Silbaba el viento en los cables, junto a la carretera por la que iban los siete camiones. Los postes se acercaban a la cabina lentamente y, de pronto, casi de un salto, cruzaban ante el parabrisas y las ventanillas hacia atrás con un ruido de ráfaga instantánea. El paisaje era una tierra extendida, con pocos árboles y algunas parcelas cultivadas. A lo lejos, se veían nubes sobre las montañas. De vez en cuando una casita blanca o una choza cónica, hecha de ramas, saltaba también hacia atrás. Los neumáticos despedían la grava y la hundían en la carretera con un ruido continuo, como un crujido renovado y pequeño. Algún campesino, algún buey, lejos de la carretera, agachado el campesino en cualquier labor de la estación, se deslizaban lateralmente hacia atrás, como si la tierra donde estaban se estuviera desplazando igual que una alfombra mágica. El viento sonaba en las ventanillas, esforzándose por entrar en las cabinas. Iban los camiones cargados todos de muebles, grandes lonas cubrían sus cajas, dejando una abertura por la que asomaban las cabezas de los hombres, la mayor parte con boinas, protegidos por los armarios y las mesas. En las cabinas, mujeres y niños amontonados para dejar espacio al conductor. Uno detrás de otro, a igual distancia, los camiones iban dejando atrás casas blancas, campos sembrados ya, bajas colinas desnudas, árboles amarillos sin hojas, casi siempre aislados.
Llegaron a una curva. Siete veces se oyó la velocidad contenida de los motores, el ligero patinar de las ruedas. El viento les daba ahora de costado y los motores sonaban más roncos. Al iniciarse una pendiente, siete veces se oyó el cambio de velocidad, hasta quedar de nuevo la potencia unánime de los camiones sobre la carretera. Volaban cuervos y buitres en el cielo azul de la mañana. Eran lo único negro del día.
En el segundo camión iban cantando los hombres. Golpeaban las cuerdas de la lona en los costados, crujían los muebles, el camión estaba llenos de bruscos ruidos metálicos, de lamentos de madera sujetada, pero, sobre todos los ruidos, sobre el motor, la canción se elevaba como una columna de voz humana, y el viento la deshacía en jirones que llegaban hasta los oídos del cuarto camión y a veces hasta los del último. Era una bandera sobre toda la caravana; En lo alto de la mañana creciente, los buitres y cuervos parecían seguir a la caravana. Los camiones avanzaban, y ellos, sin avanzar, siempre estaban encima, como una amenaza, lo único negro del día azul de otoño. La bandera había crecido ya en el tercer camión. Cantaban, y pronto cantaron también en el cuarto.
Se divisó un pueblo a lo lejos. Estaba agazapado entre colinas más altas, una mancha gris en torno a la torre de la iglesia. Entonces, los motores cambiaron su sonido por otro más alegre. Habían subido los siete camiones la pendiente, y ahora, una recta sin árboles esperaba tendida ante la boca de los camiones. Sin un árbol, sólo los postes telegráficos en sus bordes. Un carro aparecía parado en el centro de la carretera, al final de la recta. Se veía ya la silueta de varios campesinos sobre él. La cinta oscura de la carretera fue desapareciendo entre las ruedas de los camiones. El carro creció ante ellos, hasta adquirir las proporciones reales. Un brazo de niño se asomó por la ventanilla del primer camión.
—¡Adioooos!… —dijo.
Sobre el carro iba un campesino sentado, con una vara en la mano, y detrás, una mujer con un pañuelo a la cabeza, y dos niñas.
—¡Adioooos!… —dijeron las niñas. Se habían puesto de pie sobre el carro, y agitaban las manos, riéndose.
Desde las cabinas de los seis camiones restantes, seis brazos dijeron adiós hacia el carro, permaneciendo un instante agitándose como alas. Y desde el carro, seis veces gritaron adiós las niñas, riéndose y agitando los brazos, de pie. Bajo el ruido de los motores, se oyó, un instante, el viejo rumor de madera del carro. Quedaron atrás las niñas, siempre de pie, agitando los brazos, y su adiós largo duró un momento en el aire, hizo un esfuerzo por quedarse enganchado en el último camión, donde aún saludaban los brazos de los obreros de la caja. Pero el carro había quedado atrás, otra vez parecía parado, y su tamaño fue disminuyendo hasta ser un punto sobre la carretera. Sólo había sido grande junto a los camiones, al estar un momento al lado de los niños y los obreros que iban en ellos.
La canción no había cesado. Era ya una bandera, la misma, sobre el camión. El viento mezclaba las palabras de las canciones populares, sus músicas, nacidas en regiones distintas, pero iguales en su nostalgia de la tierra, en su tristeza de hombres y mujeres, en su larga queja contra el dolor y la oscuridad. Asturias. Andalucía, Castilla, Valencia, Extremadura, Navarra, Cataluña, León…, todas las regiones españolas se deshacían en el viento, se mezclaban y diseminaban sobre los campos secos y bajo el sol azul.
Ya se van los pastores
a la Extremadura.
Ya se queda la sierra
triste y oscura.
La mañana era clara y alegre. Sólo algunos cuervos y buitres volando sobre la caravana, y sobre el pueblo al que estaban llegando. La recta había terminado, y los camiones subieron una corta pendiente, desapareciendo en su horizonte próximo, uno detrás de otro. Quedó sola la carretera, llena aún del eco de los camiones. Pero desde lo alto de la pendiente se veía, cerca ya, el pueblo, sus primeras casas de piedra, con los tejados de rojo oscuro, arrugados, y sus pequeñas chimeneas humeantes. Gallinas y cerdos a su alrededor, y niños medio desnudos, que se quedaban mirando a los camiones con un asombro inmenso, no distinto del que tenían las vacas, los cerdos o las gallinas. Hombres vestidos de pana, con remiendos en las rodillas Mujeres con anchas faldas y pañuelo en la cabeza. La dolorosa tristeza del carro inclinado, sin una rueda, que hay siempre a la entrada de los pueblos. El perro sucio, pequeño, que cruzaba delante de las ruedas del camión y se alejaba con agudos quejidos, casi humanos. La tienda pobre, con el escaparate lleno de moscas y comestibles. La taberna, el hombre sentado a su puerta, fumando. La plaza, con su fuente central, rodeada de abrevaderos. Las muchachas de cuerpos fuertes, esbeltos, llevando cántaros en la cabeza y en las caderas redondas. Los charcos en el suelo, los mulos que pasaban por las calles con un hombre al lado y moscas clavadas en el vientre, haciendo sonar huecamente sus cascos. La torre de la iglesia, hecha de piedras doradas que el tiempo y el aire habían redondeado. La campana, el reloj parado, los excrementos de animales en el suelo. El pueblo.
Los camiones pasaron despacio, muy separados. La carretera atravesaba el pueblo por el centro, formando su calle principal, y se estrechaba entre sus casas, hasta parecer imposible que pudieran pasar por allí los camiones. Los niños discutieron para asomarse a las ventanillas, y fueron riéndose y diciendo adiós a todos los habitantes del pueblo. Desde todas las cajas, una tras otra, los obreros gritaron a las muchachas que estaban en la plaza cogiendo agua de la fuente. Ellas se reían, los miraban extrañadas y les sacaban la lengua. Y ellos gritaban más aún y se reían también.
La caravana pasó por el pueblo como una ráfaga de alegría, de manos agitándose, de adioses. Los motores sonaban más fuertes, lanzaban sus voces contra las piedras antiguas de las casas, del viejo edificio del Ayuntamiento, de la iglesia, y quedaban resonando luego, apagándose lentamente hasta caer al suelo, muertas, entre los excrementos y los charcos de agua sucia.
A la salida del pueblo, pasaron sobre el puente romano y, desde él, vieron a las mujeres rodeadas por un halo blanco de ropas y de jabón, arrodilladas ante el río. Ellas dejaron de lavar un momento y elevaron sus ojos hacia el puente, con la prenda que estaban lavando en una mano y la paleta de madera en la otra.
Sonaba otra vez el viento en las ventanillas. Otra vez las canciones se elevaron y quedaron ondeando como banderas. Los siete camiones se alejaron del pueblo, por un paisaje de colinas cada vez mayores, con más árboles. El color verde se iba extendiendo cada vez más sobre la tierra. Las montañas, con su corona de nubes, estaban más cerca y parecían más altas. Poco a poco, las canciones fueron siendo sustituidas por conversaciones desvaídas. Alguien narraba, en cada caja, algún viaje que recordaba, el accidente que estuvo a punto de costarle la vida, la historia de su familia. Las voces de los hombres eran más roncas, raspaban en sus gargantas las palabras, y muchos estaban sentados ya entre los muebles, dormitando alguno con la cabeza apoyada en la puerta de un armario. Los niños, en las cabinas, se abrazaban a sus madres o hermanas, cansados de los gritos que habían dado, cansados de empujarse para ir asomados por la ventanilla y poder sacar de vez en cuando el brazo.
Chuchín, en el último camión, tenía la nariz y los pómulos fríos de llevarlos aplastados contra el cristal de la ventanilla posterior de la cabina. Charito llevaba a Mari Carmen, dormida, y miraba cómo iban pasando los árboles, pensando, recordando con la cabeza de la niña en el hombro. A su lado, la madre, siempre recta, casi impasible, dominando desde la cabina el futuro fugaz del camión. El olor a gasolina, el ruido próximo del motor, que parecía nacer del asiento donde iba, las curvas bruscas, la obsesión del camión de delante, a la misma distancia desde que salieron. Parecía tener algo que lo dominaba todo, una fuerza interior, quizá nacida de sus entrañas de madre, que impedía al cansancio llenar su cuerpo y cubrir sus ojos con un velo turbio. El conductor era un hombre joven, de brazos fuertes, cuya camisa, abierta en el pecho, se abombaba continuamente con el viento que entraba por la ventanilla. Conducía casi todo el tiempo con un solo brazo, la mirada fija en un punto de la carretera, siempre distinto. Cuando ocurría algo, cuando pasaban por un pueblo o se cruzaban con un carro, una casa, hacía comentarios humorísticos o contaba algo en relación con lo que veía. La madre permanecía en la misma posición, como un símbolo de la maternidad, capaz de soportar viajes y privaciones. Pensaba, acaso, en la única idea que no había abandonado durante toda su vida, en la tranquilidad, o en su marido y en la necesidad de estas peregrinaciones detrás de él, en sus hijos, que iban creciendo, y cada vez iban siendo más extraños para ella. «Como gitanos».
Pasó la caravana bajo una línea de alta tensión que cruzaba la carretera. Eran cables gruesos, combados de columna a columna, como nervios gigantescos, que se alejaban, después de cruzar la carretera, hacia las montañas. En el primer camión, el conductor miró a las columnas, luego examinó rápidamente la cerca de piedras que bordeaban la carretera, y se volvió a las mujeres que iban apretadas a su lado.
—Ésa es la línea que viene del Salto —dijo.
Las mujeres miraron. Las líneas negras se perdían a lo lejos, paralelas a la tierra. Pensaron en ciudades no vistas, en campos jamás pisados, en sus vidas de mujeres de obreros.
—¡Mira, mira! Ésa es la línea que viene del Salto —dijo en la caja un obrero. En la cabina, el conductor estaba explicando que había sido él el que trajo hasta allí aquellas columnas, o mejor, las piezas que luego se unieron para formar la potente silueta que ahora tenían.
Brillaba el sol en el color purpurina de las columnas metálicas. Cinco pájaros estaban en los aisladores de una de ellas. Al pasar junto a la columna el primer camión, cinco pájaros volaron, desapareciendo en un momento del cielo azul.
—Menudo tute nos dimos —cuenta el obrero de la caja—. No os podéis imaginar, días y días, durmiendo en el suelo, a cielo raso, y luego que no es una cosa fácil eso de poner en pie toda una línea de alta tensión…
En el cuarto camión un obrero contó que él había trabajado en la instalación de la línea. Recordó que fue allí, en ese sitio, por el que acababan de pasar, donde estuvo a punto de morir.
—Me machaqué un dedo en lo alto, como para haberme caído, chico.
En los dos camiones, y en los otros también, una alegría se puso en los rostros de los que contaban y de los que oían. Ellos habían hecho esa línea; ellos, elevando columnas purpurinas sobre los campos secos, y tendido cables hasta las ciudades más apartadas para que llegase a ellas la electricidad, creada por ellos también. «Esa línea es la que viene del Salto». Recuerdos, horas de trabajo, explosiones, nacimientos de hijos, muertes, accidentes, años llenos de ruido. Hombres y mujeres, desde las cajas y las cabinas, se quedaron mirando las columnas, perdiéndolas con la mirada al alejarse, y sintiendo dolor o tristeza por ello.
La caravana se alejó. Allí quedaron los cables, cruzándose perpendicularmente con la carretera. Eran como nervios; parecía, mirándolos, que llegaban a todos los rincones del país, repartiendo la energía creada por otros nervios humanos. Y parecía como si fueran ellos mismos nervios humanos o tuvieran algo de los nervios de los obreros que erigieron las columnas, tendieron las líneas y crearon la fuerza que iba por ellas. Como si no llevaran sólo electricidad, sino vida también, la vida gastada, en el trabajo que los hizo posibles. Y la caravana se alejó de ellos con su alegría de metal y gasolina, contenta de haberlos visto, de haberse cruzado con los nervios eléctricos del país. Y los cables vibraban con el viento y sonaban, y su ruido era un himno. Había sol y cielo azul. Otra vez se veían cuervos, buitres y aguiluchos. La caravana seguía dispuesta a seguir su avance y a cruzar las montañas, cualquier barrera, para llegar al nuevo trabajo, del que nacería más energía, que iría por los campos en cables, sobre bellas columnas purpurinas.
Iban en el primer camión Vicente García Santos, tornero, de León, que trabajó en el taller desde que se empezó la construcción de la central (su mujer y su hijo de nueve años iban en la cabina); Carlos Frutos Herrero, peón, nacido en Soria (su hermana de quince años iba sentada en la caja, apoyando la cabeza en el somier donde murió el padre de Vicente García Santos; la madre iba en la cabina); Antonio López Martín, hijo de uno de los carpinteros muertos al reventar la compuerta, y carpintero también él, que trabajó en los encofrados de todos los grupos de la central y, antes, en los de la presa (la viuda de su padre, madre suya, iba en la cabina); Ángel Mendoza Pardo, maquinista de la excavadora, que trabajó en los dos túneles y en la presa (sus padres vivían en un pueblo de Asturias, sacando peces del mar); y José Pérez Montalvo, conductor, que se turnaba al volante del camión con Pedro Prieto Tejada: los dos solteros, los dos transportaron desde Bilbao y otros puertos piezas y máquinas que ahora producían la electricidad.
En el segundo camión, conducido por Luis Doménech García, iban Emilio Luján Manzanares, El Asturiano, que se salvó de la explosión del túnel porque Mariano Barceló Rodríguez le sustituyó para que él estuviera con su mujer en el momento del parto (ella y el niño, bautizado Mariano en recuerdo del hombre que murió en lugar de su padre, iban en la cabina); Feliciano Lluch Mateu, que empezó de peón y se hizo mecánico (quería casarse al llegar al nuevo Salto; su novia iba en el quinto camión y era hija de un capataz); Teodoro Bayo Zurita, que se salvó de la explosión del túnel por estar fumando un cigarrillo; Eugenio Bayo Zurita, hermano del anterior, y obrero como él de la construcción: trabajó en la presa, en los dos túneles, en los barrenos… (la madre, viuda, iba en la cabina y cogía, de vez en cuando, al hijo de El Asturiano, para que la otra mujer pudiera dormir o descansar); y Matías Pérez Roldán, un joven pálido, que se puso enfermo trabajando en el túnel y estudió electricidad mientras estuvo en un sanatorio; ahora trabajaba en montajes, con el señor Lobo. Teodoro y Matías iban sentados en el colchón sobre el que había nacido el hijo de El Asturiano, un día de explosión y muertes.
Salvador Galindo Galindo conducía el tercer camión. Era grueso y cantaba casi continuamente por lo bajo. Sólo dejaba de canturrear para reírse o contar algo gracioso. Era valenciano. Su madre iba a su lado. Trabajó primero en la presa, luego tuvo que irse a cumplir el servicio militar, aprendió a conducir y al regreso logró entrar en la Empresa como conductor. Él fue quien transportó desde Barcelona los transformadores grandes de la estructura alta. Su padre, más grueso que él, trabajó en el taller. Iba en la caja. A su lado iban Juan Ferrer Estévez, valenciano también, listero (su madre y su hermana iban en la cabina); Jesús García Jover, El Negro, gran jugador de frontón y almacenista; Miguel Muñoz Garrido, que perdió un dedo limando en el taller, y Luisa García Jover, hermana de El Negro (sus padres estarían ahora sembrando en una aldea de Navarra), que trabajó en la limpieza del edificio de la Dirección, y se divertía ahora oyendo a Miguel contar sus dificultades para rascarse. Iban también un armario de luna, otros dos más pequeños, tres mesas grandes, seis mesillas de noche, siete somieres… y una baraja de naipes repartida entre las manos de los de la caja.
El cuarto camión tenía que llevar abierto el capot. «Se calienta demasiado el motor», decía Francisco Pastor García, su conductor. El camión parecía un caballo a punto de relinchar. «Pero se llenará del polvo de la carretera y de chinas y cosas así», le dijo una vez María Isabel, la mujer de Bautista Santisteban Ruiz, maestro de obras, que iba en la caja. «Conozco mi camión como usted pueda conocer a su hijo», contestó Francisco. María Isabel miró a su hijo. «No le deje que se asome tanto a la ventanilla», dijo a otra mujer, más joven que ella, hija de Rafael Ochoa Oñate. La muchacha llevaba a los dos niños que iban en la cabina cogidos por la cintura. Los niños estaban de pie sobre el asiento. En la caja, iban Rafael Ochoa Oñate, el obrero que descubrió el ratón en la celda del transformador (lo había contado tres veces desde que salieron: «Fue para mearse de risa, figuraos, todos buscando algo gordo… y de pronto…, es que a quien se le diga…, y de pronto… no puedo contener la risa…, aquel ratoncillo, allí, ¿qué os parece?… como si le estuviera viendo ahora, no tendría más que así de largo, pero caray con el mequetrefe, dejó sin luz a todo el Salto…». Y él se reía y todos se reían, porque Ochoa contaba las cosas de una forma especial que hacía brotar la risa a cualquiera); a su lado, iba el armario de luna de la familia Santisteban, y junto a la cabina, apoyado en el final de la caja, Jorge Sánchez Guerrero, «que había levantado media presa él sólo», según decía (sus padres eran labradores y él fue pastor hasta los veinte años: «Menos mal que me metí en la central a trabajar, porque mi padre vendió casi todo el ganado, que si no aún sería tan burro como entonces… No os lo creeréis, pero yo, como me acostumbré a dormir y todo en el campo y no venía a la aldea, pues ni siquiera entendía lo que hablaba la gente si me daba por venir alguna vez por año… Era burro como nadie…». Y se reían también, y entonces Ochoa le imitaba, y los demás se reían más todavía. El antiguo pastor no se enfadaba. Parecía un gigante bondadoso, cansado de algún esfuerzo extraordinario, medio tumbado en el fondo de la caja, con su mirada azul, directa, acostumbrada a la mansedad del paisaje todavía. «Si no llega a ser por el señor Lobo, que me metió en montajes con él…». El que más se reía era Ramón Redondo Rodríguez, «El de las Tres Erres», como le llamaban muchos. Tenía una voz de bajo profundo, con la que le gustaba asustar a los niños. Trabajó en el almacén, y su cerebro se parecía al conglomerado de materiales sobre los que trabajaba, pero menos ordenados. Sabía un poco de todo, todo le recordaba algo, «déjame recordar», decía continuamente, poniendo cara de pensar mucho, ojos pequeños, cejas fruncidas, labios apretados. «No sé, no logro acordarme —decía al final—, pero yo sé algo de eso, en alguna parte he visto una cosa parecida». Rafael tenía muy poca memoria para todo lo que no fuera material del almacén. Iban también Julio Conejo Sanz, padre del otro niño de la cabina, que trabajó en la parte eléctrica de la estructura y tendió muchas líneas, una de ellas la que acababa de dejar atrás la caravana. Y, rodeándolos, armarios, mesas, somieres, sillas, baúles…
Detrás del parabrisas del quinto camión iban Pascual Bernal Talavera, el conductor, que tenía una cicatriz en el brazo derecho, según él, producida por una disputa que sostuvo en cierto «cabaret» de Barcelona, cuando estaba haciendo allí el servicio militar (lo decía con malicia, dando a entender que la causa fueron las faldas); su mujer, que sabía que la cicatriz se la hizo en el taller mecánico; un hijo de ambos de dos años que durante todo el viaje venía intentando coger, aunque sólo fuera una vez, el volante (su madre se lo impedía siempre con un manotazo a la vez que le gritaba. «Estáte quieto, condenado. Este chico va a hacer que nos demos un trastazo»; Pascual se reía, miraba a su hijo, y, luego, con los ojos otra vez en la carretera, decía a su mujer: «Déjale, mujer, ¿no ves que el chico quiere ser conductor como su padre?». Y seguía conduciendo, haciendo girar levemente el volante para mantener el camión en la misma dirección); y junto a la ventanilla, iba la abuela del niño, madre de Pascual, vestida de negro, casi siempre en silencio, llena de pensamientos y recuerdos que pasaban por su cerebro con más velocidad que los postes. En la caja, cuatro obreros del taller: Cecilio Fuentes Olmo, fresador; Alonso Navarro López, tornero; Sebastián Alonso Fernández, soldador; y Ricardo Aparicio Cano, ajustador. Junto a ellos, iban Benigno Zamora Gómez, capataz, y su hija Isabel. Isabel iba pensando en alguien del segundo camión, se pasaba largos ratos mirando por la ventanilla posterior de la cabina y a través del parabrisas, y sólo en las curvas lograba ver la caja del camión que le interesaba; en la caja, dos o tres veces nada más, pudo ver a Feliciano, su silueta entre otras siluetas, rodeadas todas por los muebles y medio cubiertas por la lona. Cuando la carretera se hacía recta, Isabel dejaba de mirar por la ventanilla, y su mirada se quedaba caída en un rincón de la caja sobre el espejo del armario o el tirador dorado de una de las mesillas. El quinto camión seguía, con todos los muebles vibrando, envuelto en el ruido de su avance seguro, y en el polvo de la carretera.
El sexto camión era más grande. Lo conducía Tomás Reyes Santos, que transportó también hasta la central las piezas más pesadas de la maquinaria eléctrica. Desde Bilbao hasta Aldeaseca, tirando de una galera con un transformador de cincuenta toneladas, ayudado por otro camión y, en las cuestas más pronunciadas, por un tercero, empujando desde detrás de la galera. «Yo estoy curado de espanto. Ya me sé lo que son estos viajes» —decía—. «Una vez se pusieron las ruedas a patinar en el barro, y no os quiero decir. Las pasamos moradas tirando y tirando. Yo creí que se nos venía encima la noche y nos quedábamos allí». Junto a él iban la hermana y la viuda de Buendía, el montador que murió cuando reventó la compuerta. Luisa Buendía llevaba sentado encima un niño de menos de un año, dando manotazos suaves a su cara, al cristal de la ventanilla, a todo lo que brillaba cerca o se movía o tenía un color fuerte. En la caja iban su madre y su marido, el maestro de taller Cristóbal González Merino. La mujer iba sentada en un colchón que le habían preparado en el fondo de la caja, mayor que la de los otros camiones. Unos pocos muebles la rodeaban y en el centro, la máquina fresadora, cubierta por una funda de lona. Apiladas junto a la cabina, estaban varias cajas de herramientas: llaves inglesas y lijas taladradoras, alicates, limas, martillos, sierras… En un rincón, un carrete de madera con su grueso cable enrollado, y cerca, un montón de trapos manchados de grasa y varios bidones, y un rollo de alambre. Luis Buendía, el otro hermano del montador muerto, montador también, iba sentado en un pequeño carrete de cables. Llevaba apoyados los codos sobre las rodillas, el cuerpo inclinado y sus manos oscilaban con el movimiento del camión. Al otro lado de la fresadora, estaban sentados en el suelo Enrique Lozano Mateo, fresador, uno de los obreros que estiró el cable que salvó a Higinio y al chico; Lorenzo Rubio Ortega, mecánico; Urbano Tortosa Valiente, ajustador; y Pepe Soto López, El Madrileño. El camión tenía un ruido más sordo que los otros, su caja vibraba menos.
El conductor del último camión se llamaba Antonio Mejía Collado. Era andaluz. «No sé cómo nos las arreglamos, pero siempre nos toca un chófer gracioso», dijo la mujer de Lobo cuando terminó de reírse. Antonio iba diciendo chistes, ocurrencias sobre el viaje. «Niño, que se te va a quedar la nariz como un campo de aterrizaje», dijo cuando vio a Chuchín por el espejo retrovisor con la nariz aplastada contra el cristal de la ventanilla posterior. Maricarmen iba dormida en el regazo de Charito, y ésta procuró que su risa no la despertara. La madre rió también, y las dos mujeres llenaron, durante unos minutos, la cabina con el ruido de sus gargantas alegres. «Menuda papeleta, si se le queda así para siempre». Ellas aumentaron la risa. Chuchín las miraba sin comprender, enfadado. Volvió a mirar al conductor. «Como tenga que llevar gafas las va a tener que sujetar con la lengua», volvió a decir. Otra vez la risa. Chuchín, cada vez más enfadado, les sacó la lengua, que se aplastó también contra el cristal hasta parecer un tomate pequeño. La risa fue incontenible. Chuchín se separó del cristal, haciendo un ruido con la boca que no se oyó en la cabina. «¿Qué te pasa, chico?», preguntó Jerónimo Villar Echevarría, en la caja, que trabajó con Lobo desde que se empezaron los montajes. Miró por la ventanilla y vio a las mujeres riéndose. «El gracioso de Antonio —dijo—. ¿Qué? ¿Se ríen de ti?». Ángel Llorente Díaz, compañero de trabajo de Jerónimo, rió también y dijo: «Es un tío salado el tío ese. No sé lo que tiene, si a veces dice tonterías, pero es como lo dice…». Salvador Arce Marcos, de montajes también, permaneció callado, con la cabeza apoyada en el somier de la cama del matrimonio Lobo. Chuchín fue hasta él y se sentó a su lado. «Toca la armónica, anda», le dijo. Salvador no dijo nada. Sacó de su bolsillo superior una armónica, que pareció sonreír enseñando sus dientes al volver a sentirse libre. Se sentaron los otros dos hombres más cerca. La hermana de Antonio, que iba mirando los campos apoyada sobre un aparador, se sentó también apenas oyó las primeras notas de prueba.
«¿Pero, quién te ha enseñado a ti a tocar eso?». Salvador se quitó la armónica de los labios y sonrió. «Yo solo, tocando y tocando», dijo. La música nació de su boca, venció al ruido del camión, se detuvo en el aire, dudando un momento, y en seguida, con fuerza, envolvió a todos y empezó a ascender. Se filtraba entre los armarios, los baúles con ropa… y llegaba al viento y en él se iba, confundiéndose con la columna de polvo, como una estela musical de la caravana.
La caravana iba a una marcha media. El cielo estaba ahora cubierto por nubes oscuras. «Mira que si lloviera». «No hay que preocuparse, llevamos las lonas». En todos los camiones hubo diálogos parecidos. Atravesaban una comarca más montañosa, de laderas cubiertas por árboles y sembrados. A mediodía, el cielo estaba más despejado y el peligro de lluvia había desaparecido. Pero volvieron a ver cuervos y buitres, aguiluchos volando encima de ellos. El ambiente era denso, como si acabara de terminar una tormenta o estuviera a punto de empezar. Otra vez el sol brillaba, sin embargo, y volvieron a oírse todavía algunas canciones antes de que llegaran a la ciudad. Habían visto su silueta a lo lejos, y ahora los camiones disminuían lentamente la distancia que los separaba de las colinas donde se ocultó. Apareció de nuevo ante ellos, vieron las pequeñas casas de los suburbios, las grandes del centro, y las agujas de la catedral gótica, como espigas petrificadas. Fueron dejando atrás las pequeñas granjas, y en seguida cruzaron varias calles, uno detrás de otro, haciendo volverse a la gente que venía del trabajo.
El paso por la ciudad fue rápido, casi no se dieron cuenta de haber cruzado por sus calles. Otra vez, detrás, se veían las agujas de la catedral gótica, recortadas contra el paisaje llano por el que habían venido.
Pedro Prieto Tejada vio acercarse a la rueda derecha una pequeña construcción de cemento que estaba al borde de la carretera.
—Ya está ahí la fuente —dijo, sacando un brazo por la ventanilla—. Siempre nos parábamos aquí para beber un rato.
Luis Doménech García vio el brazo del conductor sobresaliendo de la cabina. El primer camión estaba frenando ya. Tocó la bocina con el codo derecho y sacó el otro brazo por la ventanilla. Comenzó a frenar también.
—Parada y fonda —dijo Salvador Galindo Galindo, y el tercer camión empezó a perder velocidad, apareciendo en su costado izquierdo un brazo que se movía acompasadamente arriba y abajo.
Y así en el cuarto, en el quinto y en el sexto camión fueron apareciendo los brazos de sus conductores y sonando la bocina, transmitiéndose la noticia del hallazgo de la fuente. Todos fueron deteniéndose, en todos se oyeron frases parecidas, había estómagos que hacían ya gorgoritos, bocas que se abrían. Eran las tres de la tarde.
—Nos ha costado más de siete horas —dijo Tomás Reyes García—. Yo me lo he hecho en cuatro y media, y en menos muchas veces.
—Pero no cargado de muebles y con niños y mujeres —dijo Pascual Bernal Talavera—. No es lo mismo ir en una caravana, que te marcan la marcha…
Se habían reunido los conductores cerca de la fuente. Los hombres más jóvenes ayudaban a las mujeres a bajar cestas y cubiertos. Otros estiraban las piernas o se alejaban de donde estaban los camiones hasta esconderse entre unos matorrales, y un momento después volvían a la pequeña extensión en que las mujeres estaban ya preparando los manteles sobre la hierba. Casi todos los hombres habían encendido cigarrillos y ahora fumaban en corros, hablando, mientras los niños corrían entre ellos, llenando de gritos y risas la pradera verde. Feliciano Lluch Mateu bajó del segundo camión y echó a correr hacia atrás, hasta encontrarse con Isabel. Ahora estaban sentados en una piedra, un poco apartados, procurando ella que no la vieran las demás mujeres, que se afanaban en la preparación de la comida. Los siete camiones estaban detenidos en el borde de la carretera, silenciosos, y sus siluetas se recortaban contra el cielo y las montañas, sin ningún cansancio, seguían llenas de una potencia segura e inextinguible.
Sobre el verde de la hierba estaban ya los cuadrados blancos de los manteles, llenos de cazuelas, tarteras, ollas, platos y vasos. A su alrededor, distribuidos en varios corros, estaban los hombres y las mujeres y los niños, con tenedores y cucharas en la mano. Se había acabado ya la preparación de la comida, en las fuentes de ensalada sonreía el tomate, las latas de conserva estaban abiertas como en un bostezo mortal. En cada corro, un hombre servía vino o agua de una garrafa. El sol de otoño caldeaba levemente el aire, sonaban pájaros en los árboles cercanos.
Fue la comida, y luego, mientras las mujeres recogían los manteles o se turnaban para lavar los cacharros en la fuente, los hombres empezaron a llenar latas de agua que los motores de los camiones bebían lentamente. Los examinaron, comprobaron las cuerdas que sujetaban los muebles, y al fin, subieron todos a las cajas y cabinas, y otra vez empezó el ruido unánime del viaje. Se perdieron las agujas de la catedral entre los árboles de las colinas. La nube de polvo fue naciendo cada vez más lejos de la fuente. En el cielo había aguiluchos, buitres y cuervos, en un vuelo giratorio, vigilante. La caravana empezó a subir un puerto. Enfrente estaban las montañas, que parecían más altas según se iban acercando a ellas. No había viento. El aire estaba quieto, sólo los camiones se movían, a la misma velocidad, más próximos unos de otros que en la etapa anterior. La tarde era una luz igual, lenta, que resbalaba por las laderas haciendo más verdes los árboles y la tierra más parda. La caravana ascendía despacio, con un ruido sordo, ondulado. Iba aumentando la profundidad del valle a su izquierda. Al otro lado, la ladera cortada a pico, sin un matorral, separada de la carretera por la cuneta, a cada curva aparecía o desaparecía la llanura que acababan de dejar atrás, con la ciudad y los pueblos pegados a la tierra, confundiéndose cada vez más con ella. El sopor de la digestión llenaba las cajas y cabinas, hombres, mujeres y niños dormitaban en las posturas que podían.
De pronto, varios aguiluchos y buitres se abatieron sobre una loma. Debía haber algo muerto en ella. Estaba recortada contra el cielo como un seno desnudo, con una nube oscura coincidiendo sobre su cumbre. Las aves carniceras no estaban ya en el cielo. Estarían, probablemente, clavando sus garras y picos sobre algo recién muerto, o esperando a que muriera, o matándolo ellas mismas. La caravana seguía avanzando bajo un cielo libre, con pocas nubes, creando ella su propia nube de polvo, que la glorificaba un momento, antes de deshacerse en el aire. Cuarenta hombres con sus mujeres e hijos, ascendían el puerto sobre los siete camiones, en una conjunción perfecta del hombre y de la máquina. Venían de trabajar durante ocho años, durante toda su vida, hundidos en el ruido, entre catástrofes y muertes, convirtiendo sus músculos y nervios humanos en músculos y nervios eléctricos que empezaban a extenderse por todo el país. Iban a trabajar otros tantos años, hasta la muerte, y, mientras tanto, les nacían nuevos hijos, que trabajarían también para que el país tuviera luz y energía. Lobo estaba ya trabajando. María, su mujer, llevaba ahora a Maricarmen, mientras Charito dormitaba con la cabeza apoyada en el respaldo.
Nadie lo vio. Los dos primeros camiones habían desaparecido en una curva hacia la derecha. El tercero empezó a tomarla y algo pasó a su lado, en dirección contraria, a bastante velocidad. Delante, vio toda la carretera llena de camiones que venían en dirección opuesta a la suya. Asustado, creyendo haber chocado contra el camión que acababa de pasar, Salvador giró de golpe para evitar el que tenía delante. En seguida, varios golpes, los gritos de las mujeres. Los muebles crujieron, a la vez que él frenaba desesperadamente. El camión quedó quieto, muy inclinado, apoyándose en la ladera cortada a pico. Uno detrás de otro, en ráfagas instantáneas y regulares, iban pasando camiones pintados de caqui, con las cajas llenas de soldados. Algunos llevaban cañones, tanques. No pudo ver más. Delante de él, estaba el camión de Doménech, volcado también, los muebles aplastados contra la tierra. Pensó que el primero debía estar igual.
Antonio Mejía oyó el golpe en la caja y lanzó el camión hacia la cuneta, para evitar el choque con el siguiente que se cruzara.
—¡Cuidado! —gritó María—, ¡Dios mío, que nos matamos!
—Mamá, mamá —dijo Charito. Maricarmen lloraba.
El camión empezó a inclinarse lentamente primero, hasta que, de pronto, se volcó sobre la ladera. Charito notó el peso de su madre sobre el costado. Buscó instintivamente con la mano el picaporte pero no lo encontró. María abrazaba a Maricarmen, cubriéndola con sus brazos casi por completo.
—No intenten salir por ahí —gritó Antonio.
Abrió la puerta de su lado y se descolgó despacio hasta el suelo. Los camiones militares pasaban a intervalos regulares, lanzándole el aire al paisaje, extendiéndose a la vez por todo él y se asustó cuando vio que los árboles, los sembrados, las casas de los labradores… todo, a la izquierda de la carretera, iba quedando cubierto por la nube de polvo. Pensó en su hermano otra vez. Detrás de él se oían aún el llanto de las mujeres y los niños.