VI

El invierno había sido de muchas lluvias, aunque no para la comarca donde estaba el Salto. Venía el río con una crecida turbia, y el aliviadero apenas daba abasto para desaguar el embalse. Las mujeres hablaban de que la presa iba a ser rebasada por la crecida. Se lo decían diariamente a su marido: «Es una locura… No bajes a la central hasta que no acaben el túnel». Como si pudieran ellos decidir no bajar. La urgencia del túnel iba aumentando de un modo angustioso. Ramos tuvo todo el cemento que necesitaba, le proporcionaron más hormigoneras, más camiones, más mano de obra. Se trabajaba intensamente. El proyecto del túnel era muy costoso. Un año de trabajo o más se había calculado para él. Cilíndrico, tres metros de diámetro, totalmente recubierto de cemento. La entrada requería varias voladuras de cientos de toneladas. Ahora, a los cinco meses de empezadas las obras, se imponía acabarlo en menos de cuatro meses más. Se estaban reforzando rápidamente las compuertas de los tres grupos que aún no funcionaban. Había el peligro de que el aumento de presión las hiciera reventar.

Siguió la vida en el Salto, esa vida monótona de los poblados ocupados por gente de la misma profesión o que trabajan en una misma cosa. No se hablaba apenas de nada exterior. La central, el último accidente de trabajo, la próxima siempre, pero nunca actual, subida de sueldo, las partidas de frontón, el Casino, el paseo por la explanada de la Dirección, la crecida del río. Hasta los ingenieros y los empleados que estaban acostumbrados a vivir en ciudades habían perdido la costumbre de hablar y resolver, entre sorbo y sorbo de café, los problemas del mundo. La ciudad era otro mundo, algo que lentamente se iba diluyendo en sus memorias. Anchas calles antes, autobuses, tranvías, gente desconocida llenándolo todo, cines, teatros, bares, parques, todo esto, que les había formado un modo de ser, una especial manera de mirar, de interpretar y hasta una entonación de su hablar, estaba sustituido ahora por la estrechez de todo, calles, habitaciones, cerebros, ese absurdo hecho de conocer a todas las personas que habitaban la misma población, el continuo saludo a derecha e izquierda, los edificios reconocidos siempre, la igualdad de las horas, de los días, de los años. La influencia del ambiente, el aislamiento, el trabajo, los iba haciendo híbridos de ciudadano y paleto. Hombres educados, quizás, en universidades, o en escuelas especiales, todavía llenos de ambiciones de su juventud, truncadas, pero no calladas por la sensación angustiosa de hallarse en un pozo desde el cual se ve todavía el cielo, inalcanzable por la desnudez absoluta de la pared circular. Presumidos delante de los nativos y apocados al hablar con el más insignificante forastero. La máxima envidia era para los ingenieros y sus señoras, que, de vez en cuando, marchaban a la ciudad, y hasta pasaban breves temporadas en ella. Una pequeña posibilidad económica era suficiente para que los padres enviaran a sus hijos a estudiar carreras que ellos no habían podido hacer o superiores a las suyas. «No quiero que te pase lo que a mí. Ya me ves, condenado a ir de Salto en Salto para toda la vida. Si fuera ingeniero, no me pasaría esto. No desaproveches esta oportunidad y estudia, estudia, que luego te arrepentirás de no haberlo hecho». Las mujeres presumían de las notas de sus hijos, ocultaban sus suspensos, mostraban las papeletas de sus mejores exámenes. Las que no tenían ningún hijo estudiando en la ciudad sospechaban siempre la falsedad de estos éxitos, y a veces acertaban. También había chicas educándose en colegios de monjas de alguna ciudad importante. Cada verano regresaban los estudiantes. Era el momento de la venganza, de la crítica cruel: «No tiene dinero para comer y se gasta la mitad en que su hijo, que es un gandul… porque el hermano de una cuñada que tengo en Madrid, que le conoce, me ha escrito que le suele ver por los cabarets… Y él venga a pedir dinero para “estudiar”… Sí, sí, para estudiar… ¿Tú te crees que ha sacado todas las notas que ella dice? ¡Quita allá mujer…!».

Los naturales, a su vez, recibían también la influencia, cada día más atenuada, de los que habían venido de la ciudad. Se les notaba un falso refinamiento, algunas palabras, frases, cuyo origen no podía ser otro que las conversaciones con ingenieros y altos empleados, no demasiado prodigadas por éstos, pero generalmente logradas a fuerza de insistencia y de buscar la ocasión. Todos vivían como flotando en aquel ruido igual, inevitablemente arrastrados por su torbellino sonoro, gotas de agua en una turbina monstruosa que los usaba ahora, les exprimía fuerzas y salud, para dejarlos ir corriente abajo cuando ya, con el cerebro ensordecido, fueran casi incapaces de vivir otro ambiente. Parecía que hasta las cosas tuvieran un color progresivamente uniforme, color de ruido continuo.

Las mujeres iban por la mañana a comprar a la tienda de Patricio o a la de Corazonsanto, un hombre bajo y carnoso, que estableció su comercio después que Patricio. La historia del porqué el mínimo don José llegó a ser Corazonsanto era todavía uno de los temas, una de las anécdotas o, más bien, una de las colecciones de anécdotas, más usada en las conversaciones, femeninas principalmente. Cada uno, todos y el tiempo, la habían ido moldeando hasta que, realmente, podía considerarse gracioso lo que en un principio no fue más que un pequeño acto humano, sincero o calculado, sin importancia trascendental para nadie, ni siquiera para él mismo. Don José, en medio de la gente que se apretaba aquel día para esperar al obispo, se hizo paso hasta llegar a la primera fila. Se arrodilló. Fue entonces cuando se pudo empezar a dividir el pueblo en dos bandos —el que le llamaría Rodillaentierra y el que le llamaría Corazonsanto—. Avanzaba el coche del obispo que venía a bendecir la central, cuando todavía le faltaban muchos años para empezar a funcionar; acaso por eso hubo de venir luego, al ser inaugurado el grupo tercero, para revigorizar aquella bendición, ya desgastada por los años transcurridos, acto inaugural al que asistieron importantes autoridades, las mismas, incluso el mismo obispo, que asistieron a otro acto semejante, esta vez referido al grupo cuarto, varios meses más tarde. Se contaba ya con la seguridad de que asistirían también a la inauguración del grupo quinto, a la del túnel de la orilla, quizás a la de los nuevos pabellones para empleados y, desde luego, a la más solemne de la nueva iglesia de la Virgen del Monte. Avanzaba ahora el extenso coche negro seguido de varios más. Rodillaentierra, o Corazonsanto ya, empezó a caminar de rodillas hacia el obispo, que estaba bajando ahora del coche. La gente, entonces, exteriorizó una emoción que quizás interiormente fuera burla de algo que no comprendían o comprendían demasiado. Corazonsanto, rodilla en tierra, llegó cansado, con un trozo de camisa fuera del pantalón, hasta el obispo, y le besó el anillo, ojos bajos y sufrida cara. Pasados días, semanas, meses, fueron naciendo las demás anécdotas probablemente por el contraste entre aquella escena y la costumbre que la balanza de Corazonsanto tenía de pesar kilos de novecientos cincuenta gramos. Quizá sólo esto. O, si es que no fue sino una maledicencia, por el excesivo desengaño que el dulce, el encogido, el buen don José tuvo al enterarse de que su hijo («¡que es más listooo…!») no había conseguido el empleo de jefe de contabilidad («¡sabe más de números…!») que había solicitado para él. Según se dijo, el administrador recordaba aún que el hijo de don José («¡que es más buenooo…!») se había escapado, dos años antes, con treinta y cinco mil pesetas pertenecientes a un comercio de la ciudad donde trabajaba de cajero.

El Tío Sólido vendía telas. Vendía también otras cosas que entraban en el campo escogido por Corazonsanto —carne, pescado, ultramarinos…— y por Patricio —ultramarinos, mercería, papelería, farmacia…—. El apodo le venía de su frase favorita, de la hipérbole comercial que solía emplear para resaltar la calidad de la tela que vendía: «Es un color sólido, muy sólido…».

El cuarto puesto, más pequeño que los otros tres, sin vivienda adosada, era el de El Periodista. Su clientela más numerosa era la de los chicos. Les vendía tebeos, paloduz, regaliz, pipas de girasol, bolas de agua, tiradores… Las jovencitas le compraban también las páginas adonde trasladaban su propia vida por una hora. Allí las amaban, viajaban, eran besadas —nada más— por jóvenes altos, siempre buenos al final, por malos que hubieran parecido al principio. Algunas mujeres, después de realizar sus compras, adquirían el periódico del día anterior, acabado de recibir, para tener un tema de discusión —quizás era éste el motivo inconsciente— cuando sus maridos se ponían a leerlo mientras comían.

Delante de estos cuatro puestos que formaban el mercado, junto a la carretera, donde a veces había un carro en el que se vendía fruta, las mujeres hablaban, se atacaban con esa ferocidad de sus lenguas, única en la naturaleza, y se enteraban de lo que luego, en la comida, dirían a sus maridos de los maridos de las demás. Esta obligación social femenina, esta fuerza que hacía sufrir los escalafones y la autoridad de los hombres, sus ascensos, las subidas individuales de sueldo, las señoras de los altos empleados la realizaban a través de sus criadas.

Mientras tanto, los niños estaban en la escuela, un edificio que había servido de almacén de material durante los dos primeros años de la construcción de la presa. Oían y grababan para siempre las vanidades oficiales de su patria a través de los tiempos, la rutina cuadriculada con la que algún día comprenderían que su sueldo no era suficiente, la lógica absurda del lenguaje elemental, la dura y amada geografía que no llegarían a conocer jamás. Doña Carmen y doña Luisa, las maestras, eran hermanas, las dos ya de treinta y tantos años, y sin esperanzas de realizarse plenamente como mujeres alguna vez. Quizá tuvieron su ocasión, y les pareció demasiado parecida a lo que ellas llamaban «pecado», o quizá no la tuvieron nunca y, por esto mismo, lo empezaron a considerar pecado. Daban clases particulares de piano a las hijas de los ingenieros, y de contabilidad a los hijos de los empleados inferiores. Para ellas, el ruido de la central era su propia obsesión por algo inalcanzado y desconocido en sus vidas inútiles, no salvadas siquiera por el sagrado ministerio que desempeñaban, la protesta de sus cuerpos sin objeto, consumidos en aprender para, algún año —ahora—, enseñar a niños sin haber llegado a comprender, e incluso a veces a saber, aquello mismo que enseñaban. Para doña Carmen y doña Luisa —todo el mundo las nombraba casi siempre emparejadas—, el ruido de los alternadores era el consejo, la orden obedecida desde niñas que les impedía oír la voz, todavía joven, de sus cuerpos, encogidos de juventud no usada.