Había pasado el peligro. Con el túnel funcionando, el desagüe del embalse estaba asegurado. Hasta hubo que cerrar el aliviadero. Se continuaron las obras en la «casa de máquinas», a la que ya le faltaba nada más el muro del lado de la presa y uno de los laterales. Estaba en instalación el Grupo III, y se trabajaba ya en las bancadas para las turbinas de los Grupos IV y V. El embalse se cubrió de una gruesa capa de hielo que duró casi un mes. Lobo escribió en su «Diario del Montaje de los Alternadores de Aldeaseca»:
Día 11, miércoles.
Metí el tercer disco en el eje a las 3,5 tarde. Entró perfectamente y con 200° C. Tenía de 5 a 6 décimas más que el eje.
Día 12, jueves.
Puse en la estufa cuatro polos para secar.
Día 13, viernes.
Saqué los primeros cuatro a las 24 horas y puse otra partida. Subí la 2.a mitad del estator a la cimentación y Buendía empezó a poner los topes en el disco inferior del rotor para los polos. Éstos se soldaron con autógena. El punto medio del polo viene marcado por un granetazo en el disco del centro.
Día 14, sábado.
Empecé y cerré el estator. Por la tarde empecé a meter polos, y del primero, por su peso, no entró más que el primer disco. Se clavó allí. Este polo número 2 fue de los que estuvieron en la estufa con 40° C, y yo noté que había algo de deformación. En vista de esto, metí el número 10, que no había estado en la estufa. Éste entró por su peso hasta casi dos discos. Después, con pequeños golpes, entró hasta su sitio. En vista de esto empecé a preparar unos tensores para meterlos a presión.
Día 15, domingo.
Descanso.
Después de misa, los hombres iban al frontón. La taberna El Voltio estaba enfrente y en ella se reunían los hombres para beberse el vino apostado sobre el resultado de algún partido de pelota. Jugaban El Negro, un hombre alto y fuerte, de pelo rizado, que trabajaba en el almacén; Raúl El Vasco, capataz de obras; un carnicero, y un empleado de la Administración, de poca estatura, delgado, con rostro pálido, cargado de hombros, pero que permanecía imbatido. Sus enormes manos, desproporcionadas con su cuerpo, parecían ejercer una atracción sobre la pelota. El Negro se desesperaba con sus saques de «efecto». Después del bote, la pelota salía rodando por la arista de la pared y el suelo. El Negro se había roto más de una vez las uñas de su mano izquierda tratando de devolver un saque de estos. La gente se reía mucho viendo al gigante del almacén correr de un lado para otro. Saltaba, se agachaba, iba arrastrándose hasta donde calculaba que botaría la pelota y, mientras tanto, el escuálido Truquitos, así le llamaban, estaba en medio del frontón, apenas sin cambiar de sitio, con una tranquilidad asombrosa que contrastaba con los sudores de su rival. Desde entonces sólo le dejaban jugar contra tres como mínimo. Si jugaba contra uno lo hacía sólo con la mano izquierda o con las dos manos, pero sin moverse de un pequeño espacio señalado con tiza. Nunca perdía: la pelota salía recta de su mano, rebotaba en el frontón con un ángulo inesperado, botaba oblicuamente, cambiaba de dirección en el aire… Las cabezas de los espectadores giraban de un modo exacto siguiendo a la pelota desde la mano a la pared, desde la pared al jugador. Un movimiento pendular, igual, en todos. Sus respiraciones creaban pequeñas nubes que se mantenían un momento delante de sus rostros, y luego se desvanecían despacio. Los jugadores, en alpargatas, con las camisas remangadas, daban gritos para ayudar a las manos en el momento de lanzar la pelota. En la pared lateral, cerca de donde acaba el frontón, varios niños jugaban con una pelota de goma, imitando a los mayores. Sonaban como estallidos los golpes de las manos contra la pelota, alternados con los botes y con los choques de la pelota contra el muro, más secos, con una resonancia que se iba perdiendo hasta hundirse en el gran silencio del Salto. Porque el tiempo y la costumbre habían convertido al ruido continuo y enorme de los alternadores en un gran silencio que parecía estar pegado a la tierra y a la madera gris de los pabellones. Era ya un ruido que nadie notaba, no se pensaba en él como los primeros días. Formaba parte del ambiente, como la niebla que ascendía del embalse en los días de invierno.
Después de comer, los vascos de la residencia, todos técnicos y empleados, cantaban a coro y acababan persiguiéndose por la carretera, en camisa, entre grandes risotadas.
A media tarde, los obreros del Salto iban a Nueva Aldeaseca a bailar en el Gran Salón. Dos pesetas la entrada. A la misma hora, los empleados e ingenieros del Salto iban al Casino, con sus mujeres e hijas de más de veinte años. Jugaban ellos al billar, a las cartas, al dominó, mientras las mujeres hablaban con una continuidad semejante a la del ruido de los alternadores y las hijas bailaban con los ingenieros y empleados jóvenes, vigiladas por sus madres que, sin distraerse de la conversación, participaban con miradas y gestos disimulados en la futura elección de ellas. No todos los empleados podían entrar en el Casino. Había una «junta» que admitía o rechazaba a los posibles socios. Se exigía un mínimo de «categoría» para ser admitido. Esto había provocado conflictos como el de La Pinilla, cuando fue rechazada. Todo el mundo reconoció que ni ella tenía ni su marido había tenido suficiente categoría como para ingresar en el «Club-Casino». «Dónde vamos a parar… la mujer de un guarda…», dijo la señora del Administrador. Pero La Pinilla gritó, insultó y llamó criminales a los que olvidaban que su marido había muerto como un héroe. «No como esos señoritos que sólo les engorda el culo de estar sentados». Indudablemente, fue una osadía por parte de La Pinilla solicitar su ingreso en el «Club-Casino». No sólo por el asunto de la categoría, sino también por su escasa educación, por su histerismo, y por su hija, sobre todo. «Un día se nos presenta en el Casino esa pindonga ¿y dónde llevamos a nuestras hijas?», se preguntaban las señoras. Los hombres no tenían tampoco ningún deseo de que ingresara. Muchos aprovechaban los viajes de los camiones de la CEDE para ir a la ciudad a pasar el fin de semana. Luisita Pinillo, los domingos que venía a ver a su madre, saludaba a casi todos los empleados solteros del Salto e incluso a algunos casados. Ellos se turbaban de un modo especial, creyendo descubrir algún secreto sólo con devolverle el saludo a aquella muchacha. Algunos disimulaban haciendo como que no la veían. Su madre sonreía y presumía de hija admirada por todos los hombres. Parecía querer emplear a su hija como base de algo que se proponía. «Si mi hija quisiera…», decía.
Las maestras pertenecían también al «Club-Casino». Pasaban en él todos los domingos, disimulando sus insatisfechas ganas de bailar, en una mesa donde varias señoras hablaban ininterrumpidamente, jugando de vez en cuando a las cartas. La que tocaba el piano, doña Carmen, al final de la tarde, interpretaba los dos valses de Chopin que sabía. Los jóvenes la obligaban a tocar después El piccolino, Continental o alguna otra pieza bailable de moda. Sus dedos recorrían el teclado con movimientos bruscos, casi agarrotados, con la falta de agilidad que parecían tener sus manos, chatas y gordezuelas, una rara mezcla de manos de niña y de mujer.
Este invierno, Andrés no jugaba al ajedrez en un rincón con don Ramón, el médico, mientras bailaban los demás. Infinitas partidas en las que el pequeño doctor, un hombre nervioso, con un cigarrillo mal liado siempre en la boca, que se sacudía la ceniza de los pantalones cada medio minuto, que silbaba una melodía irreconocible, muy bajo…
—(Le toca a usted, doctor),
… enlazando el final con el principio, que movía de un modo inesperado, repentino, tirando siempre alguna pieza, con lo que asustaba a los espectadores, que no lo eran de toda la partida, sino del saque nada más o, como máximo, de la primera parte hasta el momento en que el doctor, después de pensarlo mucho, comía el primer peón, y entonces, el último espectador, que había permanecido en una silenciosa espera contemplando indignado cómo el doctor no veía el peón que le estaban regalando, se separaba del rincón sin poder resistir más aquel silbido, aquella especie de rasgueo de guitarra con el que el hombrecillo se sacudía la ceniza, aquel menudo temblor continuo de sus rodillas. Este invierno, las partidas empezaban después de comer y acababan cuando la gente venía para bailar. Entonces, el ingeniero bailaba con Charito, la hija de Lobo. Un hecho tan simple había provocado comentarios en el Salto, comentarios que, por otra parte, no eran perjudiciales para ninguno de los componentes de «la nueva parejita», ya que, salvo a las envidiosas, a todos les parecían bien aquellas relaciones, que ni siquiera habían sido denominadas así por los interesados. «Mira la gatita rubia de Charo, mírala cómo ha pescado a un ingeniero». «Debía asegurarse antes de si “está del pecho” o no». Por ahora, ellos se limitaban a bailar los sábados y domingos, y a pasear delante de la Dirección algunos días.
Desde que la empresa instaló un proyector de cine en una de las salas del Casino, los sábados por la tarde, después de comer, los chicos iban a ver películas de Charlot, de Jaimito o de Tom Mix. Persecuciones accidentadas, baños imprevistos, explosiones, cow-boys, puñetazos, beso final del bueno y la joven secuestrada por los malos. Antes de empezar la película, rítmico pataleo pidiendo que fuera «cómica», como anunciaban a veces los carteles.
—¡Có… mi… ca! ¡Có… mi… ca!
Se apagaban las luces y el silencio surgía de pronto. A veces, empezaban de nuevo el pataleo y los gritos protestando de que las imágenes salieran al revés. Luz y nuevo apagón. Silencio otra vez, interrumpido de cuando en cuando por risas, aplausos animando al joven vaquero que corre sobre su caballo para salvar a la muchacha rubia, silbidos a la cara del «malo»…
A media tarde empezaba la sesión para los mayores. Los chicos se iban a las rocas, detrás de la Dirección, y se escondían en las cuevas, espiándose, persiguiéndose, matándose y levantándose luego: «Eso no vale, te he disparado yo antes». Chuchín estaba empeñado en luchar con su hacha de indio y moría siempre antes de llegar al cuerpo a cuerpo. Los hijos del ingeniero jefe, Carlitos y Toño, hacían siempre de capitanes de banda. Todos estaban de acuerdo en que no valían para este cargo, pero tenían un «meccano» estupendo y un triciclo, y pistolas que disparaban, y un lagarto mandado disecar por su padre. Uno de los juegos preferidos de los chicos era ir a cazar lagartos. Los esperaban mucho tiempo tumbados sobre las madrigueras y cuando asomaban la cabeza se la sujetaban contra la tierra con una rama de árbol en forma de horquilla. Luego se los vendían a El Periodista que, según les decía, se los comía. Ellos le miraban con cierto asco. La realidad era que al administrador le gustaba mucho la carne de lagarto y se los compraba a buen precio, mucho mejor, desde luego, que el que él pagaba a los chicos. Los niños no decían nada a sus padres para mantener en secretos una fuente de ingresos que les permitía comprar más regaliz del que sus madres les dejaban.
Los hijos del ingeniero jefe tenían también una bicicleta cada uno. Se las habían traído los Reyes el último año. Pero ya las tenían estropeadas. Fue por una tontería. Un día que su padre los había castigado a no salir, subieron a su habitación. Estaban asomados a una ventana del cuarto piso de la Dirección, donde vivían, cuando de pronto, se les ocurrió una idea: «¿Cómo quedarán al llegar abajo?». No pudieron resistir la tentación y la curiosidad. «Qué originales son sus niños», dijo la señora de un montador cuando se lo contó la señora del ingeniero jefe.