V

Ramos entró en el Casino. Iba a la mesa habitual, donde le esperaban los amigos de siempre, quizá sólo amigos para jugar a las cartas y comentar el tiempo, el trabajo o la última partida de frontón, amigos especializados que no le hubieran servido fuera de aquel ambiente de mesas bajas, rodeadas de pequeñas butacas que recordaban las de un café moderno de ciudad, blancos visillos en las ventanas altas, y alfombra grande de colores chillones, todo ello rodeado del falso calor de la calefacción. El ruido de los alternadores era allí más denso, parecía como si naciera de las mismas paredes, especialmente acondicionadas para evitar calor, frío y ruidos exteriores. En uno de los salones ante los que iba pasando Ramos, dos empleados jugaban al billar. Llegaban hasta él los golpes secos del taco contra la bola, de las bolas entre sí, envueltos en palabras sin forma, turbias y rotas por los golpes, que él entendía, sin embargo, por una coincidencia en su recuerdo de la melodía o ritmo de las palabras inoídas con el de las palabras que él mismo había pronunciado otras veces entre carambola y carambola. Alguien silbaba. Quizás uno de los que jugaban al billar, u otro cualquiera, que acaso estaba sentado en el mostrador. Habría perdido una combinación —estaba de moda tomar combinaciones—, sin duda impuestas por el barman, que «ha servido en los mejores bares y hoteles de la capital» —y estaría bebiéndola lentamente, sin objeto, o acaso con el único objeto de que la gente le viera subido en el taburete, con esa postura aprendida en las películas americanas, mientras tomaba su combinación elegantemente. El barman se acercaría a él de vez en cuando, inclinando su busto, haciendo algo con las manos detrás del mostrador. Sería Ruiz, el ingeniero más joven del Salto, pensando en los eternos problemas de su salud, que él creía en peligro a cada instante, o en sus raras elucubraciones pretenciosamente científicas sobre la electricidad o la cultura. Pasó junto al mostrador Ramos y vio, en efecto, a Ruiz, solo, sentado en un taburete, silbando. Silbaba despacio, sin llegar a formar el silbido, que en algunos instantes era sólo un ruido de aire saliendo. Una melodía sin forma, compuesta de otras muchas, viejas y modernas, y de melodías posibles que nunca serían creadas. Ruiz miró a Ramos en cuanto apareció en la puerta. Le saludó, pidió con el tono de su saludo que viniera. Se cruzaron entre ellos las primeras frases de una conversación sin tema.

—He leído un libro muy curioso —dijo luego Ruiz.

Ramos se asombró una vez más. «Libro muy curioso», dicho por Ruiz, significaba «libro de historia, de filosofía, de literatura». El joven ingeniero era muy aficionado a ellos. Se asombró Ramos por el contraste entre aquel ingeniero real y la idea que él tenía de los ingenieros, no gratuitamente, sino basándose en sus numerosas experiencias con «esta fauna», como hubiera dicho Lobo. No sólo no leían libros no técnicos, sino que, salvo excepciones muy raras, no leían ni aquellos libros que estaban relacionados con su carrera. Parecían dar a entender que ellos habían estudiado todo lo que tenían que estudiar en el ingreso y durante la carrera. No estaban obligados a saber demasiado, puesto que nadie podía dudar —habían ingresado en una escuela especial— que en el momento necesario supieron mucho. En general, los ingenieros que Ramos había conocido —Lobo decía lo mismo— se limitaban a firmar proyectos y a preguntar a sus ayudantes cosas demasiado elementales para ser preguntadas, no por un ingeniero, sino por el peor perito. Ramos se admiraba de las ideas de Ruiz, quizá no por la calidad de éstas, sino por el hecho de que un ingeniero tuviera ideas.

—Es un libro sobre mitología —dijo. Había dicho antes algo que Ramos no pudo entender—. Los dioses son como los hombres y los hombres tienen algo de dioses. He pensado en nosotros, en nuestra vida aislada en este Salto. Somos como sacerdotes de un viejo rito, algo mantenido a lo largo del tiempo bajo formas cambiantes. ¿Sabe usted que el fuego, la luz, era un dios? Se le adoraba en santuarios gigantescos muchas veces situados en islas, y los sacerdotes vivían en ellos sin salir jamás. Nuestro dios es ese que estamos oyendo a todas horas.

Continuó hablando. Citó nombres que Ramos oía por vez primera: Febo, Igni, Hefaistos, Zarathustra, Prometeo…

—La central es el santuario. Hay algo sagrado y misterioso en nuestro trabajo. Creo que estamos condenados a no salir jamás de aquí. ¿Oye usted ese ruido, ese grito de un dios que vive en el agua y, sin embargo, es fuego y luz?

Habló de las vestales, sacerdotisas que eran enterradas vivas si perdían su virginidad. Su misión era mantener el fuego sagrado. Les estaba prohibido cualquier otro fuego.

—Me sorprendió también el mito de Anteo. Era un gigante invencible mientras pisaba tierra… Toda la vida, toda la fuerza de la tierra ascendía por sus pies. ¿Se da cuenta? Invencible mientras pisaba tierra… Es una lección.

Bebió de su combinación. Una momento retuvo el líquido en la boca, saboreándolo, y luego se secó, mutuamente, los labios.

—¿Sabe lo que pasó? Fue vencido por otro gigante, un dios, que le estranguló manteniéndole en vilo.

Ramos se asombró. Nunca había oído hablar así. Hubo una pausa.

—No quiero aburrirle —dijo—, ¿qué tal va ese túnel?

El túnel que serviría de aliviadero de seguridad era la obra más importante de las que dirigía Ramos.

«Bien, bien», pensó; pero dijo, en seguida:

—Realmente, no muy bien. Me falta cemento y todavía no me han proporcionado los camiones que necesito.

—¿Y cuándo?

—Cuándo, cuándo… Le digo que no depende de mí. Necesitaría más mano de obra, más cemento, más hormigoneras… En estas condiciones es imposible hablar de fechas.

Hizo una pausa. El barman se acercó y, con las manos siempre hundidas detrás del mostrador haciendo algo, le preguntó que qué iba a tomar.

—No, nada, gracias. Voy a sentarme —dijo Ramos. Luego continuó hacia Ruiz—: ¿Y sus experimentos? Lobo dice que el día menos pensado quema toda la central.

Rió sin risa el ingeniero.

—Forman parte de mi obsesión. No puedo evitarlos: el trabajo de un ingeniero es bastante descansado, hay mucho tiempo libre, ya lo sabe usted, y yo lo empleo en comunicarme con el dios.

Se despidió de Ruiz y fue hacia su mesa. Pasó ante la puerta y vio por ella al ingeniero jefe, inclinado sobre la mesa verde, a punto de tirar una bola. Cruzó la puerta. Oyó un golpe seco. Luego, otro más duro. «El taco contra la bola y la bola blanca contra la roja». Esperó. Debía oírse un tercer golpe. Sonó. «Ha hecho la carambola». Llegó a la mesa, donde le esperaban sus amigos de juego. Vio otros empleados en otras mesas, jugando a las cartas o hablando.

Fue el mismo Ramos el que planteó el tema «Ruiz».

—Es un hombre raro —dijo Buendía, un montador casi calvo, de nariz gruesa—. Me han dicho que está mal del pecho.

Preguntó Ramos si no había partida hoy. Ni siquiera se habían pedido las cartas.

—No hay ambiente —oyó.

No tenía interés para Ramos aquella respuesta ni lo habría tenido cualquier otra. Miró a Buendía, un hombre viejo, sin porvenir en su profesión debido a que, falto de conocimientos, su larga experiencia no podía convertirse en algo creador. Estaba sentado enfrente de él, junto a Castaños, el más joven de la tertulia, un empleado de la administración. Recordó entonces, es decir, segundos después de oír las palabras de Buendía «que está mal del pecho», a su propia mujer, seguramente sentada en el comedor, leyendo la revista para mujeres a la que estaba suscrita, una revista de novelas ñoñas que a veces, sin dejar de despreciarlas, leía él mismo. No supo por qué la recordaba. «Quizá», pensó en seguida, por la obsesión que ella tenía de hacerle un chaleco de lana, «porque en este condenado Salto —decía— hace un frío de muerte».

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó.

—No creo que tenga nada —dijo Castaños—, es aprensión suya. Todas las mañanas hace gimnasia, ejercicios respiratorios, ¿sabe?

Castaños hubiera comentado más. Castaños no era ingeniero. Sabía que Ruiz vivía también preocupado por su estatura. El último domingo en el baile del Casino, al que asistían los empleados jóvenes y casi todas las muchachas de cierta categoría del Salto, Castaños observó que Ruiz sacaba a bailar a muchachas casi siempre más altas o por lo menos como él, y se estiraba de un modo ridículo para igualarse a ellas. Era conocido y comentado en todo el Salto el modo de andar de Ruiz. Daba la sensación de que iba de puntillas y de que tenía un grano en el cuello. Pero Castaños no dijo nada de esto. Siguieron hablando, cambiando de tema continuamente. Se aburrían, fumaban mucho, pero nadie deseaba marcharse. Era ya el quinto día que no jugaban. El ruido de los alternadores llenaba la sala del Casino. Volvió a oírse el silbido hacia el mostrador.

—Va siendo hora —dijo el cuarto de los asistentes, un vasco fuerte que jugaba al frontón.

—Sí —dijo Ramos.

La noche estaba llena del ruido de los alternadores.