Domingo triste, la muerte de los dieciocho hombres gravitando sobre cada idea de distracción, de buscado olvido: poner la radio fuerte para compensar la falta de ruido de la central, ir a la taberna, al Casino —este domingo no habría baile ni cine—; visitar a los amigos, a los viejos amigos de trabajo, con los que resultaba difícil hablar, todos los temas estaban ya agotados —el del trabajo no era conveniente: recordaba demasiadas cosas demasiado recientes y demasiado tristes—; leer cerca de la estufa un periódico, un libro, una revista, una novela, siempre llenos de tragedias demasiado parecidas a la que acababan de sufrir…
—¿Cómo está la mujer de Buendía? —preguntó una criada en el mercado. Su señora le preguntaría después a ella. Patricio sólo oyó dos palabras, o lo que él creyó que eran dos palabras: «buen día». «Sí, sí, buen día», pensó. Más mujeres que otros domingos había aquél en el mercado.
El sábado había sido un día terrible. Nadie sabía aún bien lo ocurrido, nadie estaba seguro de conocer todos los detalles de la salvación de Higinio y del chico. Los nervios estuvieron durante las veinticuatro horas a punto de romperse, tensos como cables de acero.
—¿Cómo están el chico y el otro? —dijo alguien en la tienda. Corazonsanto pesó apresuradamente, y apresuradamente envolvió los novecientos ochenta y cinco gramos del kilo de harina. Le tendió a la mujer el paquete.
—Su kilo, señora —dijo.
—Debió de ser horrible —se oyó.
Ninguna atendía a las operaciones de pesar, de envolver, a aquel gesto de Corazonsanto, que casi era una reverencia, mientras decía «Su kilo, señora», sabiendo todas que no era un kilo y, entre cariñosa y burlonamente, pero perdonándoselo, desde luego, diciéndole: «Sí, sí, su kilo… menudo truhan que está hecho, Corazonsanto». Hoy no. Hoy era una necesidad distinta la que los obligaba a hablar. El silencio, el gran silencio que había sustituido al gran ruido de los alternadores, parecía tener la culpa de aquel desvaído aspecto de todos los rostros, de aquellas ojeras que denotaban el insomnio intermitente, el terror por la falta de ruido, a aquel vacío gris en que se había convertido el Salto, sólo ocupado por el redoble, más espaciado ya que la víspera, pero no menos intenso. Toda la noche sonaron los golpes de agua, los cristales y los cacharros de la cocina, el vaso sobre la mesilla, el sonajero del niño colgado de la cuna. Toda la noche, los hombres solos, los hombres con mujer e hijos, sintieron espanto, pero no hablaron de ello los que tenían compañera de sueño, sino que fingieron dormir, quizá al mismo tiempo que ella fingía dormir también. La oscuridad, casi olvidada en el Salto, había ido entrando con la tarde en todas las casas, en las calles, y sólo unas pobres velas lucharon contra ella en las cocinas y comedores. Aquel insulto al trabajo, aquella inevitable necesidad de usar las velas, precisamente ellos, que producían la luz eléctrica. Duró toda la noche el silencio pesado, partido de cuando en cuando por el redoble espantoso que parecía venir de la tierra, del inverso campanario del valle. La oscuridad fue más densa, tardó más en ser vencida por el día. Las velas lucharon contra ella inútilmente, derrotadas antes de haber sido encendidas. El hueco en las camas de los hombres que estaban río abajo, buscando los restos de las víctimas, y la obsesión de la muerte en el cerebro de sus mujeres, sin sueño y con terror. Los golpes, las campanadas («Toda la noche, debo haberlo oído mil veces»), el consuelo de no haberse convertido en viuda y el miedo de haberlo podido ser o de poderlo ser todavía.
Ojeras, cabezas sin peinar, preguntas angustiosas en el mercado, al día siguiente, domingo triste de la primera semana inglesa. Los niños del Salto no jugaron, la misa pareció más larga, como si todos rezaran con lentitud mayor, creando un ambiente pastoso de murmullos y miradas bajas. No hubo partida en el frontón. La taberna El Voltio permaneció vacía a la hora del aperitivo. Se supo que Higinio y el chico estaban bien. A Higinio le habían tenido que cortar las primeras articulaciones de varios dedos. Pasó así el domingo, con una tarde prolongada, lenta, vacía de todo carácter festivo, y ya fue lunes, sin que el silencio fuera menos pesado por ello ni los golpes del agua hubieran cesado.
El lunes fue una tristeza larga, caída sobre los pabellones, un paso del sol casi sin luz sobre los hombres, muchos de los cuales no fueron al trabajo, una espera angustiosa de noticias sobre la partida que buscaba los cadáveres, y el relevo, a media tarde, el peligro transmitido a los nuevos hombres. Llegaron coches de la ciudad con autoridades, con personajes tan importantes que nunca habían visitado el Salto. Periodistas también vinieron, escribieron en sus cuadernos, fotografiaron a Higinio, al chico, a la central, y regresaron, diciendo que les dolía la cabeza, a la ciudad.
Nació el martes. Se notaba ya el descenso de nivel en el embalse, una franja húmeda entre la línea de la superficie y el nivel anterior.
Continuaba la búsqueda de restos por el río. Se opinaba que algunos cadáveres estaban aprisionados en las cámaras subterráneas de la central. Era preciso esperar a que se vaciara el embalse y el nivel del agua descendiera. Se calculó que tardaría varias semanas en suceder esto. Día y noche, miércoles y noche, jueves y noche, buscando los cadáveres en las orillas. Se iban turnando los hombres. Vivían todos contra el silencio, contra el terror inconfesado o gritado. Aún se daban casos de mujeres que gritaban histéricamente. El miércoles, La Pinilla estuvo gritando dos horas, y como el pabellón donde vivía estaba en el centro del Salto, sus gritos llenaron los intervalos de pesado silencio entre cada dos golpes de ariete, más espaciados ya y más débiles. Con el descenso del nivel iba disminuyendo la presión y los golpes se oían ya sólo cada quince minutos.
«Si supieras cómo tengo los nervios»; «Tómate una aspirina»; «¿Te duele aún?»; «No sé qué me pasa…, y luego, para colmo, esa tía loca, gritando toda la tarde»; «Tenía que ir a verle, pero no estoy de humor»; «Déjale que no vaya al colegio…, quién sabe lo que puede pasar»; «No tengo ganas… Este Salto, oír un ruido es echarse a temblar»; «Os he dicho que no hagáis ruidos de explosiones… ¡Jugad a otra cosa!»; «No he hecho más que unas patatas… La verdad, después que ocurrió eso…»; «Menos mal que se empezaba la “semana inglesa” que si no…»; «No puedo ni leer el periódico…, y, además, que no sé…»; «No duermo, es que no puedo ni dormir…»; así, el Salto, las casas y las calles del Salto, se habían llenado de estas frases y de su tono, un tono gris que parecía teñir la atmósfera, y los hombres y mujeres que las decían se miraban unos a otros y se veían turbiamente a través del silencio obsesivo de la central y de sus propios ojos, velados por la inactividad a que la catástrofe había condenado a la mayoría de los hombres.
Era todo el poblado como un gran panal múltiple, a cuyas abejas les hubieran sido cortadas las alas, el dinamismo transparente de sus alas y, por tanto, su ir y venir, su inquietud, hasta su alegría, y el pequeño ruido de vivir y trabajar que era el aleteo colectivo, muerto ahora en todo el panal, sin ruido y sin miel. Aquella miel traída con esfuerzo, arrancada con astucia, sabiduría y tenacidad propias y heredadas de todas las generaciones anteriores, aquella miel que llenaba de resplandor amarillo todos los panales. Hermoso trabajo que no producía sólo para los que lo realizaban, sino también para otros, para muchos otros, lejanos, ignorantes del origen del resplandor amarillo, ignorantes de aquel aleteo, de aquel peligro constante de morir encerrado entre los pétalos de un valle o de ser arrollado por una miel furiosa, increada, salvaje, tronante, aún no amarilla, o de quedarse pegado para siempre a un hilo de miel, lleno de temor y fuego. Hermoso y horrible trabajo porque obligaba a acostumbrarse al ruido continuo y enorme, después de lo cual era imposible volver a gozar de los pequeños ruidos del mundo y del propio cerebro. El clamor embotaba el oído, los ojos, embotaba el cerebro hasta que uno se hacía «obrero» para siempre, padre de «obreros», aunque pudieran ascender de categoría profesional y social, mientras en el mundo, y hasta en el mismo panal, había «reinas» y «reproductores oficiales», y «guerreros», seres atrofiados para ciertas funciones y magníficamente especializados para otras gracias a que no necesitaban ocuparse de sus necesidades vitales.
«Llegaremos a ser abejas —dijo una vez Ruiz—, y, no vayan a creer, esa exactitud, esa asombrosa perfección con que resuelven el complicado problema de meter el mayor número de celdas en el menor espacio posible, ¿por qué ha de ser un instinto?, ¿por qué no puede ser el resultado de una prodigiosa y lenta especialización en una especie que gozaba de una inteligencia, de un espíritu o como quieran ustedes llamarlo, como el nuestro, quizá más grande, pero, por lo menos, capaz de resolver ese problema? Los años, los siglos, las eras, es decir, lo que para ellas sean años, siglos y eras, hicieron posible una especialización tan absoluta (uno sabe trabajar, otro reproducir, otro gobernar, otro quizá pensar, encargado probablemente de dirigir la construcción de los panales…); imagínense, piensen que desconocemos aún muchos detalles de su vida, y, por lo tanto, desconocemos los especialistas de una infinidad de actividades diminutas, internas; bueno, pues el tiempo ha hecho posible una especialización tan grande, tan absoluta, como dije antes, que nos hace confundirnos, creer que sólo es un instinto, cuando, muy probablemente, nosotros, los hombres, llegaremos, y estamos cerca ya, a un estado semejante: hoy ya somos todos “hombres planos”, sin sentido total de nada, con una enfermedad intelectual que se podría llamar “planitud”, o sea, ver todo desde el mismo plano, desde nuestra posición y nuestra mentalidad, sin relieves libres y variados». Nadie recordaría ahora estas palabras de Ruiz, su sorprendente modo de hablar y pensar. Aquel día, dos obreros y el periodista que había venido para hacer un reportaje sobre la central, tomaban vino con Ruiz en El Voltio. Andrés había sido encargado por el ingeniero jefe de acompañar al periodista por todo el Salto, enseñándole las instalaciones, y explicándole todo lo que necesitara para el reportaje. El periodista, después de la detenida visita a la central y al poblado, quiso tomar algo en aquella taberna de nombre tan curioso. Sin saber cómo, el periodista había empezado a hablar con los dos obreros que comían en una de las mesas de mármol, cercana a la que ellos ocupaban. Andrés estaba contento de haber encontrado una persona con la que podía hablar de sus ideas, de la nueva concepción que de las cosas le iba naciendo, sólo al contacto de las máquinas y del trabajo. Se sorprendió de que, entonces (hoy era jueves y la gente esperaba noticias de los muertos, comentaba lo de Higinio, lo del chico, pesaba el aire, se oía el redoble, ahora muy lento, una campanada cada veinte minutos, los camiones que iban y venían a la ciudad, una radio con un programa comercial sonando), el obrero que dijo que había venido de Bilbao, donde empezó a estudiar algo que tuvo que dejar apenas se enteró de qué trataba el primer texto de la primera asignatura («No había pasta, ¿sabe? Me puse a trabajar como un condenado»), fuera quien contestó a su discurso sobre las abejas. «No lo creo —dijo—. El hombre es el hombre». Estaba pensando ahora Andrés, en la terraza del sanatorio, desde donde veía la cordillera, nevada en algunas cumbres, la femenina y salvaje forma de los montes sobre los que caían nubes de un blanco brillante, un semen inmortal que sólo muere para que nazca otra cosa. «No significaba nada —pensó—, pero yo estaba hablando y hablando, y en mi cerebro había muchas ideas sin atar, a punto de adquirir significado». Tenía, sobre la manta que le cubría la parte inferior del cuerpo hasta más arriba de la cintura, varios periódicos y una carta de Charito, la más extraña carta de amor que él había recibido. Era amor, sí, amor a él, con un egoísmo que sólo podía ser sentido por una mujer. Un egoísmo hirviente, con tanta tensión e interés hacia él, que, al final, se le escapaba el amor hacia todo, un amor de calidad líquida, que se derrama sobre todo lo existente sin exigirle ningún cambio de forma, pero dándole su calor y hasta su quemadura. Charito (eran admirables su intuición y su poderosa sensibilidad, su acierto en los juicios afectivos que solía hacer de las cosas) le contaba todo lo que había ocurrido en el Salto los últimos días, y su protesta contra un cierto destino, su protesta personal, pequeña, se iba disolviendo en la protesta común de los hombres, no contra el destino, sino contra los hombres que lo han creado como justificación, y lo mantienen y lo predican. Charito le quería, le quería como compañero de vida, y protestaba de su enfermedad. Pero protestaba también de aquella catástrofe colectiva, de aquel paso atrás imprevisto. «¿Fue una suerte tu enfermedad? —se preguntaba—. Ya que, según me has garantizado, estás a punto de curártela para siempre, y, quién sabe si tú, con esa manía de trabajar (¡cómo le gustaba la palabra manía!) que tenéis papá y tú, habrías estado en la central». Dejó la carta. La había leído entera antes, y ahora buscaba párrafos y los releía, para poder mirar después el misterio blanco de las cumbres, la inmóvil actividad de las nubes, y ver en ellas su vida, la de ella y la de todos los hombres, este caminar sobre el tiempo de todos en el que pensaba tanto últimamente. Necesitaba, como punto de partida, algún párrafo de Charito, condimentado en seguida con el artículo, noticia o reportaje de uno de los periódicos que había mandado comprar para conocer al detalle la catástrofe del Salto de Aldeaseca. «Trágica catástrofe en la Central Eléctrica de Aldeaseca», «Dieciocho muertos al reventar una compuerta de la presa de Aldeaseca». «El ruido del “reventón” se oyó a varios kilómetros». Siguió pasando hojas de prisa, leyendo sólo los titulares. «Más de seiscientos millones de metros cúbicos de agua saldrán por la compuerta reventada». «Espectacular salvamento de un obrero y un peón de quince años». Leyó un párrafo: «La presa es de planta curva, con apoyos laterales, construida toda de hormigón (más de trescientas toneladas se han empleado hasta ahora), y su altura es, exactamente, de 98,30 metros. El presupuesto total de las obras es de 1200 millones de pesetas, pero cada año se aumenta, debido a la subida de los precios de materiales y a otras causas. Se calcula que las pérdidas sufridas por esta catástrofe superan los cincuenta millones de pesetas.
»La producción media anual, cuando estén en funcionamiento los cinco grupos, será de 350 millones de kilovatios hora anuales.
»Hasta ahora han muerto en accidente de trabajo más de doscientos hombres, siendo lo normal en la construcción de una obra de estas características la pérdida de trescientos o cuatrocientos hombres.
»—El retraso que supone esta catástrofe es considerable: unos ocho meses tardaremos en recuperar lo perdido.
»—¿A qué cree usted, señor ingeniero, que ha sido debida la catástrofe?
»—Es difícil asegurar nada, pero probablemente a alguna imprudencia, un olvido…, qué sé yo. Desde luego, la compuerta estaba calculada para resistir esa presión y mayores…»
Andrés dejó los periódicos. Otra vez miró las montañas y sintió el movimiento de los pequeños músculos de los ojos adaptándose a la nueva distancia, una sensación física paralela a su alojamiento, a sus divagaciones. Esta vez, vio el Salto, la grieta sombría del valle, la presa blanca, el ancho embalse perdiéndose hacia el ocaso, los pabellones, la Dirección, la explanada, la residencia, el aliviadero, la cascada, la estructura pintada de purpurina, el «plano inclinado», la orilla de roca… Se quedó mirándolo todo. No se dio cuenta de que una enfermera se acercaba con el termómetro de la tarde. La enfermera se lo puso, esperó unos minutos ante él, de pie, y volvió a cogérselo.
—37,9 —dijo. Y sacudió el termómetro para bajar el mercurio.
«Las décimas de todas las tardes», pensó él.
Era otra tarde, varios días después, y parecía no haberse movido de aquel sitio, no haber cambiado ni siquiera de postura, la misma manta envolviéndole medio cuerpo, periódicos y otra carta de Charito sobre ella. Su mirada, aquel camino hasta las montañas próximas, la obsesión por las relaciones entre ellas y las nubes, ese equilibrio, esa simbiosis necesaria y fundamental en la naturaleza. Era la misma mirada que unos días antes. Pensaba aún en las mismas cosas, no le era necesario abandonar ideas sin reflexionar sobre ellas para dejar paso a otras nuevas. El tiempo era allí algo envolvente y casi quieto, como las nubes en torno a las cumbres. Los periódicos no hablaban ya de Aldeaseca. «Números y números los primeros días —pensó—, justificaciones para salvar responsabilidades, y luego, al cesto de los papeles». Sólo ella, Charito, le escribía contándole lo que iba ocurriendo. «Fue horrible, Andrés, fue horrible. Encontraron, por fin, un trozo de pierna, y, el mismo día, medio cuerpo, no se sabe de quién. Era viernes. Día a día, todo el Salto había seguido la búsqueda, angustiándose con la falta de noticias y con el peligro que corrían los hombres que iban río abajo. Se turnaban dos o tres veces al día. Nadie descansaba lo suficiente. En mi vida he visto a la gente con tantas ojeras, tan descuidada para peinarse, para vestirse, por la explanada no paseaba nadie, la gente no se visitaba.
Andrés, creo que es preferible que tú no hayas estado aquí. Y, sin embargo, “si estuviera Andrés”, pienso a menudo, aunque en estos últimos días…». Era el amor y el temor ancestral de la mujer por el hombre que desafía algo, mezclado con el orgullo de saberle capaz de desafiarlo y de seguir viviendo en este inmenso desafío del tiempo y de la tierra. Andrés se sintió completo como hombre leyendo las frases de Charito. Poco a poco, le habían ido desapareciendo las dudas que sentía respecto a sí mismo, aquellos ridículos esfuerzos por parecer más alto, la obsesión por su salud, quizá causa de la pérdida de ella, y la artificial indiferencia hacia todo lo que no fuera de interés para él. No importaba nada, ni su enfermedad, que pronto curaría, ni siquiera la catástrofe del Salto, a pesar de su importancia, ante este sentimiento de inmensa solidaridad, conseguido a través del propio amor, del propio vivir entre los demás hombres. Naturalmente, fracasos y retrocesos han llenado el camino, pero siempre el camino del hombre es hacia delante. Andrés lo sintió, notó la alegría como notaba la fiebre. Se extrañó entonces, un instante, de sentir alegría cuando precisamente estaba leyendo la carta de Charito en que le contaba los últimos sucesos. «No sé por qué, no sé bien si se consideró cada resto como el cadáver total de una víctima, pero el caso es que, por cada uno de ellos, o sea, por cada resto, se hizo un entierro. Tuvimos entierros el primer sábado y al sábado siguiente. Hoy ya es martes y la gente empieza a creer en una especie de maldición sobre la “semana inglesa”, están convencidos de que el viernes o sábado se encontrará otro brazo u otra pierna, y que el próximo sábado o domingo volveremos a tener entierros. Las tardes de los últimos sábados fueron un duelo de todo el Salto, detrás del camión donde iban los restos encontrados hacia el cementerio. Imagínate un entierro en camión. El ruido del motor, a marcha lenta, era obsesionante. Hubo gritos de mujeres, parecía que todo el mundo lloraba o rezaba, haciendo un ruido continuo. Todo el Salto iba detrás del camión, y yo llegué a ponerme más nerviosa que nunca, como si fuese la hija o la esposa del hombre al que perteneció el brazo o la pierna. Y aún no ha cesado el horrible redoble, como tú lo llamas: una o dos veces por día se oye el cañonazo del agua y luego ese ruido como si fuera de un sifón, aunque ya es mucho más flojo que los primeros días». La enfermera le interrumpió la lectura.
—Póngaselo bien, por favor —le dijo.
Andrés dejó la carta sobre la manta y se puso el termómetro en la axila izquierda. «El hombre es el hombre», volvió a pensar. «Campesinos que se habían hecho obreros, empleados y técnicos, todos en el “pozo”, más de siete años ensordecidos por los alternadores y cegados a toda luz del cerebro. Héroes, auténticos héroes de una epopeya extraordinaria, hechos de todas las miserias y bajezas humanas, pero héroes dignos de ser coronados por esas nubes». Imaginó, como le pedía Charito, el entierro subiendo hacia el cementerio. Carretera arriba, entre los pabellones grises, hacia el próximo horizonte que no se alcanzaba nunca. Un brazo menos. Un brazo más en la tierra. Un paso del hombre sobre el mundo.
—Déme —oyó. Miró a la enfermera, sin pensar en ella, mientras comprobaba la temperatura.
—Es la primera tarde que no tiene décimas. Enhorabuena.
En la cuarta tarde que no tuvo décimas, Andrés recibió otra carta de Charito en la que le contaba que no se oían ya los golpes del agua, había bajado el nivel hasta muy cerca de la compuerta y fluía por ella libremente, sin el agobio de la enorme presión de la masa del embalse lleno. Casi vacío, ofrecía un aspecto desolado, era un hueco macabro, lleno de pozas con más peces que todo un río. Las mujeres de Nueva Aldeaseca iban con cestos y capachos y se los llevaban repletos. Dos niños se habían ahogado por meterse en estas pozas a coger peces. Era «horrible» verlos descalzos, con los pantalones o las faldas remangadas, inclinados, buscando, dándose chapuzones a veces. «No puedo acostumbrarme a mirar vacío el valle. No te puedes imaginar lo raro que hace, hasta parece antinatural». «Sí —pensó Andrés—, antinatural. El hombre llena un valle de agua y la naturaleza respeta y se adapta a esta nueva ordenación. El hombre es el hombre».
Después de cenar, escribió a Charito para decirle su total mejoría y su próximo regreso.