II

—Es espantoso. Me va a estallar la cabeza —se la apretó con las manos. Estaba sentada en el sillón, debajo de la ventana y oía el vibrar perpetuo de sus cristales, algo mínimo y seguro que le deshacía los nervios. Se sentía muy cansada. Aquel viaje interminable por carreteras malas, sin asfaltar, cruzándose a todas horas con carros de campesinos y con ganado, con ciclistas que parecían no ver al camión cargado de muebles. Día y noche. El olor a gasolina, el ruido del motor, las piernas encogidas para dejar sitio a la cesta con la comida, y al lado, su hija echada sobre su hombro para dormir, y el brazo del conductor, cuyo codo tropezaba con ella en todas las curvas hacia la derecha, ¡ah!

—¿Cómo puedes vivir aquí? —preguntó.

Juan Lobo estaba abriendo la maleta en la que venían sus carpetas, llenas de planos.

—Seguro que has olvidado algo —dijo.

Su mujer le miró. «Bueno ha sido el viajecito», pensó. Le molestaba el ruido del cristal, que confundía en el recuerdo con las vibraciones del camión. Su marido revolvía aún en las carpetas. Sonaban sus gomas restallando sobre el ruido lejano y total de los alternadores, sobre las vibraciones próximas del cristal.

—Seguro —repitió.

Su mujer le miró de nuevo, sin interés, viendo otras cosas o muchas otras cosas que no estaban allí, pero que pasaban ante sus ojos, vertiginosas, como reales. Árboles, árboles, árboles.

—Mamá, al armario se le ha roto la luna.

Había entrado su hija en el comedor, con la prisa de sus diecinueve años, no abatida siquiera por el viaje. Continuó el padre lo suyo, sin dar atención a nada que no fuera el esquema de la estructura de la central que había estado montando hasta tres meses antes o las notas sobre las reparaciones realizadas en los grupos de tal o cual central. Su mujer tenía ojeras profundas, toda su cara estaba cubierta por el velo sucio que queda después de un viaje. Caída, hundida en el sillón único del comedor, que no era de allí, sino de la alcoba. Se le notaba fuera de su sitio, de acuerdo, sin embargo, con el desorden de la casa, sin distribuir todavía: quizás esto no fuera el comedor. «Habrá que ponerle masilla a este cristal», pensó ella.

—¿No para nunca este ruido? —le preguntó. Le preguntó también con los ojos, deseando alguna respuesta o alguna clase de atención.

—Mamá… —empezó la hija.

—Déjame ahora. Ya se arreglará. —Seguía mirando a su marido. La hija salió.

—¿Cómo va a parar? Deberías estar acostumbrada ya —dijo él. Luego—: ¿Y lo del Ebro? No lo encuentro.

Le dijo ella dónde lo había puesto. Ayudó con frases y palabras a las manos que buscaban en el fondo de las maletas. Sin parar de hablar, le contó el accidente.

—No sé cómo puede haber tantas curvas en esa dichosa carretera…

Llevaba ella tiempo dormitando sobre los brazos, apoyados delante. Charito iba distraída, mirando a través del cristal los cables de la luz y del telégrafo, y los postes, que se iban acercando despacio al camión y aceleraban de pronto, cruzándose con él a una velocidad vertiginosa. Subían y bajaban los cables, combados entre cada dos postes, y a veces, varios pájaros levantaban el vuelo al acercarse el camión. En el horizonte, casi recto, sólo había una nube alargada, con algo de pez. Dobló el camión a la izquierda y Charito volvió a sentir el miedo de las personas poco acostumbradas a ir en coches o camiones: ¿cómo podía estar seguro el chófer de que la rueda no entraba en la cuneta? Ella lo había creído así por un momento. El brazo velludo del conductor estaba cruzado sobre el volante. La silueta de su rostro se destacaba contra el cristal de la portezuela, más allá del cual pasaban árboles y postes, casi con furia. Giró el volante y el brazo bajó. Charito miró por la ventanilla de su lado, después de dejar sus ojos, un momento, sobre su madre.

—Estaba rendida —dijo ella, hacia su marido, que había encontrado las carpetas que buscaba y las estaba examinando. Le vio ligeramente borroso desde el sillón donde estaba hundida, velados sus ojos todavía por el recuerdo del viaje—. Estaba rendida, créeme. No había dormido desde dos o tres días antes casi nada… Las pensiones… Y menos mal que el chófer era un buen hombre y nos ayudó mucho. Como tú, que eres el que debía venir, no vienes nunca por no desaprovechar un día de trabajo… Te vas tan fresco dos o tres días antes o un mes, y los demás, a cargar con todo…

Estaban en una zona llena de curvas que evitaban los pequeños desniveles del terreno próximo al río. El camión se inclinaba hacia un lado y cambiaba bruscamente al otro, notándose el movimiento de los muebles en la caja. Charito hizo un esfuerzo y, sin despertar a su madre, se asomó por la ventanilla trasera. Chuchín aplastaba las narices contra el cristal, sonriendo. Luis debía de ir sentado en el suelo de la cabina, formada por dos armarios y un tablero de mesa. Le preguntó, con un gesto, si iban bien. Chuchín sacó la lengua y la aplastó contra el cristal. Estaba riéndose de aquella cara deformada, con los mofletes, la nariz y la lengua transformados en superficies planas, cuando una curva hacia la izquierda la lanzó contra la portezuela. Se oyó un crujido de maderas detrás, un entrechocar de los muebles.

—Esos muebles… —empezó a decir.

Un nuevo viraje del camión la hizo chocar contra su madre. Se oyó un fuerte ruido, acompañado de crujidos, y, en seguida, el golpe de algo al caer a la carretera. El conductor frenó bruscamente.

—¿Qué ha pasado? —gritó la madre, despierta ya. El conductor había bajado casi antes de que el camión se detuviera. En la caja se oyó la voz de Luis, diciendo algo que no pudieron entender las mujeres. Charito abrió la portezuela y bajó también.

—¿Me estás oyendo? —dijo ella.

Levantó el hombre la cabeza del esquema que estaba examinando.

—Sí, sí —dijo—. ¿Qué se había caído?

—Se había roto una de las cuerdas que sujetaban los somieres, y allí estaba el grande, en medio de la carretera, detrás del camión. —Iba aumentando su cansancio, hablaba sin ganas, en un último esfuerzo para ganarse la atención de su marido—. Y una de las mesillas pequeñas también, imagínate cómo… A Chuchín y a Luis les cayó encima el tablero. Para que les hubiera abierto la cabeza, por lo menos… Por estas cosas es por lo que tú debías venir. Hace falta un hombre, no yo sola, con Chuchín y Charito y con Luis, que es un inútil…

—Pero estaba el chófer —dijo él.

—Sí, el chófer, pero el chófer no es el marido. Tardamos más de dos horas en volver a colocar todo, nos faltaban cuerdas y se nos venía la noche encima… Costó Dios y ayuda salir de aquel atolladero… Estoy harta de viajar, Juan, estoy harta. Y me va a estallar la cabeza con ese ruido.

Repitió el gesto de apretar sus manos en las sienes para que no le estallaran, como si creyera en la posibilidad de que ocurriera.

—¡Uf, qué viajecito! —dijo aún ella, soltándose la cabeza.

No hizo él ningún comentario. No se miraron. Separados por la mesa, la maleta llena y rodeada de carpetas y revistas, estaban unidos por una costumbre de años, más real acaso que sus cuerpos distintos, y más una, algo físico ya, que les hacía mutuamente concebirse como parte propia, un miembro, un órgano. Era así, con la amistad surgida de la costumbre a cada beso, a cada noche, a cada hijo, era así como estaban unidos, como eran ya un solo ser, cansado de sí mismo en algunos aspectos, pero sin poder prescindir de ninguna de las dos partes.

Él sabía ya lo del accidente, pero no tenía conciencia de haberlo oído; lo sabía de un modo directo, sin necesitar conocer la fuente, el narrador o el medio por el que le había llegado. Como si mientras buscaba en el fondo de la maleta, hubiera encontrado aquellos hechos, su recuerdo vivido en el fondo de su cerebro. Por eso no era necesario comentar nada. No había allí otro ser que estuviera intrigado o simplemente interesado en oír sus palabras, estaba sólo su mujer que lo sabía todo también.

Ella había esperado algo. Una palabra fuerte, su indignación, quizás una regañina. Lo había esperado como una repetición en pequeño del largo esperar que era su vida desde que salió de su ciudad natal. No quería entonces viajar. El mundo se acababa en la última casa de su ciudad provinciana. Pero se casó con un hombre bueno, trabajador, silencioso, que había pasado quince años yendo y viniendo de una central a otra. Con lo feliz que hubiera sido ella en su ciudad, en su calle, en su casa. «Demasiado bueno —pensaba—, demasiado trabajador». No lamentaba haberse casado con él. Otro hubiera tenido todos los defectos que su marido no tenía. Pero era éste el gran defecto: la ausencia de los pequeños defectos, casi vicios, que hacen al hombre más humano. Fumar o beber. Algo que desviara un poco su pasión por las máquinas, por el trabajo, por el deber, un Deber con mayúscula, aprendido en libros de lecturas para colegios, y cumplido rigurosamente a lo largo de toda su vida. Juan Lobo tenía varios álbumes de fotografías de las máquinas que había montado o reparado, todas hechas por él. Eran magníficas, tenían efectos nocturnos de gran dificultad, detalles impensados, encuadres originales que presentaban a la máquina como viva. Pero las pocas veces que fotografió a personas —su mujer o sus hijos— las sacó sin expresión, con algo de máquina. Juan Lobo parecía comprender mejor a los alternadores que a las personas.

Sonreía su mujer recordando estas cosas, pensándolas como siempre por primera vez.

—Juan, ¿quieres comer?

—¿Eh? —hizo él.

—Que si quieres comer.

Estaba ahora sentado en la mesa, con una pierna en la silla, sujetando con la mano derecha un plano que tenía desplegado sobre la rodilla y la mesa. Lo estudiaba, recorriendo a veces ciertas conexiones con el lápiz que tenía en la otra mano.

—Venga, venga; poned la mesa —dijo—. Tengo que estar en la central en seguida.

«En seguida» expresaba más una necesidad suya, confundida en su subconsciente con el viejo deber de los libros de niños, que la orden de algún jefe suyo. Él era jefe de montajes. Pero era más: su experiencia y sus estudios espontáneos y desordenados le habían convertido en ingeniero, aunque no tuviera título. Comenzó como un simple obrero y ahora su cargo era ya casi equivalente al de un ingeniero. Ni siquiera se permitía el mínimo orgullo para reconocerse el mérito que esto suponía.

Seguía siendo sencillo y bueno como un obrero. Un obrero de moralidad perfecta.

—Juan —le dijo—, si no te quitas, no se puede poner la mesa.

Charito, cargada de platos, estaba esperando a que su madre pusiera el mantel que tenía en la mano. María se sentó en el sillón, después de haber extendido el mantel sobre la mesa, dejándolo flotar sobre ella como una vela hinchada, y estuvo entonces mirando todo con la indiferencia de quien acaba de abandonar algo.

—Se me ha metido ese ruido en la cabeza —dijo— y no puedo parar.

—Eso es los primeros días, hasta que te acostumbres como en los otros saltos.

La hija ponía la mesa. Juan estaba sentado en el brazo del sillón de su mujer. Años pasaron ante sus ojos mientras habló. Los otros saltos, viajes cargados de muebles y de hijos, separaciones hasta de meses, vida de puebluchos, accidentes…

Entró Chuchín corriendo: cinco años.

—Papá, papá, desde la carretera se ve un mar y hay unas rocas muy grandes con cuevas…

—A comer, venga —se levantó el padre.