XI

Vio alejarse a su marido por la carretera. Hacía más de un cuarto de hora que la sirena había tocado y aún pasaban obreros de regreso del trabajo. Desde la puerta del pabellón, la mujer de Ramos miró las últimas luces de la tarde arrastrándose hacia la silueta de las colinas de la orilla opuesta. Parecían sin fuerza, luces cansadas que iban quedándose en sombras antes de llegar al río. Los empleados desaparecían en pequeños grupos por las calles, entre los pabellones alineados. La mujer contempló a su marido, el único hombre que iba a la central, y creyó oír los saludos de los que se cruzaban con él. Luego le vio detenerse con alguien que no pudo reconocer en la distancia. «Ruiz», pensó. Recordó las últimas palabras de él: «Voy a dar una vuelta al túnel. A ver si los vigilantes vigilan de verdad». Le había llamado, antes del toque, el ingeniero jefe, y fue al regreso de su entrevista con él cuando pasó por su casa para decirle a su mujer que tenía que bajar al túnel. «¿Qué te quería?», le preguntó ella. «Nada, que cuándo era la voladura. Esta tarde hemos acabado de colocar las cargas en la entrada». Aún seguía ella mirando hacia donde su marido hablaba con alguien que no podía reconocer. «No es Ruiz», pensó ahora.

—Lobo tenía razón —dijo Ruiz—. El aliviadero está socavando la base izquierda de la presa demasiado de prisa.

—La única solución es la cuchara de cemento. La erosión es terrible.

Ramos miró a Ruiz con interés. Recordó algo oído en el Casino.

—¿Cómo va ese catarro? —preguntó.

—Mañana voy a la ciudad. Me preocupa un poco, por si no es sólo catarro. —Se tocó inconscientemente el pecho. Siguió—: Pero me dará tiempo a hacer unas fotos de la voladura. Será algo impresionante. Voy a ir hasta la salida del túnel para darme un paseo nocturno y elegir el sitio desde el que haré las fotos mañana.

Se imaginó la avalancha de agua, volada la gruesa pared de tierra que le impedía entrar en el túnel.

—Ya lo creo —dijo Ramos.

—¿Pero ahora baja al túnel?

—Sí. Quiero comprobar que está todo preparado para la voladura. He puesto unos vigilantes, pero sólo me fío de mí.

—Eso se llama amor al trabajo —dijo Ruiz.

—Hasta luego —dijo Ramos—, que no sea nada eso.

La noche era sin luna. Las estrellas parecían más grandes que otras veces. Anduvo unos pasos desde el pozo por el que había salido hasta las piedras que estaban sobre el borde del embalse. Tranquilamente, lió un pitillo sentado en una de ellas. «La de agua que debe de haber aquí», pensó. Buscó un brillo o una claridad en la gran mancha negra del embalse, que parecía moverse pequeñamente sin romper su amenazadora y grande quietud. Respiró hondo. Con la caja de cerillas cerró el hueco que había formado con las manos. Hacía aquello por costumbre, aunque esta vez no había viento. Al resplandor de la cerilla sus manos parecieron de sangre endurecida. Tenían los bordes y las uñas llenos todavía de tierra seca y polvo de cemento. La mano derecha completaba por debajo la cavidad, sujetando en el centro la cerilla. Era como un pequeño hogar, al que acercó el pitillo. Las dos manos y la caja de cerillas se separaron al mismo tiempo que el primer humo quedaba delante de los ojos y lentamente se alejaba sobre una brisa imperceptible. «Uf, si hago esto allá abajo», pensó, «la que se arma. No hay quien aguante allí abajo, sin poder fumar». Recordó con la piel la humedad pegajosa del túnel, aquella sensación de estar bajo toneladas y toneladas de agua, sólo sostenidas por una pared de tierra y dinamita. Horas sin fumar, la superficie curva del túnel, las cajas vacías de los paquetes de dinamita, el explosor, y aquella resonancia extraña de las voces, de los ruidos pequeños, que le hizo preferir el silencio y la quietud. El olor a tierra interna le obsesionaba. Parecía como si estuviera rodeado de cadáveres recientes, envueltos en grandes montones de flores marchitas y tierra removida, blando todo por la última lluvia. Se oía el ruido de los alternadores filtrado, lejano y próximo. Estuvo lleno de estas sensaciones, no pensando, sentado sobre las piedras ante el embalse y la noche. El cigarrillo se alegraba a intervalos, veía él su resplandor mínimo aumentar cada vez que daba una chupada, o cuando lo golpeaba haciendo caer la ceniza. Pensó luego en algo poco concreto, un paisaje vivido hacía años, con rumor de ovejas triscando y de espigas que negaban con una insistencia amarilla lo que el viento les pedía. Miró con fuerza contra el agua, trató de descubrir su pueblo hundido. Con el cigarrillo entre los labios se agachó para descalzarse la bota que le hacía daño. «Las cholas eran más cómodas», estuvo pensando mientras movía los dedos del pie y se lo acariciaba con las manos. Notó húmedo el cigarrillo entre los labios, la saliva le fluía sin querer en la postura que tenía. Cogió el cigarrillo con la mano que había acariciado el pie. Se lo puso otra vez en los labios y se calzó. El último humo del cigarrillo salió de su boca con lentitud, casi con voluptuosidad. «Tengo que bajar ya, se me acabó mi turno». Quiso recordar la dinamita que había colocada en la entrada del túnel. «Mucha, desde luego». Fue hacia la boca del pozo y, sin detenerse, tiró la colilla, que pareció protestar haciendo saltar sus chispas. «La que se armaría allí abajo con esto». Siguió andando hacia la boca del pozo.

Ramos llegó hasta la entrada del puente sobre el aliviadero y se desvió hacia su derecha. Caminó un rato a través del campo, viendo delante de él, entre los árboles, el brillo triste de la superficie del embalse. El humo de su cigarrillo se mantenía un momento delante de su cara, resbalaba luego por ella, y se deshacía en jirones azules detrás de él. Sintió frío. Se cerró la cremallera de la cazadora y se caló la boina. Llegó hasta la boca de uno de los pozos con escaleras metálicas que servían para bajar al túnel. Tiró lejos el cigarrillo, apenas mediado. «La dinamita…», pensó. Levantó la tapa y apoyó un pie en el primer escalón. Se detuvo un instante, con la cabeza a ras de tierra. Le había parecido oír algo. Nada, era su propio brazo que había movido unas piedras pequeñas junto al pozo. Comenzó a descender, alternando pies y manos, notando la corriente de aire cálido que subía. Supo que llegaba al túnel, no por cualquier dato exterior, sino por una costumbre de varios meses, algo como un instinto provisional que se le había ido creando. Oyó entonces una voz debajo de él.

—¿Quién es?

Era Mariano.

—¿Por qué te has quedado tú? —Bajaba ya el trozo de escalera que colgaba, al aire, desde el final del pozo hasta el suelo del túnel.

—Es que la mujer del Asturiano está para dar a luz y ya ve.

Ramos vio a otro obrero sentado sobre un cajón, leyendo una novela a la luz mortecina del candil de minero.

—Y el otro… Teodoro… ¿dónde está? —preguntó a Mariano.

—Le ha tocado el turno para subir a fumarse un cigarro. Toda la tarde aquí… Nos hemos sorteado y le ha tocado a él el primero, ¿no le parece mal?

—No, no —dijo Ramos—. Ya os va quedando menos, los otros vienen a las dos.

Fue hacia el otro obrero, que al verle acercarse, se levantó sin dejar la novela.

—Aburrimiento, ¿eh? —le dijo.

Sonrió el obrero sin contestar, estiró su cuerpo. Quiso dejar la novela sobre el cajón, se le cayó al suelo, pero no la recogió. Ramos vio en la pared cilíndrica su propia sombra agrandada y deformada, algo monstruoso que por un momento le causó una desagradable impresión. Regresó junto a Mariano.

—Ninguna novedad, ¿no?

No fue creado el silencio por ellos, después de la respuesta esperada de Mariano. Existía desde antes y sus voces no lo habían roto, simplemente habían servido para comunicarse unas noticias más o menos importantes. Ahora callaban los tres. El obrero que dejó de leer al acercársele Ramos seguía de pie, sin atreverse a continuar la lectura, a sentarse por lo menos, extrañado de la situación creada por un respeto inútil, pensaba, que para lo único que servía era para dejarle impaciente hasta que el señor Ramos se marchara o le autorizara a sentarse. «¿Qué pasará con Jones?». Su impaciencia, su intriga, tampoco sonaba en el silencio cilíndrico del túnel. Ramos fue hasta el tapón de tierra que aún, durante catorce horas, continuaría impidiendo la invasión del túnel por el agua del embalse. Tierra sembrada ya de dinamita, madurando sordamente la cosecha de violencia que la haría volar en pedazos para dejar paso al agua. Examinó las perforaciones donde estaban depositadas las cargas de explosivo. Comprobó algunos cables. Se volvió de pronto.

—Mariano —dijo. No habló hasta que Mariano llegó cerca de él—, ¿no se pudo encontrar otro cable, por fin?

No le pedía respuesta. Sabía que no se pudo encontrar otro cable, y lo preguntaba ahora para justificar, una vez más, en su cerebro, aquella respuesta única que valía para todas las preguntas de ese tipo. «No se puede trabajar así. Con materiales malos y viejos, sin medios apenas…». Ramos notó el calor y la humedad que se desprendía de la tierra.

—¿Has notado ese olor? —dijo—, ¿a qué huele?

Exageró la expresión de oler, haciendo ruido con el aire que aspiraba.

—Vaya si lo he notado. Cuatro horas seguidas aquí… No sé a qué olerá, pero desde luego a nada bueno. Es inaguantable.

Bruscamente, empezó de nuevo el silencio, ese silencio táctil de los locales subterráneos, hecho de imperceptibles ruidos de vida. El rumor de los alternadores funcionando parecía ser segregado por la tierra como la humedad cálida y aquel olor extraño. Desde donde estaba veía Ramos al obrero sentado en el cajón, leyendo otra vez, cerca de la luz que proyectaba su sombra oblicuamente sobre la pared cilíndrica. Un cuadro sin decorado, duro, con algo irremediablemente inhumano. Pero no lo pensó. Se volvieron los dos hacia la pared de tierra y vieron sus sombras, no pudieron evitar verlas, porque se movieron con un giro y quedaron luego quietas, dejándose observar. Tenían una inmovilidad irreal que no creyeron suya y que les impresionó más, porque las sombras tenían casi el mismo tamaño que sus cuerpos. Fue un instante de temor. Ramos miraba su propia silueta en la pared de tierra que, ahora mismo, estaba conteniendo la avalancha de miles de toneladas de agua: la cabeza demasiado redonda, como si fuera calvo, a causa de la boina que llevaba siempre; el torso como inflado con la cazadora de cuero; las piernas se arrastraban un trozo por el suelo y ascendían luego por la tierra hasta llegar a la sombra del cuerpo. Como si estuviera arrodillado contra la pared, como si él, su sombra, estuviera aguantando también, ahora mismo, todo el empuje del agua. Se volvió para decir algo, quizá para marcharse. El obrero no estaba sentado ya sobre el cajón, se había levantado y los miraba, a Mariano y a él, asustado, enmudecido por algo que él no había visto todavía. Ramos comprendió de pronto. Giró la mirada hacia el rincón y lo vio. Mariano empezó a gritar.

La viuda de Ramos gritó al oírlo. Cayó al suelo la revista para mujeres que estaba leyendo. Boby ladró.

Teodoro venía corriendo desesperadamente, sin notar la bota que le hacía daño. «Y pensar que estuve a punto… el pie en el primer peldaño del pozo… Casi me mata el aire…».

—¡El túnel! —dijo Lobo, dejando la cuchara, y salpicándose de sopa al apartarse de la mesa.

Ruiz comprendió inmediatamente lo que había pasado. No se marchó del sitio al que había llegado en su paseo nocturno. Desde allí veía la salida del túnel. La excavadora estaba cerca. «No les ha dado tiempo a quitarla», pensó. Y en seguida: «No importa… ¿Y si hubiera alguien?».

—¡Eeeeh…! —gritó.

Recordó a Ramos. «Ya no se puede hacer nada, si estaba dentro».

Doña Carmen y doña Luisa interrumpieron su rosario.

—Dios mío —dijeron.

Se miraron. Tenían la misma expresión de terror.

La Pinilla salió de su casa corriendo, sin abrocharse la bata.

—¡Ha reventado la presa…! ¡Ha reventado la presa…!

—¡Una imprudencia! —dijo el ingeniero jefe. Salió de su casa sin apagar la radio, poniéndose la corbata.

El administrador preguntó a su mujer.

—Maruja, ¿has oído?

La señora del administrador dormitaba en un sillón.

La viuda de Ramos lloraba y gritaba todavía. La rodeaban varias mujeres que hablaban a la vez, a borbotones superpuestos, interrumpidos de cuando en cuando por un «Vamos, vamos, doña Isabel».

—… el pobre; —tan tranquila friendo las patatas…;—… fíjese usted…;

—… horrible, horrible, horrib…; —… si es que no puede ser…; —… este Salto del demonio…; —… creo que se ha salvado uno de los…; —… no lo sabe usted bien, vamos, vamos, doña Isabel, pues sí, como le decía…;

—… desde luego, se puede decir que ha nacido… vamos, doña Isabel…; —vamos, vamos…

Isabel lloraba, gritaba, apretaba las manos contra la cara. Había dos mujeres de bastante edad, medio abrazadas a ella, que lloraban y gritaban también. La pequeña sala-comedor, otras veces tan llena de claridad —los muebles coloniales reflejando alguna luz y convirtiéndola en miel; la pequeña lámpara de madera medio caída; la alegría blanca de los visillos; los pequeños paños de colores sobre los muebles— parecía oscurecida ahora por las mujeres que tapaban con sus trajes el barniz claro de los muebles. Se oía de vez en cuando el violento ladrido de Boby, los estirones que daba de la cadena que le sujetaba en el pequeño jardín.

Acababa de salir Ruiz de la casa y caminaba con Martínez, aún bajo la impresión de las palabras de la mujer. Recordaba aquella cara preguntándole al obrero, mientras le sujetaba por los hombros. «¿Y mi marido?». Como si él fuera culpable y, después de su confesión, fuera ella a hacer justicia con sus propias manos, allí, en medio de la carretera. El hombre dijo que estaba fumando arriba, que él no sabía nada, no le había visto entrar. Agachó la cabeza y tuvo un golpe de llanto nervioso. Ella se abrazó a él gimiendo, débil, olvidada de cualquier norma o conveniencia social por la que le estuviera prohibido abrazarse a un obrero, siendo la esposa o la viuda —aún tenía una duda y una esperanza— del encargado general de obras. El obrero se alejó luego, riendo y llorando entrecortada, nerviosamente, sin poder evitarlo. Entonces habló Andrés. «Yo me despedí de él cerca de la entrada del puente. Me dijo que iba a bajar al túnel». Llegó la mujer cuyo marido había muerto años antes en la explosión del polvorín. Tenía los ojos desencajados y gritaba continuamente sin dirigirse a nadie, bajo un fuerte ataque de histeria: «¡Ha reventado la presa…! ¡Ha reventado la presa!». Varias mujeres se llevaron a la señora Ramos. De lo alto de la carretera venían campesinos de Nueva Aldeaseca, mujeres y hombres, preguntando desde su terror. Las calles del Salto se habían llenado de grupos que comentaban en voz alta la tragedia.

—Ha sido una imprudencia —dijo el ingeniero jefe.

Caminaron juntos Andrés y él, carretera abajo. Oyó la frase sin darle atención, obsesionado con algo que empezaba a comprender. Recordó el puño de agua que salió de la boca del túnel derribando la gigantesca excavadora. Tuvo un escalofrío. Tres hombres, quizá destrozados ya, iban en aquella furiosa masa de agua. Le habría gustado poder alegrarse de la derrota de aquella máquina alta que trabajaba haciendo reverencias. Recordó su reciente conversación con Mariano, el obrero que había muerto por sustituir a un compañero. También a él aquella máquina le pareció un símbolo. Algo que representaba todo lo que no merecía ni siquiera tocar la tierra. Algo que debía morir irremediablemente. Pensó en los hombres, en Ramos sobre todo, aquel magnífico trabajador y hombre.

—Una gran pérdida —dijo.

—Sí —dijo el ingeniero jefe—. La excavadora costó más de medio millón de pesetas, no sé cómo habrá quedado.

Seguían andando, cruzándose todavía con obreros, empleados y mujeres que comentaban los detalles de la catástrofe. Andrés pensaba en los tres hombres. Dos obreros y el encargado general de obras. Tres obreros. Fue ahora cuando se dio cuenta de las palabras que había oído un momento antes al ingeniero jefe. «No me entendió, ni siquiera me entendió». Le dio asco. «Cuando yo pensaba en los hombres…». Fue como una revelación.

—Por lo menos el túnel no falló. Lástima de Ramos… Habrá que compensar a la viuda.

Andrés sintió el asco en las manos, una necesidad de apretar algo gritando a la vez hasta quedar vacío de ideas. Eran demasiado opuestas sus dos concepciones, dos mundos, dos modos de entender la vida y de vivirla.

—Perdone —dijo—. Me ha afectado mucho.

No dijo más. Le dejó allí, en medio de la carretera, y fue hacia la residencia. Tenía la sensación de que le acababan de insultar. «Compensar, compensar…». Se hizo las antiguas preguntas sobre el destino. Le era difícil comprender aquel hecho estremecedoramente sencillo: dos hombres se despiden («Eso se llama amor al trabajo», «Hasta luego. Que no sea nada eso») y, un cuarto de hora después, uno de ellos, no el que cree estar más cerca de la muerte porque le ha parecido notarse los primeros síntomas de una terrible enfermedad, sino el que desea al otro que no sean ciertos aquellos síntomas, muere. «Ramos ha muerto», dijo en voz alta. Recordó que su mujer siempre estaba deseando que viniera el hijo de permiso. «Ahora tiene una razón para que le den permiso a su hijo». Se arrepintió de haberlo pensado. Y aquella extraña impasibilidad de Lobo, el mejor amigo de Ramos, que apenas dio el pésame a la mujer corrió a poner un telegrama al hijo de su amigo. Pero su cara no era impasible. Le pareció haber visto en ella una expresión de dolor vencido. Se preguntó qué podría ser lo que hacía a aquellos hombres elementales vencer de un modo tan absoluto las emociones más fuertes y empezar a obrar, con una aceptación natural, animal, había pensado otras veces. «No —pensó ahora— hay algo profundamente bueno en estos hombres en apariencia incapaces de sentimientos». Le habían parecido crueles, y ahora sabía que, efectivamente, se portaban de un modo tan cruel, tan necesariamente cruel como la naturaleza. «Tienen tierra en el corazón y dan cosecha una vez al año, pero sólo cuando se les ha herido antes». Le gustó la idea. Comprendía la razón de aquella dura amistad entre Lobo y Ramos. Habían recorrido los dos el mismo camino, los dos habían sido obreros. Más aún, los dos seguían siéndolo. «Ramos ya no», pensó, entristecido. «Pero ¿por qué?» gritó mudamente. Encontró en su cerebro la posibilidad de una idea pura de la vida que excluya toda suciedad y el incomprensible miedo a la muerte. Estaba detenido ante la puerta de la residencia. Levantó la cabeza. Notaba como si le fuera necesario pisar la tierra y respirar la noche a pleno pulmón para seguir pensando. Se extrañó, de pronto, de la serie de coincidencias que habían hecho que El Asturiano, el obrero que debía haberse quedado en lugar de uno de los que habían muerto, no sólo se hubiera salvado, sino que hubiera visto empezar a vivir a su primer hijo. «Su mujer dio a luz unos minutos después», le dijo alguien. Sonrió ahora. «Hay una sabia compensación en la naturaleza», pensó. Sintió hambre. Pero no se avergonzó de ello, subió rápidamente los escalones de la residencia, sintiendo una gran alegría por encima de las ideas que aún le preocupaban, por encima del hecho indudable de la muerte de tres hombres, que él lamentaba sinceramente, y por encima de la preocupación por su salud. Quedó fuera la noche, el ruido de los alternadores, quizá lo único que permaneció impasible en el Salto cuando sonó la explosión en la entrada del túnel.