XVII

Era verano ya. Hubiera cantado, ahora, sentada sobre las piedras, mientras miraba la superficie del embalse, los árboles de la orilla opuesta, la tarde roja del sol caído. Pero no cantó. Recordaba Charito la última tarde con él, aquel momento desesperado de amor sin intimidad, cuando no la besó, cuando ella lloró, a pesar de las frases y del silencio de él, cuando sus manos tardaron en soltarse dos horas. Aquello no podía haber ocurrido. Pero él no estaba allí. Había ocurrido. Era posible en el mundo —«no debería serlo», pensó ella— desear estar siempre junto a una persona y vivir separada de ella. Separada. Charito estuvo pensando tiempo en esta palabra. Miró cómo el sol fue una explosión de sangre entre los árboles y luego una ausencia luminosa que desaparecía, un resplandor separándose del cielo. «Me dijo que había tenido un vómito». Le pareció más fuerte el ruido de las chicharras. No lloró. Necesitó gritar que no, vencer con gritos la espantosa música de la central, vaciar de golpe el embalse, o acabar el mundo al arrancar la hierba que, sin haberse dado cuenta —ahora lo notó—, estaba arrancando. Nunca había sentido tanto amor, era la primera vez que un hombre se había convertido en algo necesario para ella. Fue revisando en su memoria momentos en los que aquella sensación nueva —sus besos, el brazo de él en su cintura o en sus hombros, la lenta caricia de su mano la había elevado hasta un olvido absoluto de todo lo que la rodeaba. Lloró ahora, se dejó llorar despacio hasta que supo —se estremeció: aún refrescaba por la noche, sobre todo cerca del embalse— que tenía que marcharse.

Cuando llegó a casa, su madre había puesto ya la mesa.

—¿Dónde has estado?

La misma pregunta siempre. Hoy no podría resistirlo, debía evitar la discusión.

—Anda, lleva los vasos. Ahí tienes una carta.

Cogió la carta luego, cuando terminó de poner los vasos en la mesa, uno delante de cada plato («el de cristal más fino para mamá, no le gusta beber en ningún otro»). Aún tenía llenos los oídos del tintineo del cristal. Se sentó, con la carta de Andrés en la mano. «Sanatorio Antituberculoso», leyó en el sobre. Lloró otra vez. «Me habrá escrito con guantes, es tan escrupuloso». Recordó algo impreciso, alguna decisión tomada y no realizada un día, una palabra no dicha, algo deseado y reprimido alguna vez. «Le hubiera besado aquella tarde, qué importa todo, le quiero, le quiero, le quiero, él no puede estar enfermo, él se curará en seguida porque yo le quiero». Estaba llorando otra vez, y sólo había leído «Querida Charito».

—Venga, a la mesa —dijo entonces el padre.