XIV

«A lo mejor ha llegado ya, tengo que darme prisa, porque ese estúpido de Teo se va a la taberna en cuanto reparte las cartas, y ya no queda nadie allí para darle su carta al que llega retrasado, bueno, queda la pánfila de su mujer diciendo siempre que no sabe, que no puede, que no tiene, que es tarde, que…, que soy tonta de remate, es lo que debía decir, pero quizá no ha llegado todavía, porque ese “correo” del demonio es un cascajo que ni para un museo, y lo mismo llega a las doce que a las doce y media, yo creo que según si el viento sopla a su favor o en contra, y mientras tanto, venga a fumar los hombres, y las mujeres chacachá, chacachá, sentadas en el banco de piedra y poniendo como un trapo al chófer, al dueño de la empresa, al ingeniero jefe, que no tiene nada que ver…»

María subía por la carretera hacia el pabellón donde estaban instalados los servicios de correos.

«… qué vida, Señor, si parecemos culebras, todo el día soltando veneno, y todo porque nadie está a gusto donde está ni con lo que tiene, menos mi pobre Juan, que es el hombre mejor del mundo y yo creo que de bueno que es olvida que hay que ser bueno con uno mismo y con los suyos, no es todo trabajar y trabajar, sino pensar también con cierto egoísmo, ¿quién le va a pagar las horas extraordinarias que hace sin que nadie le diga nada, las que se pasa en el comedor dale que dale, delante de sus papeles y de sus cosas preparando cualquier cosa para el día siguiente?, y todo, ¿para qué?, si luego el que lo ha hecho todo es el ingeniero ese que no sabe una patata…»

—Buenos días, doña María.

Había llegado. Varias mujeres estaban sentadas en el banco de piedra adosado a la pared del pabellón.

—Hoy se retrasa más —dijo alguien.

Vio, más allá de la puerta, a La Pinilla y se sentó lo más lejos que pudo de ella. «Debe de estar esperando a su hija, que vendrá a pasar el fin de semana. Como es sábado…». Dejó el capacho con la compra a sus pies. Empezó la espera del desvencijado autocar que hacía de correo, aquellos quince o treinta minutos de engañarse sin saberlo. La situación, el lugar, la llegada del autocar, los bultos, las maletas…, había en todo esto una posibilidad de interpretación contraria, es decir, una sugestión de partida, acaso definitiva, que les consolaba diariamente de la diaria sensación de estar encerrados en un pozo. Por eso le gustaba venir a esperar el correo. Quizá los demás sentían lo mismo, y ésta era la razón de que fueran todos los días, no a esperar la carta del hijo o del hermano, la llegada de tal o cual persona o del paquete anunciado. Iban a esperar, a vivir su propia partida, a corroborar la existencia de otros lugares donde vivía gente también. El efecto más notable del Salto, sobre todo de su gigantesco ruido, era la anulación de lo exterior. Un mundo lleno de la locura girante de los alternadores, casi subterráneamente emanando un ruido tan igual, tan denso, que formaba parte del aire y de ese hueco interno, calculador y, alguna vez, imaginativo, que era el cerebro de cada habitante del Salto. Un mundo limitado por dos horizontes próximos y paralelos: la orilla cortada a pico, y la carretera que terminaba en el cielo, como una ironía sobre el deseo de evasión.

Estaba La Pinilla al otro extremo del banco, contando algo, de un modo inevitable, a la mujer de un montador. Hablaría de los «espíritus superiores» que hacían mal de ojo a la gente y eran los culpables de todas las desgracias que ocurrían en el Salto. O de su hija, que estaba trabajando en la ciudad. O de su hijo, sin el cual no se hubiera hecho la presa, según ella. Hablaría, quizá, de su marido, el pobre. María la miró un momento, más por estar en la dirección por la que debía venir el correo que por cualquier interés.

Venía ya el viejo autocar sin capot, precedido y rodeado de polvo. Cesó el ruido del motor y la gente se arremolinó en torno suyo. La Pinilla abrazaba a su hija histéricamente. Los demás, los que sólo habían venido a esperar cartas, estaban de pie, debajo de las ventanillas, como si esperaran a alguna persona o ellos mismos debieran subir al autocar cuando regresara. La saca de correo estaba ya dentro del pabellón. Cinco minutos después, desde detrás del mostrador de madera, Teo repartía las cartas.

«Queridos padres y hermanas: —iba leyendo María la carta de su hijo, carretera abajo, junto a otras mujeres que leían también, olvidadas unas de otras— espero que os encontréis bien. Por mi parte estoy estudiando mucho ahora, pues pronto tendré los exámenes finales…». Juan Lobo también había enviado a su hijo a estudiar a Madrid, por su deseo de evitarle lo que él no se había podido evitar. «Tía Clara estuvo mala hace poco, nada de importancia, ya sabéis, lo de siempre…». Otra vida, una posibilidad que él no había tenido, un diferente modo de ver las cosas, quizá la casa, el coche, el pequeño jardín, el veraneo anual. Lobo pensaba que todo esto era lo que él ofrecía a su hijo mandándole a la ciudad. La carrera era buena y podría vivir muy bien, mejor que él, desde luego, sin tener que ir de un lado para otro toda la vida. «Me encontré el otro día con el hijo del ingeniero jefe y hablé un momento con él. Sigue tan imbécil como siempre. Sólo por ser hijo de su padre se cree que no puede rozarse con los demás…». El hijo del ingeniero jefe estudiaba la carrera de ingeniero. La posibilidad de ser ingeniero pasaba de padres a hijos. El actual era hijo de otro ingeniero y, muy probablemente, su nieto estaba ya, antes de nacer, destinado a serlo también. Como un título, una nobleza o un celeste color de sangre traducido al presente dominado por la técnica. El hijo de Lobo —obrero, obrero especialista, montador, jefe de montajes— estudiaba la carrera de perito industrial y, quizá más adelante, si podía, estudiaría la de ingeniero. La meta que el padre no había podido alcanzar (no por falta de conocimientos, puesto que él siempre había estudiado sin necesidad de asistir a ninguna escuela especial, sino por falta de título que sólo en ellas se obtiene, junto con todos sus privilegios) iba a ser conseguida por el hijo. Un sentido ascensional, a pesar de todo, en contra de todo, que se transmitía también de generación en generación. «Papá, vuelvo de decirte que son inútiles tus consejos, porque apenas salgo de casa. Tía Clara te lo puede decir, pregúntale a ella. Hace un mes que no voy al cine, por ejemplo». Este era el miedo del padre. La ciudad, esa especie de turbina que funcionaba con chorros de vicio, esa podredumbre lejana, secretamente deseada y temida (por él sólo temida), y en ella su hijo, apenas un muchacho, rodeado de todos los peligros, de todas las tentaciones. «Si aprovechaba esta oportunidad y se dedicaba sólo a estudiar —pensaba él—, iría bien. Pero si no…». «Clara no es muy enérgica de carácter —pensaba, con miedo—. Pero parece que estudia». Era su salvación, casi su venganza de ese destino que le había lanzado de agujero en agujero. «De un agujero con ruido a otro agujero con ruido», decía su mujer. Pero él no lo sabía; «… y por hoy nada más. Muchos besos y abrazos de vuestro hijo y hermano».

María había llegado al pabellón. Vio a su marido en el rellano de la escalera. Acababa de llegar del trabajo.

—Carta de Luis —le dijo.