XXIV

Lobo estaba de pie frente a la caseta del transformador, donde trabajaban todavía el montador y el obrero. Pasaban cerca los burros y los mulos que traían agua en cántaras desde el embalse. Los chasquidos de lengua de los campesinos se mezclaban a los ruidos del martillo y el destornillador.

—¿Ha comprobado las fases? —dijo Lobo.

Agachado, el obrero volvió la cabeza y, con una tuerca entre los dientes, pronunció confusamente «sí», a la vez que movía la cabeza.

—Se hizo ayer —dijo el montador—. La línea está ya lista también.

—A ver si podemos dar esta misma noche la luz. Bueno, no a ver si podemos, sino que la tenemos que dar… Mañana hay que seguir con el grupo quinto, hasta que lo terminemos. —Lobo se agachó para mirar más de cerca el trabajo del obrero—. Déjalo así, ya está bien.

Desde que llegaron, los estaban mirando aquellas mujeres, rodeadas de niños con los ojos muy abiertos, silenciosas. Sonreían cuando las miraban, cambiando, al mismo tiempo, los ojos con una timidez salvaje y soltando una risa corta, extraña, sin significado.

—Es como si nos estuvieran mirando animales —dijo el montador—. Pobre gente.

Miró Lobo a los niños, delgados, curtidos por el sol, casi todos con el vientre hinchado y el pecho plano. Los ojos de algunos estaban como sucios de no habérselos lavado en muchos días. Un instante, estuvo tratando de entrar en aquella vida y comprenderla, pero pronto volvió a ocuparse del trabajo.

Al atardecer, vieron venir un coche pequeño por el camino de los carros. Desapareció detrás de las primeras casas y no pudieron ver dónde se detuvo. Les extrañó que no viniera nadie a donde ellos estaban. Debía de ser un coche de la CEDE. Media hora después, pasaron dos campesinos jóvenes. Iban alegres, echando el humo de sus cigarrillos con fuerza.

—Fuman «rubio» —dijo el montador.

—Sí, es raro.

Estaban sentados en la sombra de la caseta. Habían terminado ya el trabajo y todo estaba preparado para dar la luz. Pero prefirieron esperar a que fuera de noche, para poder apreciar el efecto de ver encenderse todas las bombillas del pueblo al mismo tiempo.

—¿Estarán dados todos los interruptores? —Lobo se emocionó pensándolo.

—Sí —dijo Higinio—. Esta mañana los fui mirando yo todos, uno por uno.

—No crea que, si no, los campesinos se iban a atrever así como así a darlos —dijo el montador—; les tienen miedo, como si fuera algo malo.

—Ya, ya lo sé —rió Lobo—, a mi criada no la hemos logrado convencer para que los utilice. En cuanto se queda sola, enciende el candil que se trajo del pueblo. Claro que es de Aldeaseca.

Higinio se sonrojó. La sombra era ya tres veces más larga que la caseta.

—No te enfades, hombre —rió otra vez Lobo—. Pero es que es verdad, sois los más atrasados de esta parte. Pero tú eres ya una excepción.

—Todavía estoy intrigado con esos campesinos —dijo el montador.

Lobo le miró con cansancio desde la piedra donde se había sentado. Se oyó el paso cercano de otro asno, el ruido del agua en las cántaras y el chasquido del campesino arreando al animal. Vio a Higinio recogiendo las herramientas, agachado. Estaba enrollando el cable sobrante, ayudándose con el antebrazo, con movimientos rápidos y seguros. Lobo estuvo fijándose en sus manos.

—¿Qué tal te arreglas con esas manos? —le preguntó.

Higinio se detuvo y examinó su mano derecha. Luego se la mostró a Lobo.

—Bien, ya me voy acostumbrando. La izquierda es la que me ha quedado peor, pero me hace menos falta.

Sujetó el cable con la derecha y le enseñó la otra. Lobo vio una mano grande, sin las últimas articulaciones en dos dedos. Cuando terminó de enrollar el cable, Higinio hizo intención de guardarlo en la caja de herramientas.

—Deja fuera eso —dijo Lobo—. Pero notarás algo raro, ¿no?

—Sí, los primeros días, sobre todo. Me parecía que no podía coger nada, se me caía todo. Tenía como miedo a tocar las cosas.

—Menuda la debiste pasar —dijo el montador—. ¿Sabe lo que le digo? Que se lo tienen que haber dado los del coche, usted sabe que ellos no fuman rubio y menos en su pueblo…

Lobo rió.

—Vaya obsesión la suya —le dijo—. Creí que hablaba de otra cosa. ¿Qué más da? Ahora vienen muchos periodistas por aquí, habrá venido alguno y ya sabe. Esa gente da tabaco a todo el mundo.

Lobo estuvo mirando las casas blancas, iguales, del pueblo recién construido por la CEDE. Detrás, casi hasta el horizonte, las colinas de piedra, los matorrales aislados, los cardos. Sobre ellos y el paisaje, el canto de las chicharras, tan semejante al ruido de un interruptor con una conexión falsa. Higinio había terminado de recoger las herramientas y el material. Se levantó, y fue hacia Lobo, limpiándose las manos en los costados del mono azul.

—Tú empezaste de peón, ¿no? —le dijo Lobo.

Él se quedó de pie ante él, como esperando algo.

—Sí, señor —le dijo.

—Siéntate por ahí, hombre. En el Salto ha debido de tocar la sirena hace un rato.

Aparecieron dos hombres entre las casas blancas. Llevaba uno sombrero de fieltro y traje gris, con una elegancia que a lo lejos se adivinó ya extraña a aquel sitio, incluso al Salto. Una cartera de cuero se sostenía entre el brazo y el cuerpo, descuidadamente. Al otro le colgaba de un hombro una máquina fotográfica con flash, y un estuche de cuero. También llevaba sombrero.

—Esos deben de ser los del coche —dijo el montador.

—Sí —dijo Lobo—, ¿no se lo dije? Periodistas, seguramente.

El sol se había puesto. Se oían más fuerte las chicharras. Al grupo de mujeres y niños que los rodeaban se empezaban a unir los hombres que regresaban de trabajar en el Salto y los que iban dando por terminado el acarreo de agua desde el embalse. Sabían todos que aquella noche tendrían por primera vez luz eléctrica, y asistían al acto de cerrar el interruptor como a un espectáculo. Muchos se sentaban en las peñas, sobre la ladera suave de la colina donde estaba la caseta del transformador. Más allá de ellos se veía el pueblo entero, defendiendo la blancura de sus casas contra el crepúsculo y la noche.

Venían subiendo los dos hombres, sorteando a los campesinos y obreros sentados en el suelo, sin dejar de mirar hacia los tres hombres que estaban junto a la caseta blanca, que apenas proyectaba ya sombra.

—Buenas tardes —dijeron, casi al mismo tiempo, y aún recorrieran varios metros antes de llegar a donde ellos estaban. Se quitó el sombrero uno de ellos y lo sostuvo con la misma mano con que sujetaba la cartera. Su compañero descolgó la cámara fotográfica, el flash, y el pequeño estuche de cuero. Se quitó el sombrero también, teniendo ya en la mano libre un pañuelo doblado que se pasó por la frente—. Soy periodista. Me llamo Francisco Pozo, de El Adelanto. Ustedes son los técnicos de la CEDE, si no me equivoco. Mi compañero, Luis Gonzaga, «repórter» gráfico.

Se saludaron.

—Perdóneme —dijo el montador, enseñándoles las manos, sucias todavía del trabajo—. Miren mis manos…

—Sí, no se preocupe —sonrió el periodista, dándole la mano a Lobo—, Por favor, sigan sentados.

Se sentaron los cuatro en las piedras. Higinio había permanecido de pie, apartado de ellos, y allí se quedó ahora, mirándolos, sin poder evitar la curiosidad por la primera cámara fotográfica que veía a tan corta distancia. Lobo estaba un poco confundido por la excesiva cortesía de los periodistas. Los miró despacio, mientras ellos contemplaban a los campesinos.

—Espero que no les molestará que tiremos algunas placas del momento. —El reportero había vuelto la cabeza bruscamente hacia Lobo. Dio una palmada sobre la cámara y sonrió, sin esperar la respuesta.

—No faltaba más. —Lobo usó una frase escogida, de alta cortesía, que sólo empleaba en los momentos en que se sentía obligado a ser muy amable—. Una «kodak», ¿no? ¿Me permite?

Lobo tendió la mano hacia la cámara. Sin una palabra, se la alcanzó el reportero. Lobo comenzó a examinarla despacio, con la morosidad del entendido. Sólo un par de veces tocó la corona del objetivo, mirando las muescas que la graduaban. Higinio se había colocado junto a él. Estaba inclinado, absorto, siguiendo cada movimiento de las manos de Lobo, con sus ojos y su boca abiertos.

—Es curioso —habló el reportero dirigiéndose a su compañeros—. Todos esos campesinos, ahí sentados…, están esperando a que usted dé la luz, ¿no?…

Lobo notó que la última frase era para él por un movimiento de cabeza del reportero.

—Sí, eso creo —dijo.

—Señor Lobo. —Higinio llevaba un buen rato deseando hablar—. Señor Lobo, esto, ¿esto para qué sirve? ¿Es para hacer retratos, como los que hay en el «cuadro» de la central?

—Parecen adoradores de algo, fieles a un rito, y nosotros somos los sacerdotes. —Hablaba el reportero con su compañero, olvidado de los otros hombres. Miró hacia atrás, y luego continuó—: Esta caseta es la acrópolis del pueblo, el templo, el ara sagrada… Es curioso, sí, ahí sentados, en la ladera, ¿no te parece? Ya tienes tema.

Rió, antes de acabar de hablar, con una carcajada corta y sonora, casi explosiva.

Lobo no había dejado de hablar, explicándole a Higinio la utilidad de la cámara.

—¿Una reacción química? —Higinio había entendido muy poco de la explicación—. Pero hace retratos, ¿no?

—Sí, hombre, ¿no te lo están explicando? —le dijo el montador—. Es muy sencillo. Claro que tú no sabes nada de esto.

Entonces, la noche venció la blancura del pueblo. Sólo quedaron algunas manchas menos oscuras donde habían estado las casas. Desde la caseta, se notó el avance definitivo de la oscuridad, la instauración de un silencio distinto al del día, más denso, formado por ruidos más continuos y débiles. Las chicharras habían callado. Ahora se oía el canto cortado del grillo, sobre el silencio y los hombres. La ladera estaba ocupada por los habitantes del pueblo: parecían estar todos, incluso los ancianos y niños. Con la oscuridad, vino también un rumor de conversaciones, de risas broncas, de cuerpos acomodándose entre las piedras. Era una masa anónima, estaban allí confundidos con la noche, formando una sola cosa con la noche que oscurecía sus casas. Un niño lloró en los brazos de alguna madre. Durante unos segundos, sólo se oyó su llanto obstinado, un ruido humano rebelándose contra el oscuro silencio de la hora. Junto a la caseta, se veían tres puntos de luz. Lobo se levantó.

—Higinio —llamó.

Higinio tiró su cigarrillo, y sólo quedaron dos puntos de luz sobre la colina. El reportero gráfico dejó entre los labios su cigarrillo y comenzó a preparar la cámara y el flash. El periodista guardó la libreta en la que había estado apuntando los datos que Lobo le daba contestando a sus preguntas.

—Yo creo que debemos darla ya —dijo Lobo.

El montador tiró su cigarrillo y no quedó entonces más que un punto de luz sobre la colina. Lobo se detuvo delante de la puerta de la caseta. Higinio estaba a su derecha, espiando cada uno de sus movimientos, dispuesto a obedecer sus órdenes.

—La linterna —oyó. La tenía en la mano.

El reportero tiró su cigarrillo, y en la colina no hubo ya ningún punto de luz.

Higinio empujó con el pulgar el resorte de la linterna, y un cono de luz blanca descubrió, en el interior de la caseta, el interruptor, sus piezas de cobre rojizo, el brillo negro del mango para accionarlo, la chapa de baquelita pulimentada que lo sostenía. Se oyó aumentar, detrás, el rumor humano, la expectación primitiva de los campesinos, y la sorpresa, el asombro ante aquella luz pequeña con la que se iniciaba la ceremonia. El montador se acercó a Lobo, que le estaba llamando con la mano.

—Se comprobó ya la línea, ¿no?

—Sí, señor Lobo, esta tarde a primera hora —dijo.

Estaban los tres de espaldas a los campesinos, Lobo en medio, e inclinados un poco hacia el interior de la caseta. Se volvió Lobo y, casi al mismo tiempo, se volvieron el montador e Higinio. Miraron al pueblo, callado, oscuro, hundido en la gran masa negra. Un estremecimiento los unió instantáneamente a la espera impaciente de los campesinos, a su terror y a su ignorancia ante aquel acto incomprensible, extraño, al que asistían. Lobo recordó, de pronto, algo, y algo se le aclaró en el cerebro. Fue la visión de dos cuerpos violáceos, retorcidos, caídos uno sobre otro, palabras dichas por alguien, por Pedro, sí, por aquel chico, aquella vez, cuando se le acercó: «Darán luz a mi pueblo, ¿no?». Recordaba Lobo cosas pasadas, hechos irremediables y dolorosos de su propia vida, del largo e ininterrumpido trabajo que era ya su vida, y supo, por unos instantes, el sentido de ella, o, por lo menos, sintió que era una compensación poder ser la mano que cerrara aquel interruptor.

Pero Lobo, avergonzado un poco de su emoción, de los recuerdos que habían afluido tan densamente, se volvió de nuevo hacia el transformador. El reportero estaba enfocándole con su cámara. Lobo hacía esfuerzos para evitar la emoción, pero se emocionaba cada vez más. Era tonto aquello que le pasaba. Bruscamente, se acercó al interruptor. Higinio y el montador estaban a ambos lados de él. Notó el frío del mango en la mano, la presión de sus músculos, y empujó con fuerza hacia adelante. Aun a pesar de la luz de la linterna, se vieron los chispazos violeta en las clavijas.

Se había cerrado el circuito.

Casi en el mismo instante, se oyó el fogonazo del flash. Después, tras un denso silencio de pocos segundos, se alzó un rumor de voces entrecortadas. Se volvieron hacia el pueblo. Una masa blanca y brillante estaba en medio de la oscuridad. Por las ventanas de las casas salía una luz quieta, un blancor que había resucitado la blancura de las paredes, adornándolas con las pequeñas sombras intensas de los ángulos, las esquinas, los trozos de casas que se proyectaban sobre las más próximas. El pueblo estaba iluminado. Tenía luz. En cada casa había una cápsula de cristal, con filamentos finísimos, incandescentes, que vertía la posibilidad de ver las formas y los colores cuando la naturaleza la negaba. Los campesinos se habían puesto de pie y miraban, asombrados, el resplandor de sus hogares. Volvieron a quedar en silencio por unos segundos, en los que sólo se oyó alguna voz de niño queriendo saber la razón de aquel prodigio. Se había callado de pronto el niño que estaba llorando, como si el nacimiento de la luz en el pueblo fuera lo que estaba pidiendo con la obstinación de su llanto. Fue cuando Lobo, sonriente, se dejaba fotografiar en una postura rígida, con cierta altanería que no era suya, sino de las circunstancias por las que se veía convertido en el centro y ejecutor de lo que para los campesinos tenía el carácter de milagro. Fue entonces.

Sonó de nuevo el flash.

—Esos imbéciles lo han debido de olvidar —dijo el periodista. El reportero giró el carrete—. Se habrán emborrachado con el dinero que les di y se habrán fumado la cajetilla… Cochinos paletos.

El periodista esperaba la foto espectacular: el hombre que ha dado la luz a un pueblo, llevado a hombros por sus habitantes. Esperaba la foto del momento, que él había previsto con unas cuantas pesetas y un paquete de tabaco dado a cinco campesinos a cambio de que cogieran a Lobo a hombros.

—No vienen. —Estaba indignado.

—Podríamos decírselo a otros —dijo el reportero.

—Es tarde, es tarde ya —gritó, casi oyéndole Lobo y sus compañeros—. Esta gente es suspicaz, no les gusta que los engañen… Hubiera salido a pedir de boca.

Fue entonces. Los campesinos, paralizados por el asombro hasta ese momento, empezaron a hablar, a gritar, se oyeron risas. Un anciano lloraba, se le agitaban los hombros y el pecho de llanto y alegría. Las mujeres apretaban a los hijos y ellas eran abrazadas por los hombres, maridos, hijos, hermanos. Lloraba y reía la masa anónima, de pie, en la ladera, mirando el pueblo lleno de luz blanca por primera vez, se estremecía compacta, y una alegría nueva y blanca como la luz iba naciendo en sus oscuros cuerpos de campesinos analfabetos. Una alegría nueva, pero no distinta, esencialmente, de la alegría por la lluvia escasa, por la siembra realizada, por la cosecha densa que mueve el viento como una cabellera corta, verde, joven y dispuesta al sacrificio. Era la alegría del hombre que ve crecer algo y lo atribuye a su trabajo y a su dolor: una planta, la luz, un hijo. Era más: era la alegría del hombre venciendo a la naturaleza, a alguna oscuridad del mundo. En ellos era asombro y llanto y risa y necesidad de apretar los cuerpos queridos.

Varios campesinos jóvenes, espontáneamente, habían elevado a Lobo sobre sus hombros y le llevaban ya, gritando, colina abajo hacia el pueblo. El periodista y el reportero luchaban por detenerse un momento en medio del río humano para fotografiar la escena que ellos no habían podido comprar. Todos los campesinos descendían ya, en una masa compacta, gritando y empujándose. Al llegar a la calle central del pueblo, los hombres se apretaron más, hasta que nadie pudo mover un pie sin esperar a que lo moviera el de delante. Lobo iba hacia el centro, sobre las cabezas de todos, riente, lleno de turbación. Había vuelto a su juventud, a la necesidad de triunfo de los veinte años, cuando creía en un mundo en el que el trabajo y la honradez serían recompensados y, quizá, glorificados. Como un niño, iba mirando a los lados, viendo las puertas abiertas por las que se escapaba la luz, formando franjas de cabezas iluminadas. Los hombres y mujeres reconocían sus casas al pasar y se quedaban en ellas. Higinio entró en una de las primeras. Delante de sus dueños apagó y encendió la luz varias veces con su mano incompleta. Después de mucho insistir, casi obligándolo, logró que el campesino y su mujer se atrevieran a girar el interruptor. Luz, oscuridad. La mano dura del hombre la daba y quitaba a voluntad. El campesino encendió la luz por quinta vez, miró a su mujer, y empezó a reír. Tenía miedo aún, le parecía demasiado extraño y peligroso aquello de tocar el pequeño aparato de la pared en el que tanto poder parecía estar encerrado. Oscuridad, luz.

—¡Luisa, Luisa, mira! —gritaba. Y giraba el interruptor, la habitación se volvía a llenar de luz, y lloraba y reía, abrazando a su mujer.

Probó ella otra vez. Luz, oscuridad. Oscuridad, luz. Dos giros de la mano.

—¡Dios mío, Señor! —dijo—. Esto es cosa del demonio.

Y rió también. El niño palmoteo, rió imitando al hombre desde la espalda de la madre.

La masa de campesinos había llegado a la plaza. Llegó menguada, porque muchos se habían ido quedando en sus casas. El reportero pudo entonces hacer la fotografía que deseaba el periodista. Aún se oían gritos, cubiertos por otros más apagados, que salían de las casas por las puertas y ventanas abierta. Muchas ventanas se oscurecían e iluminaban con intervalos de segundos, como en un guiño de todo el pueblo, alegre como un niño. Aquello de encender y apagar la luz girando el interruptor se había convertido en un juego que se contagiaban unos a otros. Todos querían probar, se empujaban para alcanzar el interruptor y, después de hacerlo, estallaban en risas y exclamaciones.

Bajaron a Lobo y, poco a poco, no fue quedando nadie en la plaza. Higinio y el montador miraban en silencio las casas inquietas, blancas, de las que salía el rumor de la admiración todavía.

—Había que convencerlos, muchos tenían miedo —dijo Higinio. Rió—. Como si les fuera a pasar algo por darle a un interruptor. Yo también tenía miedo, hace unos años… Qué cosas…

Rió otra vez.

La noche era sin luna. Lobo respiró profundamente y sintió el aire dentro de los pulmones, un placer lento que le disolvía el nudo de emoción que se notaba en la garganta. Expulsó en seguida el aire, con un ruido ligero, casi suspirando. Tenía algo muy alegre en el pecho. Miró las casas.

—Es tarde —dijo.

Pero no se movió. Las casas de Piedrablanca resplandecían, y su resplandor parecía llegar hasta el cielo, inundando a la vez la tierra seca, sin labrar apenas, y los horizontes borrados por la noche.