Subió el agua hasta que el embalse estuvo casi lleno de nuevo. El Salto pareció recuperar algo importante, como si el valle lleno nuevamente fuera una compensación a la catástrofe y a la muerte. Otra vez empezó el «gran ruido», según se fueron poniendo en funcionamiento los alternadores que se reparaban. Se ensordecieron los huecos atemorizados de los cerebros, más atemorizados que nunca. El ruido los llenó y ya no hubo lugar en ellos para el miedo. Habían pasado semanas enloquecidos, huyendo detrás de un periódico o una novela o una emisión de radio del peligro, obsesivamente sentido en cada acto, en cada momento y de la renacida sensación de encerramiento en el «pozo». Más que nunca se usaba el apelativo de «pozo» para el Salto, pero ahora estaba confirmado por el embalse vacío tanto tiempo. Casi todos los empleados del Salto que tenían radio, estaban acostumbrados a ponerla fuerte, como Lobo, por una necesidad de no oírse a sí mismo.
Venía el otoño, el último otoño que muchos pasarían en el Salto. Las fiestas de fin de año ya no las celebrarían en él. Pero quedaban aún algunos meses, que iban a ser los peores. Había llegado al límite la resistencia de muchos. Las mujeres, cada día, tenían más propensión a la histeria, a las discusiones violentas con el marido o entre ellas mismas. Al principio, pareció calmarlas un poco el clamor de la central, que se reanudó varios meses después de la catástrofe, cuando estuvo otra vez embalsada suficiente cantidad de agua.
Entonces fue cuando María dio a luz. Nació Maricarmen, el cuarto hijo del matrimonio Lobo. El bautizo se celebró con menos animación de la que hubiera habido en otras fechas. María, Charito y Vitorina estuvieron haciendo churros desde las siete de la mañana, con un aparato que habían pedido prestado. Chuchín disimulaba, procurando comerse los que podía sin que lo notaran. Vistieron a la niña con un traje blanco y una capita bordada encima. Vitorina se quedó, mientras tanto, rallando el chocolate. Fueron a la iglesia del Salto, y luego regresaron al pabellón de la familia Lobo, donde estaba preparado ya el desayuno a base de chocolate, churros y pasteles, para todos los invitados. Todo esto ocurrió doce días después del parto, pero María estaba otra vez de pie, con buen color, llena de la energía melancólica que la caracterizaba.
Se marcharon las primeras familias, adelantándose a los hombres, que irían luego, uno o dos meses más tarde, cuando el trabajo estuviera terminado. La automatización estaba a punto de finalizarse, y pronto se realizarían las primeras pruebas. Entonces, gran número de empleados y obreros se irían a un nuevo Salto de la empresa, en otro punto alejado de España. Muchos obreros habían sido despedidos, y estaban de nuevo en las aldeas, reintegrados al trabajo de la tierra, al cuidado de los animales, a la casa de adobes en el fondo del corral. En los pueblos sumergidos y reconstruidos por la empresa, los campesinos se vieron obligados a cultivar tierras nuevas, compradas para ellos como compensación por las que habían perdido. Pero no eran «sus tierras», las tierras en cuya elección y trabajo habían participado los antepasados y los siglos, una generación detrás de otra, realizando pruebas, cambios y descubrimientos insignificantes que se proyectaban sobre las futuras como un acervo enorme de observaciones y conocimientos mínimos, por los que los campesinos de hoy sabían que sus tierras eran sólo «sus tierras», y sentían dolor al perderlas. Las nuevas poseían la dureza de toda la comarca, su esterilidad invencible; estaban cubiertas de pedruscos y agrietadas por la falta de agua. Kilómetros de extensión ocupaban las rocas, amontonadas, formando cuevas, y, sólo de vez en cuando, algún claro donde quedaban frente a frente el cielo y la tierra parda. Sólo los lagartos y las culebras vivían allí. Los campesinos habían sido empujados hacia el río por este paisaje hostil y la falta de lluvia. Ahora, la central los había arrojado del valle, obligándoles a volver cerca de las rocas y la tierra agrietada, imposible de cultivar, salvo en pequeños espacios. Se encontraron de pronto sin ganado, vendido la mayor parte cuando se fueron a trabajar a la presa. De todas formas, no habrían encontrado pastos, a no ser llevando el ganado varias leguas río arriba. Pero las mujeres, mientras los hombres estaban en la central, no podían abandonar el pueblo, debían atender a la comida, al niño, a los pocos cerdos y gallinas que les habían quedado. Habían hecho bien en vender el ganado. Pero volvería de nuevo el antiguo terror al cielo y a la tierra, las miradas cansadas sobre el estiércol del camino, junto al mulo en el que tendrían que traer, más que antes, agua desde el embalse; iría creciendo en el pueblo blanco aquel olor sucio de siglos, y las paredes irían siendo cada vez menos blancas, hasta que, otra vez, las cocinas estuvieran llenas de moscas, zumbando en torno a mujeres y hombres encogidos, oscuros, como charcos sin agua, enlodados, donde cualquier germen de violencia y estupidez podría crecer. O se marcharían buscando trabajo, y llegarían a las ciudades para adherirse a ellas con sus costumbres primitivas, su ignorancia, sus necesidades y sus pequeñas casas construidas por ellos mismos en los alrededores. Habían sido obreros ocho o seis años y se veían, de pronto, despojados de lo que tuvieron mientras fueron campesinos y sin poder seguir en el nuevo trabajo y en la nueva vida. La automatización de la central adelantó el despido y lo hizo más numeroso. Sólo algunos campesinos, que habían logrado especializarse dejando de ser simples peones, continuarían trabajando para la empresa, que los trasladaría a un nuevo Salto, con sus familias, para dejar de ser campesinos definitivamente. Pero eran muy pocos.
La comarca entera comenzó su lucha contra la tierra. Les habían prometido que más adelante, terminada la central, serían construidos canales y acequias para el riego. Pero, aun así, la tierra no daría mucho. Los monos obreros fueron perdiendo las manchas de cemento y grasa, para adquirir, en su lugar, un color menos azul y más terroso. Los remiendos de pana empezaron a ganar superficie a la tela azul. La lucha iba a ser feroz. Otra vez el hombre contra la tierra.
Los ingenieros habían decidido inaugurar la luz eléctrica antes de Navidad en las cinco aldeas reconstruidas. La noticia fue recogida en todos los periódicos del país con grandes titulares: «Luz para las aldeas», «La electricidad llega a las aldeas», «El progreso avanza…». «Es loable —decía uno— el esfuerzo que están realizando los ingenieros y técnicos de la CEDE para que la luz eléctrica les sea dada a estas atrasadas aldeas antes de Navidad. Su propósito es, según nos dijo el señor Martínez, ingeniero jefe de la central, que estas Navidades sean las primeras en que los campesinos gocen de los adelantos de la técnica, para que así puedan conmemorar con más fervor y brillantez la fiesta del Nacimiento de Nuestro Señor». «Estamos contentos —nos dijo luego— de que sea la CEDE, precisamente, la empresa que haga dar al país este trascendental paso hacia delante. El hecho de que cinco aldeas, hasta ayer viviendo en el atraso, vayan a poder encender la luz dándole a un interruptor, en mi opinión, es un símbolo de lo que puede la civilización cuando se decide a redimir de la miseria a los pueblos. Como tal símbolo, la CEDE no escatimará gatos para celebrarlo mediante un acto apoteósico, que tendrá lugar en Nueva Aldeaseca, con asistencia de importantes autoridades».
En los periódicos de más difusión se publicaron entrevistas, reportajes, sobre la próxima inauguración. En uno de ellos, apareció un día una foto en la que se veía a Juan Lobo llevado a hombros por una masa de campesinos. Su pie decía: «Ha empezado la serie de inauguraciones de la luz eléctrica en las aldeas que rodean a la potente central de Aldeaseca. La técnica los arrojó de sus pueblos, que quedaron cubiertos por las aguas del embalse, pero les construyó otros nuevos, les dio nuevas tierras y ahora les da luz eléctrica. En nuestra foto, los campesinos de Piedrablanca expresando su agradecimiento a la empresa en la persona de uno de sus técnicos, que fue el encargado de cerrar el interruptor que iluminó, al mismo tiempo, todas las casas del pueblo».