Bajaba Andrés despacio hacia la central, más alegre que otros días, silbando y tarareando una canción que había oído en el Casino. Iba sin gabardina, con la cabeza alta, observando cómo la orilla opuesta del río se elevaba a cada paso que daba. De pronto supo la verdadera razón de su alegría, el motivo que, sin darse cuenta, le había hecho no ponerse la gabardina. Era primavera. Le alegró más aún este modo súbito de descubrirlo. No recordaba que le hubiera ocurrido igual otros años. Siempre le fue comunicado por alguien el alegre y sencillo hecho de la primavera. Vio los árboles a los lados de la carretera, con hojas ya, con pájaros que trabajaban sus trinos con un entusiasmo nuevo. Le gustó el azul del cielo, el blanco de las nubes, el marrón y gris de la tierra, el verde de las hojas, reflejados todos en el agua asombrada del embalse. Todo parecía nuevo o distinto, había un perdón en el aire, una frescura joven que hacía olvidar cualquier encrucijada o rincón demasiado oscuro que pudiera llevarse en el cerebro. Sobre el horizonte, se recortaban ahora las columnas metálicas de la estructura. Un bosque de hierro de color purpurina. Los aisladores de porcelana, blancos y negros, parecían extraños frutos de aquel bosque extraño. Andrés no odió aquella vegetación metálica, impulsado por cualquier idea romántica de la naturaleza. Sabía que también a esos árboles de metal había llegado la primavera. Ascendían desde la central los cables por los que venía la corriente eléctrica hasta la estructura. Por las barras se distribuía luego a las diferentes celdas, formadas por cuatro esbeltas columnas purpurinas, donde los transformadores, los interruptores, los seccionadores y otros aparatos, la preparaban, la controlaban y la dejaban luego huir por los cables que salían hacia la primera gran columna, cuya forma recordaba a la de la Torre Eiffel, y desde esta primera, los cables volvían a saltar a la siguiente, luego a otra más alejada, y así hasta perderse en el horizonte. Una hilera de columnas entre las que colgaban, combándose, los gruesos cables de alta tensión, que se alejaban hacia las ciudades, con un ruido continuo, mezcla de silbido y canto, algo como el himno al triunfo inevitable del hombre. Andrés vio brillar el sol en uno de los transformadores, un aparato alto y esbelto, con un chasis de hierro pintado en negro. Los aisladores cónicos terminaban en unas barras metálicas, semejantes a las antenas de algunos insectos. La figura de los interruptores era menos esbelta. Sus aisladores tenían un bello color de caramelo tostado. Cada aparato estaba colocado sobre una bancada de cemento, separadas todas ellas por espacios cuyo suelo era también de cemento. Estaba Andrés detenido delante de uno de los letreros metálicos: «No tocar. Peligro de muerte». La calavera y las dos tibias no eran exclusivamente de hueso, sino que parecían tener todavía carne pegada, como si pertenecieran a un electrocutado. Bordeó la zona peligrosa y llegó a la parte nueva de la estructura. Varios albañiles trabajaban en las bancadas. Uno de ellos era Pedro, el muchacho del que le había hablado Lobo. Se acercó a él.
—Buenos días —dijo.
Los obreros le saludaron sin dejar de trabajar. Llamó a Pedro con la mano.
—¿Qué hay, muchacho? —Le pareció inteligente, por lo menos tenía una expresión más viva y humana que la de los demás obreros de Aldeaseca.— Has ascendido, ¿eh? Hace unos meses estabas de peón.
—Sí, señor —dijo Pedro.
El muchacho era moreno, vestía con el típico mono azul, camisa campesina y alpargatas obreras. Le miraba asombrado, quizá un poco asustado de haber sido llamado por un ingeniero. Recordó Andrés la frase de Lobo: «Está obsesionado con algo».
—¿Manda usted algo? —preguntó el muchacho para salir del silencio incomprensible en que permanecían los dos, uno frente a otro. El sol empezó a iluminar su cara, haciendo más vivos sus colores de campesino. Se oyó el rugido de la hormigonera girando.
—No, nada —dijo Andrés—. Quería hablar contigo sobre lo que le preguntaste al señor Lobo, ¿recuerdas? ¿Por qué le preguntaste eso?
Se ruborizó el muchacho.
—Perdone —dijo.
—¿Por qué? —Andrés le animó a hablar—. No te regaño, hombre. Simplemente estoy interesado en que me lo expliques.
«¿Acaso?»… Le pareció haber comprendido. Pero era imposible. Conocía el atraso de los campesinos de Aldeaseca, aún vivía bajo la impresión que le causó entrar en aquel pueblo con el coche del ingeniero jefe, varios años atrás. Él no había conocido una situación social semejante. Un pueblo verdaderamente primitivo, sin relaciones apenas con los más próximos, no ya con la civilización o la que se suele llamar así. «Cuando se acabe la central, darán luz en mi pueblo, ¿no?». Recordó que el muchacho le había preguntado esto al señor Lobo. Le preguntó, directamente ahora, si lo que quería saber era si darían luz a su pueblo cuando acabaran la central.
—Era eso lo que le preguntaste al señor Lobo, ¿no? —sonrió Andrés—, Pues sí, la darán. ¿Es que te gustaría a ti hacerlo?
Pedro permaneció en silencio unos segundos. Luego, bruscamente, levantó la cabeza y habló.
—¿Pero se podrá dar a todo mi pueblo a la vez? Yo no sé cómo se hace.
Andrés descendía solo en el «plano inclinado». Miró todavía hacia arriba y vio la parte alta de la estructura. Le emocionó el recuerdo de su conversación con Pedro. Un campesino de dieciocho años que apenas hacía unos meses que trabajaba en la central de albañil, obsesionado con la idea de ser él quien cerrara el interruptor para dar luz a su pueblo. Algo sencillo y esperanzador que, en medio de aquella realidad de vida renovada por la primavera, le pareció un motivo más de fe en la naturaleza, en el luminoso destino final del hombre sobre la tierra. Parecía inexplicable, sin embargo. Intentó imaginarse el proceso mental del muchacho para llegar a concebir una idea aparentemente tan simple, pero que suponía en él una capacidad de pensar, ciertos conocimientos, la superación del miedo ancestral de su pueblo por todo lo inexplicable. «Querer dar luz a su pueblo». Le pareció poética la idea. Era como si el mismo pueblo se quisiera dar luz a sí mismo.
Había entrado en la central. Tomó en el cuadro de mando los datos que necesitaba y fue luego hacia el ala en construcción. Vio varios andamios y carpinteros que trabajaban en los muros. Otros obreros estaban trabajando, también sobre andamios, en la prolongación de los raíles de la grúa. Pero donde había más era en las cámaras de las turbinas para los nuevos grupos. De regreso, pasó ante Lobo, que dirigía el trabajo de varios montadores y obreros, en el Grupo III. Llevaba mono, como un obrero más.
—El muchacho ese, Pedro, ¿sabe…?
Lobo miraba su boca, leyendo lo que decía, casi imposible de oír a pesar de los gritos. Los alternadores seguían gritando con la locura de sus miles de revoluciones por minuto.
—Es curioso —le pareció entender a Andrés.
En torno al generador en montaje, papeles y trapos, impregnados de aceite o grasa de máquinas, despedían un fuerte olor. Continuó hacia la salida, despacio, observando los manómetros que había junto a los dos grupos en funcionamiento. Se detuvo ante uno de los cuadros de madera en la pared con la «Legislación de Accidentes de Trabajo». Leyó algunos párrafos.
«1.- Síncope por parálisis respiratoria.
Si es posible, enviad por un médico…»
Rió.
«… y sin pérdida de tiempo a la víctima, aunque parezca estar muerta.
a) Interrúmpase inmediatamente la corriente: con un movimiento firme y rápido, separar al accidentado del conductor eléctrico…
b) Comiéncese seguidamente la respiración artificial: …en cada momento de retraso se pierde una posibilidad de salvación…
El personal debe adiestrarse en estas prácticas de salvamento.»
Examinó los dibujos representando los dos momentos de la respiración artificial.
«2.- Primer tratamiento de las quemaduras.
Recomiéndese un ungüento básico o aceitoso espeso o harina y agua… Las quemaduras carbonizadas se cubren con algodón sólo…»
«3.- Ceguedad por arco voltaico.
Si se expone la vista a la luz de un arco eléctrico, a veces se produce una inflamación seguida de escozor. Para aminorar éste…»
Andrés se alejó de allí. Había recordado los accidentes de trabajo presenciados por él. «Luego nadie sabe nada, nadie se preocupa de nada hasta que ocurre algo», pensó. Al salir de la central miró hacia arriba. Sobre los cien metros de la presa estaba la pequeña «casa de compuertas». Dos hombres habían quedado hundidos en aquella mole de cemento. No pudo reprimir un gesto de horror. «Quizá son ya cien los que han muerto… Y aún no se ha terminado». La presa, la central, la ladera cortada a pico con dinamita, el túnel que se abrió explotando un día antes, la estructura que brillaba en lo alto de la ladera izquierda…, todo le pareció impresionante. Una epopeya de dos mil héroes.
Por la tarde, Andrés fue con Charito hasta la salida del túnel. Sentados en una piedra contemplaron durante largo rato el enorme chorro de agua que saltaba sobre el río. Andrés pensó en algo inevitable, quizá en su propia obsesión por la salud que le hacía ir todos los meses a la ciudad para que le mirasen por rayos X. Tenía la mano de ella cogida, sin mirarla. Una costumbre de dos meses dedicados a pasear.
—Andrés, qué bonito es.
La miró, sabiendo que encontraría los ojos grandes vueltos a él, bañándole en aquella confabulación de ternura y desmayo posible que flotaba entre ellos y los labios abultados y entreabiertos como en una promesa y un aplazamiento constantes.
—Sí —dijo él.
Acababa la tarde, siguió mirándole cuando él la abrazó sin levantarse de la piedra. Aquel gesto dulce, aquella postura que, en cierto modo, era una síntesis del mundo, desde el oscuro tiempo en que el agua y los gases llenaban la superficie del planeta, hasta hoy, a través de todo el proceso inimaginable y variado de cambios, catástrofes, invenciones y victorias que supone la posibilidad de decir «hoy». Aquel gesto dulce del beso y el abrazo.
—Mi padre me lo ha preguntado —dijo, con la cabeza apoyada en el pecho de él, girada hacia arriba para verle.
A Andrés le divirtió el recuerdo del señor Lobo. Desde que sabía o imaginaba o le habían dicho o todo a la vez, que su hija era novia de él, se creía obligado a tratarle menos y con una forzada objetividad. Sonrió, haciendo una leve presión con su mano en el hombro de la muchacha. Se preguntó qué le había llevado hasta aquella situación. Prefirió no buscar respuesta y aceptó todo lo ocurrido. No era resignación. «Amar, ser amado, casarse…»; pensó, «una casa llena de mujer, las flores, los detalles…». Quizá fuera todo esto una importante parte del proceso lento que había experimentado desde que salió de la escuela como el ingeniero más joven del país, con aquella masa de recuerdos numéricos o gráficos, cuyo estudio le había impedido durante ciertos años hacer cosas que siempre apeteció. Ahora veía cierta inutilidad en todo aquello, algo falso en su título y en su posición social.
—Charito, ¿sabes?, tu padre, yo, todos los ingenieros, empleados y obreros de este Salto estamos haciendo algo grandioso. Y te digo que a veces preferiría ser un simple obrero, en vez de este… «firmante del trabajo ajeno», porque apenas soy otra cosa, créeme.
—¿Por qué dices eso, Andrés? —Ella le acarició la cabeza. Conocía este tipo de arrebatos suyos.
—¿No comprendes? Número uno de mi promoción, «niño bonito» de la CEDE…, es decir, participar en un par de proyectos al año, que realizan otros, firmarlos y cobrar un buen sueldo. Picar la tierra, empujar vagonetas… o lo que hace tu mismo padre… Un hombre necesita darse cuenta de que trabaja, es su única justificación… Y hay una curiosa tendencia a darnos cuenta de ello a través de las manos, precisamente… Tu padre no está obligado a ponerse el mono y la boina, a manejar él mismo la grúa o, como le he visto hacer esta mañana, a martillar…
—Mi padre no puede resistir sin trabajar. Es equivalente a vivir, para él. Nos olvidaría a todos, antes que olvidar un tornillito de una de sus máquinas.
—Sí —habló y pensó—. Es equivalente a vivir…
Era noche ya. De nuevo vio Andrés, esta vez más cerca, los labios abultados de ella. Tenía su cabeza rodeada con el brazo, apoyada en su pecho, algo suyo definitivamente. Le acarició el pelo con la otra mano. Tan pegada a él como si fuera una parte de su cuerpo, otra cabeza suya con la que pudiera realizar todos los dulces gestos derivados de la dualidad de bocas, de caras.
Los prolongados y alegres juegos de sus labios, la honda atracción de sus cuerpos, el grito próximo y lejano de sus sangres, más fuerte ahora que la voz de los alternadores.
Era demasiado tarde. Regresaron al Salto.