XXII

—Ha sido un retraso tremendo —abarcó con los ojos la parte del edificio destruida, la huella brutal de la compuerta—, pero, en algún aspecto, puede ser beneficioso para la automatización. Se hará con menos trabas ahora.

Resonaban los ruidos del trabajo en el mediodía hueco, con un sol casi metálico. Un martillo golpeó tres veces. Luego, imprecisos, otros golpes más lejanos, más confundidos con el sopor de la hora de comer. Los albañiles producían un ruido seco al rascar con la paleta en los cubos de la masa. Comenzó a girar una hormigonera. Un obrero se irguió, abandonando la pala con la que había estado echando la grava, sacó un pañuelo sucio del bolsillo posterior del mono, y se secó el sudor de la frente. Miró a los dos visitantes.

—Es ventajoso este sistema de turnos. Así no queda detenido el trabajo ni a las horas de comer.

El visitante asintió. Elevó los ojos hacia lo alto de la presa.

—¿Qué hacen aquéllos? —Su pregunta se detuvo sólo unos segundos hacia los obreros que trabajaban en el andamio colgado hacia la mitad de la presa. Miró su reloj de oro en la muñeca y dejó caer el brazo. Desde hacía un rato notaba el estómago excesivamente vacío.

El ingeniero jefe sonrió. Se sintió satisfecho de poder informar al visitante de algo; era la primera vez que preguntaba.

—Trabajan en la compuerta definitiva. Eso es lo que más prisa corre. Tiene que estar antes de que se vuelva a llenar el embalse —dijo. Anduvo unos pasos hacía la central.

—Pero tan altos…

—Sí, por ahí pasan las varillas de mando; se puede controlar desde arriba, ¿comprende?

—Si no le molesta —dijo el hombre del traje oscuro, deteniéndole con la voz, cuando iba a volver a avanzar hacia la central—, prefiero regresar ya. Estoy cansado aún del viaje y ya me hago cargo de cómo van las obras.

La visita había empezado veinte minutos antes. Desde la explanada de la estructura, el miembro del Consejo de Administración e importante accionista de la CEDE, había escuchado las explicaciones del ingeniero jefe, mirándose los pantalones cada vez que pasaban cerca de algo con cemento o aceite de los transformadores. Asentía continuamente con la cabeza, miraba todo lo que el ingeniero jefe le señalaba, pero sin detener sus ojos en nada demasiado tiempo, y se alisaba el pelo de cuando en cuando. Pensó varias veces que no habría hecho falta venir hasta la misma central, permanecer un cuarto de hora bajo aquel sol agobiante y, precisamente, a la hora de comer. Hubiera sido igual de útil quedarse en la terraza de la Dirección y oír allí las explicaciones del ingeniero.

El ingeniero se volvió y se acercó a él.

—Al fin y al cabo —sonrió despacio, manteniendo la sonrisa en la boca como el humo de un cigarrillo, huyendo y retornando a cada movimiento de los labios—, el Consejo no tiene ni idea de cómo son las centrales y no le interesan los detalles.

Comenzó a andar hacia el elevador.

—Como usted quiera —dijo el ingeniero y le siguió. «Ya me imaginaba yo esto», pensó. Se puso al lado del representante del Consejo y, juntos, fueron hacia la base del elevador.

El obrero vio alejarse a los dos hombres, a los que había estado mirando desde que dejó la pala para limpiarse el sudor. Volvió a cogerla, se oyó el chirrido de su hoja de metal entrando en el montón de grava, y voló en seguida una paletada hacia la boca oscura de la hormigonera. Antes de llegar, la pala rechinó de nuevo.

—Por favor.

—No, no, por favor.

Los ligeros empujones, casi con la punta de los dedos sólo, para obligar al otro a entrar el primero en el coche. El chófer, rígido, esperando con una mano en la puerta. Entró detrás del ingeniero, murmurando aún, sin estar seguro de que fuera necesario: «No faltaba más». El coche negro arrancó. Quedó una nubecilla de polvo junto al borde del valle, que una momentánea brisa deshizo y se llevó en seguida.

—Ya ve los sudores que nos está costando. Trabajamos día y noche en algunos sitios.

—Sí, sí —dijo el otro—. Verdaderamente, verdaderamente.

—Tengo ganas de verlo todo terminado. No puede usted imaginarse lo que es esto, vivir aquí siempre… En fin, ya ve usted lo que es esto.

El coche llegó ante la Dirección. Salieron los dos hombres pasando entre la puerta y el conductor con la gorra en la mano.

—Los esperábamos con impaciencia —les dijo la señora del ingeniero—. Todos los invitados están ya presentes. Sólo faltaban ustedes para el banquete.

El comedor grande estaba preparado para el banquete que los ingenieros y altos empleados ofrecían al miembro del Consejo de Administración, venido en visita oficial como representante de todo el Consejo. Era importante su visita y debía quedar contento de ella.

Había empezado el banquete, cuando se oyó sobre todo el Salto la sirena que daba la entrada al nuevo turno. La señora del miembro del Consejo se asustó, dejó el tenedor en la mesa y se echó hacia atrás en su asiento. Ella sólo había oído las sirenas de las ambulancias en las calles de las ciudades, pero no creyó nunca que una simple sirena pudiera tener tanta potencia.

—Es la sirena de los obreros, para señalar el nuevo turno. Unos salen y otros entran —le explicó un joven ingeniero que estaba sentado junto a ella.

Se hablaba poco. Discusiones sobre el orden en que deben comerse la carne y el pescado, sobre los vinos más apropiados para cada plato, o, las señoras, sobre los vestidos o peinados de moda en la capital… Todos parecían tener un especial interés en no abordar temas del Salto, de «aquel horrible pozo donde vivían encerrados, asfixiándose», como decía la señora del ingeniero jefe. Resultaba poco elegante, en medio de personas dedicadas a comentar la película que vieron la última vez que estuvieron en Madrid —los hombres, la última «revista»—, las nuevas líneas del «metro», «lo grande que estaba Madrid».

—Están ampliando mucho por la Moncloa, por todo eso de la Ciudad Universitaria —dijo la señora del miembro del Consejo—. Está quedando precioso.

—El año pasado, cuando estuvimos nosotros, por cierto que nos ocurrió una cosa muy graciosa, porque…

Se trataba de volver a decir a las demás señoras del Salto que su marido y ella habían pasado un mes en uno de los mejores hoteles, yendo a los mejores cines y teatros, gastando mucho dinero…, tomando como pretexto el contar una común equivocación al tomar un autobús.

Llegó hasta el comedor el ruido de la explosión de una pega eléctrica. Un grito de la señora del miembro del Consejo hizo levantarse al joven ingeniero que estaba a su lado. Sobre la mesa, se notó la vibración del agua en las jarras y vasos.

—¿Se encuentra mal, señora?

La tocó levemente en el brazo. Su marido dijo «Luisa» y, luego, a los demás comensales: «Tiene los nervios deshechos y con estos ruidos… ¿Qué ha sido eso?». Él había pensado en una catástrofe, le había parecido demasiado grande la explosión oída para que no significara que la presa había sido arrollada por el agua, o algo así. Pero se contuvo y reprimió su gesto de temor, al ver que todos los que le rodeaban permanecían inmóviles, con los rostros impasibles, sin interrumpir el movimiento que estaban haciendo en el momento de la explosión: la mano hacia la boca llevando carne en el tenedor o el brazo extendido para alcanzar un nuevo trozo de pan. Pero, interiormente, no pudieron evitar un recuerdo estremecedor. La señora del miembro del Consejo despidió, con un gesto de la mano, al camarero que había venido para ayudarla, y con una sonrisa, al joven ingeniero, que volvió a sentarse a su lado.

Poco a poco, se restableció el ambiente anterior y surgieron otra vez las conversaciones.

Los hombres casi se limitaban a responder a las preguntas femeninas o de los superiores, con galantería o adulación. El ingeniero alemán era el único totalmente callado. El miembro del Consejo sonreía siempre que se lo permitía la comida que de vez en cuando se llevaba a la boca. Sus manos la preparaban antes cuidadosamente, como si no necesitaran de los ojos para saber por dónde debían cortar, pinchar, o cuándo debían elevar lentamente el tenedor hacia la boca, deteniéndole cerca del plato, en un gesto de atención hacia alguien. Después, acabadas las palabras, el tenedor continuaba elevándose, esta vez más rápidamente, casi solo, hasta depositar, con un leve giro, el trozo de carne entre los labios, imprescindiblemente separados. La contestación la iniciaba la cabeza, sin prisa, afirmando simultáneamente a la masticación, disimulada con elegancia. Entonces, la palabra ampliaba y explicaba el significado de aquel gesto.

—Sí, sí, verdaderamente. —Lo decía despacio también, sin dejar de acompañarse con el gesto, mucho más suave que antes. Las mujeres, y algunos hombres, observaban continuamente las maneras del miembro del Consejo, admirados de la elegancia de todos sus movimientos, por pequeños que fuesen.

Ahora se hablaba de la reforma de la central. Los hombres, poco capaces para sostener el tipo de conversación de las mujeres, tuvieron que tratar de temas de su trabajo. De vez en cuando, camareros con uniforme blanco se inclinaban entre los invitados para servir algo. Se oía alguna risa, nunca muy intensa, pequeños ruidos del tenedor contra el plato, del vaso contra la mesa o del vino cayendo sobre el cristal. Mañana se comentaría en todo el Salto lo que hoy se hablaba en el banquete. Noticias sobre el fin de las obras, ya próximo; sobre la inauguración total.

—El montaje eléctrico está prácticamente acabado —dijo un ingeniero—, sólo queda la parte de construcción y las compuertas. Bueno, aparte de lo de hacerla automática.

Las reparaciones de los destrozos causados por la reciente catástrofe se llevaban a un ritmo rápido. El miembro del Consejo se interesó por la automatización.

—Está montada ya, ¿no? —preguntó.

—Casi montada —rectificó el ingeniero alemán.

—De todas formas, está aún demasiado reciente la catástrofe. Podría perjudicar a la sociedad más de lo que ya le ha perjudicado. La inauguración debe adelantarse todo lo que se pueda. Mientras tanto, convendría hacer algo, algún acto que atrajera a la prensa… ¿comprenden? En el Consejo hemos hablado de esto. Ya sabrán que nuestras acciones tuvieron una baja peligrosa.

—¿Qué le parece?, pronto daremos la luz a varios pueblos cercanos —dijo el ingeniero jefe.

La señora del administrador roncó levemente, dos sillas más allá del miembro del Consejo: «Siempre haces lo mismo, podrías…».

El miembro del Consejo dijo algo.

—Desde luego —levantó la voz el administrador, volviendo la cabeza. «¿Qué habrá dicho?».

—No, no le decía a usted… Basta, tengo bastante —el camarero se retiró—. Decía que sería muy conveniente darle el máximo realce a esa inauguración en ese pueblo. ¿Es uno de esos que quedaron debajo del agua y que se reconstruyeron luego? Yo me encargaría de la asistencia de autoridades.

—Sí, sí, es uno de ésos. Pero se va a inaugurar también en otros. En esta comarca hay muchos con candiles. La central ha sido un beneficio extraordinario para estos pueblos.

—Sería un buen golpe —dijo el visitante. Luego, dirigiéndose al administrador—: Yo hablaré para arreglar el presupuesto con el presidente. Escojan un pueblo, en los otros no interesa. La sociedad sufrió un rudo golpe con aquella catástrofe porque, aunque puedan pensar otra cosa, su trabajo, con todas sus incidencias, repercute notablemente sobre el mundo de las finanzas. Son ustedes verdaderamente importantes. Vale la pena ese esfuerzo que hacen, trabajando día y noche, sin descanso.

Sonrió. Sonrieron el ingeniero jefe y los cinco ingenieros más próximos. Se oyó entonces algo como un arrastrar de metales arañándose y el ruido de un motor. Habían coincidido en una pausa todas las conversaciones y el ruido arañó el silencio, los manteles blancos, las sonrisas, turbó la superficie del agua en las jarras, terminando en un chirrido y en una vibración intensos.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó el miembro del Consejo.

—Trabajan aquí al lado, en la carretera. Será la excavadora: hace un ruido muy desagradable.

—Verdaderamente —dijo. Su esposa le miró—, ¿te has asustado?

—No, ya no —dijo ella.

—¿También en esa carretera tienen que trabajar a todas horas?

Alguien le explicó que la vieja fue construida provisionalmente, y el paso continuo de los camiones, la sequedad de la tierra y el viento la habían ido haciendo intransitable. En algunos trozos, debido al terreno poco firme, la carretera casi había desaparecido.

Era el postre ya. Los camareros recogían los platos con prisa, casi con miedo a que los invitados se quejaran de tenerlos vacíos delante de ellos demasiado tiempo.

—Son las tres y cinco. —El miembro del Consejo exageró un gesto de asombro—. Tengo que emprender el regreso antes de las cuatro. Verdaderamente, ha sido una visita muy interesante.

En la central, el segundo turno de obreros empezó a trabajar. Casi no se detuvieron los ruidos. Una pausa nada más, un silencio, aún lleno de trabajo anterior y ya empezado a romper por el nuevo trabajo. De nuevo, el martillo golpeó tres veces y se detuvo, de nuevo se oyeron golpes confundidos con el sol, más bajo ahora, pero denso todavía, cargado de sopor, y las paletas de los albañiles rascaron los cubos de la masa, y la hormigonera empezó a girar.

Un coche negro arrancó frente al edificio de la Dirección.