XVIII

«A las 7 de la mañana diana floreada a cargo de…», ponía el programa.

Se tapó la cabeza con la sábana. Seguía oyéndose. Una música penetrante, de cornetas, bandurrias, guitarras y panderetas. Y el tambor. Pom, pom, pom. «Maldita sea. Condenado pueblo lleno de ruidos». Levantó un poco la sábana y miró hacia la ventana. Hacía más de cinco meses que no se despertaba en su cuarto. Desde las vacaciones de Navidad. Todavía le duraba el cansancio del viaje, tenía en los ojos como una tela de chicle. Dejó la mirada turbia en la ventana y estuvo viendo la luz, la esquina del pabellón de enfrente, una nube, y parte del cielo. «Ojalá llueva y no haya fiestas». Luis odiaba las fiestas del Salto, los tres días de estupidez, baile, vino gratis y trajes nuevos, durante los que se cansaban más que en todo un año de trabajo. Era lo único molesto de las vacaciones. Luego vendría la bicicleta, las excursiones, los bailes en el Casino, los paseos por la explanada al atardecer, y ese placer hondo de ver los textos cerrados mientras se fuma leyendo una novela. Cambió de postura. Ahora se alejaba la rondalla encargada de la «diana floreada» por las calles del Salto. Pero era ya más ligera la tela de chicle en los ojos. Intentó dormir. Algo, un ruido, le hizo volver la cabeza hacia la puerta.

—Luis, Luis…, ¿has oído la música?

Era Chuchín.

—Déjame dormir, vete —le dijo.

Venía con su pijama de rayas rojas, los pelos revueltos y los ojos enrojecidos todavía por el sueño. Un hombre de poco más de un metro. Rió.

—Anda, anda.

Ya no se oía la música.

—Mamá está preparando tu desayuno. Dice que te lo va a traer a la cama para darte una sorpresa. Oyes, y el tanque que me has traído no dispara. Porque los tanques disparan cuando van andando, ¿verdad?

«La misma sorpresa de todos los años, chocolate y churros», pensó.

—Tienes que ponerle una cabeza de cerilla detrás del cañón. Anda, déjame dormir.

—Te va a traer chocolate con churros —lo dijo misteriosamente.

—Pero ¿por qué no te vas a la cama? ¡Cómo te vea mamá!

Miró a la ventana. El trozo de cielo estaba cubierto por una nube oscura. «¿Será muy grande? Ojalá llueva», pensó.

No llovió. Repicaron las campanas, estallaron los anunciados cohetes y bombas. El programa se cumplía. Hubo la «solemne Salve a la Virgen del Monte entonada por el coro y pueblo en general», el «animado pasacalle a cargo de la afamada orquesta Jazz-Blue». Pero no se descubrió todavía el «secreto» de los vestidos. Las mujeres, desde un mes antes de las fiestas, ricas y pobres, jóvenes y menos jóvenes, estaban preparándose y haciéndose unas, otras dirigiendo cómo se los hacían, vestidos nuevos, a la última moda de la capital. Se establecía siempre por estas fechas una tensión producida por el espionaje y el contraespionaje. Las señoras de los ingenieros eran las más imitadas, pero también las más difíciles de espiar: casi todas encargaban sus vestidos en la ciudad. Esta situación provocaba cada año más envidias y odios que las subidas de sueldo al marido ajeno. Saber que la modista la había traicionado, ser sorprendida por una señora vecina cuando se estaba probando el modelo secreto: ocurría, a pesar de la precauciones y los cerrojos. En algunas casas no eran menores estas tragedias que las producidas por algunos accidentes de trabajo. Con mucho disimulo, algunos maridos se veían obligados a participar en esta lucha sorda. Ellos y los niños eran enviados a las casas vecinas, bajo el pretexto de hablar con el otro marido, que era amigo suyo, o de jugar con los niños de tal o cual señora. «¿Por qué no nos dejas solas a las mujeres, cariño, y vas a tomar café con tu amigote del cuadro? De paso, procura echarle un vistazo al vestido de su mujer. A ver si te fijas en las mangas, yo creo que se las hará largas este año, no sé, pero como tiene tantas pecas en los hombros…». Lo decían sin darle importancia, dirigiéndose al marido sólo al principio, y con una seguridad en la obediencia del hombre que habría producido en él la rebeldía inmediata. Pero los años, la costumbre, el clima bélico de aquellas fechas le hacían postergar su dignidad varonil, coger la chaqueta y salir. Sin dar portazo siquiera. Dos o tres mujeres cosiendo, cortando tela, haciendo uso de reglas y escuadras eran suficientes para echar al hombre de su casa. No podía oír la radio («Apaga ese trasto, no hay quien se entienda aquí»), no podía fumar («Vaya humareda que estás armando»), no podía leer el periódico («Pero ¿por qué no te vas a pasear en vez de estar ahí aburrido, leyendo el periódico? Nosotras no podemos atenderte, estamos sin parar desde hace una semana»), no podía escribir o hacer algún plano (la mesa estaba ocupada por la tela de color secreto para el modelo secreto). Además, el misterio con que rodeaban las mujeres la confección de los nuevos vestidos, obsesionaba también a los hombres. Ellos mismos, sin obedecer en este caso a la presión de las mujeres, acudían menos al Casino, y cuando lo hacían, no traspasaban un límite de confianza en las conversaciones, mucho más superficial que el acostumbrado cuatro o cinco días antes. Acaso habían recibido una advertencia de la mujer: «No se te vaya a escapar que me estoy haciendo un vestido así, eh… Como en el Casino debéis de tenerlo todo hablado…». Los hombres se sentaban, solitarios, en los butacones, fumaban, se miraban con recelo. Una mirada, un intento de provocar una conversación eran indicios bastantes para ponerse en guardia. Las mujeres habían hecho imposible el trato amable, distraído, la conversación descuidada sobre cualquier tema, llena de incisos para no comentar frases o sucesos recordados o recientes, el diálogo interrumpido continuamente de las partidas de cartas. Dominaban ellas en el Salto durante las fiestas, y su dominio se sentía en los hombres, que hablaban poco o nada de su trabajo. Los vestidos se convertían, por unas semanas, en algo más importante que los alternadores: «Déjanos ahora de tus alternadores y tus kilovatios… ¿no ves que estamos cortando el vestido?». Las fiestas eran una gran ocasión en muchos aspectos. Ocasión para la vanidad femenina, aparentemente sin causa, pero justificada por el deseo de mejorar materialmente, transformado por ellas en una necesidad de aparentar poseer lo que realmente no poseían todavía. Los vestidos debían ser caros, lujosos, o, por lo menos, parecerlo.

A las once de la noche del primer día de fiesta, se descubrieron las hechuras y los colores de los trajes. Los hombres recuperaron su libertad. Disimularon queriendo hacer creer a los demás que habían participado menos de lo que en realidad lo habían hecho en el clima de misterio y espionaje. Algunas mujeres se indignaron: «Ya me imaginaba yo que aquel día que se le acabó la sal y vino a pedirnos a las tantas de la noche era porque había visto luz y se imaginó que me estaba probando el vestido. Si te lo dije, ¿no te acuerdas? Fíjate: las mismas mangas el mismo escote. Y menos mal que la tela me la han traído de Madrid… “Ésa” es capaz de todo». Un mes después no quedaría sin imitar ni uno de los modelos que habían triunfado en las fiestas por su originalidad y elegancia. Pero el haber sido descubiertas antes era una ofensa que no olvidaban en muchos meses, algo que obligaba a las mujeres a tomar medidas especiales al año siguiente.

El baile se celebró en la plaza del poblado. El frontón, que formaba parte de la plaza ocupando gran espacio de ella, servía de pista. Rodeándola, habían colocado sillas y mesas, servidas por camareros del Casino, del Bar Mirador y de la taberna. Las más cercanas a la pista, casi bajo el soportal de la iglesia, estaban reservadas para los ingenieros y eran servidas por los camareros del Casino y el bar. Era el área del champán. Unos metros más allá empezaba el área de la sidra y la cerveza con tapas. Otros metros más allá, la del vino y las gaseosas sin tapas. Había mucha gente sin sentarse, hablando con las chicas que estaban en los bancos de cemento del frontón, o en torno a la tarima de madera, donde tocaba la orquesta, traída el día anterior de un pueblo cercano.

«Creo que ha actuado en un cabaret de Madrid», decían. Eran seis, chaqueta azul y pantalones blancos, perfectamente planchados. Los bustos inclinados ligeramente hacia delante y la cabeza un poco hundida entre los hombros, seguían el ritmo de las piezas con los pies, la cabeza y los hombros, llenos de sonrisas blancas e iguales, ondulando sus pantalones al doblar las rodillas, echando bruscamente la cabeza hacia atrás a cada golpe de la música. Todo ritmo, muchachos nacidos en tierras secas, que se sentían liberados de la miseria por la vaciedad de la música norteamericana. Los dos que cantaban sabían coger el micrófono admirablemente, con ese difícil sentido de su inclinación para compensar la del cuerpo, mientras entornaban los ojos, la cabeza inclinada, y sonreían a la muchacha que los miraba desde el desmayo del séptimo baile con la misma pareja, o le hacían una mueca triste, casi desesperada, aprendida de un actor de cine. «Y ahora, vamos a presentar a ustedes (gran sonrisa) a la magnífica estrella de la canción moderna (pausa, y luego, elevación brusca del brazo derecho, descenso rápido para buscar, sin mirar, la mano de una chica delgada, guapa, a pesar de la excesiva longitud de la nariz, a la que trae junto al micrófono y se lo ofrece como si fuera un bombón, gritando al mismo tiempo) ¡MIRIAM SANTOS! (Redoble de la batería coincidiendo con el grito).

«¿Por qué tiene que ser todo al revés?», pensó el ingeniero jefe. Miró luego a su señora, pero no pudo continuar recibiendo su sonrisa con dos dientes de oro. El administrador dejó de despertar a la suya y no lo intentó ya más.

Miriam Santos cantó. La lenta melodía era distinta apenas de sus palabras, como en una corriente de agua el agua y los brillos de la tarde muerta no son distintos, no pueden existir separados. Hablaba de amor, parecía imposible cualquier falsedad o ese frecuente dominio de las «estrellas modernas» para reproducir emociones, sentidas cinco o diez o, muy probablemente, quince años antes. Cantaba muy despacio, y nadie hubiera dudado de que aquel problema amargo, vulgar, era suyo. En este aspecto, parecía como si cantara por primera vez, por un movimiento inevitable de su ser, esa necesidad de comunicación que en ciertos momentos le hace a uno llorar, cantar o gritar.

Luis la estaba mirando desde que había aparecido detrás del locutor. Se había sentado solo, cerca de la tarima, y estaba hundido en un recuerdo físico, algo turbio y cálido que le producía un dolor pequeño en la cabeza y una irritabilidad por toda la piel. La miraba, sin ser visto por ella, y oía su voz como fondo a la escena que vivía, realmente, en aquel momento: «Pasaremos todo el día juntos», «mi madre se va a dar cuenta», «di que tienes que ir a…», «sí, sí, sí, sí, sí…, María, el motor dice sí, sí, sí, sí…, ¿oyes?», «mira aquel árbol, qué bonito, recortado así parece una nube», «María, María…», «no, no, no…», «Creo que deberíamos volver ya…», «No», «Está anocheciendo…», «Podemos dormir aquí…», «Tú y yo, el mundo…», «Bésame…», «Te toca a ti»…

Continuaba la canción, pero Miriam Santos no le había visto todavía.

Luis estaba aún junto a la tarima. Había permanecido oyendo aquel motor, aquel mutuo conversar a media voz, tumbados sobre la hierba, atardeciendo, otro año.

—María —dijo.

No le oyó. Era otra canción ya. María pronunciaba el francés de una forma graciosa. Había vivido en Francia un año. Le gustaba más —le decía entonces— cuando le hablaba en francés. «Tu boca es más “besable” cuando habla en francés, sólo de verla me pongo nervioso…». Seguía cantando. Regresó él desde la orilla del río, aquella orilla.

No le había oído ella. O acaso le oyó, creyendo que la voz nacía de su propio recuerdo. «Soy yo…», murmuró. Las manos dejaron las cinturas y comenzaron a aplaudir.

—María —dijo otra vez. Decidió subir a la tarima.

—Canta bien esa chica, ¿eh? —sonrió.

La elegancia del dedo dando golpecitos en el cigarrillo para hacer caer la ceniza, los reflejos de las luces en las copas de champán, el paquete de tabaco rubio olvidado entre el plato de las aceitunas y el servilletero, la caída recta de la raya del pantalón, una pierna cruzada sobre la otra, vuelto él más hacia la orquesta y el baile que ella, de tal forma que era ella, precisamente, quien tenía que inclinarse y girar un poco el cuerpo para poder oír sus palabras o apreciar la sonrisa insinuante y mundana que colocaba en su boca cuando decía una frase como «Canta bien esa chica, ¿eh?». Ella entendió. «Se ha fijado en su escote», pensó. Tenía diecinueve años y, por lo tanto, mantenía con todo rigor la frontera entre lo que pensaba, sentía y deseaba, y lo que estaba permitido pensar, sentir y desear.

—Tiene una bonita voz —continuó el hijo del ingeniero jefe, que había venido en vacaciones de sus estudios, después de un silencio.

Pensó: «Le gusta su cuerpo». Pero lo pensó a pesar suyo, como un enigma más de los que golpeaban su cerebro y su sangre. Preguntas, impulsos domados, gritos de su cuerpo desde tiempo oídos y desde tiempo secretamente gozados, el placer de prohibirse todo, y el más largo, inagotable para ella hasta entonces, de comprender día a día pequeños detalles, comprobar o desechar suposiciones tempranas, y siempre preguntarse y desear y prohibirse todo, menos su soledad secreta de adolescente.

—¿Quieres más champán? —Se inclinó hacia ella para servírselo con más comodidad.

«Me mira el escote», pensó.

Él estuvo pensando en algo más hondo, en relación con la hija del administrador, salida hacia unos meses del colegio de monjas donde se había educado. «Con esta tonta, no se puede hacer nada. Con la otra, sí».

—¿Quieres que cante algo que te guste? —dijo—. Si voy a pedírselo seguro que lo canta. Yo la conozco de Madrid, ¿sabes?

Miriam Santos no había estado nunca en Madrid, a pesar de lo que creía la gente.

—No, gracias.

—Un tango, ¿bailamos?

—«Es imbécil, desde luego. ¿Cómo me libraría de ella? Mi papaíto ya podía darme otros encarguitos… ¡Menudas fiestas!»

—Bailas muy bien —le dijo. «¿Dónde habrá aprendido a bailar esta beata, entre monjas toda su vida?».

Bailaban, pendiente él de la proximidad del cuerpo joven del otro sexo, provocada casi siempre por sus esfuerzos para tropezar con otras parejas, ganando así un centímetro, que ya no se dejaba arrebatar manteniendo para ello la necesaria presión de su brazo derecho en la cintura. Lo sabía ella, su único problema era consentirlo de tal modo que él no creyera que lo consentía. Estaba dominada por una sensación cálida que llenaba su cuerpo y enturbiaba sus ideas. Elevó él su brazo hasta la mitad de la espalda de ella. «Es mejor así, no podrá separarse». Movió la cabeza la chica como si quisiera quitarse el mechón de pelo que tenía cerca de un ojo. Quería verle, quería saber cómo estaban sus ojos.

—María —dijo de nuevo.

Ella le vio. Había terminado su último número y bajó de la tarima. Hubo un silencio, mientras se leían mutuamente los ojos, sus manos cogidas, ajenos los dos a aquella noche falsa de desahogos decentes.

—Vámonos de aquí —dijo él.

Continuaba la música. El ritmo torpe y excesivamente fuerte dominaba la melodía. La pista estaba adornada con farolillos de papel. Por el micrófono, empezaron a subastar las últimas papeletas de la rifa.

Entonces se apagó la luz sobre el baile, sobre todo el Salto.

Se apagó sobre María, sentada ante una mesa con su marido, callados los dos desde que empezó el baile, ella pensando en algo irremediablemente perdido ante aquella prueba de juventud y alegría —el baile, las parejas, la animadora, el vino, el ir y venir de la gente, las risas que llenaban el ambiente sin que se pudiera saber quién las reía, e incluso su propia hija sentada entre amigas que la protegían de que la sacaran a bailar—. Sobre todo, le gustaba mirar a los farolillos, que el pequeño viento movía llenando la pista y las paredes del frontón de sombras y reflejos temblorosos y tristes, demasiado parecidos a los que ella veía, muchos años antes, en las fiestas de su ciudad. De un modo inevitable, acababa siempre volviendo sus ojos hacia la tarima de la orquesta, hacia la gran mancha blanca de luz que la envolvía. Sin saberlo, la luz era parte de lo que ella necesitaba para ser feliz, una parte muy importante. La callada, tranquila, mantenida y bienhechora blancura descendiendo desde una bombilla, hablando de seguridad, descubriendo las cosas que la rodeaban, impidiendo secretos rincones de sombra capaces de contener la muerte o la desgracia. Era niña: el beso de su madre, sus cuatro pasos hasta la puerta, la oscuridad súbita, y el llanto suyo que empezaba de un modo automático y duraba hasta el regreso de la madre, la súbita luz, los cuatro pasos hasta la cama, donde lloraba todavía, tapada hasta la cabeza con las ropas de la cama. Era mujer, casada ya con aquel hombre bueno, y su miedo infantil a la oscuridad fue lentamente convirtiéndose en una conciencia del valor de la luz, de lo que la luz significaba en relación con el trabajo de su marido: seguridad, vida, volverá a las ocho. Pero ella no lo sabía. Sentía miedo de la oscuridad. «Me asfixio sin luz», decía. Porque la falta de luz quería decir avería en la central, catástrofe, muerte o, por lo menos, peligro. Gritó, pues, se agarró al brazo de su marido —estaba allí, pero tuvo miedo a pesar de ello— y lloró sobre su hombro al apagarse la luz, hasta que él, casi instantáneamente, se soltó con suavidad de su mujer y se levantó.

—Voy a ver qué ha pasado —dijo—. No es nada, tranquilízate y llama a Charito. Tengo que ir.

Lobo se alejó, con las manos adelantadas para no tropezar. Desapareció entre la oscuridad, hacia el ruido de la central, que no se había detenido. Simultáneamente, habían sonado gritos de mujeres. La orquesta terminó de tocar unos segundos después de que se apagara la luz. Había cesado de pronto el rumor de risas, las conversaciones. Al terminar la música, se oyó mejor, durante unos segundos todavía, el ruido de los pies arrastrándose sobre el cemento de la pista: las parejas no habían dejado de bailar inmediatamente.

Se había apagado también la luz decisivamente sobre momentos de hombres y mujeres jóvenes, apartados de la gente después del pequeño juego diplomático entre el disimulo y el deseo, el «me ahogo entre tanta gente, me apetece un poco de fresco» y el «por ahí no, está muy oscuro», entre el «qué importa, tonta, no te voy a comer» y el «bueno, un paseo nada más y volvemos al baile»; momentos que se vivían con una avergonzada sinceridad, superior a todas las reglas grabadas por la educación y la rutina, momentos puros de hombres y mujeres, sin palabras, sin cálculos interesados, en una progresiva violación de las prohibiciones, que iban muriendo asfixiadas en la cerrada y difícil respiración del beso y el abrazo inacabables. Pero el temor surgió también en ellos con la inesperada oscuridad. Porque no era oscuridad de luz eléctrica lo que necesitaban. Necesitaban la falta de luz natural: girar el interruptor de una habitación hubiera sido un gesto demasiado crudo para el amor de los jóvenes del Salto. Significaba demasiado. Mucho más que ir por la carretera, alejándose de los pabellones, dejando atrás las luces de las bombillas, hasta llegar a la oscuridad, casi sin darse cuenta. Pero apagar la luz no les hubiera producido temor. Era otra cosa. Era «apagarse» la luz. Aquello negaba la razón de existir del poblado, era como el fracaso del trabajo de todos sus hombres. De ahí los gritos de las mujeres, la prisa de los hombres, el temor que impidió a los jóvenes aprovechar más la oscuridad, llegada en el momento más oportuno. La pista fue quedándose vacía. Regresaban chicas solas de la carretera, mientras los jóvenes empleados, los técnicos y los obreros especializados corrían detrás de sus jefes hacia la central.

—Me asfixio, me asfixio.

Era su cerebro, cerrado por el temor inconsciente, lo que la asfixiaba. María no había dejado de llorar desde que su marido la abandonó. Corrió hacia ella su hija, y junto a ella estaba ahora, abanicándola, soltándole la faja, soplándole en la cara y llorando también.

—Un vaso de agua.

Se oyó algo chocar contra el suelo, un ruido de cristales, quizá la botella de cerveza vacía o uno de los vasos que estaban sobre la mesa. La mano, con más precaución, continuó buscando.

—Mamá, mamá, di algo, no te pongas así… Llamen al médico.

Don Ramón estaba cuidando a otra mujer que se asfixiaba también con la oscuridad. Había muchas mujeres que gritaban o se paseaban, chocando entre sí, en una busca desesperada de brazos que acogieran y aplacaran su temor. Se abrazaban entre ellas, lloraban un momento abrazadas, sin reconocerse, y volvían a separarse para continuar el llanto, los gritos, el andar a ciegas tratando de separarse de aquel peso oscuro en el cerebro. Las asustaba la oscuridad, no podían evitar relacionarla con la muerte o, por lo menos, con la catástrofe que siempre se podía estar esperando en el Salto. Todos sus maridos trabajaban haciendo luz, podía decirse que eran enemigos de la oscuridad.

—Tranquilícense, señoras. No pasa nada. Un simple apagón.

Alguna voz de hombre, sobre los lloros, ofreció una salvación inútil. No era tranquilidad, era la hija al lado, atendiéndolas asustada, lo que necesitaban. Y llorar, gritar, pedir luz. Los camareros, los hijos demasiado jóvenes para estar trabajando, los estudiantes, empezaron a encender cerillas y mecheros. Había ya varias velas: medios rostros inclinados sobre siluetas confusas, abanicos improvisados con un periódico, mesas caídas, figuras corriendo de un lado para otro, el echarpe estrenado esa noche, por el suelo, sucio de pisadas.

Todo el Salto era una gran oscuridad maciza, un bloque de oscuridad limitado por los horizontes del valle a ambos lados y, agua arriba, por la presa, e ilimitado, agua abajo, como si hacia allí se estuviera vertiendo la oscuridad, en una imagen antigua de la vida y de la muerte, del río y del mar. Un río hecho de aire negro desembocando en un mar de oscuridad total, formado sobre el fracaso de toda luz y todo avance del hombre por el tiempo y el mundo. Era toda la historia, ese pasillo oscuro donde las mujeres han llorado por los hombres que trabajan y luchan para obtener la luz que ellas piden y regresar al pequeño mundo de cada uno, poblado por la pequeña humanidad de cada familia.

Allí abajo, junto a la base de la presa, quizá en la estructura también, los hombres buscaban ya la avería. Las linternas creaban una red de hilos móviles y blancos. Se veía, un instante, una mano con la llave inglesa, un rostro arrugado de hombre buscando la enfermedad de la máquina, casi humana, o la escalera de mano —un instante— que parecía avanzar sola en el aire, horizontal, hasta que el hombre entraba en el chorro de luz y desaparecía o era seguido por la linterna, que iluminaba entonces acaso la escalera apoyada en el alto transformador y al hombre subiendo hacia él, enigmático aparato en medio de la noche acaso creada por él mismo, como un dios adorado por los hombres e intentado aplacar por las mujeres, allá arriba, en el baile, con sus gritos, sus llantos, que duraban todavía. Sombras cruzándose, a las que se les iluminaba instantáneamente un brazo, un hombro, una pierna, o un rostro sudoroso, y ruidos de pasos, y voces, y avisos de precaución que dominaban cada cierto tiempo el continuo rumor de trabajo: la llave contra la tuerca, el lejano martillo contra algo metálico. Una linterna iluminó un brazo musculoso, cubierto de vello casi negro, recorrido por venas y nervios abultados, cuya mano, manchada de grasa, estaba dando vueltas a una tuerca.

—Levanta la linterna —dijo el brazo.

La luz se alzó, iluminando parte del otro brazo, aferrado a un saliente del transformador. Saltaban bajo la piel los tendones y músculos del antebrazo a cada movimiento de la mano que desenroscaba la tuerca. Los dedos la hacían girar con la precisión de una herramienta viva, perfecta, imposible de obtener con otro material que no fuera el humano.

—Vaya usted a las celdas de interruptores. Puede que estemos trabajando en balde —dijo alguien.

La mano tenía ya la tuerca libre y la enseñaba a los de abajo.

—Ya está. —Vino la voz de lo alto de la escalera.

—Y no vaya a hacer ninguna tontería, Buendía. —Era la misma voz de antes, dirigida hacia la sombra que empezaba a alejarse.— Usted espere, es inútil sin saber cómo están las celdas. Bájese de ahí.

Restalló algo metálico. Por un momento, cesaron todos los ruidos, la múltiple sombra humana se detuvo, ninguna linterna se movió. Era miedo. «¿Qué ha sido eso?». No se oyó respuesta, pero el silencio, la imposibilidad de exigirla a quien no se veía, devolvió a todos la tranquilidad.

«Qué tontería, las celdas, que son lo más seguro… Este Lobo… “Y no vaya a hacer ninguna tontería, Buendía”…, en verso y todo…». Buendía llegó al pasillo de las celdas. Le acompañaban tres obreros, que caminaban detrás de él, haciendo sonar las herramientas que llevaban en los bolsillos del mono.

—Usted mire aquélla, usted aquélla, yo éstas, y usted, Buendía, vaya con éste a la otra. —Fue la linterna la que habló: un dedo largo de luz señaló a cada uno qué celda era «aquélla», «aquélla» o «la otra». Luego, autoritariamente, habló el hombre—. Y cuidado con hacer tonterías, ya saben.

—Sí —se oyó.

Los pasos, el arrastrar de las alpargatas sobre el suelo de cemento. Buendía fue hacia la celda que se le había señalado. Rechinaron partículas de tierra bajo la suela de sus zapatos.

—Supongo que tendrán un mechero o cerrillas o algo —dijo aún la voz gritando.

Pero ya los habían encendido. Pasó tiempo, casi en silencio. Brillaban las barras paralelas de alta tensión en el techo con los reflejos de la linterna, los mecheros y las cerillas.

—Señor Buendía —fue un grito.

Corrió. La luz de la linterna delante.

—¿Qué pasa?

—Ya lo he encontrado. Está ahí — dijo el obrero. Señalaba con el dedo.

—Señor Lobo —gritó Buendía, y le vio venir por el pasillo.

Estaba allí, en el interior de la celda, pequeño, semicarbonizado: un minúsculo cadáver. Buendía levantó la linterna. Vieron, en las paredes, las señales del cortocircuito, la cal oscurecida por los chispazos y el humo. Bajó de nuevo la linterna.

—Un ratón —dijo. No supo decir otra cosa. Detrás se oyó la risa contenida de uno de los obreros.

De pronto, rieron todos y sus risas resonaron en la celda y en el pasillo.