Salió de su casa y bajó uno a uno los escalones, con cierta rapidez en desacuerdo con su aspecto pesado, casi grueso. La estrecha escalera sonó a cada pisada suya con el escándalo de la madera y los clavos nuevos. El ruido del último escalón fue distinto, algo más macizo y seco. Avanzó hacia la carretera por la calle que formaban los dos pabellones para viviendas de empleados. Vio algunos obreros que iban ya hacia la central. «Son los que comen en Aldeaseca, bueno, en Nueva Aldeaseca», pensó. Le saludaron cuando llegó a la carretera. Él iba dejándolos atrás, devolviendo el saludo a cada uno, con más prisa que ellos. «Voy a tomar las medidas personalmente, antes de que venga Buendía». El camión grande de la empresa estaba parado en la carretera. Buscó al chófer. Quizá fuera a la ciudad esta tarde. «Algún viajecito misterioso», pensó, recordando los frecuentes viajes que los coches y camiones de la CEDE hacían a la ciudad, a pueblos cercanos y a la capital, organizados por algunos jefes e ingenieros exclusivamente para sus fines particulares. Habían quedado atrás los chalets de los ingenieros, con sus pequeños jardines delante. Sólo descendían hacia la central los obreros y él, el jefe de montajes. Llegó al «plano inclinado» al tiempo que un grupo de obreros iniciaba el descenso a pie por el camino en zigzag. Él «plano inclinado» era sólo para jefes y empleados. De un modo espontáneo, se unió a los obreros y empezó el descenso a pie. En el fondo, junto a la base de la presa, la central parecía una caja de cartón blanco flotando sobre el agua, sin techo aún y rota por uno de sus lados, el que estaba sin construir. La pared opuesta del barranco era toda de rocas, con pequeños salientes rectangulares. Algunos parecían a punto de desprenderse. Se veían en ella, casi vertical, cientos de caras humanas superpuestas unas a otras, cada una con su nariz de arista pura, su boca recta sin mentón, sus pensativas cuencas vacías y cuadradas. La nariz de un rostro dejaba una sombra, que era el ojo del rostro más próximo, y así se iban montando expresiones dolientes de contenida tristeza sobre risas geométricas y trágicas, desaparecidas o parcialmente ocupadas por la dureza indiferente o el amargo gesto de otros rostros, perdidos entre aquel vertical ajedrez de expresiones humanas. Las voladuras habían dejado allí la historia anticipada de la construcción de la central, con todo lo humano y lo inhumano de miles de hombres trabajando, la historia de cada uno de los músculos que movieron las herramientas, las máquinas, algo que resumía el triunfo y el dolor del hombre en lucha contra una fuerza desconocida, cuyo dominio había exigido, y exigía todavía, una epopeya de sudor y muerte.
Los altos ventanales de la central no eran ya las rayas verticales y negras que se veían desde arriba. Tenían ahora anchura, hasta se podía distinguir en ellos la armadura metálica donde irían las vidrieras. Juan Lobo había adelantado al grupo de obreros y descendía por el camino estrecho, con los pequeños matorrales que crecían entre las piedras a un lado y el lecho de tierra desnuda, removida recientemente, por el que pasaban las vías del «plano inclinado», al otro. El continuo y brusco cambio de dirección le cansaba más que el mismo descenso. Todavía no se había acostumbrado a él. La cartera le golpeaba en la pierna en casi todas las vueltas hacia la izquierda. Cada vez pensaba evitarlo en la vuelta siguiente, pero siempre volvía a ocurrirle. Se dejaba caer aprovechando involuntarios resbalones sobre la arena suelta y las piedras menudas, sintiendo cómo algunas se le clavaban en la suela de los zapatos. Le parecía ir descalzo o, por lo menos, en zapatillas.
Abajo, empezó a caminar entre los raíles de la vagoneta, quizás usada meses antes para transportar los escombros que se sacaban de la base lateral de la presa, y hoy cubierta del óxido rojo y sucio, granulado, con arena pegada en su interior, abandonada al final de sus raíles. A la izquierda, en el antiguo cauce del río, el agua tranquila, después de haber atravesado las turbinas de los dos generadores que ya funcionaban. Observó su bajo nivel. «Cuando funcionen los otros tres grupos, el agua llegará —se dijo— a la altura del borde o acaso cubrirá el suelo sobre el que ahora ando». Necesitó decirse que entonces sería urgente construir un pasadizo de madera o, mejor, rectificó al pensarlo, de cemento para el paso de empleados y obreros hacia la central: el agua pudría la madera. Imaginó el volumen de cemento que habría que emplear. A su derecha, tirada por el suelo, había chatarra roñosa: alambres retorcidos, trozos de vigas metálicas, tablones, restos de bidones, clavos, tuercas… Fue pensando en los posibles trabajos a realizar en aquella parte (volvió a lamentar, por ejemplo, la estrechez de aquella plataforma, por lo que era imposible instalar allí la estructura para salida de líneas; quizá se pudiera haciendo un gran socavón en la ladera, no tan vertical como la opuesta, lo que muy probablemente sería más costoso que poner la estructura arriba y llevar hasta ella las líneas que fueran precisas), hasta que llegó al breve puente de madera, con listones clavados a manera de peldaños, ya que no sólo unía la plataforma con la base de la central por encima de un pequeño canal, sino que salvaba también el desnivel no muy marcado de los dos extremos.
Todavía no había nadie en la «sala de máquinas». Vio arriba, en el puente del cuadro —habitación empotrada a cierta altura, en uno de los muros, con una barandilla metálica que la separaba de la gigantesca sala—, al oficial de turno leyendo algo. «Una novelucha», pensó. Pasó junto a los grupos en marcha y recibió el empujón caliente del aire que salía por sus mejillas. El ruido, en el interior de la central, era más denso, más apretado. Formaba una extraña mezcla con el olor a grasa consistente, a aceite de máquinas, a minio y a pintura reciente. Esta atmósfera era para él algo estimulante, una imagen exterior de su propio cerebro ensordecido y monocorde, obsesionado con su trabajo y casi apto sólo para pensar en él o, como máximo, en las cosas más directamente relacionadas con él. Era la invitación al trabajo, la llamada brutal e ineludible de las máquinas. Vivía en su interior, acompañándole siempre, y emanando una niebla o muralla que le impedía interesarse por la vida o conocer, al menos, la de los seres humanos que le rodeaban. No oía sus voces, tan ridículas y débiles comparadas con el arrullo monstruoso de los alternadores. No veía sus cuerpos insignificantes, ni percibía el latido vivo e insistente de los demás. Sin embargo, junto a un alternador, sumergido en el estruendo, era capaz de entenderse con un obrero, le daba órdenes, comprendía sus explicaciones, aunque ninguno de los dos pudiera oír al otro. Se observaban mutuamente los labios agitados por inútiles gritos, como si observaran las indicaciones de la aguja de un amperímetro o de cualquier otro aparato de medida.
Juan Lobo pisaba ahora el suelo de chapas metálicas que cubría la cámara de las turbinas. Vibraba el metal bajo sus pies, dándole a veces la sensación de que oía el ruido a través de ellos. Llegó junto al grupo de montaje. La grúa, la interrogación colgada de la polea múltiple por gruesos cables trenzados. La polea estaba sujeta al puente del carro, apoyado, a su vez, en los carriles laterales que recorrían, junto al techo, toda la longitud de la sala. Un manojo de cables unía la grúa al eje del rotor, medio hundido ya en el pozo de cuatro metros de diámetro donde estaba el estator. Brillaban negros los gajos verticales del rotor, en los que iba todo el devanado de las bobinas. Él no lo sabía, pero un respeto sagrado le nacía dentro siempre que se acercaba a «sus» máquinas. Se subió sobre el borde del estator y comprobó con la vista la holgura que quedaba entre éste y el rotor. Era necesario corregir la posición de la grúa. Había que desplazarla ligeramente hacia su derecha. Miró el reloj, el reloj de oro que había sido de su padre. Un minuto después —que él empleó en medir con su calibre la holgura en dos puntos diametralmente opuestos— empezó a sonar la sirena.
Fueron llegando los seis obreros que le ayudaban en la operación de introducir el rotor. Luego vino Buendía, el montador encargado de dirigir este trabajo. Mediante sucesivas variaciones en el volante para el movimiento lateral de la grúa, se fue centrando el rotor. Él dirigía la operación desde el borde del estator, calibre en mano, midiendo de vez en cuando el movimiento realizado. Cantaba la cadena alegre que transmitía los giros del volante a los engranajes del puente, y se movía el carro entero. Pero sólo el obrero encargado del volante lo oía.
Habían ido llegando otros montadores y obreros que trabajaban en los grupos vecinos o en los andamios adosados a las paredes. Juan Lobo recorrió los diversos trabajos que de él dependían, inspeccionándolo todo, dando órdenes, participando él mismo en algunas operaciones.