VIII

Miró el cigarrillo cuando empezó a notar calor en los dedos que lo sostenían. Estuvo viendo la excavadora mecánica, la aburrida exactitud de sus movimientos. Se agachaba el brazo largo, al final del cual estaba aquella especie de gigantesca boca que mordía la tierra con sus dientes metálicos, un ruido de engranajes, de cadenas que cedían un determinado espacio a cada metro de descenso del brazo. Luego, la mordedura, el hambre de aquella máquina con algo de animal prehistórico, el ruido, tenso ahora, de los engranajes, unido ya al del motor, venciendo la tonelada de tierra que levantaba, y después, antes de que terminara el movimiento ascendente del brazo, el giro de toda la excavadora, con la cabina que parecía una casa sobre el enorme tractor, dentro de la cual había un solo hombre, sin el que toda la excavadora mecánica habría sido algo muerto, algo sin nacer.

Mariano vio al maquinista haciéndole un gesto desde la cabina. «Se acabó el descanso. Ya viene», pensó. Cogió su pico y continuó, junto a sus compañeros, el trabajo de igualar la salida del túnel. Un nuevo ruido le dijo que la excavadora había descargado sobre la caja metálica del camión. Comenzó a repetirse la serie de ruidos. El arrancar del camión mezclado a la marcha atrás del otro camión que había estado esperando, el motor de la excavadora, y luego, más débiles, las voces humanas, gritos, palabras que no llegaban a él, pero cuyo significado conocía.

—¡Dale…!

Lentamente, el camión fue retrocediendo.

—¡Más…, más…, más…!

El conductor, con una mano al volante, sujeta con la otra la puerta abierta por la que asoma medio cuerpo para mirar hacia atrás.

—¡Más…, más…! ¡Basta…! ¡Eeeh…!

El camión, detenido, colocado ya en el sitio exacto para recibir la carga de la excavadora. Ya esperando, el nuevo camión. Ahora el conductor puede liar un pitillo y encenderlo. Con la primera bocanada de humo, la excavadora dejará caer su carga en la caja y tendrá que acabar de fumarlo por el camino. Todo el día así.

Mariano seguía picando. Era mejor moverse en medio de aquel frío, con la humedad que subía del río y la corriente de aire que salía del túnel. Se vació de algún odio oculto a través de los brazos y el pico. Lo clavaba en la tierra con excesiva fuerza, sintiendo fuego en sus brazos. Pero había notado más calor mientras fumaba y bebía de la botella de todos. Un calor de otro tipo, sin tanta relación con el cuerpo, aquel cuerpo suyo agachándose con un ritmo más rápido pero no menos exacto que el del brazo de la excavadora, unidos ambos —hombre y máquina— por el mismo gesto cargado de un amargo simbolismo, nacido oscuramente y oscuramente mantenido en correspondencia con una situación real a lo largo del tiempo de los hombres. Había sentido el calor que da la alegría del hombre que está de pie. Pero quizá él no lo supo sino de un modo elemental. Vio venir al capataz, anunciado por el maquinista con el gesto convenido. Continuó picando, uniendo su esfuerzo al de sus compañeros.

El Asturiano, un obrero de piel terrosa, de cara aguda y ojos grandes, venía por el interior del túnel empujando la vagoneta cargada de tierra. Salvaba los travesaños de los rieles sin mirar, empujando con todo su cuerpo, las manos aferradas a la chapa posterior de la vagoneta. Cada dos travesaños se apoyaba con el pie derecho en uno. Su cuerpo emergía después, al terminar la presión de una de sus piernas. Luego volvía a hundirse, agachando la cabeza para aprovechar toda la tensión de sus músculos. Se alargaban los brillos en el túnel cilíndrico casi hasta la salida, hasta el círculo de claridad final donde se veía parte de la excavadora, un trozo de la ladera opuesta y el río. Vio a otros obreros picando en la misma salida. Había llegado el punto en que empezaba el descenso más pronunciado. Se irguió y fue, junto a la vagoneta, más que empujándola, frenándola con una sola mano. El túnel no brillaba en este trozo. Pasó entre los maderos que sujetaban los encofrados para el cemento. Luego llegó al último tramo del túnel, sin enfoscar todavía.

—¿Aún hay tierra por allí? —le saludó uno de los obreros que picaban la salida.

—Y la que habrá —dijo.

Siguió con la vagoneta hasta donde debía volcarla y, después de hacerlo, regresó. La vagoneta sonó más alegre, con vibraciones libres.

—Eh, tú, pigmeo —oyó.

Vio al maquinista de la excavadora haciéndole gestos. Se detuvo.

—¿Qué quieres?

—Se saluda, por lo menos. ¿Y tú mujer? —Sus gritos dominaron todos los ruidos, un poco ahogados en el lejano rumor de los alrededores.

—Así, así —dijo El Asturiano—. Gracias, chico.

Siguió. Pasó por delante de los que picaban. Le preguntaron también.

—Gracias —dijo él.

Mariano le dio un pitillo liado.

—¿Será verdad eso de la «semana inglesa»? —le preguntó Mariano.

—Peché… —Soltó a presión la primera bocanada—. ¿Tú qué crees?

—Pensar que a estas horas estaríamos en casa…

Se oyó toser. Era un obrero joven, de aspecto fuerte y tosco.

—¿Qué le pasa a ése?

El Asturiano fumaba casi sin interrupción.

—Tendría que estar en un hospital o sanatorio… Creo que se lo están arreglando… ¿Tú sabes el frío que se pasa aquí…? Echa un trago.

El Asturiano bebió empinando la botella. El vino cantó alegremente en su garganta. Se limpió con el dorso de la mano.

—Me voy a mi «hogar» —rió. Empezó a empujar la vagoneta—, ¿y el capataz?

—Estuvo aquí antes.

Volvió a entrar en el túnel. Mariano le vio hundirse en la progresiva oscuridad.

—Chico, ven aquí a echar un trago —llamó con la botella al muchacho que había tosido antes.

—¿Qué le pasa a su mujer? —preguntó Matías. Bebió.

Mariano fumó.

—Nada —dijo. Se le cayó la lumbre del cigarrillo, mal liado. Sacó el encendedor de mecha larga y amarilla, y encendió. Habló entonces—: Su mujer, que está por abrirse y tiene dificultades. Está malucha.

—Sí —dijo el muchacho, después de beber por segunda vez—. ¡Uf, qué frío!

Taconeó el suelo. Mariano vio a los otros obreros descansando también. Uno de ellos tenía otra botella. «Pensar que podríamos estar a estas horas en casa…».

—Hoy es sábado, ¿verdad? —preguntó.

—Sábado inglés —rieron varios obreros.

Matías volvió a toser.

—A picar —dijo uno—. Nos moriremos de frío aquí charlando.