El niño está de pie, desnudo, en el centro del barreño. El agua rodea sus piernas, llenas de jabón.
—¿De qué nos valió? —dice Manuela. Frota con un pequeño estropajo las piernas del niño, agachada junto al barreño que está en el centro de la cocina. Ha levantado la cabeza un momento para mirar a Andrea, y ha seguido frotando sin mirar—. Bueno, ¿de qué nos valió a todos?, porque mi Emilio fue el primero en ir a la presa.
El niño llora.
—No te toques los ojos con los dedos llenos de jabón —grita, y le arranca las manos de la cara con un manotazo. Luego continúa—: Ya me ves, yo sola aquí, a saber para cuánto, con un hijo más… Condenado, estate quieto…, para esto sí que ha valido.
—Pero ¿qué podemos hacer? —dice Andrea. Está sentada en un taburete de madera, cerca de la chimenea. Se levanta de pronto y va hacia la pequeña ventana de la cocina. Grita hacia fuera—, eh, Juana, dile que se ponga la chaqueta nueva, la negra, que ahora voy yo.
—Estáte quieto —dice Manuela alargando las sílabas—, que van a venir las autoridades y tienes que estar limpio.
Andrea regresa al taburete y se sienta.
—Bueno, me voy a tener que ir —dice—. Aún tengo que buscar los manteos nuevos.
Pero sigue sentada. El niño está llorando otra vez y la madre le maneja con habilidad, como si fuera de goma, doblándole a un lado y a otro para lavarle bien todo el cuerpo. Se oye el chapoteo del agua.
La plaza está casi llena de hombres con chaquetas nuevas de pana, marrones y negras, con fajas de colores y cholas nuevas. Algunos están sentados bajo los soportales de la iglesia, otros pasean o hablan en corros. Junto a las gradas, varios carpinteros trabajan en un tablado casi tan ancho como la entrada de la iglesia. La plaza está llena del golpeteo de los martillos y del rumor de las conversaciones. Los niños miran trabajar a los carpinteros, se apoderan de maderas y puntas, y empiezan a correr entre los grupos de hombres para acabar de nuevo mirando el trabajo de los carpinteros. Está el tablado completamente hecho ya, y ahora le colocan unos listones destinados a las colgaduras que lo van a adornar. Otros obreros, ayudados por campesinos, ponen farolillos alrededor de la plaza, sujetándolos en los postes o en las ventanas. Hay ya colocado un gran arco de ramas de árboles, que da entrada a la plaza. Ahora le están poniendo un cartel de tela con la leyenda «Bienvenidas las autoridades». Parece un día de feria. La taberna está llena, continuamente se renuevan los hombres en su pequeño espacio, y sólo de ella sale un ruido mayor que el que llena la plaza: voces de hombres jugando a las cartas, gritando mientras beben. El Tío Muelas está contento. Lleva unas gafas para el sol, con montura blanca, que no se quita ni siquiera dentro de la taberna, despachando vino. Anastasia llena y vacía recipientes, se agacha, gira, y se mueve en todas direcciones, detrás del mostrador, dominado por su enorme busto y sus brazos colorados.
Llega un camión con las colgaduras y con las sillas y butacas para las autoridades. Hace vibrar el arco de ramas y todos los campesinos y obreros que lo acaban de poner le gritan y se enfadan. El cartel de tela queda colgado. Alrededor del camión se agrupan los hombres, los que estaban sentados y los que paseaban o hablaban, con la esperanza de que en él venga alguien o algo, cualquier cosa que ellos no hayan visto nunca. Del camión bajan una enorme alfombra enrollada, colgaduras de terciopelo, un sillón cuyas patas figuran garras de león, y diez o doce sillones más pequeños, con las patas normales. Poco a poco los obreros van cubriendo el color de la madera con las colgaduras, colocan la alfombra, los sillones, haciendo coincidir el de las patas leoninas con el escudo nacional, bordado en la colgadura del fondo, y el tablado queda convertido en un impresionante tribuna. Jamás han visto nada parecido los campesinos. Los sillones están forrados de terciopelo, con orlas y dibujos de distintos colores, brillan sus brazos y patas, pintados en oro. La alfombra tiene innumerables dibujos, que se entremezclan, y los campesinos se empujan junto a la tribuna para lograr pasar la mano por ella y apreciar lo suave que es. Enfrente del sillón central hay un extraño aparato, al final de una varilla de más de un metro de alto que se sujeta con un pie redondo verticalmente. Es de lo más extraña a los campesinos. La tribuna es una mancha oscura, salpicada de colores y brillos, en medio de la blancura de toda la plaza. Enfrente de la iglesia está la escuela, blancas las dos, dominando las dos con su altura todas las casas del pueblo. Farolillos y papeles de colores llenan ya la plaza, saltando de ventana a ventana, de poste a poste. Son las diez de la mañana.
Entonces, cruza un burro por el centro de la plaza, abriéndose paso entre los hombres. Junto a él va una campesina joven, con una vara en la mano, y el pañuelo negro en la cabeza. Inmediatamente después viene un carro, tirado por una mula. Va cargado de muebles. Un campesino camina junto a la rueda. Es joven también.
—Adiós, Ramón, ¿ya te vas?
—Ya ves —dice el campesino—. ¿Qué quieres que haga?
Le van abriendo paso y todos le miran tristes. Han dejado de hablar, nadie pasea ya.
—Es Ramón, que se marcha.
La minúscula caravana camina por la calle que le van abriendo los hombres. Hay miradas lentas, que se detienen en la rueda del carro y se alejan con ella, fijas en su mismo centro. Parece haber caído un silencio sobre la plaza. Sólo se oye el ruido hueco del carro caminando sobre la tierra. Chocan sus maderas, chirrían sus llantas metálicas, que a veces rozan los frenos produciendo un ruido áspero. Ramón chasca la lengua. Se siente desgraciado, hay algo en su garganta que no le deja decir sino frases cortas. Ahora pasan frente a la tribuna, a la que nadie mira ya.
—Adiós, Ramón.
—Con Dios.
—Adiós, hombre.
Todos le dicen algo, aunque sea una sola palabra de despedida. Y él mira un instante a cada uno y se extraña de verlos tan tristes. Algunos se quedan hablando en voz baja, cuando ya ha pasado él.
—Con lo joven que es. Y tan reciente que se casó.
—Suerte que tuvo, que si no estaría liado con lo de El Cholo.
Hasta la taberna está en silencio. Desde su puerta, miran el Tío Muelas, Anastasia y varios campesinos jóvenes. Todo está quieto. Los farolillos cuelgan, sin viento, arrugados como pequeños acordeones, rojos y amarillos, verdes y blancos. El hombre y la mujer, junto al asno y al carro, van acercándose al arco puesto para recibir a las autoridades.
—¿Y tus padres, Ramón? —pregunta alguien.
—Vendrán luego —dice él. Y sigue andando.
—Tendremos que irnos todos —dice alguien en voz baja. Pero nadie contesta. El carro queda un momento recortado en el interior del arco. La calle humana se ha cerrado detrás de él, y le miran alejarse por el camino, perdiéndose poco a poco su antigua música de madera. Ha sido algo doloroso, casi como un entierro.
—Mire, mire —dice Andrés, desde el interior del coche que le conduce a Nueva Aldeaseca.
Martín, que va a su lado, mira hacia el sitio que le señala y ve a un asno con una mujer al lado; luego, al hombre, junto al carro cargado de muebles.
—Me gustaría saber adónde va ese hombre, con su casa a cuestas —dice Andrés—, todos los días se van algunos. Me gustaría saber adónde irán. Han perdido sus tierras y eso para ellos es perder media vida. Mírelo, va como un espectro, a lo mejor no sabe adónde, quizá a trabajar como jornalero…, qué sé yo.
El coche se cruza con los campesinos y los envuelve en una nube de polvo que borra sus siluetas. La nube se disipa despacio y otra vez la pequeña caravana aparece sobre el camino. Martín sigue mirándola hasta que se pierde detrás de unas peñas. El coche está entrando en el pueblo.
—El arco, ¿no le dije, señor Ruiz? —dice el conductor, riéndose.
«Bienvenidas las autoridades.»
—Tiene gracia, ¿no le parece?
Martín hace un gesto amplio, sin contestar, y sonríe. El coche pasa bajo el arco, desemboca en la plaza y es rodeado en seguida por una masa de chicos que intentan subirse a sus estribos, formando una algarabía enorme. Cuando se abre la puerta y bajan los dos, empiezan a oírse unos cuantos aplausos y, unos segundos después, todos los campesinos que rodean el coche están aplaudiendo casi con ferocidad.
—La otra vez me recibieron a pedradas —dice Andrés—, se ha mejorado algo.
—Yo creo que nos confunden con las autoridades —dice el maestro.
—Desde luego, debe de ser un error de la «claqué». Mire, ya está puesta la tribuna. —Andrés se vuelve hacia el conductor—; Mariano…, muchas gracias. Puede usted volverse cuando quiera.
Caminan los dos hombres hacia la tribuna, mientras el coche arranca y se aleja de la plaza. Desde allí, observan a los campesinos. Están de pie, junto al tablado, en una de las gradas de la iglesia.
—Lo de anoche fue muy gracioso —dice Andrés—. «No puedo ir. Stop. Iré mañana por la mañana. Stop». Un simple telegrama y todo el montaje propagandístico por tierra. Cuando me lo leyó, el ingeniero estaba rebosando de indignación… No es lo mismo inaugurar la luz eléctrica por la noche que por la mañana. Se hará un simulacro y luego cada campesino tendrá que darle a su interruptor. Mire, debe de haber alguno borracho ya…
Cerca de la taberna hay un grupo de hombres que se agitan y mueven los brazos. Hasta ellos llegan los gritos.
—Se están entonando, ya verá luego.
Un cuarto de hora después empiezan a llegar coches del Salto. Vienen en ellos ingenieros y altos empleados, a los que los campesinos reciben con aplausos y vítores. En un camión han traído una larga mesa que, cubierta por manteles blancos, está ahora colocada a un lado de la tribuna. Detrás de ella, el barman Paco y varios camareros del Bar Mirador y el Casino preparan «la copa de vino español» y los aperitivos para después de la ceremonia. Empiezan a llegar las mujeres, con sus gruesos manteos de colores chillones, con sus pañuelos a la cabeza y sus gargantillas de corales. Entre las chaquetas de pana, negras o pardas, se mueve la alegría roja o amarilla de los pañuelos femeninos. La plaza está llena. Crece el sol, y el rumor de espera y de conversaciones, los gritos de los primeros borrachos se adensan sobre las cabezas de todos. Cada vez que llega un nuevo coche, los campesinos se arremolinan en torno a él, gritan, aplauden, hasta que alguien les dice que las personas que han llegado en él no son las autoridades. Entonces, vuelve a empezar el ruido continuo, la impaciencia y la alegría. La alegría está en la plaza, pero es una alegría automática, creada por la novedad de los acontecimientos, no nacida en el pueblo, en las pequeñas casas, en las labores del campo. No saben ellos el sentido de todo lo que está ocurriendo, pero se han vestido de domingo y se han reunido en la plaza. Unos a otros se han dicho y se dicen «que van a venir las autoridades». Tampoco significa esto mucho, ellos no han visto jamás a un representante del Gobierno. Pero les impresiona, como todo lo desconocido, y, al mismo tiempo, lo temen. Entre ellos, hay obreros y empleados del Salto, hablándoles y excitándoles la imaginación. Casi automáticamente, aplauden ya a todo coche que llega. No es necesario que nadie inicie el aplauso. Se ha convertido en un juego, y la masa de hombres vestidos de pana no puede resistir el deseo de jugar a él. Aplauden y aplauden, felices de hacerlo, aunque sea sin motivo o, acaso, precisamente por ello. Alrededor de la tribuna hay ya muchos ingenieros, técnicos y empleados del Salto. De pronto, dominando el rumor de la plaza, se oye un ruido que araña el ambiente. En seguida, una voz profunda, un poco turbia, que cae sobre el asombro de los campesinos con palabras sin significado: «Uno, uno… Atención… Prueba número uno…, uno…, uno…». Sobre la tribuna está un obrero con mono delante de la varilla, acercando el aparato que ésta sostiene a la boca. Pero la voz viene detrás, de los lados. Los campesinos giran sus cabezas para mirar a todas partes y la extraña voz sigue haciendo caer sobre ellos sus extrañas palabras. Junto a la tribuna, ríen los ingenieros y técnicos contemplando a los campesinos. «Prueba número dos…, dos…, dos… Atención, atención… dos…, dos…, dos…». Han llegado varios coches cargados de periodistas y fotógrafos, que buscan los mejores puntos de observación y enfocan a los campesinos, para probar los objetivos. «Tres…, tres…; prueba número tres… Atención…». Aparece un grupo de muchachas vestidas con mantos de muchos colores y avanza hasta colocarse en el centro de la plaza. Los hombres les dejan sitio formando un corro en torno a ellas.
—No es lo mismo, de noche hubiera sido algo… —Andrés se interrumpe.
—Me parece que ya llegan —dice Martín.
Se oye un ruido de motores, cada vez más próximo. En la plaza se nota el movimiento de los campesinos, que retroceden para dejar sitio a los coches que se esperan. Aumenta el ruido y aparecen varios motoristas que pasan bajo el arco y entran en la plaza obligando a los campesinos a abrirse más. Tres enormes coches negros, envueltos en polvo, llegan y frenan. Los aplausos y los vítores están sonando casi desde que se empezó a oír el ruido de los motores. El grupo de muchachas baila y canta ante los coches. Nadie oye su canción.
Morena, morená
salada, saladá
peinate los pelós,
lávate la cara,
que te ha venido a ver
tu dueño del alma.
Por un momento parece que no va a salir nadie de los coches negros.
Por fin, sale el conductor del primero, se quita la gorra, y abre la portezuela trasera con una reverencia. Desciende un obispo, cuyo ropaje deslumbra a los campesinos, con sus acompañantes. Bailan incansablemente, sin que nadie las mire, las muchachas. Los campesinos aplauden. Los otros dos coches abren sus puertas, y por ellas salen varios hombres vestidos de negro, que apenas miran lo que les rodea. Se reúnen con el obispo y sus acompañantes. Las muchachas cantan sin que nadie las oiga. Aplauden los campesinos. Las autoridades se mueven despacio; bajaron de los coches doblados, mirando el suelo, como con miedo a caerse, y ahora están reunidos junto a los coches y se sonríen unos a otros, dando la espalda al pueblo, que sigue aplaudiendo. Los motoristas les abren paso, ya a pie, hacia la tribuna, y ellos empiezan a andar lentamente, sin mirar a los lados. Las muchachas dejan de bailar y cantar. Están sudando y respiran con trabajo. Pero los aplausos siguen, renacen a cada movimiento de las autoridades, hasta que, por fin, ocupan la tribuna. Entonces los campesinos quedan en silencio, mirando hacia la tribuna con la boca entreabierta. Ellos y sus casas blancas miran asombrados a aquellos hombres sentados en sillones llenos de brillos, entre los colores relucientes de las colgaduras y la alfombra. Las autoridades se sientan, todos a la vez, y sólo queda de pie un hombre pequeño, que empieza a hablar ante el aparato sostenido por la varilla, en el centro de la tribuna. «Este emotivo acto…», «vuestra generosa aportación…» «… en este mediodía de diciembre…». Los campesinos no oyen sus palabras. Están asombrados de oír la voz detrás de ellos. Se han ido apretando ante la tribuna, hasta formar una masa compacta de color oscuro, en la que resaltan los pañuelos de las mujeres. Los fotógrafos pasan corriendo ante el tablado, agachados, se detienen un momento enfocando y tiran sus placas. Otros enfocan a los campesinos y los fotografían por primera vez. Cuando el hombrecillo termina de hablar, todos aplauden, aplaude el hombre que está sentado en el sillón con patas de garra, el obispo, sentado a su lado, y todos los que ocupan los demás sillones; aplauden los empleados y técnicos del Salto, que rodean la tribuna, y los campesinos, la plaza entera está llena, por un momento, de los aplausos. Luego, viene el silencio de nuevo y se oye sólo el ruido de papel de los farolillos balanceándose. El sol choca contra la blancura de las casas hasta hacerla casi deslumbradora. Entonces se levantan todos los hombres que ocupan la tribuna y descienden por la escalerilla lateral. Los campesinos les abren paso, y luego empiezan a andar detrás, formando una comitiva que avanza lentamente hacia la caseta del transformador. La caseta está enfrente de la plaza, a orillas del camino, como una casa pequeña que hubiera crecido demasiado. Es blanca también, con una sola puerta y una ventana alargada junto al techo, por la que salen los cables que alimentarán de luz al pueblo. Los fotógrafos han sido los primeros en llegar. Ahora fotografían la llegada de la comitiva, que se distribuye circularmente. Desde el camino, los habitantes de Nueva Aldeaseca miran en silencio.
Son una sola mirada, un solo asombro respetuoso y macizo. Alguien ha abierto la puerta de la caseta. El sol hace brillar el interruptor y el cuadro negro de baquelita. Los campesinos ven cómo el obispo avanza, se coloca junto a la puerta y empieza a hacer gestos que ellos no comprenden. Tiene algo en la mano que agita hacia el interior de la caseta, al mismo tiempo que pronuncia unas palabras que no llegan hasta ellos. Luego el obispo se aparta un poco y avanza ahora el hombre que estuvo sentado en el sillón con patas de garra. Los fotógrafos le enfocan desde los lados. Detrás del hombre vestido de negro están los campesinos y más atrás, el pueblo, con sus casas vacías, blancas, cuyas ventanas y puertas oscuras parecen ojos y bocas abiertos en un asombro callado. Están sin nadie sus calles, quizá un perro camina por alguna, quizá una mula cocea en algún corral. A los lados del camino se extiende un suelo duro, ocupado por piedras y cardos. El hombre avanza un poco más, alarga su mano derecha para asir el mango del interruptor. Entonces, se queda quieto un segundo y después, con un gesto rápido, empuja el mango del interruptor hasta que sus piezas de cobre quedan aprisionadas entre las del cuadro. Los campesinos se han convertido en un revuelo de brazos y gritos. Aplauden a su lado los técnicos y empleados del Salto, y él sonríe, en una postura hierática, que los fotógrafos se apresuran a tomar.
—Fíjese ahí, junto al poste —dice Andrés.
Martín mira y ve a un campesino viejo, apoyado en un poste, riendo y llorando, con la cara contraída. A su alrededor, bocas que se abren frenéticamente, ojos desorbitados, bajo densas cejas. Son caras curtidas, con la sombra de la barba recién afeitada, llenas de arrugas, de ojos demasiado próximos y labios agrietados. Por un momento, Martín sólo ve este múltiple rostro humano, surcado por los pequeños relámpagos blancos de las dentaduras y por una expresión oscura, sin significado, que estalla y se apaga a cada grito, algo que sólo vagamente puede él relacionar con el hombre y con su historia sobre la tierra.
Las autoridades regresan, pasan despacio bajo el arco y llegan a la tribuna, donde se sientan, todos a la vez, en sus sillones. Ha quedado de pie un hombre alto, que estuvo sentado a la izquierda del sillón con patas de garra. Se coloca junto al micrófono y empieza a hablar con poca voz. Los campesinos están otra vez llenando la plaza, asombrados de nuevo con las palabras que parecen nacer en el aire. Habla el orador con lentitud y sus palabras llegan a los oídos de los habitantes de Nueva Aldeaseca, y allí se quedan, sin entrar en sus cerebros. «… fehaciente testimonio de nuestro propósito…», «… vuestros problemas y vuestras justas aspiraciones…», «… la valiosísima colaboración que habéis prestado a esta magna obra…», «… aparte del inmenso gasto que ha significado para la sociedad…», «… cada vez más cerca del día en que la luz…».
—¿Usted cree que entienden algo? —susurra Martín.
—No habla para ellos —dijo Andrés—, habla para nosotros y, sobre todo, para los periódicos. Es uno de esos discursos que dirigen a los periódicos en vez de a los oyentes.
Martín ríe. El discurso continúa cayendo sobre las cabezas de los campesinos como una lluvia sin agua. Unos minutos después, estallan otra vez los aplausos, los gritos, se agitan los brazos, y el orador, saludando y dejándose fotografiar, se retira y se sienta en su sillón. Ahora se levanta el hombre que está sentado en el sillón con patas de garra. La expectación es enorme. Su discurso empieza mucho más despacio que los anteriores, mueve la mano derecha continuamente, doblándola a cada final de párrafo como si invitara a los campesinos a subir a la tribuna también. Resuena la voz, una voz hueca y profunda que permanece mucho tiempo en el aire vibrando, y desciende lentamente hasta caer sobre las bocas abiertas y los ojos asombrados; «… pero, gracias a Dios, una nueva aurora, una aurora esplendorosa, aparece ya sobre el horizonte. Atrás quedan las aldeas aisladas del resto de la nación como negros islotes en este mar de progreso que, poco a poco, y gracias al esfuerzo de sus hombres, va siendo la Patria; atrás quedan la ignorancia, la miseria, la noche del alma…». No son las palabras, sino los gestos bruscos y la voz vibrante, lo que hace que los campesinos permanezcan como hipnotizados. Las palabras llegan a sus oídos y allí se quedan también. Algunas, más rotundas, les hacen abrirla boca un poco más: «… la Patria os lo agradece. Ahora sois hijos de ella con todos los honores, habéis entrado en la inmensa familia de la civilización, porque vosotros habéis sido los que realmente construisteis este santuario de la técnica, vuestras manos lo han elevado y sus frutos vuelven a vuestras manos. No os olvidaremos, la Patria no olvidará vuestro trabajo. A partir de este día de luz, Aldeaseca puede llamarse con más verdad Nueva Aldeaseca. Su aportación a la civilización y a la cultura le da derecho a ello». Hay muchos campesinos llorando. El sol se ha ocultado, un leve viento agita los farolillos, produciendo un ruido que parece una risa contenida. Un niño llora: «… iréis subiendo uno a uno, según os vaya nombrando, todos los que habéis trabajado en el Salto de Aldeaseca, para que yo os coloque en el pecho esta condecoración y os entregue este diploma…». Dos hombres traen una mesita y la colocan delante del orador. Sobre ella hay un montón de rollos de papel y placas metálicas.
—¡Juan Morales Fernández!
Un viejo con bastón sube la escalerilla, ayudado por dos hombres que están cerca. Su figura encorvada y temblorosa avanza sobre la tarima y se detiene delante de la mesita.
—¿Usted es Juan Morales Fernández? —dice el hombre que tiene una medalla en la mano.
—Sí; yo soy Juan Morales, pero no Fernández. El que usted llama es mi hijo.
—¿Por qué no sube él mismo? —pregunta un elegante joven que se ha acercado a la mesita.
—Es que anteayer vinieron por él por lo de El Cholo, ¿saben? Se lo llevaron a la cárcel para juzgarlo, pero él no le mató, ¿saben?, él no hizo más que los otros, no le castiguen a él, es fuerte aún…
El ingeniero jefe de la central se ha deslizado por detrás de los sillones, hasta llegar al sillón de patas de garra.
—Excelencia, Excelencia —dice.
—… perdónenle ustedes, míreme a mí que ya no puedo ni estar de pie… —continúa hablando el viejo.
—Excelencia, antes de ayer vino la guardia civil y se llevó a muchos hombres del pueblo por un crimen que se cometió hace muchos años y ahora se va a ver…
El ingeniero ha hablado de prisa, evitando acercarse demasiado al micrófono. Entonces, pasado el momento de turbación, el hombre que se sienta en el sillón de patas de garra se vuelve hacia el micrófono.
—Si alguno de los que nombre no está presente —dice— que suba algún familiar, su padre, por ejemplo, o su madre o su mujer…
Sonríe al viejo, que sigue hablando entre dientes, lloriqueando, y le tiende un rollo de papel y una placa metálica. El viejo campesino los coge. Luego ve extendida ante él una mano y la estrecha. Tiene ganas de llorar, ha subido a su garganta una gran esperanza.
—¿Le perdonarán ustedes? Sean buenos con él —dice, al mismo tiempo que retrocede despacio.
—¡Emilio Rodríguez López!
Es Manuela la que coge el diploma y la medalla, y la que le da la mano al personaje que se los entrega. Lleva a su hijo, el cuarto ya, en la espalda.
—¡Higinio Galán!
María La Galana, sube a la tribuna y recoge lo que le dan. Luego baja sonriente, casi orgullosa.
Continúan subiendo mujeres y ancianos, algún hombre más o menos joven, de vez en cuando. Los fotógrafos están en cuclillas sobre la misma tribuna y disparan sus máquinas a cada entrega.
—¡Gervasio Fernández!
Los campesinos se apartan para dejar paso a la señora Norberta, la vieja madre de Gervasio, que viene ya ayudada por Vitorina. Va rezongando por lo bajo. Los campesinos no se ríen al verla pasar. Sube trabajosamente a la tribuna y, sola, avanza hacia la mesita. Llega ante ella su vejez curvada y se detiene al lado del micrófono. El hombre que está ante el sillón de patas de garra le tiende el rollo de papel y la medalla. Pero ella no los coge. Se queda quieta, mirándole fijamente con sus ojos fríos de vieja. Están riéndose los campesinos detrás.
—Nos quitasteis las tierras, hundisteis nuestro pueblo… —grita, y su voz se oye sobre todos, viene de todas partes, resuena casi tanto como las de los oradores. No ha podido hablar más. Un ataque de tos ha cortado sus palabras y la tos se oye también en toda la plaza. Los campesinos siguen riéndose. Dos hombres jóvenes se apresuran a coger a la vieja por los brazos y la llevan hacia la escalerilla.
Deja de oírse la tos y vuelven a sonar en la plaza los nombres de los que han trabajado en el Salto. Son ancianos y mujeres, casi siempre, los que recogen el diploma y la medalla. Los campesinos tienen sonrisa en la boca y llanto en los ojos, y a cada entrega se les suelta la risa y el llanto, ajenos a ello, en un movimiento irracional que estalla con los aplausos. Cuando todos los nombres han sonado en la plaza, las autoridades pasan a la larga mesa, y ante ella empiezan las conversaciones y risas, entre copas de vino y palillos que sujetan aperitivos en el aire. El hombre que estuvo sentado en el sillón con patas de garra, junto con otros acompañantes de su comitiva, está rodeado por varios campesinos. Los ha llamado él mismo, porque «le gusta mucho hablar con esta gente, aparte de que es su deber hacerlo».
—Bueno, bueno, y ¿qué? —dice. Tiene una mano sobre el hombro de un campesino, que le mira asustado—. ¿Qué necesitáis? ¿Tenéis Ayuntamiento? ¿No? Bueno, bueno… ¿Una fuente para la plaza? ¿Un lavadero?…
—Lo que sea —dice uno—. Nosotros no necesitamos nada.
—Bueno, bueno, hay que tener un poco de espíritu de sacrificio. Hoy se os ha dado la luz, mañana otra cosa y así, poco a poco…, ya veréis.
Andrés y Martín están en una esquina de la mesa. El barman Paco y sus camareros se entrecruzan corriendo para servir a todo el mundo a la vez. Al otro lado de la masa humana, nacen brazos y manos que exigen con ligeros gestos, y ellos corren poniendo vasos y platos en todas las manos. Cerca, un grupo de campesinos, casi todos niños, apretados para resistir el empuje de los que quieren acercarse a la mesa, los miran comer. Martín se da cuenta y les alarga una bandeja de almendras. De pronto, la bandeja salta de la mano de Martín, permanece un instante sobre un remolino de manos disputándosela, y cae por fin al suelo, seguida por los niños, que se pisotean por encontrar las almendras.
—Éste es su pueblo —dice Andrés.
—Nuestro pueblo. —Martín le mira.
Rápidamente, casi sin que se den cuenta gran parte de los campesinos, las autoridades vuelven a sus coches. Los motoristas se disponen delante y detrás de ellos y, uno tras otro, empiezan a arrancar, entre los aplausos y gritos de los que los rodean. El último coche roza el arco con ramas, que se parte en dos. El cartel queda colgando. Una nube de polvo asciende lentamente desde el camino.
Nueva Aldeaseca tiene ya luz eléctrica. En torno a los ancianos y mujeres con diplomas y medallas, se agrupan los demás.
—Déjame a mí.
—Esto es para gente que ha aprendido, tú no sabes.
Risas.
Manuela mira y mira el diploma.
—Quisiera saber lo que dice aquí.
—¡Mira tú ésta!
Risas.
—En las medallitas también pone algo.
—Son para colgarlas en el pecho.
—Tú qué sabes, ¿es que has visto en tu vida alguna?
Risas.
En todos los corros, risas y risas.
Nueva Aldeaseca tiene ya luz eléctrica. Los hombres siguen bebiendo en la taberna y en los alrededores de la taberna. Las mujeres vuelven a sus casas. Los niños rodean la mesa larga tratando de coger las sobras, pero los camareros se lo impiden. Varios obreros desmontan la tribuna. Está ya sin colgaduras, sin sillones. La plaza se va quedando vacía, hasta que sólo el mediodía de otoño la llena.
Martín y Andrés se dirigen al edificio de la escuela. Largos pasillos encalados, habitaciones sin un mueble, sin un cuadro colgado en la pared. Resuenan sus pasos, entre el eco multiplicado de las voces que suben desde la taberna. Cantos, gritos inarticulados, puñetazos en las mesas.
—Ya, ya van entonándose, —dice Andrés. El eco de la habitación vacía repite turbiamente sus palabras.
Han llegado hasta una puerta. El maestro saca una llave y la abre.
—Realmente no hay nada que ver aquí —dice el maestro, entrando en el cuarto—. Hasta que no traigan los muebles… Este es mi cuarto, ¿qué le parece?
Es un cuarto pequeño, con una ventana y una puerta. Hay unos estantes vacíos, una mesa y dos sillas.
—Le faltan muchas cosas todavía.
—Está bien —dice Andrés. Señala la puerta—. Ahí está el dormitorio, ¿no?
—Sí, y una pequeña cocina, por si quiero guisarme yo mismo.
—Mañana le enseñaré yo la central, ya verá —dice el ingeniero—. Ahora tenemos que darnos prisa si queremos llegar al banquete en el Salto.
Salen. Atraviesan otra vez los pasillos y las aulas vacías, en las que resuenan los gritos que vienen de la taberna. Mariano los está esperando ya. Suben y el coche arranca. En la plaza, sólo quedan algunos hombres en torno a la taberna.
El sol empieza a descender sobre el horizonte. Nueva Aldeaseca está llena de gritos y de risas, pasean sus mozos por las calles sin empedrar, cogidos del brazo, cantando, golpeando en las puertas que encuentran. Un grupo persigue a pedradas a un perro, que huye delante de los hombres aullando y volviendo la cabeza de vez en cuando.
Va pasando la tarde. Casi todos los hombres del pueblo están borrachos. Poco a poco las casas pierden su blancura deslumbrante. Sus paredes son ya opacas, casi grises.
—Vete por agua —dice la mujer.
La muchacha sale de la casa, atraviesa varias calles y llega al campo. Empieza a andar por el camino del embalse. Está atardeciendo ya. La muchacha lleva un cántaro en cada cadera, sujetados descuidadamente con los brazos. Su andar tiene un ritmo especial, va erguida, con la cintura oprimida por los cántaros, y su falda gruesa parece un cántaro más andando solo.
De pronto, tres mozos saltan sobre ella. Los cántaros caen al suelo, quebrándose con un ruido hueco y triste, la muchacha ha gritado, pero los mozos la llevan fuera del camino, tapándole la boca, y la tumban sobre el suelo, uno le levanta los manteos y las enaguas, mientras que otro la sujeta y le tapa la boca, y el tercero la mira con los ojos muy abiertos. Los tres ríen, sin hacer caso de los gritos ahogados de ella.
—¡Perros! —logra decir entre los dedos.
Uno de los mozos le ata los manteos y las enaguas por debajo de los brazos.
La muchacha llora. Su llanto se hace sordo, bajo el pañuelo que le están atando en la nuca para taparle la cara. Uno de los mozos se sujeta el estómago con las dos manos riéndose hasta que le brotan lágrimas. Le han atado las manos y la muchacha está en el suelo, revolviéndose, mordiendo el pañuelo, sollozando de rabia. Ellos se ríen y la miran con ojos cada vez más brillantes.
—Primero yo —dice uno de los mozos.
La muchacha patalea y ruge bajo el pañuelo. La última luz de la tarde brilla en sus piernas desnudas. Las cercanas casas de Nueva Aldeaseca son casi sólo siluetas, sus esquinas se van difuminando poco a poco con la muerte lenta de la tarde.
Llega un coche a la plaza.
—Hasta mañana. Vendré a buscarle para que vea la central. —Andrés cierra la puerta de un golpe y el coche arranca. Martín empieza a andar hacia la escuela.
De la taberna vienen carcajadas y gritos, que resuenan en toda la plaza. El pueblo está lleno de un rumor de gritos.
Un toro, sin piedras en los cuernos, pasa corriendo bajo el arco de ramas, que está ya casi caído totalmente, con el cartel colgando todavía. Detrás viene un grupo de mozos corriendo, tirándole piedras, dándole con sus varas.
—¿Te atreverás tú? —dice un campesino viejo en la taberna, acabando de hablar con una carcajada—, ¡tú qué te vas a atrever!
Le rodean cinco hombres sudorosos, con las caras rojas, sentados en taburetes, que se ríen también.
Anastasia está acodada en el mostrador y los observa. El Tío Muelas, en un rincón, dormita con la cabeza apoyada en la mesa.
—Apuéstate un cerdo —dice un campesino, dando un puñetazo sobre la mesa—. Si yo no enciendo la luz dándole a un chisme de ésos, te doy un cerdo a ti, y si sí la enciendo, que ya verás como la enciendo, me lo das tú a mí, ¿hace?
Son cinco hombres vestidos de pana que se ríen y sudan alrededor de una mesa de madera. Son cinco hombres que ríen a cada frase, que apoyan la cabeza unos en otros, abatidos por la risa y el llanto nervioso. Todos tienen los ojos brillantes, hablan con dificultad, dejando escapar saliva entre los labios.
—Va un cerdo, venga. Pero tienes que tocar con la mano en el cacharro ese, ¡eh!
El maestro ha subido a su cuarto. Está sentado junto a la ventana, con un libro en la mano, leyendo. Hay poca luz.
La madre de Gervasio llora junto a la ventana. Fuera empieza a anochecer.
—Ya se han olvidado de los hombres que están presos —dice—, de que nos hundieron nuestro pueblo, y nuestras tierras, y no tenemos de qué vivir.
Vitorina trata de consolarla.
El toro, encajonado en una calle, se vuelve de pronto y empieza a correr hacia los mozos con una furia salvaje. Los mozos huyen, riendo y gritando.
Han salido a la plaza los cinco campesinos de la taberna. Anastasia los mira desde la puerta.
—Venga, Tío Cano, a ver si enciendes la luz.
Hace un rato que se ha puesto el sol y las casas son ya manchas claras en medio de la noche inminente. Enfrente de la escuela, la iglesia recorta su torre contra un cielo que empieza a ser negro. Hay una estrella en él.
—Tío Cano, Tío Cano, Tío Cano… —gritan rítmicamente los cuatro campesinos cogidos por los hombros en el centro de la plaza.
—Va un cerdo, eh, va un cerdo.
—Enciende el candil —dice la señora Norberta a Vitorina. Vitorina coge una brasa del hogar con la mano y la acerca a la mecha del candil. Una luz amarilla y temblorosa inunda la habitación. Junto a la puerta, el interruptor de la luz eléctrica brilla y en su pequeño cuerpo de porcelana se refleja la forma curva del candil.
—Dios mío —dice la vieja. Y sigue llorando.
Vitorina la abraza.
Acaba de salir la luna. La plaza está llena de la sombra de la iglesia. En el centro, ríen los cinco campesinos, doblados por la cintura. Tío Cano tiene miedo, prefiere no tener que tocar el interruptor. Se ha alegrado al ver encenderse la luz de candil en una casa, y ahora se alegra de que en todas, las mujeres estén encendiendo los candiles.
—Me debes un cerdo, me debes un cerdo.
—No, no, hoy no la enciendo, ¿para qué? ¿Para qué nos valdría con los candiles encendidos? Pero ya verás mañana —dice el Tío Cano, y se abraza a los otros cuatro, en el centro de la plaza, contento de que no sea mañana todavía.
Cerca del camino del embalse hay una muchacha llorando, tumbada en el suelo.
Martín, sin dejar el libro, alarga la mano y gira el interruptor.
De todas las casas del pueblo sale ya una luz amarilla que tiembla y llega a las calles casi muerta. En la escuela hay una ventana con una luz blanca, fija, que llega a la plaza y forma un rectángulo iluminado sobre un suelo seco. La noche ha venido, como todos los días, al pueblo. Y Nueva Aldeaseca avanza entre la noche, con sus luces de candil, esperando un día nuevo que le traiga una nueva luz.
Madrid y Ceuta, noviembre de 1953 — septiembre de 1956 Corrección: London (Ontario, Canadá), octubre de 1981