XXVII

Santuario sin dioses

La tapia blanca deja caer un prisma de sombra transparente. Han venido los hombres por el camino, y ahora van por el interior de la sombra, pegados a la blancura de la tapia. Fuera, en toda la noche, hay una oscuridad lechosa, que descubre sólo siluetas y colores muertos. Dentro del ruido de la central persiste un silencio pastoso, como dentro de la noche está la luz de la luna y las siluetas turbias y los colores muertos. Avanzan los dos hombres, las dos únicas siluetas que se mueven, y el rumor de sus pasos y de su conversación es lo único vivo en el prisma de quietud y silencio que hay junto a la tapia. Cuando las dos sombras han caminado varios metros, cuando han llegado a la altura del grillo que estaba cantando, silencioso ahora desde que oyó los pasos acercándose, cuando el prisma de sombras se interrumpe dos metros y es sustituido por el más pequeño que proyecta la puerta provisional de madera, dejando iluminadas las cabezas de los dos hombres por la luna, entonces, las dos sombras se detienen, asustadas, y vuelven la cabeza hacia atrás. Todo se ha llenado con el grito.

—Alto, ¿quién anda ahí?

Se oyen pasos de alguien corriendo.

—Es el guarda, seguramente —dice Andrés—. Como son nuevos, no se fían de nadie.

—Menos mal, me había asustado —Martín respira profundamente—. Por un momento creí que era ya la guerra…

—Todavía no; no fastidie —dice Andrés.

El guarda está muy cerca ya. Antes de que ellos puedan distinguir su rostro, él se detiene.

—Señor Ruiz —dice—. No le había conocido. Perdóneme usted.

Ellos están junto a la puerta que interrumpe la tapia, iluminadas sus cabezas por la luna. El guarda, en sombra todavía, se acerca a ellos andando, sin la prisa de antes. Ha vuelto a callarse el grillo. Andrés ve aparecer en la luz una cabeza de pelo moreno y rizado, con una mirada inteligente en el rostro curtido, de barba cerrada, característico del campesino. Lleva una cazadora de cuero rozada y una escopeta colgada del nombro.

—¡Vaya, Higinio! Menudo susto nos has dado. ¿Cómo es que estás aquí de guarda?

Las tres figuras están en la luz ahora.

—Es por ahora nada más, luego me iré al nuevo Salto. Me dijeron que si quería quedarme, hasta que tuvieran otro.

Tiene la mano izquierda en la correa de la escopeta. Los dos hombres miran los dedos con las primeras articulaciones amputadas.

—¿Fue eso lo que te hiciste? —Andrés se vuelve a Martín—. ¿Recuerda? Higinio fue al que salvaron con un cable cuando reventó la compuerta.

—Sí. Y en la derecha, sólo esto. Para apretar un gatillo, si se terciara, que no creo, me apañaría bien aunque tuviera sólo un dedo. Las armas son más fáciles que las herramientas. —Está enseñando las dos manos—, ¿sabe? Yo debería haber ido también al juicio, y por eso no me he ido al nuevo Salto. Tengo que estar aquí hasta que se sepa lo que pasa. Mientras tanto, el señor ingeniero logró que no me llevaran todavía, dijo que era guarda y que hacía falta. Si no me pasa nada, con ese truco me libro de unos días de cárcel. No sé cómo se las arregló el señor ingeniero; fue muy bueno. Desde que me ocurrió esto, me tratan muy bien.

«Es la compensación del señor Martínez», piensa Andrés.

—Lo que sentí es no haberme podido quedar ayer en mi pueblo —dice aún Higinio—, ¿qué buscaban ustedes? ¿La entrada? Vengan conmigo, yo les diré. Esta puerta no se abre nunca.

—¿Está toda la central tapiada? —pregunta Martín.

—Sí. ¿No ve que ya no trabaja nadie en ella? —Higinio se ríe—. Ahora trabaja sola. No sé cómo se las arreglará.

Vuelven a andar las tres sombras en dirección contraria, siempre dentro del prisma de sombra, hasta llegar a una abertura mayor de la tapia, cerrada por una alta verja de hierro. Higinio ha sacado un llavero grande, del que selecciona una enorme llave.

—Yo no puedo acompañarles —dice—. Tengo que quedarme por aquí fuera.

Ha chirriado la cerradura. La puerta se abre con el empujón que Higinio le da.

—Muchas gracias, Higinio —le dice Andrés.

Vuelve a chirriar la puerta, mientras las dos figuras se alejan hacia el resplandor de la estructura alta.

—Ha entrado usted en el Santuario —dice Andrés—. Ésta es tierra sagrada ya. ¿Es la primera vez que visita una central?

—No —dice el maestro—. Visité una vez una, pero no era como ésta, no tenía presa y la estructura era mucho más pequeña.

—Sería una subestación, o sea, algo así como un centro de distribución y transformación.

—Puede ser. Estaba cerca de Madrid.

Se han acercado a la estructura. La extraña floración metálica de las columnas y los aisladores destaca como una masa de luces y brillos contra el fondo negro del embalse, del que sólo se ve una franja por encima de la presa. Los altos transformadores, de formas vegetales y minerales a la vez, están en el centro de aquel bosque de árboles pintados de purpurina, unidos entre sí por rectas ramas de metal y por las lianas de los cables eléctricos. Alejándose de la estructura, salen las líneas de alta tensión. Martín oye ya su persistente chisporroteo, incomprensible para él, y una sensación de respeto, casi de temor, le empieza a llenar.

—Va a ver algo curioso —le dice Andrés.

—Desde que llegué, no he parado de ver cosas curiosas —dice el maestro—. Ayer fue un día que no olvidaré así como así.

—Sí —dice Andrés—, un día inolvidable. Para mí también. Me reí mucho y tuve muchas ganas de llorar y gritar. En ciertos momentos sentí rabia. Y luego, lo de la noche. Es inconcebible. ¿Le gustó su pueblo?

—Estoy aún bajo la impresión de anoche. No puede usted imaginarse lo que fue. Jamás creí que pudiera existir tanto atraso en nuestro país. Son prehistóricos, hombres primitivos, sin ninguna noción civilizada… Lo del crimen es una prueba de que son incapaces de concebir siquiera la idea de justicia…

—No estoy de acuerdo —dice Andrés. Caminan, acercándose al resplandor—, ¿sabe usted dónde vi a ese hombre que nos ha abierto por primera vez? Ya le conté ayer lo de las sopas «espurriadas y las bolitas negras», pues bien, ese hombre era uno de los que se levantaron detrás de una cortina, como llaman ellos a las tapias o cercas, con las manos llenas de piedras, dispuestas a lanzárnoslas, y con una mirada muy distinta, créame, de la que tiene ahora, después de unos años de trabajo en la central. ¿La justicia?, dice usted. Y yo le digo que sí, que estos hombres son culpables de un crimen espantoso. Pero ¿quién es el culpable de que ellos sean culpables? Fíjese: no es un juego de palabras. Su asesinato no es más que una forma primitiva de justicia, es una pena de muerte ejecutada colectivamente. Al fin y al cabo, casi es más limpio; son todos responsables, del mismo modo que fueron todos perjudicados y ofendidos. No hay tanta diferencia entre nuestros juicios y condenas y lo que esos campesinos hicieron. Simplemente, un problema de tiempo. Ellos se han quedado detenidos en formas de vida muy antigua; nosotros hemos seguido avanzando. Nada más. Y a veces, nuestras concepciones no son más que la degeneración de las suyas, y, sin embargo, las consideramos superiores.

Andrés se ha detenido. Están ahora los dos quietos bajo la noche, pendientes, sin saberlo, de cualquier pequeño ruido de la tierra, iluminados sus rostros por la luz que viene de la estructura.

—Es usted un ingeniero extraño. —El maestro vuelve a andar.

—No crea, sencillamente es que estoy empezando a serlo. No sé si sabrá, bueno, claro que no lo sabe, que yo estudié la carrera un poco a disgusto al principio. Ya sabe, la imposición del padre que quiere que su hijo estudie algo «práctico»… Pero luego, poco a poco, fui encontrando algo que me gustaba, sin dejar de molestarme del todo. Era una especie de indecisión, no sé; me gustaba y me disgustaba al mismo tiempo. Limitaba mucho mis aspiraciones mentales.

—Ya le comprendo —dice Martín.

Han llegado ante la estructura. La luz eléctrica baña sus cuerpos completamente. Delante de ellos, una cuerda atada de columna a columna sostiene, en el centro de su comba, la placa de aluminio con el cartel PELIGRO DE MUERTE y la calavera con las dos tibias cruzadas.

—Usted sabe, descubrí pronto, al terminar la carrera con el número uno de mi promoción, que había entrado en una especie de aristocracia. Nada de carrera «práctica», en el verdadero sentido de esta palabra. Una vida artificial, hueca, y un lento olvido de los conocimientos adquiridos. Eso era todo. Firmas y más firmas. Siempre había alguien que hacía las cosas. Alguien como Lobo, por ejemplo, o como Ramos, que murió cuando lo del túnel.

Andrés se detiene un segundo ante la cuerda, pensando en algo intensamente, y, en seguida, la levanta haciendo oscilar la placa de aluminio.

—Pero ¿no es peligro de muerte? —pregunta el maestro.

—No, no se preocupe —ríe Andrés—. A mí me conocen. El dios de la electricidad me es propicio. Es una simple precaución, innecesaria la mayor parte de las veces.

Había hablado mientras se agachaba para pasar bajo la cuerda que mantenía en alto con una mano. Ahora es Martín el que pasa. Así, dentro de la estructura, rodeados de columnas purpurinas, de aisladores brillantes, y aparatos de formas exactas, rígidas, los dos hombres parecen seres irreales, pertenecientes a un mundo distinto del que los rodea. Viene de lo alto un continuo chisporroteo. Los transformadores suenan sordamente, con un ruido mental y denso que se mezcla al olor a aceite y a pintura. Entre los hombres y las estrellas están las barras de alta tensión.

—Si usted saltara hacia una de esas barras, claro está, con ciertas condiciones del aire, podría saltarle un arco voltaico y caer electrocutado —dice Andrés—. En el supuesto de que usted salte bastante. ¿Qué le parece?

Andrés mira atentamente el techo de barras y cables.

—Aquí no se ve bien, da la luna —dice—. Venga conmigo.

Recorren varios metros entre los árboles metálicos, sin que Andrés deje de mirar hacia arriba.

—Aquí se ve mejor. Venga, venga.

Atrae al maestro y le hace mirar hacia los cables. Martín se queda asombrado.

—¿Ése es el chisporroteo?

—Sí, por lo menos parte del chisporroteo.

Han callado. Miran los dos hombres hacia arriba, donde los cables, gruesos casi como muñecas de un niño, dejan escapar minúsculos chorros de una intensa luz violeta, como si fueran tuberías con infinitos escapes de agua. En toda su longitud, los cables están rodeados por este halo de chispas violetas, salpicadas por otras más pequeñas, rojizas y amarillas. Los chorros de luz se desprenden del cable con fuerza y mueren en la noche, después de un casi instantáneo recorrido de uno o dos centímetros.

—Es asombroso —dice Martín.

Más arriba, detrás, están las estrellas, fijas, como paralizadas también por el asombro; se oye la respiración de los dos hombres, el ruido de los transformadores, y, más lejos, el gran ruido de la central. Brillan los aisladores, salpicados por los reflejos de los pequeños focos que iluminan la estructura. Andrés mira al maestro, sonriendo, divertido de su asombro.

—Es simplemente una pérdida de electricidad que pasa del cable conductor al aire, que ya sabe que es también conductor. Se llama «efecto corona». A veces se ve mucho más todavía.

El maestro sigue con la mirada fija en un cable, casi magnetizado por el chisporroteo violeta que lo rodea. Su cuerpo está iluminado directamente por uno de los focos.

—No creí que en una central eléctrica hubiera cosas así —dice el maestro, dejando de mirar hacia arriba—, ¿cómo dice que se llama? «Efecto» ¿qué?

—«Efecto corona» —dice Andrés. Ríe otra vez—. Le ha sorprendido, ¿eh?

—Mucho. Es algo mágico, misterioso.

—Y, sin embargo, perfectamente conocido y dominado por el hombre. Aunque es casi imposible evitarlo del todo. Venga por aquí.

Se alejan hacia uno de los transformadores. Se iluminan y oscurecen sus cuerpos al pasar por zonas de luz y de sombra. Están ya en el centro de la estructura, rodeados por los ruidos y la luz y el extraño chisporroteo de los cables.

—Éste es un transformador trifásico. —Andrés le hace una explicación técnica del aparato, contesta a sus preguntas, casi todas llenas de la ingenuidad propia del profano, y se alejan después los dos de la alta silueta rematada por las porcelanas cónicas. Por uno de los pasillos del ordenado bosque de metal, van unos raíles entre los que hay un foso de cemento prolongado. Andrés le explica su uso en los transportes de transformadores dentro de la estructura, algunos de los cuales llegan a pesar cincuenta toneladas.

—Vamos a salir por el otro lado y nos asomaremos sobre la central, en el fondo del valle. Ya verá.

Cruzan varios pasillos perpendiculares, que separan las bancadas de cemento donde se asientan los aparatos, y, por fin, llegan al límite de la estructura, cerrado por otra cuerda y otra placa de aluminio. Andrés le ayuda a pasar y le dirige hacia el borde del valle, de donde sube el gran ruido. Andan unos veinte metros con sus sombras delante, creciéndoles a cada paso.

—Yo he estado ya en varios pueblos —dice el maestro—. En uno de ellos inauguraron la luz eléctrica estando yo allí. ¿Sabe lo que pasó? Allí no fue como aquí, que los campesinos no han pagado nada. Allí tuvieron que pagar entre todos el tendido, desde la línea general más próxima, y las instalaciones necesarias, una caseta blanca con un aparato…

—Sí, un transformador.

—… y, claro, el tendido dentro del pueblo y las casas. Los campesinos dieron el dinero, porque el alcalde se lo pidió y a él se lo había dicho el gobernador… Ya sabe… ¡Ah, no!, ahora me acuerdo, la empresa había pagado la mitad de los gastos… Bueno, pues cuando ya estaba dada la luz al pueblo sólo se apuntaron diez casas… Decían que era mucho eso de tener que pagar todos los meses por la luz. Y el alcalde, esto es lo peor, pensaba igual. A las empresas, cuando tienen que pagar ellas todo el cobre y las cosas, no les compensa. Y los campesinos no quieren otra luz que los candiles. Me decía aquel alcalde que para qué la querían, si se levantaban y acostaban con el sol. Y no me vaya usted a decir que para leer. A las empresas no les compensa si sólo van a apuntarse diez casas. Así pasa lo que pasa, que hay muchos pueblos sin luz en nuestro país. Bueno, y sin agua, y sin teléfono, y sin ferrocarril. Hay pueblos por los que no pasa un camino que los una con otro.

—Desde luego —dijo Andrés. Se habían detenido otra vez, cerca ya del borde del valle—. Es muy triste. Y hay gente a quien le parece bello, o yo qué sé, todo esto. Sería preferible menos «belleza», menos «tipismo». Pero no crea que todo se resolvería dando luz eléctrica a esos pueblos.

—No, si no se podría, a no ser que se les obligara a pagar a ellos mismos el cable y los postes y todo lo que haga falta.

—No es ésa la solución. La solución debe ser más profunda y general. Tener luz puede no significar nada. No se le da la luz a un pueblo sólo con hacer llegar a él la electricidad y con instalar bombillas e interruptores en todas las casas. Piense lo que pasó anoche en Nueva Aldeaseca. Necesitan también interruptores dentro del cerebro. Necesitan ser hombres del siglo XX, ¿comprende?

—Yo confieso que aún no he llegado a comprender la razón de este atraso, de esta miseria… —dice el maestro.

Han avanzado unos metros y ahora ya están al borde mismo de la ladera del valle. En el fondo está la mancha blanca de la «casa de máquinas», y a su lado la estructura pequeña. Sus luces se reflejan en las aguas que las rodean y en la parte baja de la presa. Martín hace ascender sus ojos resbalando por el paredón de cemento, casi vertical, hasta dejarlos mirando horizontalmente hacia el embalse.

—Esa presa está hecha de cemento armado y cuerpos humanos —dice Andrés.

—¿Cuerpos humanos?

—Que yo sepa, dos hombres murieron aprisionados entre el cemento y allí se quedaron. El ritmo del trabajo era tan rápido que sus cadáveres no podían sacarse del cemento. Los dos eran obreros, uno de ellos de Nueva Aldeaseca, el pueblo que se está quedando vacío, su pueblo… ¿Se enteró usted ayer de que se están marchando muchos hombres? Les hundieron su verdadero pueblo y sus verdaderas tierras, y a cambio les dieron trabajo en la presa. Pero el trabajo ha durado ocho años y ya no tienen pueblo ni tierras. El pueblo blanco que les construimos no les vale, no es el «suyo». Y las tierras son incultivables. Pero, a cambio de esta situación, ya lo vio ayer, les hemos dado luz eléctrica y unas cuantas condecoraciones. Y encima nos permitimos encarcelarles por lo que nosotros consideramos, con arreglo a nuestras leyes y a nuestra idea de la justicia, un espantoso crimen. No sé, pero me parece que esto no es exactamente la civilización. Falta algo. Dese cuenta: a las empresas no les vale, porque no la saben usar. Falta algo, desde luego, o algo está mal.

La presa brilla con la luna oblicua. Por la ladera, cerca de donde ellos están, suben los cables, montados en columnas especiales, hasta la estructura alta. El gran ruido llena todo el valle, ascendiendo hacia el cielo, y extendiéndose por los campos. La masa gigantesca de agua duerme tranquila o dominada, sin que se note su furor, reprimido por aquella obra lograda por la inmensa solidaridad de las manos de más de mil hombres durante ocho años.

—¿Qué le parece?

Martín está callado, con la mirada fija en el agua, que se aleja entre las orillas, cada vez más altas, más hundidas cada vez en la noche. Tarda en contestar y, antes de hacerlo, vuelve a mirar al fondo, dejando resbalar otra vez sus ojos por la presa. Sólo cuando los tiene en las luces de la «casa de máquinas» y la estructura, se vuelve hacia Andrés.

—Falta algo, sí —dice. Lo ha dicho como si no se dirigiera a nadie, pensándolo; luego—: Es grandioso. Y este ruido es como un himno.

—Yo lo he pensado muchas veces también. Oyéndolo, mirando esta obra del hombre, se siente algo muy alegre en la sangre y se tienen ganas de vivir… y… no sé. ¿Comprende? Hace poco empecé a ser ingeniero de verdad. Lo que quisiera es encontrar la posibilidad de serlo. Nuestro país necesita menos firmas y más proyectos que se realicen en seguida.

Durante varios minutos, continúan mirando en silencio la hondonada, su fondo de luz, el brillo alto de la presa. Durante varios minutos, oyen dentro de sus cerebros el himno de las máquinas creadoras de energía, algo atronador que aclara sus ideas y da velocidad a su sangre. Durante varios minutos, contemplan, bajo la luz de la luna, la gran tumba de cemento de los dos obreros, el mayor mausoleo dedicado a dos trabajadores. Durante varios minutos, permanecen allí, estremecidos, dejando entrar en sus oídos el chisporroteo de los cables. Durante varios minutos, piensan en el mundo y en los hombres, en el país antiguo donde viven, inundando de alegría la tristeza de haber nacido en él, sintiéndose seguros de que la alegría romperá la presa e inundará todos los valles y se extenderá sobre todos los campos, llegando a las ciudades para hacerlas más blancas. Pero el agua no. El agua permanecerá represada y los hombres usarán su furor convertido en luz durante muchos siglos. Andrés levanta el cuello de su gabardina y se vuelve. Martín aún mira unos segundos hacia la central. Luego se vuelve también, y los dos caminan hacia la salida. No hablan ya hasta que se encuentran ante la puerta de verjas.

—¡Higinio! —grita Andrés.

Se oyen pasos. El ruido de un llavero se va acercando a ellos. Higinio aparece al otro lado de la puerta.

—¿Qué, ya terminaron? —Está abriendo.

Luego, Higinio cierra con la misma serie de ruidos metálicos. Los dos hombres están esperando a que el guarda se vuelva hacia ellos.

—Bueno, Higinio, hasta que nos volvamos a ver —dice Andrés.

Higinio, después de guardar el llavero en el bolsillo del mono que lleva debajo de la cazadora, levanta la cabeza sorprendido.

—¿Cómo es eso, señor Ruiz? —dice—, ¿se marcha usted?

—Sí, voy al nuevo Salto —dice Andrés—, mañana salgo.

—Eso no me lo había dicho usted —el maestro está apoyado en las rejas de la puerta. Se queda mirando cómo el ingeniero da la mano a Higinio, oye, sin, comprenderlas, las frases que pronuncia, y después, él mismo le da la mano al guarda. Se alejan ya de la puerta. Higinio los mira.

—Ha sido muy interesante —dice Martín—, me agrada haberme encontrado con un ingeniero.

—Yo estoy muy contento de haberle conocido, de saber que existen ustedes. —Luego se queda pensando—. Necesitaba conocer a un maestro.

Se alejan los dos hombres, dejando a su espalda el ruido de la central, las luces de la estructura, la potencia del agua represada. La mano de Higinio los ha dejado encerrados detrás de la puerta de hierro. Sobre las tapias, pasan sólo dos cables que se alejan en la noche, llenos de luz.