de revistas y revistillas que apenas si se limitaban a levantar acta de la aparición de un libro, o criticantes que cumplían rutinariamente su función, luego, en la época de abundancia, en la «hora del crítico», el más frecuente empezó a ser el tipo de critiba, mucho más culto que los otros y, sobre todo, más al día. En este «más al día» está una de las claves de algunos de los problemas que han afectado a la novela española desde los años cincuenta. ¿En qué consistió, al menos inicialmente, este aggiornamento? Consistió en una asimilación apresurada y superficial del estructuralismo y el formalismo, con frecuencia filtrados por la llamada «Nueva Crítica» norteamericana.

Para estar más «al día», muchos neófitos y conversos estructuralistas y formalistas se transformaron en lo que sólo con un chiste verbal puedo expresar con rapidez y eficacia: en «estructuralistos» y «formalistos» que consideraban tontos a los que no compartían sus esquemas ideológicos. Por su parte, la «Nueva Crítica», con su tendencia a descontextualizar el texto y a considerar la novedad formal con un valor en sí —un poco a la manera en que se suelen valorar los nuevos diseños de coches que anualmente salen de Detroit—, proporcionó a los nuevos críticos o, más bien, a los critibas que aspiraban a establecerse, una firme base teórica y práctica para ciertas operaciones de limpieza en las que ya algunos estaban empeñados. No se trata de rechazar en bloque las aportaciones de estas y otras tendencias últimas, que las han hecho, especialmente a nivel metodológico, pero sí de manifestar la necesidad de resistirse a la dictadura de la Estructura y a la exclusivista norma de la Forma. Porque esa dictadura y este exclusivismo normativo no son sino manifestaciones de una dependencia cultural estrechamente relacionada con otras dependencias económicas y políticas.

Víctima propiciatoria y principal de aquellas operaciones de limpieza a las que me acabo de referir fue la llamada «literatura social» o realismo crítico, en sus dos más conocidos géneros: la «novela social» y la «poesía social». Como buena parte de mi poesía, la mayoría de mis cuentos y mis dos novelas publicadas —sobre todo Central eléctrica— suelen ser clasificadas dentro de esa tendencia, me considero obligado a hacer algunas consideraciones sobre ella. Conste, sin embargo, que no lo hago por obligación, sino por gusto. Debido, en gran medida, a mi ausencia de España y a mi apartamiento académico —full-time y casi monástico —en London (Ontario), no he tenido, en la última década, demasiadas ocasiones de hacer pública mi posición.