XX

El redoble

La música caía lentamente sobre la penumbra de la habitación. Las tres columnas imprecisas del humo que ascendía de las tazas de café, el oscuro brillo de la mesa, los sillones pequeños donde ellos estaban. Entró la criada, vestida con un uniforme similar al de las colegialas. Hizo algo: nadie le dio atención a sus manos llevando el azucarero hasta la mesa pequeña, tras haberle hecho espacio entre las tazas. El ingeniero jefe ofreció su pitillera de oro al invitado, un hombre alto, sentado en el sillón de un modo que parecía incómodo, demasiado rectos su espalda y su cuello. Era rubio, con un rostro anguloso, sanguíneo.

—Rauchen Sie? —dijo, con el gesto de ofrecer la pitillera detenido entre él y su invitado sobre la mesa y las tazas.

Danke sehr. Ich ranche nicht. Sprechen Sie deustsch! Ah, sehr gut, sehr gut!

—Nein, nein —dijo él. «Enseguida se ponen a hablar a toda velocidad y no hay quien coja ni una palabra», pensó—, Ein wenig nur.

«Ya ha presumido de saber alemán —pensó la mujer—, ahora hablarán en español.»

—Yo he el español aprendido —dijo él, despacio—. Un poco también sólo.

—Sí, es mejor, español.

Había salido la criada. La radio sonaba ahora más lejana palabras y música mezclándose a la conversación. Pequeños y bruscos ruidos de tomar café.

«¿De qué podremos hablar?»

—¿Le agrada? —dijo la señora.

«Lagarada», entendió él.

—Perdóneme, ¿cómo…?

—Que si le agrada —lo dijo más despacio y fuerte—. Agradar, agradar, ¿no sabe?

—¿Qué es agradar?

—Quiere decir que si le gusta el café —aclaró el marido. «Mi mujer siempre tan fina».

—Ah, sí, bueno, está bueno. —Una risa medida para compensar su desconocimiento del idioma de la señora.

«Vaya tostón —pensó ella—, ¿para qué habremos invitado a este hombre?». Sonrió: el alemán la estaba mirando.

—¿Cree usted…? —se dio cuenta de que había empezado muy de prisa—. ¿Cree usted que todas las centrales se harán ya automáticas?

«Vaya, ahora se ponen a hablar de sus máquinas…». Miró el reloj: las cuatro y cuarto. Se asomó a la ventana, y estuvo mirando el embalse, la cinta blanca de la presa, la orilla rocosa llena de sol, salpicada de sombras y salientes. «Parece una prenda calada hecha de lana», pensó. A la izquierda, se veían los últimos pabellones de los empleados formando calles perpendiculares a la carretera. Era extraño verla tan vacía a aquella hora: un camión, dos obreros cargados con algo. Recordó: había empezado la «semana inglesa». Parecía dormido el Salto o sumido en una quietud festiva, que resultaba extraña aquel sábado por la tarde. Avanzaba una nube sobre las casas, una de esas oscuras y nunca lluviosas nubes tan frecuentes al comienzo del invierno. A su espalda, seguían los largos silencios salpicados por frases de su marido, que separaba las sílabas mucho, a las que contestaba el otro ingeniero en un idioma inexistente, mezcla de alemán y español. Junto a la ventana, se oía un poco el ruido de los alternadores a pesar de los muros insonorizados del edificio de la Dirección. Bajó la persiana. «Es el coche del administrador», pensó. Se oyó apagadamente un motor arrancando. Ella permaneció mirando un pequeño espacio entre la cortina y la pared, lleno de luz filtrada por una rendija, un rectángulo de luz en el que se movían diminutas siluetas de sombra. Descubrió, muy divertida, que dos de ellas tenían forma humana, y se movían al revés, andando de cabeza. «Qué cosa tan rara».

—No es necesario el cuadro ya —se oyó decir al alemán—. Desde la estación… para controlar, todo se hace.

—Sí, sí, comprendo. La central es controlada y dirigida desde la distancia que se quiera. Es extraordinario.

Su mujer le vio más joven, vestido de esa forma, bueno, de etiqueta, se precisó, de esa forma elegante, aunque con algo de camarero, pero no sabía ni el lugar ni la fecha de su visión. Estaba obsesivamente mirando las pequeñas figuras humanas invertidas que se filtraban por la persiana. Sus ojos estaban allí, detenidos, sin ver, mientras su recuerdo la trasladaba a alguna vez, no hacía un año ni dos, sino más, quizá más de quince años, con esa imprecisión mental de las mujeres; bueno, hacía una barbaridad de años, alguna vez, ella creyó que su marido, ¿o era su novio entonces?, claro que era su novio nada más, heredaría del padre el título de conde de, del Palmo de Narices, que en eso se quedó, se quedaron, y que lo heredaría a pesar del hermano mayor, a quien, por su vida y, posteriormente, por la enfermedad contraída en sus viajes, nadie consideraba como candidato a la herencia del título ni a la del dinero y las tierras. Pero, al final, no se pudo demostrar que estaba enfermo, ni siquiera mentalmente, a pesar de que era anormal mental, a pesar del dinero que su marido, entonces su novio, se gastó en unos médicos raros, psiquiatras o no sé qué, y debió de ser después de todo aquel jaleo cuando él —el mismo hombre blando que ahora estaba intentando entenderse con un ingeniero alemán, sin saber alemán y, realmente, sabiendo muy poco de ingeniería— se fue a París, gastó mucho dinero, en juergas, seguramente, mientras ella —pero ¿de dónde pueden venir esas sombritas?— realizaba una campaña para sustituir en su corazón, y en su lecho, un hermano por otro, el que no heredaría el título por el que lo heredaría a pesar de su enfermedad y de su vida anterior, que ni a ella ni a su familia les importaban ya. Campaña inútil, hasta cierto punto, porque, si bien el grado de intimidad al que llegó con el hermano del que había de ser su marido no fue pequeño —«los hombres son tan tontos, todavía no se le ha ocurrido preguntarme nada»—, nada logró con ello cuando él ya lo había logrado todo. La retirada fue oportuna: vino el hermano, reanudaron el noviazgo, él continuó estudiando aquella carrera, y dos años después, cuando la hubo acabado, se casaron. Entonces estaba ya arruinado. Pero en lugar de un título de conde, obtuvo un título de ingeniero, heredado también, en realidad, pues sin el interés que un hermano de su padre, que había sido ministro de Fomento, tenía por él —según le decía a los catedráticos en amabilísimas cartas fechadas con suficiente anticipación a los exámenes—, muy probablemente no habría llegado a tener tampoco ese título, que él despreciaba, en contra de la opinión de su tío, que a los ingenieros los llamaba «la aristocracia moderna» y «la aristocracia técnica». Heredó también, en lugar de dinero —había gastado el que le habría correspondido aun heredando su hermano el título—, la posibilidad de ganarlo, y, en lugar de tierras, un puesto en la Compañía Española de Electricidad, gracias al interés que su tío tenía por él, según escribió al director de la empresa en una muy amable carta que le dirigió, en su calidad de antiguo compañero de estudios, aunque parece ser que más que esta amistad o viejo compañerismo, había influido el reciente cargo de ministro y el número de acciones de la compañía que poseía. Luego empezó aquella vida, la larga decepción de su marido, que no poseía ni fue capaz de conquistar sino muy pocas de las cosas que ella había creído lograr al casarse con él. Su ambición la hizo desesperarse, lo cual no impidió que llevaran siempre una vida de apariencia, en la que cualquier detalle adquiría una importancia extraordinaria, sobre todo ante extraños. Pero todo en medio de aquel ambiente grosero, con su espantoso ruido, sin una reunión social, sin un sitio caro al que asistir y teniendo que codearse de vez en cuando con «la chusma del mono, sucia y grasienta». Porque al Casino iban los empleados, y ella no sabía qué era peor.

La mujer tenía el brazo apoyado en la persiana y la cabeza sobre el brazo. Acababan de desaparecer las figuritas invertidas, cuando ella ya había identificado la más ridícula de las dos con su marido. Sonó el ruido del motor con más fuerza y arrancó. Por una de las rendijas de la persiana vio alejarse el coche del administrador. Estaba aburrida, siempre le sentaba mal pensar demasiado, especialmente en cosas «que era mejor olvidar». Corrió la cortina y se apartó de la ventana.

«Si lograra no oír nada». Volvió hacia su marido y el ingeniero alemán.

—Desde luego, desde luego —decía aquél—. No cabe duda. «Siempre dice “no cabe duda”», pensó la mujer y se acarició la frente con la mano. Al bajarla, vio el reloj y miró, sin necesitarlo, la hora: eran las cuatro y diecisiete minutos.

La sirena no sonó. Eran las tres de la tarde del sábado en el que comenzaba a regir la «semana inglesa», cuando su implantación había perdido ya la categoría de tema central de todas las conversaciones y sólo permanecía como un rumor viejo, poco frecuente, de vez en cuando reforzado con comentarios, cada vez menos esperanzados y más distanciados. El gran edificio de la central, largo y estrecho, parecía más quieto en su posición paralela a la presa. Los días de trabajo, iban y venían en torno a él obreros y técnicos, se oían ruidos metálicos, chisporroteos de soldadores, y el edificio adquiría una especie de vida sonora, una excitación inmóvil, cuyas vibraciones parecían escapar por el ala más próxima a la orilla rocosa, sin construir todavía. Las líneas que ascendían por la otra orilla, montadas sobre las columnas metálicas, se alejaban hacia el horizonte, vibrando ellas también con toda la fuerza que la central succionaba en el fondo del valle y ellas llevaban hacia las ciudades lejanas.

Eran las tres de la tarde y entraban obreros a la central, a pesar de la «semana inglesa». Pero su número era pequeño, insuficiente para producir aquella sensación de movimiento y trabajo que había a diario. Se trabajaba ya en el grupo V y, para que el ritmo del trabajo no se perdiera, fue necesario que aquella tarde, y el tiempo que hiciera falta del domingo, los carpinteros continuaran haciendo los encofrados para el foso del rotor. El lunes, las hormigoneras iniciarían desde muy temprano su bostezo, y el hormigón, bajo las manos de los obreros, iría creciendo hacia la planta de la «sala de máquinas».

Desde el pozo se veía el cielo entre las vigas que anunciaban el techo. Golpes secos de martillos, rechinar de sierras, cortos y casi incoherentes diálogos de los trabajadores, subidos en bancos de madera.

—Esa pared, fíjate, siempre me ha parecido, no sé, una cara grande mirándome siempre. Alcánzame esa tabla, chico.

Le alcanzó el chico la tabla, desde lo alto del pozo. El otro obrero le miró. Eran las tres y media.

—¿Qué dices?

Llenaba el sol de sombras densas el paredón de rocas. Estaba clavando ya la madera horizontalmente.

—Nada, esas rocas. Fíjate: son como una calavera —dijo.

Los salientes estaban llenos de sol, contrastando violentamente con sus propias sombras, en una visión cúbica de la muerte, que parecía estar presidiendo el grande y continuo rito de la electricidad.

—Tonterías —dijo el otro—, tonterías. ¿A que no tienes un cigarro?

Se buscó en los bolsillos del mono. Eran las cuatro menos veinticinco minutos. La mano sucia de polvo de hormigón y de serrín, le ofreció el cigarro y él dejó el martillo sobre el banco. Sacudió su mano derecha contra el costado, desprendiendo del mono una nubecilla de polvo, y cogió el cigarro entre sus dedos llenos de serrín y cemento, uno de los cuales tenía una uña negra a causa de un martillazo. Colgó el cigarrillo de los labios, previamente humedecidos, y se buscó en los bolsillos.

—Dame lumbre —dijo, acabando su búsqueda, con un gesto de no encontrar lo que buscaba.

—¿Lumbre también?

Continuó el trabajo, el martilleo sin ritmo, las bocanadas de humo elevándose hacia la salida del pozo. Eran las cuatro menos veinte minutos.

—¡Chico! —llamó.

Asomó la cabeza sin peinar sobre el borde y preguntó, con un doble movimiento de la cabeza arriba y abajo.

—Vete al cuadro a ver qué hora es. —Tenía sujeta entre los dedos de la mano izquierda una punta—. Es más cabreante sabiendo que los otros están rascándose la barriga a estas horas.

Dio el primer golpe. El clavo se hundió un centímetro en la madera. Pero siguió sujetándolo con los dedos. Le colgaba el cigarrillo entre los labios, y ahora el humo se pegaba a la pared circular.

—No puedo mirar hacia allí —oyó a su espalda. Volvió la cabeza. Era Antonio. Los otros no habían despegado los labios desde que empezaron a trabajar.

Siguieron trabajando. A sus espaldas y debajo de ellos, se oían golpes de martillos, sierras, alguna frase. Los otros seis carpinteros trabajaban también. Durante un momento, fueron más fuertes las palabras que los ruidos de trabajo.

—Basta de charla, venga.

La voz del capataz vino de arriba, y otra vez lo dominaron todo los martillazos, las sierras, los formones. El ruido de los alternadores formaba parte del ambiente, se mezclaba al calor, hasta ser algo denso e inseparable de cualquier otra cualidad del aire o de la luz intensa que entraba por los grandes ventanales del edificio y por el ala en construcción. Asomó otra vez la cabeza el chico.

—Las cuatro menos diez —dijo.

—No puede ser. Debían ser por lo menos y media. —Miró al chico, dudando—, ¿cómo estaban las agujas?

El chico se tumbó sobre el borde y asomó los dos brazos a los lados de la cabeza. Los cruzó formando el mismo ángulo que las agujas.

—Así.

—No puede ser —dijo otra vez—. Me parece que llevo un siglo aquí.

—El chico no debe de saber mirar un reloj —rió alguien, detrás—. Hace unos meses estaba cuidando el ganado y en su vida había visto uno.

—No es verdad; yo sé de relojes. Estaban así, eran las cuatro menos diez.

—Bueno, bueno. —Volvió la cabeza y vio al otro, quieto, con la mirada fija en las rocas verticales.

—¿Tú viste el circo ese que vino para las fiestas? —Recordó el cuerpo humano por el aire, de un trapecio a otro, el difícil equilibrio sobre sillas y bolas.

—Yo lo vi —dijo el chico.

—Largo de aquí, que te estará llamando alguien —le gritó.

Desapareció la cabeza.

—No, no lo vi —dijo su compañero, la colilla entre los labios. Dio una última chupada y la tiró. Faltaban siete minutos para las cuatro.

—Yo sí —dijo él. Continuaba mirando las rocas, aquella obsesión clavada en el inmenso rostro descarnado del paredón, exacto, inmutable en su expresión profundamente trágica unas veces, irónica otras.

—Pero ¿qué te pasa? Déjate ya de eso. Tonterías.

—Desde que empecé a trabajar aquí me parece una calavera o algo así.

Trabajaron en silencio un buen rato. Vino el capataz y se marchó sin decir nada. Volvió el chico a asomar la cabeza por el borde del foso.

—¿Sabe usted qué hora es? —dijo—. La he visto cuando venía de arriba: las cuatro y cuarto.

Se levantó el chico y empezó a andar por la «sala de máquinas». Eran las cuatro y dieciséis minutos.

Eran las cuatro menos veinticinco minutos. Entonces, la voz blanda de Buendía, en el local subterráneo donde estaban las baterías de acumuladores, gritó que abrieran los respiraderos del techo. Brillaron los altos vasos de vidrio rectangulares, que se mantenían verticales sobre los soportes de madera.

—Déjalos así —dijo.

Bajó el obrero de la escalera doble y continuó la operación de carga.

—Nos vamos a intoxicar aquí con esos gases —dijo—, ¿han hecho la conexión ya?

Era una habitación pequeña, casi llena por los elementos de las baterías, separadas sólo por estrechos pasillos y un espacio reducido entre ellos y la puerta. Los cinco hombres apenas cabían en el interior.

—En toda la central no estamos más que esos carpinteros y nosotros —dijo Buendía—. Bueno, aparte de los operadores del cuadro y los que estén de turno en los grupos. Menuda papeleta.

—Eso le iba a decir —habló un obrero, agachado entre los tubos verticales, haciendo algo—, que estaban también los operadores y los vigilantes.

—¿Por qué le ha tocado a usted? —El ayudante encendió un cigarrillo y lanzó una sonrisa y el humo juntos.

—Imagíneselo. Ya sabe quién es el negro en este salto.

Llegó un obrero de la «sala de máquinas».

—¿Ya está? —preguntó Buendía.

—Sí, señor, ya está.

—¿Cuánto puede quedar aún? —El ayudante acompañó su pregunta con un gesto vago de todo su cuerpo, despreocupándose de la respuesta.

—Más de una hora todavía. Acabamos de empezar —dijo el montador—. Venga, vayan acoplando. ¿Qué hora tiene? Yo tengo… las… cuatro menos diez, no, menos nueve minutos, para ser exactos.

—Yo tengo las cuatro menos cinco. Lo puse ayer bien.

Eran las cuatro menos seis minutos.

—Y, por fin, ¿cómo ha sido eso de empezar hoy la «semana inglesa»?

Buendía le miró.

—Para nosotros no ha empezado todavía —dijo.

Rió.

—Es verdad, sí; menuda «semanita inglesa» —rió también el ayudante.

—Pensaba irme a pescar río abajo. ¿A usted no le gusta pescar?

No oyó la respuesta. Vio el río, las rocas enfrente, la caña curvada hasta el agua, con su extremo casi tan fino como el sedal, pasaban minutos y su espera le llenaba de paz y tristeza como si no fuera un pez lo que esperaba, sino cualquier otra cosa más importante, menos concreta y muy necesaria para vivir, algo que nunca había tenido y que acaso ya ni sabía que deseaba tener. Bostezó. Miró el reloj otra vez. Las cuatro y tres minutos. Tener que estar allí hasta las cinco o quizá hasta las seis, mientras los demás estaban durmiendo u oyendo la radio.

Había pasado mucho tiempo cuando Higinio, en la «sala de máquinas», lió un cigarrillo y se quedó fumándolo, entre dos alternadores. Estaba esperando el aviso de Buendía. Pasó por delante de él un pinche, un muchacho de unos quince años, pelo rubio y ensortijado. El chico se detuvo y miró el reloj. Con sus manos imitó la posición de las agujas. Se alejó luego. «Deben de estar trabajando los encofradores —pensó Higinio, sonriendo—. A otros que también les han fastidiado la “semana inglesa”». Miró el reloj: eran las cuatro y diecisiete minutos.

A las cuatro y diecisiete minutos se oyó el primer golpe, la primera campanada del redoble lento que empezó entonces y que iba a durar semanas, distanciándose sus golpes cada vez más. Cesó el gran ruido, murió ronco y dominado por el estampido de la compuerta provisional, que la presión del agua lanzó contra el muro del edificio de la «sala de máquinas». Un brazo de agua iba detrás como un solo músculo de dos metros de diámetro que golpeó el muro, casi en el mismo segundo que la compuerta de madera y hierro. El agua empezó a llenarlo todo rápidamente. Se oyó después algo como un sifón monstruoso a punto de acabarse, sorbiendo aire a la vez que expulsando agua.

Cristales rotos en las casas (Dios mío, ¿qué ha sido eso?); cuadros caídos, cuyos marcos se desencolaron dejando un lado abierto, por el que se escapaba el paisaje o el retrato de boda (—Me voy a morir de un susto… ¿qué habrá sido?); ruidos de cacharros cayendo al suelo de la cocina (—¡Ha reventado la presa! ¡Ha reventado la presa!); piezas de ajedrez rodando sobre las cuadrículas negras y blancas (—¿Ha oído usted? ¡Me voy a la central!); niños que se despertaron en sus cunas, balanceándose sin que nadie las hubiera tocado, y lloraban a gritos, llamando a la madre (—Voy, hijo, voy… Y tú —al marido que se ponía la chaqueta— ten mucho cuidado, sé prudente, procura volver en seguida… y avísame con alguien de lo que sea); puertas que se abrieron y se cerraron con fuerza, casi no dando tiempo a que salieran por ellas hombres poniéndose un abrigo, una gabardina, una boina, para bajar saltando los escalones (—¡Sí, sí, bueno!); giros bruscos de cabeza, miradas mutuas de terror, silencios, gritos y preguntas que fueron llenando todo el aire del Salto hasta que estuvo transido de un estremecimiento de vida que se siente en peligro.

A las cuatro y diecisiete minutos una mujer preparaba la caña, los anzuelos, las cajas de cebo. Le estaba diciendo a una vecina que su marido iba a ir a pescar cuando viniera de la central. A las cuatro y diecisiete minutos, la vecina la sujetó para que no cayera al suelo.

Se oyó otro golpe, otro cañonazo del agua contra la central. Retumbó de nuevo todo el Salto. Por la carretera venían corriendo los hombres, seguidos por una masa de mujeres y gritos. Algunas se detuvieron, asustadas al oír el segundo estampido. Luego, en seguida, reanudaron la marcha, más velozmente que antes. En los pabellones, todas las ventanas se habían abierto y, desde ellas, niños y mujeres hablaban entre sí, a gritos, queriendo saber lo que había ocurrido y tejiendo una red de voces sobre las calles, en la que quedaban suspendidos por unos momentos el miedo y el llanto. La gente corría, preguntándose sin detenerse. Una carrera, una inquietud colectiva, aparentemente sin objeto. Pero era un instinto primitivo, inconsciente, lo que los obligaba a correr sin dirección, la idea de estar en peligro en cualquier sitio haciéndolos estar en cada uno el menor tiempo posible. Una histeria de todos, que aumentaba con el número de personas, como si los componentes femeninos fueran imponiendo su signo a toda la masa. Gritos, conversaciones cortadas, llantos de mujeres que acaban haciendo aspavientos obedeciendo a un automatismo mecánico, a una necesidad de expresar el dolor o el miedo desmesuradamente, con gestos de todo el cuerpo. Se formaban corros en torno a estas mujeres y los espectadores participaban de sus gestos y gritos, liberándose ellos mismos de su propio miedo o dolor. Eran grupos formados por gritos, por hombres y mujeres, por llantos, por niños, confundido todo alrededor de la mujer gesticulante, como en un rito primitivo. Las casas se habían ido quedando casi vacías, se veían puertas que nadie se preocupaba de cerrar, hombres sin chaqueta, mujeres en bata, niños despeinados y a medio vestir, que lloraban entre los mayores sin que los hicieran caso.

Se oyó el tercer golpe del agua.

A lo alto de la presa empezaba a llegar gente, los más veloces de los que corrían carretera abajo. Vieron, al pie de la presa, a cien metros de profundidad, un agua furiosa, que rodeaba la central, casi hundida. Subía un ruido fuerte, como de agua hirviendo, precedido por un temblor creciente y decreciente, antes y después de cada golpe de agua. Entonces, el agua parecía escindirse en garras que arañaban la central y trataban de asirse a la pared vertical del valle. Toda la presa, los miles de toneladas de cemento, temblaban al golpe, y los hombres se apartaban de su borde con terror. Era la furia del agua, represada durante años, que se escapaba por un agujero de dos metros de diámetro. Luego, aquella succión, aquel sorber con algo repugnante, sucio, durante el cual todos se sentían arrastrados hacia las profundidades del embalse.

Llegó un coche con varios ingenieros. Dos segundos después, un camión. Estaba bajando el conductor, cuando uno de los ingenieros le gritó algo. El conductor volvió a subir a la cabina y, arrancando ya, le llegó de nuevo la voz del ingeniero:

—Cuerdas, muchas cuerdas, todas las que haya en el almacén… ¡y largas!

Entonces, el cuarto golpe, el cuarto cañonazo, la cuarta campanada del redoble.

No se oyó arrancar y partir al camión. La gente gritó, y hubo un movimiento de retroceso, corto y violento. Era el terror. Todos y cada uno habían sentido durante años la proximidad de las fuerzas que dominaban con su trabajo. Se les fue creando una sensibilidad epidérmica, irritable a la más breve vibración de luz eléctrica. La rutina los ayudaba a parecer, incluso en muchos casos a ser, tranquilos, inconscientes de los posibles peligros. Pero, colectivamente, existía en cada casa y en cada segundo aquella sensibilidad, algo como dormir sobre una carga explosiva y no poder dejar de fumar: no ha pasado nunca nada.

Pero cualquier día puede pasar. «Puede pasar» estaba grabado en todos los cerebros. Así, sin haber averiguado lo sucedido, las calles estaban llenas de mujeres y niños llorando en torno a las esposas de los hombres a los que se suponía muertos, sólo por el hecho de haber oído el primer estampido y continuar oyendo los periódicos golpes del agua, que hacían retumbar toda la zona donde estaba enclavado el Salto cada medio minuto. Otras mujeres gritaban, aun sabiendo que sus maridos no estaban en la central en el momento de la explosión, por una incontenible necesidad de liberarse de la tensión de años temiendo a todas horas por las vidas de ellos.

Sonó el quinto golpe del agua.

Aumentaron los gritos en las calles. Hubo desmayos. Por la carretera bajaba un camión de guardias civiles, haciendo sonar la bocina para abrirse paso entre la masa de gente que descendía hacia la presa. El trozo de carretera que pasaba sobre la presa se había ido llenando, y ahora empezaban a salir por la otra orilla para asomarse sobre la pared de roca. Alguien había gritado que tres hombres permanecían agarrados a los salientes, resistiendo los mordiscos, los zarpazos del agua, libre por primera vez desde tantos años. Entre el fragor del agua, los cañonazos y la succión de la presa, subían ruidos demasiado agudos para ser producidos por el agua, algo como chillidos, como un aullar prolongado que rasgaba cualquier otro ruido, lo atravesaba y ascendía hasta llegar a los aterrorizados oídos de todos, seguros ya de que estaban escuchando voces de socorro. No se supo quién lo había gritado: el momento era de caos, de perder los nombres, disueltos en el miedo y la necesidad colectivos. Fue alguien quien lo dijo y alguien quien tenía unos prismáticos en la mano, y miraba hacia el agua, y daba instrucciones a toda voz a los hombres que estaban preparando las cuerdas y los cables, que, sin haber llegado el camión que fue a buscarlas, estaban allí ya, traídas por alguien de algún sitio más próximo que el almacén. Iban a lanzarlos hacia los tres hombres y el niño —el hombre de los prismáticos los había descubierto asidos a las rocas, casi al nivel del agua— que resistían sólo con sus manos el loco oleaje del agua, escupida cada minutos por la presa.

El agua subía lentamente y ellos lo notaban, aterrorizados, sabiendo que no podían salvarse. Quizá cada uno se sentía culpable de algo, sentía un arrepentimiento total y súbito de los errores de su vida. Pero apretaban las manos, notando cómo las uñas se les separaban de los dedos, diez dolores insignificantes, casi no sentidos entre el terror de sus cuerpos colgados de las rocas, mordidos por los picos de las olas, como si ellos fueran los Prometeos del trabajo que hace posible la luz de todos.

Por sexta vez se oyó el golpe del agua al ser expulsada de la presa. Luego, la succión.

Higinio notaba en la palma de la mano una arista de la roca, y en todos los dedos un tacto hiriente que le producía un furor salvaje y un deseo incontenible de clavarlos como si fueran metálicos. Esperó a que la próxima oleada terminara y, ya repuesto, miró a sus compañeros de martirio.

—¡Subid! —les gritó.

No le oyeron. Y él no podía perder otro segundo. Vendría de nuevo el agua, esta vez más alta, y le arrastraría. Le era imposible recordar cómo había llegado hasta allí. Estaba fumando en la «sala de máquinas», y de pronto estaba colgado de una roca, chorreando agua, con una desesperación que le impedía sentir miedo. Ningún sentimiento débil. Se sintió cansado por el esfuerzo que acababa de realizar para gritar: había vuelto la cabeza hacia la izquierda, moviéndola bruscamente para compensar la falta de gesto en las manos, y había intentado lanzar un grito fuerte, consiguiendo sólo una voz alta, desgarrada, y una molestia en la garganta. Notó los latidos de la sangre en las sienes. Los otros —los dos oficiales del cuadro y el chico al que vio mirando el reloj en la «sala de máquinas»— gritaban sin descanso, como si sus gritos pudieran asirlos con más fuerza a los salientes de las rocas y elevarlos hasta la salvación. Eran gritos especiales, más agudos que los que produce normalmente la garganta humana. Higinio quiso vivir, se le apretaron los dientes, olvidándose de los otros. Se agarró con la mano izquierda a una roca más alta y, por primera vez, logró apoyar un pie en un pequeño saliente, forzando un poco la postura. Descansó, apretando la mejilla contra la roca, con una respiración difícil. Seguía oyendo los gritos, sobre todo los del chico, más cercano a él. Al elevar el brazo izquierdo, había girado la cabeza levemente hacia la derecha para facilitar el movimiento. Pudo ver al chico, sus ojos redondos, la boca totalmente abierta, los pelos mojados y adheridos a la frente. Un grito largo, casi un aullido, con pausas muy breves, en las que respiraba por la boca queriendo tragar todo el aire de una vez. Y abajo, el agua, el vértigo de espuma blanca, rabiosa, hambrienta de ellos. Higinio notó un temblor en la mejilla pegada a la roca.

Pareció más fuerte el séptimo «golpe de ariete» —los ingenieros y técnicos los llamaban así— o quizá sólo fue la mayor repercusión que tuvo en la masa humana que llenaba los alrededores de la presa. Los guardias civiles habían logrado acordonar la entrada, empujando a la masa hacia el puente, pastoreándola con sus mosquetones, sus órdenes y sus uniformes, y con el temor que causaba su sola presencia. No sin lucha, sin embargo; mujeres se arrojaron al cuello de los guardias, precedidas de una furia de mordiscos y uñas, ante la que resultaban menos decisivos la culatas y los uniformes. Era el grito, el gesto brutal, lo que intervenía entonces. La masa retrocedía varios metros, cada vez que una mujer era convertida en un sollozo sordo, en un llanto que hacía temblar todo su cuerpo como el chasis del viejo camión que traía las cosas para el mercado.

Los hombres, bajo la dirección, en los primeros momentos, de los ingenieros, y después, de cualquiera que se ganara la confianza y la obediencia de todos por una orden oportuna, una mayor fuerza en la voz o por la rapidez de sus decisiones, trabajaban en la operación de atar cuerdas entre sí —había llegado el camión con más cuerdas y cables del almacén—, de preparar los cables y lanzarlos hacia los tres hombres y el niño que se debatían sobre el agua, colgados de las rocas. El corte sobre el río no era totalmente vertical. Tres hombres, atados entre sí por cuerdas, fueron saltando de roca en roca hasta cubrir en tres escalones la distancia que había desde la parte llana al último saliente sobre el abismo. Quedaron así, tres postes humanos, unidos por una línea en la que se transmitía la posibilidad de vivir hasta los hombres que resistían la antigua venganza del agua. Desde la presa, el hombre de los prismáticos les gritaba, logrando a veces dominar todo el estrépito de la catástrofe, o les hacía gestos con los brazos, indicándoles por dónde debían lanzar el cable. El último hombre saltó hasta la roca más extrema y miró hacia abajo, sujetando el rollo de cable en la mano.

Sonó otro trueno. Había pasado medio minuto más.

Ahora, le enloquecían los gritos del chico, su desesperación pegada a las rocas, aquella mirada de loco fija en sus manos, que habían logrado ascender casi medio metro más. Tuvo miedo, supo el significado de la mirada. Recordó, como un relámpago, que los ahogados, en sus últimos momentos, se agarran con una fuerza sobrehumana a los que intentan salvarlos o a cualquier cosa que pueda flotar. Higinio miró, durante unos segundos, la cara del chico, la expresión furiosa, sin edad, de querer vivir aún a costa de todo. Cambió su cara hacia la izquierda. Vio sólo a uno de los oficiales del cuadro. El otro no estaba ya. Gritó él también, perdiendo fuerza al hacerlo, gritó hacia arriba, como si su grito ascendente fuera una cuerda que pudiese asirse a cualquier arbusto más alto. Sobre él había un arbusto horizontal, seco de invierno, con las raíces aplastadas entre piedras. Sólo cuando notó flojas las manos, cuando el dolor de ellas aumentó, precisamente porque no las apretaba con tanta fuerza como antes, cesó de gritar, volviendo entonces a sentir aquel hambre de vivir que le hacía odiar todo lo que no fuera su propia ascensión. Miró de nuevo al chico calculando su avance hacia donde él estaba. Había comprendido la intención que le impulsaba: agarrarse a sus pies, antes de que él ascendiera lo suficiente, con la misma saña con que ahora se agarraba a las rocas. Un escalofrío le recorrió la espalda, tuvo la sensación hiriente de aquellas manos en sus tobillos. Se encontró ascendiendo. Le era difícil encontrar apoyo para los pies sin mirar hacia abajo, pero no lo hacía, porque tenía miedo al vértigo y a perder tiempo. Ahora, en la nueva postura, sintió en el vientre algo cortante, pero no se separó, sino que se apretó más contra la pared, para descargar a las manos de parte del peso de su cuerpo, aunque sólo fuera por un segundo. Retumbó en ese instante la roca, lo sintió en el vientre, los garfios del agua le llegaron hasta la cintura, enroscándosele y tirando de él hacia el abismo. Vio desaparecer al otro oficial del cuadro entre el agua furiosa y blanca.

Era la octava vez que la presa disparaba su proyectil de agua. La octava campanada. Luego fue el sifón, el ruido innoble, inquietante, que le hacía sentirse muerto, antiguamente muerto. Comenzaba a estar agotado, varias partes de su cuerpo eran ajenas a su control: desconocía la existencia de unas manos, sobre su cabeza, asidas con más fuerza de la que tenían a los salientes, como desconocía la sangre que brotaba de sus palmas y de sus dedos. Era como no tenerlos, como estar muerto. Entonces pensó que ya no había ninguna posibilidad. Se le agolpó todo su miedo en la garganta y, por unos instantes, renunció a ascender, prefirió dejarse caer en la furia blanca. Algo le rozó un pie. De pronto, lo notó preso, rodeado por uñas que se le clavaban en el tobillo con una fuerza desesperada. Era el chico.

El último de los tres hombres, colgado sobre el vacío casi boca abajo, lanzó el cable. Vio deshacerse, uno detrás de otros, los círculos, hasta que quedó tendida la línea desde sus manos hasta el matorral seco que se veía sobre lo que él creía que era la cabeza del hombre. Le parecía ver algo moverse, sin estar seguro de que no fuese el agua, varios metros más abajo, hirviente junto al borde de la pared. «Ha caído cerca, a dos metros o así», pensó. Miró hacia la presa. El hombre de los prismáticos le hizo señas de que se moviera un poco a la derecha. A gatas recorrió unos metros sobre el mismo borde. «Más, más», le dijo la mano del hombre. «Pero se va a enganchar en el saliente que tapa al chico», pensó él. Se puso a gatas otra vez y el cable se desplazó con él otro metro. Miró hacia abajo. «Lo que pensé: se ha quedado enganchado ahí».

—¡Ojo ahora! —gritó al compañero más próximo, dando un leve tirón de la cuerda que los unía para que le atendiera—, ¡fuerza, eh!

Apoyó una pierna en el borde, con la rodilla doblada. Sujetaba el cable con las dos manos, inclinado hacia atrás su cuerpo. El de los prismáticos le estaba haciendo señas otra vez. Le vio mover las manos y gritar al mismo tiempo sin lograr entenderle. Se oía aún la succión posterior al último golpe dominándolo todo. «¿Qué querrá decir?». La succión se hizo más débil en unos segundos y comenzó a oír los gritos.

—¡El chico se le ha agarrado! ¡Estén preparados a resistir a los dos!

Se volvió hacia atrás, sin aflojar las manos y la pierna adelantada.

—¡Fuerza! —gritó—. Se colgarán dos, seguramente.

Su compañero afirmó con la cabeza y se volvió, también, él, para comunicar la noticia al de más atrás.

De pronto, el estirón esperado con los músculos abdominales, con las piernas dobladas. Y otro más fuerte, segundos después, seguido ya por nuevos tirones pequeños. Sintió primero angustia al oprimírsele el estómago, luego echó su cuerpo hacia atrás con violencia, flexionando brazos y piernas para resistir mejor. Casi a la vez, empezó a notar la fuerza que hacían sus compañeros. «Deben subir los dos». Continuaban las sacudidas, las vibraciones del cable. Aflojaba y aumentaba la presión, y sentía miedo de aquel nervio de acero por el que estaba unido a dos hombres luchando por la vida. Cada disminución del peso, cada tirón, cada sacudida del cable, eran respondidos por sus músculos, relajándose y contrayéndose brusca o lentamente, teniendo, al hacerlo, conciencia de la muerte o de la salvación de dos seres humanos. Un conocimiento muscular, turbio, táctil, de la escena que se desarrollaba casi a cien metros por debajo de él. Los nervios no intervenían, su cerebro apenas producía imágenes sobre aquellas sensaciones, que parecían quedarse allí, en el mismo músculo que las había sufrido, convirtiéndose en él en la idea de peligro o salvación. La idea de la muerte angustiándole el estómago y el pecho, cuando sus músculos la pensaban al notar una disminución del peso. Y una alegría, angustiosa también, cuando sus brazos y su cintura pensaban la idea de vida al notar el peso normal.

«Debe de ser que se apoyan en las rocas o que luchan entre sí». Siempre la idea de la lucha, muscular y turbia, confundida con las mismas circunstancias que la provocaban, llegando o no llegando al cerebro, según las pausas, la intensidad de los tirones que venían de abajo, más o menos continuos, y hacían vibrar y tensarse a aquel cuerpo formado por músculos y latidos de sangre solamente. Terror, otras veces, al confundir el peligro ajeno con el propio, y darse cuenta del que auténticamente corría él: saltar en el vacío, en una de las sacudidas, arrastrando a sus dos compañeros hacia el torbellino blanco.

De nuevo el golpe, casi un latido de su cuerpo entero, del cuerpo unánime de todos los hombres del Salto, pendiente desde las orillas de sus esfuerzos. Casi a la vez, echó el cuerpo atrás al notar que el peso aumentaba definitivamente. Era el noveno golpe de agua, la novena campanada, una campanada más del redoble monstruoso que hacía temblar las miles de toneladas de cemento, todo el paisaje, asustado, de caídas nubes y horizontes lentos que miraban hacia el valle resistiendo el ocaso ya próximo, detenido por el asombro que el primer cañonazo produjo en la tarde.

Había empezado el ascenso.

—¡Aaa… up! ¡Aaa… up!

Los tres cuerpos de hombres, avanzada una pierna, echándose hacia atrás hasta muy cerca de la horizontal. Cuatro o cinco más, detrás de ellos, cogidos al cable, sintiendo la embriaguez de los músculos tensos bajo el ritmo de los gritos, convertidos todos en un unánime esfuerzo colectivo. Un cable, un grito, y el amor del hombre por el hombre, de la vida por la vida, habían sido suficientes para crear la escena heroica que, más que un símbolo, era una síntesis de la historia del hombre sobre la tierra.

—Suben dos —dijo alguien, interrumpiendo la respiración adaptada a los movimientos del cuerpo.

—Sí —dijo otro.

Continuó el ritmo, el resoplar de los hombres, la angustia de la gente que contemplaba el salvamento desde el pretil del puente sobre la presa.

—¡Aaaa… —empezaron a decir todos. Los cuerpos se echaron hacia atrás, seguros, como remos de una embarcación, como piezas convencidas de una máquina viva, invencible, la misma máquina formada por hombres, que construye, que transforma, que mantiene y aumenta el mundo y la vida. Eran obreros del Salto y sudaban, y su sudor era el mismo de los que han llenado el planeta de pirámides casi eternas, en lucha contra el tiempo y las fuerzas que pesan para hundir la vida de los hombres. Fueron ocho golpes de ocho cuerpos hacia atrás, un solo golpe y un solo grito de ocho gargantas—: …up!

Un hombre y un niño ascendieron medio metro hacia su salvación.

Continuó la operación de salvamento. El hombre, sobre el abismo, no tenía ya ningún temor, sentía la alegría de saber que los compañeros, desde atrás, participaban en sus esfuerzos. Veía el borde del abismo recortado contra un fondo de agua, y a cada tirón esperaba que surgiera la cabeza de un hombre arrancado a la muerte. Pasaron minutos llenos de gritos y ritmo.

Nadie oyó el nuevo golpe del agua, la succión de la presa. Era la décima vez, y ahora parecía, más que un redoble de campana, el primer cañonazo de una salva de honor.

Sabía que estaban muy cerca ya. Lo sentía en sus bíceps, en las piernas que se doblaban y estiraban sin que él tuviera que proponérselo, contagiadas por el ritmo de los otros, casi automáticamente. Dos gritos más y vio aparecer algo de color humano, asido al cable con una desesperación de sangre y carne desgarrada. Eran las manos de Higinio, una masa de carne sangrante, apretada en torno al cable, con varios dedos rotos o desgastados por la roca.

—¡Ya están aquí, ya están! —gritó, volviéndose—. Un poco más, compañeros.

Un último esfuerzo, el último grito, y el cuerpo entero de Higinio apareció. Asido a sus piernas y al cable con manos y boca, venía el chico. El hombre soltó el cable y ayudó a gatear a los dos cuerpos. Venían casi inconscientes, mojados, llenos de arañazos y sangre. Separó al muchacho de un tirón. Tenía los dientes y las manos agarrotados, la mirada fija, y le temblaba todo el cuerpo. Se quedó tumbado sobre la roca, sin aflojar las manos, como si rodearan todavía los tobillos de Higinio, y lloró, primero despacio, luego con una violencia extraña, vaciándose de mucho miedo contenido, mientras Higinio se miraba las manos, algunos de cuyos dedos habían perdido las uñas y la carne de las primeras articulaciones.