XXVI

El viejo autocar dobló la última curva y enfiló la entrada del poblado. Se oyó el cambio de velocidad, el embrague raspando, y el motor pareció detenerse un momento, como si no pudiera con la carta. En seguida, un nuevo tirón devolvió la velocidad anterior, y comenzó el descenso hacia el Salto. A la derecha quedó el cuartel de la guardia civil. Ruiz miró la garita, enfrente de la cual estaba el centinela de puerta, sentado sobre un poyo de piedra. Por primera vez se dio cuenta de que había llegado al Salto. Se pasó la mano por la frente, estiró del cuello de la camisa, e hizo un movimiento hacia adelante, como si fuera a levantarse.

—Hemos llegado —le dijo el maestro.

—A usted le queda aún un kilómetro hasta Nueva Aldeaseca —dijo Ruiz.

—Sí. No sabe lo impaciente que estoy.

Frenó el autocar. Ruiz vio alzarse a todas las cabezas que ocupaban los asientos de delante. Algunos levantaron las manos hacia paquetes o cestas. Otros estaban ya asomados a las ventanillas. Una mujer luchaba con dos gallinas atadas por las patas. Había empezado el rumor de los saludos, los gritos de los recién llegados y los que los esperaban, los sonoros besos en la mejilla de las mujeres.

Allí estaba ella. Andrés sintió algo en el pecho, un latido irregular que le llegó hasta la cabeza y las piernas. Había visto antes que otra cosa su sonrisa, aquella claridad recordada tanto tiempo como una luz en el centro del rostro. Luego, la sonrisa quedó concretada sobre la boca y, en torno a la boca, surgió el resto de la cara de Charito. Le dio por la ventanilla su maletín de viaje, sintiendo, al hacerlo, el roce de sus manos. Se las apretó un momento, el maletín detenido en el aire entre las cuatro manos.

—¿Qué tal?

El maestro había bajado ya. Ruiz avanzó entre los asientos, esperó a que saltase a tierra la mujer de las gallinas, y se encontró abrazando un cuerpo blando, que se apretaba a él con una ansiedad reprimida durante meses.

—Me pilló de sorpresa tu telegrama. No me dijiste nada en la última carta.

Rió nerviosamente, mirándole.

—No, es que no lo sabía. Fue de pronto… —Se detuvo y la miró a los ojos. Ella los bajó—. Me harté, ¿sabes? El médico quería retenerme aún un mes más, pero yo estaba curado del todo y quería verte, antes de que te marcharas.

Ella sonrió.

—¿De quién es esta maleta? —El ayudante del conductor, desde el techo del autocar, estaba de pie, algo encogido hacia adelante, sujetando una maleta al borde del mismo. Volvió a gritar—: ¡Esta maleta!…

—¿No es la suya? —dijo el maestro. Andrés soltó las manos de Charito.

—¿Eh?, sí gracias… Oiga, oiga… Aquí…

El ayudante se limpió el sudor de la frente en el antebrazo y se la tendió, con desgana.

—Ahí va.

Ruiz la dejó en el suelo, junto al maletín, y se volvió hacia el maestro.

—Muchas gracias —le dijo—. Es mi novia… El señor Martín, que viene de maestro a Nueva Aldeaseca.

Sonrieron al darse las manos, permaneciendo después unos segundos de silencio, hasta que Charito indicó con un gesto la sombra del pabellón. Ruiz se agachó y cogió el maletín y la maleta. Avanzaron unos pasos hasta encontrarse los tres bajo la sombra, contemplando a los viajeros y a sus familiares, que luchaban por llevarles los bultos del equipaje. En el banco de piedra, un grupo de mujeres esperaba el reparto del correo.

—¿Tienes que coger alguna carta? —preguntó Andrés.

—No, no creo. Podemos irnos. ¿Usted no viene?

El maestro contestó afirmativamente, con duda en la voz. Señaló las dos gruesas maletas que traía.

—Aún tengo un paquetón de libros. Supongo que lo traerán mañana o pasado mañana —dijo.

Ruiz tocó las maletas del maestro.

—¿Están cerradas? —El maestro asintió—. Entonces las dejaremos aquí… y ya enviaremos por ellas. Hoy come usted conmigo. ¿Puede quedarse?

Ruiz arregló lo de las maletas con Teo, que le saludó respetuosamente, iniciando una reverencia. Teo trasladó las tres maletas al interior.

—No, el maletín me lo llevo —dijo Ruiz.

Teo volvió a su trabajo de ordenación de la correspondencia, notando ya la sequedad que todos los mediodías le empujaba irresistiblemente hacia la taberna.

Bajaban los tres un poco detrás del grupo de viajeros, mirando sin hablar sus siluetas inclinadas hacia los lados por el peso de maletas y cestas. Ruiz miró a lo lejos, por encima de los tejados de los pabellones, hasta dejar sus ojos, un momento, en el horizonte rocoso. Vio los tres árboles que recordaba y bajó la mirada hasta donde estaba la presa. No se veía aún. El edificio de la Dirección despedía humo por su chimenea. Se volvió al maestro.

—Éste es el Salto. ¿Qué le parece?

—Hombre, veo pabellones y pabellones nada más. Muy ordenados, desde luego. Es la influencia de la técnica, supongo. ¿Qué edificio es ése?

Charito y Ruiz miraron en la dirección señalada por el maestro con la cabeza.

—Es la Dirección, donde están las oficinas de jefatura y administración, las viviendas del ingeniero jefe y el administrador. También residen ahí los invitados que vienen, se celebran banquetes…, ya sabe.

—Sí —dijo el maestro.

Sonaba bajo sus pies la grava de la carretera, un crujido rítmico, pequeño, que llegaba a hacerse obsesionante en las pausas silenciosas. El ruido de los alternadores resonaban en el interior de la cabeza del visitante, como una continuación del ruido del motor durante el viaje.

—No sé cómo pueden vivir con este ruido. Es más fuerte de lo que yo creía —dijo.

Charito rió. Pasó un camión hacia arriba, levantando una nube de polvo, botando con estrépito su caja vacía.

—Ya se acostumbrará. Al principio a todo el mundo le pasa igual —se volvió hacia Andrés—. Nos vamos mañana, ¿sabes? Papá se marchó hace una semana al nuevo Salto. Mira, la tienda de Corazonsanto vacía: se marchó ayer. Creo que ha puesto una tienda estupenda en Bilbao con lo que nos ha robado a todos. Y el Periodista y el Tío Sólido… Todos se han ido ya. Ese camión debe de ser el que va por los alimentos. Quedamos ya muy pocos.

Habían llegado a la altura de los primeros pabellones. Ventanas sin visillos, puertas abiertas, papeles tirados en el suelo, cestas rotas, trozos de cristal… Las calles tenían cubierto el suelo de restos de vida, se notaba el abandono en cada esquina, en cada tabla de las paredes, más grises ahora que cuando servían de refugio. La desolación de todo había hecho más triste el ruido enorme de la central, como si encontrara una mayor resonancia en las casas vacías. Andrés sintió un estremecimiento y miró a Charito.

—Sí, ya lo veo.

—Está mañana salió una caravana, mañana sale otra… Son camiones que pone la empresa. Nosotros nos vamos a unir a una… Es más seguro el viaje.

El maestro miraba todo en silencio, perdida ya la sonrisa que tenía cuando bajó del autocar. La desolación de los primeros pabellones, el ruido de los alternadores, las tiendas vacías, todo lo que veía le impresionaba de un modo especial. Se sentía como si llegara a un sitio cuando la vida acababa de dejarlo.

—¿Se oye en Nueva Aldeaseca este ruido? —preguntó a Charito.

—Sí, pero no tanto. Ya verá, en unos días se acostumbrará. No se preocupe… Se oye a no sé cuántos kilómetros.

Sintió miedo. De pronto, se arrepintió de haber tomado la decisión por la que se encontraba destinado a Nueva Aldeaseca, un pueblo que jamás había tenido escuela. Sólo sabía de él que el antiguo pueblo había quedado debajo del agua y que antes de que se empezara la construcción de la presa, permanecía en un estado casi prehistórico. Sabía también lo del crimen, uno de esos crímenes colectivos, característicos de ciertas zonas rurales del país. El maestro no ignoraba el significado de estos hechos. Recordó luego la central, sus catástrofes, de las que se había enterado por la prensa, la extraña coincidencia de la más grande con la implantación de la «semana inglesa», los enterramientos en camiones… Tuvo la sensación de haber entrado en un lugar mítico, sometido a una encrucijada de fuerzas contrarias en lucha violenta. La naturaleza, la técnica y los hombres, víctimas y verdugos a la vez, dos clases de hombres que se ignoraban más de lo que una especie animal puede ignorar a otra. Al llegar a la altura de la explanada, descubrió el embalse, como una amenaza dominada por la presa. Estremeciéndose, miró al ingeniero. Siguieron descendiendo por la carretera hacia la residencia de ingenieros solteros. Charito se despidió y ellos entraron en el pabellón de madera, montado con cierto lujo.

Martín, durante la comida, preguntó a Ruiz datos técnicos sobre la central y su desarrollo. Comían solos. La mayor parte de los residentes se habían marchado ya del Salto. Casi todas las mesas estaban sin manteles, y, sobre las sillas, había apilados servilletas, platos y cubiertos, preparado todo ya para la marcha inmediata.

Después de comer, Charito y su madre, ayudadas por Chuchín y Vitorina, continuaron embalando los muebles y guardando la ropa. Dos obreros iban bajando las cosas por la pequeña escalera de madera, hasta formar, junto a la entrada, un montón de armarios, somieres, mesillas…

—Esta noche tiene que estar todo en el camión —decía la madre, y daba órdenes con la seguridad de quien no es la primera vez que dirige una operación semejante. Todos iban y venían, sonaban los martillos manejados por los obreros o las mujeres, y los muebles iban quedando envueltos por telas o por jaulas hechas de listones de madera… Chuchín gozaba en aquellos momentos porque encontraba pequeñas cosas que jamás había visto en la casa: restos de abanicos, piezas de los apliques de las cortinas, tuercas, botones de cuero…

—¡Dios mío! —decía la madre de vez en cuando—. Toda la vida igual.

Y clavaba el listón cerrando el embalaje que protegería la luna del tocador de su cuarto.

—Déjeme eso a mí, señora —dijo un obrero.

—A buenas horas; ya está —reía ella.

El obrero se marchaba y, un momento después, desde la ventana del comedor que daba a la calle, ella dirigía la bajada del armario de luna por la escalera. El obrero de delante, agachado, lo llevaba sobre su espalda ayudándose con las manos; el de detrás, casi metido debajo del armario, miraba por los lados cuidando de que no rozara con la barandilla. Ella, desde arriba, asomada a la ventana, les decía si debían echarlo a la izquierda o a la derecha, cómo debían cogerlo, cuándo debían torcer para no tropezar con la barandilla. Charito, en el suelo del comedor, enrollaba un colchón, dentro del cual y envueltas en mantas, iban la loza y las cosas de cristal. Chuchín estaba sentado junto a un estuche de sombreros, donde se guardaban los dos o tres que tenía la madre de las bodas a las que había asistido y de la suya propia. El niño se puso una pluma entre la nariz y la boca, y riéndose por las cosquillas que le producían, llamó a Charito.

—¡Charito, Charito, mira! —La voz le salió deformada. El esfuerzo para sujetar la pluma le impedía mover libremente los labios.

Charito rió primero y luego le dijo que dejara las cosas en su sitio y que se pusiera a ayudarlos, en vez de hacerles perder el tiempo. Vitorina le quitó el sombrero de la mano.

—¡Tonta! —gritó, y al hacerlo se le cayó el bigote.

La madre estaba mirando el armario, ya en la calle, sobresaliendo de los demás muebles amontonados. Se reflejaba con su luna la tierra, los papeles del suelo, la luz turbia del otoño. Fue ese reflejo o, simplemente, el hecho de ver el armario de su alcoba en medio de la calle, lo que la puso triste. Era la tristeza anterior a todos los viajes, el antiguo cansancio de la mujer que ha llevado muebles e hijos por carreteras y caminos, en camiones y carros, siguiendo al hombre, que se adelantaba siempre a ella para no perder ni un día de trabajo y ganar el dinero con el que se compraban esos muebles y se alimentaban los hijos.

—¿Se ha preocupado de las cuerdas? —preguntó a uno de los obreros, que subía por la escalera—. En el último viaje se nos rompió una y casi nos quedamos sin muebles.

—No se preocupe, luego iremos al almacén. Ya me lo dijo su marido.

«Estará ya allí. ¿Cómo será el nuevo Salto? Otro pozo, otro lugar de ruidos y catástrofes… Y otros siete años…», pensó. Charito la llamó.

—Mamá, ¿dónde ponemos los trajes?

—Hija, tengo que estar en todo… ¿Está lleno el baúl?

—Sí —dijo Charito.

La madre avanzó hacia la mesa y levantó un vestido blanco. «Me lo puse en el bautizo de la niña», recordó.

—¿Y el armario?

—Sí, mamá, ¿no te acuerdas?

«Sí, sí, lo llené yo misma. Qué cabeza tengo…».

—¿Qué bajamos ahora, señora? —preguntó un obrero desde la puerta.

—Ese baúl —señaló. Luego, hacia Charito—: En el armario pequeño cabe aún algo; los envuelves en sábanas y mantas y los metes uno encima de otro.

Le dolía la cabeza. El ruido de la central le parecía más fuerte que otros días. Miró hacia la ventana, sin visillos ya, y oyó la vibración de los cristales, igual que el día de su llegada. «No sirvió para nada la masilla que le pusimos… Se habrá caído con el calor o qué sé yo». Hasta ese día no lo había notado. El primer año, y aún el segundo, no se oyó, pero luego, poco a poco, la masilla había ido cayendo, sin que nadie se diera cuenta de que los cristales comenzaban a vibrar de nuevo, primero levemente, y luego cada vez más fuerte, hasta este último día en que su vibración era como el quejido de la casa por el abandono en que iba a quedarse. Las paredes sin fotografías, sin calendarios, las ventanas sin visillos, los rincones sin muebles. Sólo la mesa, en el centro del comedor, rodeada de cosas por el suelo, mantas, maletas, paquetes, bolsas… El ruido de la central entraba por la puerta y las ventanas, por las rendijas y a través de las paredes de madera, encontrando un eco mayor, una resonancia sorda que llegaba hasta el último rincón de la cabeza y vibraba allí. Charito sintió tristeza también. Significaba una separación todo aquello, casi el mismo día en que había sido vencida la anterior. Comprendía a su madre, su peregrinaje detrás del marido, el dolor de dejar atrás las casas vacías, llenas de vida, para llegar a otras casas vacías que se irían llenando de vida y muebles también, de ese imperceptible olor amoroso que dejan los hombres en las habitaciones que ocupan durante años. Otras casas que abandonarían también y quedarían vacías y llenas de vida, quizá a costa de irse quedando ellos, los seres humanos, lentamente sin vida, desgastada por las carreteras y en las casas con olor a pintura. Se comprendía a sí misma Charito, y sentía ganas de llorar de impotencia. Su juventud y su amor querían golpear, gritar, hace algo violento que cambiara las circunstancias de su existencia.

—Andrés, Andrés…

—Sí, tonta, no te preocupes. Ya verás. Es como si hubiera nacido de nuevo, como si fuera otro hombre.

—Pero mañana nos separamos.

—Tengo que quedarme aquí, tengo que hablar con jefatura, quizá vaya a Madrid o a otro Salto… Ya veré. Nos reuniremos pronto.

—Escríbeme y dame la dirección de donde estés.

—Claro, tonta, no te preocupes.

—No, Andrés, no…

—¿Por qué no?

—Andrés, Andrés… Chuchín, ¿qué haces ahí?

Chuchín salió de su escondite de la escalera y empezó a subirla de prisa. Andrés rió sin hacer ruido.

—¿A qué hora salís?

—No sé, lo más temprano. Después de cenar vendrán a decirnos la hora.

—¿Cuántos camiones van?

—Creo que siete, fíjate, con los muebles y todo. No, no…

—¿Por qué no?

—Andrés…

—Sí.

—¿Qué hora es?

Le cogió la mano al decirlo y se separó de él. Miró desde muy cerca el reloj, sin descubrir otra cosa que una blancura redonda sobre la muñeca de él.

—Déjame a mí.

Andrés acercó a sus ojos el reloj. Logró distinguir turbiamente algunas manchas oscuras.

—No lo veo —dijo.

—¿Y para qué queremos saber la hora? —dijo ella, riendo y besándole—. Sí, tengo que irme. Mamá estará esperándome. Hemos estado toda la tarde preparando la ropa y los muebles, y aún quedan cosas por hacer.

Se iluminó la oscuridad en la que estaban, junto a la escalera. Un coche subía por la carretera.

—¡Qué jaleo de coches hay hoy! Toda la tarde igual.

Se acercó el ruido del motor y los focos dejaron de iluminarlos.

—Llevamos dos o tres días así, desde que se marchó papá casi.

—Pero ¿por qué?

—Primero que si la inauguración de la central, luego que si la visita de no sé qué personajes, y esta noche, que van a darle la luz eléctrica a Nueva Aldeaseca. Me parece que viene un ministro y todo.

—Sí, es verdad, me lo dijo alguien cuando venía.

—¡Ah!, y el banquete que hubo, ¿no te enteraste? Y la bendición.

—Charito —se oyó en lo alto de la escalera.

—Voy, mamá. An…

Un silencio.

—… drées… Qué bru…

Otro silencio.

—… to eres. Estáte quieto, por favor.

Él rió.

Ella fingía estar seria, pero, de pronto, empezó a reír también. Rieron los dos, mirándose.

—Charito.

—¿Qué?

—Nada.

La estaba mirando a los ojos. Permanecieron abrazados hasta que oyeron pasos en lo alto de la escalera.

—Vendré mañana a despedirte.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

—¿Qué bajabas a hacer tú?

Cogió a Chuchín de un brazo y le hizo subir con ella. Andrés la estaba mirando.

Oyó la puerta. No pudo marcharse hasta oír aquel ruido que tantas veces había recordado durante su ausencia. Empezó a andar, despacio, notando cómo le corría la sangre por las venas, especialmente en las sienes y el cuello.

En la noche del Salto, notó la falta de muchas luces conocidas. La mayor parte de los pabellones y hotelitos tenían sus ventanas apagadas. Era extenso el silencio sobre la oscuridad, parecía llegar como una capa hasta el horizonte, cubriendo la hondonada del Salto, aislándola del exterior, de las llanuras vastas por las que se llegaba a las montañas y a las ciudades. Andrés pensó en los años pasados en aquel «pozo» —se sorprendió de usar también eta palabra para designar el Salto—. Llegó a la altura de la explanada y divisó ya las luces de la estructura alta. Pero no estaba el farol del pequeño mercado.

—Caramba, señor Ruiz —oyó a su lado—, cuánto me alegro.

Era Patricio, el hombre que servía para todo. Andrés se alegró de encontrarse con aquel hombre, empezaba a sentirse demasiado solo andando por la carretera, entre las masas oscuras de los pabellones, en los que sólo alguna luz, de vez en cuando, brillaba, aumentando la impresión desolada que producía todo el Salto. Le saludó con amabilidad, con esa torpeza de las personas que se han dado cuenta de lo inútiles que son las primeras frases de saludo.

—¿Qué hace ahora?

Patricio rió secamente.

—No se lo creerá usted. Me he dedicado a la organización de banquetes, dirijo personalmente a los cocineros, me encargo de los vinos de honor… Ha sido una semanita de aúpa.

—El día que te dediques a una sola cosa, ¿eh Patricio?, vas a ser un genio.

—Pero, señor Ruiz, si yo no tengo la culpa. Todo el mundo me llama. A propósito y antes de nada, ¿está usted ya… bien? —Patricio recalcó la última palabra.

—Sí, perfectamente, completamente curado.

—Eso es lo importante —dijo Patricio—. Vaya, cuánto me alegro. Ya me habían dicho este mediodía que había usted venido. Pero, con los jaleos que tenemos, no le había visto.

—¿Lo de Nueva Aldeaseca? —preguntó Andrés.

Estaban detenidos junto al pequeño quiosco del Periodista, ahora abandonado.

—Hoy se iba a inaugurar la luz en Nueva Aldeaseca, sí, pero ya no se inaugura. No sé lo que ha pasado que lo han retrasado para mañana.

Notó Andrés entonces el ruido de los alternadores con más fuerza en su cerebro. La falta de costumbre y el abandono del poblado, se lo hacían parecer más intenso. Fue como si lo oyera en ese momento por primera vez, como si de pronto le hubiera penetrado por un oído el zumbido de un insecto y el insecto mismo estuviera volando ahora por el interior de su cerebro, rozando con las alas todos sus pensamientos y sensaciones. Abajo, junto a los focos del puente que pasaba sobre la presa se veía el cuadrilátero de luces de la estructura alta, destacado contra la mancha negra que señalaba el hueco del valle. Patricio se había quedado mirando también la presa y estaba a su lado, como magnetizado por las luces y el ruido que ascendía del fondo negro.

—¿Quién lo iba a decir? Funcionando ya sola, sin un hombre…

Andrés le miró. Le pareció ver en sus ojos una sombra de emoción.

—Ocho años —murmuró otra vez.

Era también emocionada su voz. Andrés sonrió.

—Eres un sentimental, Patricio —le dijo—. Emocionarse con una central eléctrica.

—¿Por qué no? La he visto nacer, he trabajado con mis manos para que crezca, he visto morir muchos hombres en ella… y, además, este ruido, esas luces, ahí abajo. Créame, es algo especial.

Andrés sentía lo mismo. No pudo apartar de su cerebro el recuerdo de las víctimas. Sintió frío y orgullo.

—¿Qué piensas hacer ahora?

Patricio encogió los hombros. Seguía mirando hacia la central.

—No sé. ¿Usted cree que podría vivir en una ciudad, sin este ruido? El señor Lobo me dijo que debía ir al nuevo Salto de la Empresa.

Permanecieron unos minutos mirando las luces de la estructura, otra vez sugestionados por ellas y el ruido. Luego, Andrés dio un golpe en el hombro a Patricio.

—Bueno, hombre, bueno. —Pensó: «Y lo único que ha hecho es trabajar en el almacén, vender, y todo lo que nadie sabía hacer»—. ¿Quieres cenar?

Patricio se estremeció rompiendo su estatismo.

—Gracias, que aproveche —dijo, y se detuvo. Luego—: ¿A cuánta gente le llegará esta luz?

El ruido de los alternadores siguió llenando la noche. Un grillo lo acompañaba.