XVI

Reanudó sus paseos frente a la cama. Aquella inquietud antigua, aquella sospecha nunca totalmente confesada y confirmada ahora de un modo espantoso. Años levantándose temprano, haciendo ejercicios respiratorios, dando paseos al atardecer, la regular prueba semanal que consistía en ir corriendo desde el puente del aliviadero hasta la residencia. Años como un cazador que espera, en silencio, agachado, medio oculto por las ramas, un cazador horrorizado ante la posibilidad de que la pieza salte. Allí estaba: se había levantado temprano, con ese dolor pequeño, igual en todo el pecho o, más bien, había notado el dolor y sólo entonces había sabido que estaba despierto. «Se me pasará», dijo. Pero pensó que no. Era demasiado tiempo el que llevaba esperando con terror aquel síntoma. No se le había pasado todavía. Al hacer los ejercicios respiratorios le aumentó el dolor. La frente le pesó más, le dolió, sintió una necesidad de entrecerrar los ojos. No hizo más ejercicios. Se estuvo mirando en el espejo varios minutos, levantándose los párpados para examinar las venillas rojas del ojo. «No sé nada, tengo que ir al médico inmediatamente». Respiró hondo. Parecía que el dolor fuera algo del aire, que entrara con él ocupando todos los huecos del cerebro para llenárselo de latidos siniestros. Luego paseó hacia la salida del túnel. Cuando regresaba, vio a Charito, que volvía del correo. «¿Qué te pasa?». «¿Por qué, por qué va a pasarme nada?», pensó. «¿Cómo me lo habrá notado?». Bromeó para disimular. «Me molesta que no sean las siete», dijo. A las siete la veía todas las tardes. Le estaba mirando y él no podía resistir sus ojos cargados de todo lo que ya sabía apetecible, en aquel momento, precisamente cuando empezaba a aceptar su pérdida. «Lo serán», le dijo ella mirándole a los ojos. «Si los relojes no existieran…». Le seguía mirando. Bromas dichas con voz temblorosa, que le hacían daño, que provocaban latidos más fuertes en su cerebro. «No debe notar nada», se dijo. Luego habló. No sabía ya lo que dijo entonces. Creía recordar luego —le latía mucho la cabeza— que se despidió extrañamente

Se detuvo. Miró por la ventana de su cuarto. Durante un rato permaneció así, pensando en algo anterior al último despertar. Luego no. Luego retrocedió sin volverse, sintiendo miedo de que el rectángulo del paisaje que veía se fuera haciendo más pequeño. «Debo echarme la siesta». Huía de él aquel día de marzo, su luz, la salud verde de la primavera. No había árboles ya en el rectángulo, sólo la tierra desnuda próxima al embalse. «Cuando ella es ya justificación y objeto de tantos años secos, ahora», pensó. Pensó de nuevo: «Cuando ella me quiere como nunca nadie ni antes». No pensó ya, sino que lloró, contuvo el llanto haciéndose daño al apretar los dientes, arrugó la colcha de la cama —tirado en ella boca abajo—, pensó otra vez que debía echarse la siesta, y tosió largamente, sin poder evitarlo, sobre la blancura de la sábana, sin cubrir ya por la colcha. Había sangre en ella. «Precisamente ahora —pensó, mientras gritaba—: No, no, no». Pero era verdad.