IX

—Hoy ha vuelto a acercárseme ese muchacho, Pedro. No sé lo que puede querer. Está como obsesionado con algo.

—Es extraño —dijo Ramos. Siguió andando junto a Lobo. Llegaron a su casa. La mujer de Ramos estaba a la puerta, sujetando al hijo de Lobo, Chuchín, sobre el lomo de Boby, el gran perro lobo que guardaba la casa.

—Buenas tardes —dijo ella—. Su hijo está hecho un magnífico jinete.

—Papá, papá… —corrió Chuchín hacia su padre, que se inclinó para besarle.

—Pero ¿qué haces tú aquí?

Le cogió en brazos, le elevó y le dejó en seguida en el suelo. Luego preguntó.

—¿Y su hijo, saben algo de su hijo?

Flotó, en el recuerdo de los tres, Manolo, que trabajó en el almacén hasta los dieciocho años, adquiriendo fama de muchacho divertido en el Casino, en el frontón y en la explanada, donde paseaban los chicos y chicas del poblado. Entonces, cuando acababa de cumplir sus dieciocho años, decidió irse voluntariamente al ejército, antes de que le llamaran. Desde allí continuó creando la imagen que ahora flotaba en la memoria de sus padres y de Juan: el muchacho que se afeitó la mitad de la cabeza por una apuesta, el muchacho que contaba los chistes más explosivos, el muchacho que ganaba en el frontón hasta a los vascos del Salto, el muchacho que se pegó con el almacenista El Negro y no perdió, el muchacho que atravesó a nado el embalse. Chuchín también le recordaba como el que le hacía las espadas y las hachas de indio, ahumadas y todo. Ahora mismo llevaba colgado de la cintura el tirador más famoso de todo el Salto, hecho y regalado por Manolo. Colgado de un hombro llevaba también aquel fusil de madera que disparaba con unas gomas. Y en el cinturón, la envidiada pistola con funda. Eran, los tres, obra de Manolo.

—En la última carta nos decía que estaba en el calabozo —dijo la madre—, pero ya le habían cortado el pelo al cero antes. Nos envía una foto, si usted viera, de la nuca pelada, que es que da verdadera pena. Se la tengo que enseñar.

—¿Y el suyo? —dijo Ramos. Estaban riendo los tres.

—Sigue estudiando… Eso nos dice. Ya veremos al final qué pasa —dijo Juan.

—Este hijo mío no sé a quién habrá salido —dijo la mujer de Ramos. Había orgullo en sus palabras, un orgullo de madre dispuesta a admirar en su hijo hasta los defectos, sin dejar de lamentarlos al mismo tiempo. Ramos rió.

—A mí, desde luego —dijo—. Ya verás cuando le dé por ponerse serio.

Lobo se despidió. Con Chuchín de la mano, cruzó la carretera. Vio a su hija que iba hacia la explanada.

—En casa a las nueve y media, ¡eh! —le gritó.

La hija le hizo un gesto de obediencia y le contestó:

—Sí, sí…, bueno, papá.

Se apresuró, sin volver ya la cabeza.

Su mujer le abrió la puerta antes de que él llamara.

—Te vi venir desde la ventana.

Le ayudó a quitarse el abrigo. Él dejó la boina en el perchero.

—¿Qué tal la nueva criada? —preguntó.

La nueva criada era Vitorina, que hasta entonces había estado sirviendo en casa del ingeniero jefe.

—Muy bien, aunque no sé todavía si sabe hacer las cosas —dijo ella.

—¿Por qué la echó la señora del ingeniero jefe?

—Ah, no creas, por nada. Fue que trajeron una cocinera y dos doncellas de la ciudad, ¿comprendes? Hay que presumir…

Al final del pasillo asomó la cabeza de Vitorina.

—Las patatas están cociendo ya, ¿qué hago? —dijo.

—Apártelas.

Entraron y se sentaron en el comedor, que era a la vez cuarto de estar, ya convenientemente distribuido, los muebles en su sitio, incluso los cuadros de las paredes, unos cuadros que enmarcaban fotos de su boda, de la primera comunión de los hijos, de las bodas de los familiares cercanos… También había un cuadro, en cartón y con marco de madera, que representaba a un pescador vencido por el pez.

—Juan, ¿cuánto durará tu trabajo aquí?

—No lo sé —dijo él—, dos años más… o quizá tres o más… No sé.

—¿Y qué piensas hacer luego? Ya sabes por qué te lo pregunto. Me gustaría que alguna vez dejáramos esta vida de gitanos, de aquí para allá… Ir a vivir a algún sitio, una ciudad pequeña, pero para siempre.

—Eso no depende de mí —dijo él.

Siguió descalzándose.

—Sí, sí, ya lo sé… Pero tampoco pones nada de tu parte. Si pidieras un puesto fijo…

—En una central, tendría que ser.

—Bueno, quizá eso sea mejor que estar toda la vida de un lado para otro.

—No sé —dijo.

Se puso las zapatillas que le había traído Chuchín. Su mujer cogió del suelo los zapatos y los llevó a la alcoba. Tardó un instante en regresar.

—Juan —habló desde la puerta.

—Ya veremos —dijo él.

Juan se acomodó en el sillón. Su mujer salió para mirar la cena. Sentía de un modo impreciso la necesidad de paz, de quietud, que su mujer le pedía. Oía a todas horas la interior, lejana e inexcusable llamada del trabajo, la voz familiar de la máquina dominando las ambiciones materiales y espirituales que le invadían en algunos momentos. Apenas se daba cuenta de ellas. Había que trabajar. Después vendría el descanso. «Descanso», para él, no era lo que para otros hombres. En toda su vida muy pocos días había dejado de trabajar. Fueron los peores, los más aburridos, los más cargados de esa quietud terrible que le angustiaba. Porque él trabajaba con alegría, quizá disfrazada a veces de resignación —y en el fondo lo era— para no resultar demasiado extraño ante los demás y, acaso, ante sí mismo. Indudablemente, descansar no era para Lobo dejar de trabajar. Identificaba de tal modo vida y trabajo que su miedo al descanso era equivalente al miedo a la muerte de los otros. Algo trágico le acechaba cotidianamente a la salida de la central, cuyo temor crecía dentro de él a medida que el ruido de los alternadores decrecía al alejarse. Juan puso la radio a toda potencia. «Hasta que no acaben el muro no podré montar la turbina del Grupo IV. Necesito la grúa», pensó. La habitación estaba llena de ruidos de dos emisoras, música y palabras mezcladas a extraños silbidos intermitentes. Juan seguía hundido en sus pensamientos, sin darse cuenta del escándalo de la radio. «Necesito la grúa». Estaba silencioso y quieto en el sillón, en actitud de honda meditación.