—Le digo a usted que este Salto es cosa del demonio. Ha tenido suerte, porque ha venido cuando ya se había acabado la presa y muchos obreros se han marchado, esos obreros que trabajaban en el cemento. Eran andaluces casi todos y vivían juntos en la calle que está detrás del pabellón de usted, en esos pabellones más bajos, sin escalera. Había días que les daba por cantar y cantar delante de sus puertas, y venga a cantar, y las mujeres bailaban, y no paraban desde que salían del trabajo hasta la madrugada. La llamaban la «calle de los Andaluces», y créame que no es de extrañar que más de una noche salieran a mamporros con los vecinos, hartos de guitarra y «alegrías». Su marido también tuvo alguna trifulca con ellos, supongo que él se lo habrá contado.
La señora Lobo la miraba un poco asustada, sin comprender todavía cómo había entrado en aquella cocina sucia, con cacharros por el suelo casi cubierto de restos de comida de varios días, las paredes llenas de manchas de humedad y escurriduras de frutas y huevos que debieron de ser lanzados contra ellas. Miró la cocina unida a la pila y no pudo evitar un gesto de asco: el fogón estaba, no sólo completamente oxidado, sino cubierto en gran parte también por una capa rugosa de apariencia blanca, con algo de moho entre las grietas, formada por leche desbordada al cocer, por pequeños trozos de mondas de patatas incrustados en la tierra que conglomeraba todos aquellos vestigios sucios de guisos de meses y quizá de años. La cocina metálica estaba adosada a la pared. En las aristas y en el ángulo que formaba con las baldosas blancas, la tierra, la capa mohosa de tierra y comida vieja, ascendía un poco hacia la blancura de las baldosas. La señora Lobo no pudo creerlo. Pero lo estaba viendo: allí, en el rincón, crecían ya unos raquíticos brotes de guisantes.
—Eran lo más cochino del mundo —siguió hablando La Pinilla.
La señora Lobo la miró asombrada.
—Se bañaba toda una familia en la misma agua, en unos barreños grandes que trajeron de su tierra. Yo no sé si son así todos los andaluces, pero le digo que aquéllos eran una cosa mala. Y luego eran los más «protestantes» de todo el Salto: si usted viera qué huelgas armaron. Una vez, cuando los echaron…, porque siempre estaban pidiendo más sueldo, ¿sabe? Claro, como se lo gastaban todo en vino… Yo creo que se pasaban borrachos la mitad del día, y las mujeres y todo, no vaya a creer. Mi pobre marido, ya estará tranquilo en el infierno, con aquella «pachorra» que tenía para todo… ¿A usted no le han contado lo de mi pobre marido? No, si lo que no haya pasado en este Salto… Los andaluces aquellos armaron una huelga que ni el fin del mundo… ¿Por qué no se sienta usted un poco? Aún falta para la sirena un buen rato. Los hombres no llegan hasta la media.
Miró la señora Lobo alrededor y vio sólo una silla con el respaldo roto, sobre la cual una pila de platos sucios se mantenía en un equilibrio casi imposible. Ninguna otra posibilidad de sentarse, exceptuando el suelo. Recordó que aún tenía que ir al zapatero, antes de regresar a su casa para preparar la comida. «Las judías ya estarán cuando llegue», pensó. Había salido por la mañana al mercado y aún estaba fuera. «Danzando toda la mañana de aquí para allá y al final este “tostón”». Menos mal que su hija mayor sabía hacer las cosas. Pero ella llevaba los huevos que había comprado en la tienda de Patricio y había que freírlos para la comida.
—No, muchas gracias —dijo—. Se me está haciendo tarde.
—No se marche. No le he contado aún lo de mi marido. ¿Usted cree que me ayudó la Empresa? Jajay, me dio cuatro perras y con eso me tuve que conformar. El tal señor Jáuregui ese no crea que no es un buen bicho. Sabe lo suyo.
—¿Quién es el señor Jáuregui? —aprovechó ella la obligación que creía tener, a pesar de todo, de interesarse por los retazos deshilvanados de La Pinilla, para enterarse de quién era el señor Jáuregui, del que ya había oído hablar mal a otras mujeres.
—Que quién es el señor Jáuregui… Ya lo sabrá usted. Pregúntele a su marido y verá.
Le preguntó más tarde, acabada aquella situación ridícula de la que no sabía cómo librarse, y oyó sólo tres palabras: «Es el cajero».
—Es un tío que trae de cabeza a todo el Salto —siguió ahora la mujer sin peinar, con una bata de dibujos chillones, dada de sí, demasiado ajustada en el busto—. Mi marido era un buen hombre que nunca se metió con nadie. Todavía me acuerdo de aquel día que vinieron a preguntar por él y él creyó que era por algo malo. Porque aquí, no vaya a creer usted, hay más envidia de la que parece. Pero yo no me marché del Salto después de lo que le pasó al bueno de Luis. Afortunadamente, tengo un hijo que puede mantenernos con su trabajo, y mi hija está en la ciudad trabajando también. Esto es lo que les da rabia: que una se defienda a pesar de todo.
La señora Lobo supo después —fue la señora Ramos quien se lo dijo— que la hija de La Pinilla era una muchacha de unos veinte años, guapa, de cuerpo bien formado, pero mejor encorsetado, que venía de la ciudad un par de veces al mes a pasar el fin de semana con su madre y su hermano. Vestía bien, demasiado bien, desde luego, para el dinero que una muchacha de su edad suele ganar «de secretaria», como decía su madre. Lo que al principio fue una sospecha se convirtió rápidamente en algo seguro: Luisita Pinilla no trabajaba de secretaria en la ciudad.
—Los dos primeros años fueron de muerte. Los andaluces aquellos armando lío a todas horas… Por algo los echaron al final, a pesar de las barricadas que pusieron en su calle, dispuestos a qué sé yo, pero nanay, en cuanto llegaron los guardias con el camión y empezaron a cargar los muebles de la primera casa, todo se acabó y tuvieron que irse. Ni subida de sueldo ni nada. Y luego lo de llevar el río por otro sitio: ¿Usted sabe los que murieron allí? Y todo el día poniendo pegas eléctricas en la ladera de allá, y pum, y pum y pum… Nos tenían sordos. Era peor que este ruido continuo, al fin y al cabo, a esto se acostumbra una; pero aquello, cuando menos se lo esperaba una: pum… Mi pobre marido… si usted le hubiera visto, parecía que en su vida había matado una mosca, y era verdad, porque hasta le molestaba que yo las matase dándoles con un periódico doblado contra la pared.
La señora Lobo miró a la pared. Le estuvo dando asco hasta el final. La Pinilla estaba riendo.
—¿Qué le pasó? —preguntó.
—¿Que qué le pasó? ¡No lo sabe usted bien! Fue algo horrible, yo no sé qué habría hecho aquel pobre de mi marido para merecer una cosa como ésa. Es lo que yo digo; viva usted toda su vida como una persona honrada y al final, ¿de qué le sirve? De nada. Mi hijo espero que tenga más suerte, porque lo que es mi marido, que no es porque fuera mi marido, pero era un hombre tonto de tan bueno que era, como yo digo, «hazte de miel», aunque a él no fueron precisamente las moscas las que se le comieron. Pero ya ve usted cómo son las cosas: mi pobre Luis me servía muy bien de compañía, me había acostumbrado a él, y aunque no decía ni pío casi nunca, era agradable verle tan quieto siempre, junto a una. Jamás discutí con él, siempre hizo lo que yo decía, sin protestar. Los hombres demasiado listos siempre me han cargado.
La señora Lobo buscaba ya desesperadamente una pausa en la interminable charla de La Pinilla, para decirle que se tenía que marchar. Era infatigable, parecía que hablaba sin necesidad de respirar. Una mujer de unos cincuenta años, muy arrugada, con algo de lagarto estúpido en la expresión de su cara: frente huida, ojos redondos y fríos, labios abultados, sin color apenas. La señora Lobo (que había cogido la bolsa del suelo, junto al mostrador de la tienda de Patricio, ya cargada con los huevos, la carne, la verdura y todas las cosas necesarias para la comida y la cena de aquel día, encontrándose luego con aquella mujer a la que, no supo entonces ni sabía ahora por qué, miró demasiado, quizás —hubiera podido pensar— por un rasgo o armonía de líneas en su cara que le recordó a alguien, aquella mujer sucia que la saludó con la confianza que creyó recibir a la vez que la mirada, y que ya luego no se había apartado de ella hasta obligarla a ir hasta la cocina de su casa, creía recordar que para que le prestara algo —sal, ajos, vinagre…— que en el mercado no tenían, ofrecimiento que no debió haber aceptado nunca, comprendía ahora), vio entrar en la cocina, cuyos olores fuertes y desagradables empezaban a hacérsele inaguantables, un perro grande, de orejas caídas, con una pata enferma.
—Es Luis —dijo La Pinilla.
—Yo…
—Le puse este nombre en recuerdo de mi pobre marido.
«Su pobre marido», pensó y rió, harta ya, la señora Lobo.
El perro, con andar cansado, fue hasta la pila y se metió debajo de ella. Se acurrucó junto al montón de basura que había allí y empezó a buscar con el hocico.
—Yo creo que le hicieron un maleficio. La bruja esa de la mujer del carpintero, ¿le conoce usted?, ese carpintero rubio que tiene la mujer más vieja que él, que tiene «un espíritu superior». Porque en este Salto, hay hasta brujas, ¿qué no habrá?, Dios mío. Dicen que los «espíritus superiores» pasan de madres a hijas, y a veces de abuelas a nietas directamente. Porque, ¿cómo se explica, si no? Mi pobre Luis no fumaba y no le creo capaz de haberlo hecho aposta, ¿para qué? El pobre… Algún día me las pagará esa bruja.
—¿Qué le pasó a su marido?
La pregunta de la señora Lobo fue hecha con impaciencia, con la suficiente brusquedad para cortar a La Pinilla.
—Era guarda del polvorín, que estaba entonces en una caseta de madera, en lo más alto, cerca de la carretera. Se pasaba allí las horas muertas, leyendo un periódico, yo creo que era siempre el mismo. Entonces mi hijo no trabajaba todavía en el taller y mi niña vivía con nosotros. Y ya me ve usted ahora, sin poder arreglar la casa, yo sola, que no es porque lo diga yo, pero siempre me ha gustado tener las cosas limpias como los chorros del oro.
Inició la sirena su grito fuerte y ascendente.
—Perdone… —dijo.
—Sí, claro. Qué pronto toca la sirena, me parece más pronto que otros días. ¿Pues sabe usted lo que le pasó a mi marido? Fíjese: él no fumaba. Un día se oyó una explosión muy grande. Yo me dije: «El polvorín». Cuando llegamos, no había nada, sólo restos de tablas y cosas negras. Si hubiera usted visto cómo grité. Mi pobre hijo, llorando, recorrió la explanada con una carretilla por si encontraba restos de mi pobre marido. Y encontró, ¿qué cree usted que encontró? —La Pinilla sollozó bruscamente, casi una tos sin acabar, y continuó, tranquila otra vez. La sirena estaba muriendo ya prolongadamente—. El corazón de aquel pobre marido mío, que latía todavía dentro de la carretilla cuando mi hijo me lo trajo, ¡ay!, Dios mío.
—Debió de ser terrible —dijo la señora Lobo, detenida en la puerta—. Pero el corazón…
—Sí, sí —dijo La Pinilla—, latiendo todavía.
Salió María del pabellón donde vivía La Pinilla y fue hacia la carretera. Varias mujeres venían del mercado con sus característicos capachos de rombos de hule, inclinadas hacia el lado contrario al de la compra. Saludó a la señora del jefe de talleres. Un poco más adelante, se cruzó con ella un grupo de niños que venían de la escuela, con sus jorobas de cuero repletas de libros. Los tapabocas sueltos, unos arrastrándolo, otros sin anudar, flotando, flotando detrás de su carrera inútil y alegre. Tuvo que apartarse cuando uno de ellos, sin verla, lanzó una piedra con la intención de que quedara a menos de un palmo de la piedra que acababa de lanzar un compañero suyo.
—¡Niños! —dijo.
Pero siguió sin mirarlos, casi apenas mirada por ellos, que siguieron su juego.
—¡Herida! —dijo el que acababa de lanzar la piedra, corriendo hacia el lugar donde había caído.
—No le ha tocado, no le ha tocado —dijo el otro.
—Mentira, sí que le ha tocado —gritó el primero, junto a la piedra.
—¿Verdad usted que no le ha tocado? —Por un momento, María se contagió de la preocupación de los niños, estuvo a punto de concederle a su juego la enorme importancia que ellos le daban.
—No —dijo—. No me ha dado.
Una feroz discusión surgió entre los dos niños. María vio a su hijo.
—¡Chuchín! —le llamó—. A casa, ¡venga!
Chuchín vino corriendo hacia ella. Se dejó limpiar los mocos. Después, la madre le envolvió con la bufanda hasta la nariz.
—Te he dicho que vengas corriendo a casa en cuanto salgas de la escuela. Con el frío que hace…
Se ajustó ella el abrigo.
—Vamos —dijo.
Al final, se veían ya los primeros empleados y obreros que regresaban del trabajo.
Cuando llegó su marido, María había frito ya los huevos.
—Juan, tenemos que coger una criada. Yo no puedo ir a la compra y preocuparme de la casa y de los chicos al mismo tiempo.
Juan se quitó el abrigo. Dijo:
—Ya hablaremos.